28/9/13

Gris, azul y negro

               Desde el umbral de la casa, Bautista Morales oteó el interminable rebaño gris que cruzaba con las ubres repletas el cielo pampeano, y caminó en dirección al monte. A la altura del galpón donde almacenaban alimento, encontró un ratoncito destripado y lo empujó hacia afuera de la huella con la punta del borcego. Hizo una pausa junto al molino, encendió un cigarrillo, y estudió por un momento el ojo cada vez más hinchado y azul del medio pez que flotaba a la deriva por encima del líquido negro del tanque australiano. Entonces se alejó un poco más, hasta allegarse al caldén que se inclinaba, aterido, frente al leve fulgor del poniente detrás de las nubes.
               – Hola angelito –le dijo Morales, descubriéndose la cabeza, a la cruz torcida bajo la cual yacía su única hija–. No vayas a mojarte y pasar frío.
               Apagó el cigarrillo y escupió junto a un brote de flor morada bastante crecido. Pronto llegaría la primavera. Una gota rotunda se le metió entre los pelos hasta el cuero cabelludo. Morales se volvió a calzar la boina, aplastó con un pie el retoño de la planta y emprendió la vuelta. Mirándolo a través del ventanal del frente de la casa, todavía convaleciente por el parto en el que había salvado la vida, y perdido la posibilidad de engendrarla, la figura de su esposa lo esperaba.

Jamás

            Jamás hubiese imaginado que pudiera pasar en un tren. Que además del placer de conseguir asiento pudiera hacerlo delante de una mujer, y que esa mujer además pudiera llamarle la atención. Jamás hubiera pensado en descubrir el atractivo de una mujer improbable en un lugar improbable frente a su propio asiento improbable. Menos hubiera creído que pudiera ser agradable el ejercicio de inventariar atributos, indagar las causas del gusto durante medio viaje. Nunca hubiera consentido esperar un efecto recíproco, vergüenza le hubiera dado imaginarse interesante, ridículo tomarse la segunda mitad del viaje para evaluar su propia imagen, el misterio que podía transmitir su cuerpo sentado, la actividad que podía insinuar su vestimenta, el efecto de sus facciones, su forma de plantarse en el mundo, a los ojos de ella, una mujer improbable en un momento improbable atendiendo asuntos ya impensables. Que al momento de bajar del tren establecieran algún contacto rayaba la estupidez. No cabía la eventualidad de concebir un cruce fortuito, no había ocasión donde pudiera abrirse una serie de probabilidades inexploradas. Menos aún que cada serie abierta por el azar impulsara nuevas series hasta el infinito. Jamás hubiese evocado premisas tan improbables. Y menos que menos dentro de ese cálculo imposible, fuera de la órbita del azar, aún menor entonces era el riesgo de anticipar un porvenir concatenado, una visión del recibimiento con cara de expensas, un relámpago sombrío de lo que jamás hubiera podido llegar a ser, lo opuesto improbable de ese entusiasmo imposible. No llegó a sentarse en el asiento que apenas alcanzó a ver libre por un momento, detrás de los cuerpos, y viajó parado, acaso divagando chatito, antes de llegar, quizás sea profesor, imaginó la mujer sentada.

18/9/13

Vida cotidiana

     Dos señoras esperaban el colectivo en una parada. Una de ellas, dramática, se quejaba, mi hijo no me come. Tenés suerte, el mío sí, le responde la otra, con una mirada lúgubre. Y le muestra el tercio de brazo que le quedaba con un muñón en la punta. Luego ambas se miraron y comenzaron a gritar y a correr despavoridas en círculos.