El genetista avanzó entre los altos cargos
militares que de pie, y conversando en voz baja, esperaban ansiosos; su
blanco delantal destelló, por un momento, entre el verde de los uniformados.
– Las condiciones físicas y mentales son óptimas.
Es la pieza que faltaba –informó, soberbio, el doctor Kim Ri Kyung.
Un murmullo de alegría recorrió la sala. Park
Chung Ho, Almirante de la Armada de la República de Corea, se adelantó unos
pasos.
– Mañana a las once nos reunimos en la Casa Azul
con el equipo de industriales y de la presidencia –dijo; y en su estilo directo, agregó–: Quiero que todo salga perfecto, señores, no hay margen de error. Hasta
entonces.
Devuelta en su casa, por la noche, Chung Ho
cenaba con inusual excitación. Su joven
esposa lo vigiló durante un rato, desde el fondo de una apariencia distraída, hasta
que ya no pudo contenerse.
– ¿Cómo van las cosas en el trabajo? –soltó como
a la pasada, disimulando su inquietud.
Chung Ho tragó su bocado de kimchi, vació su
copa de soju, y se volvió abarrotado de entusiasmo hacia el pequeño Hye Jin,
hablándole tan de cerca que por poco no chocaron sus cabezas.
– Hijo, tu padre va a fabricar un soldado real,
vivo, de este tamaño –entre las manos encuadró unos cuarenta centímetros de
aire–. Se va a llamar el Súper Soldado. ¡Todos los chicos del mundo se van a
morir por tenerlo, y yo te voy a conseguir el primero! –exclamó, y con la punta
del dedo índice pulsó un costado de la panza del niño.
Hye Jin se abrazó a su padre como una garrapata,
y este soltó una carcajada sonora que inundó el comedor. Sung Hyo Sun,
rebosante de ternura, miró a sus dos amores, y su belleza resplandeció un
momento como una maravilla. Después observó a su esposo con cierto recelo,
desvió los ojos, como hacía siempre, hacia la vasta pintura que colgaba en la
pared –desde donde un inmenso dragón amarillo, suspendido en el cielo, los
contemplaba–, ofreció más comida, y no dijo más.
– ¿Me va a querer? –preguntó Hye Jin, metido en
la cama, con la angustia de los niños demorados en la frontera del sueño.
– ¿Quién? –replicó la madre, desprevenida.
– ¡El Súper Soldado! –rezongó el chico, como
aclarando una obviedad, con los párpados a media asta.
– Seguro… Él nos va a cuidar cuando papá esté en
el trabajo –improvisó ella, acariciando el rostro de su hijo.
Hye Jin pronto comenzó a roncar. Hyo Sun lo besó
en la frente, salió de la habitación, entornó la puerta, y caminó a su
dormitorio. Frente al espejo del baño, se lavó los dientes, se perfumó los
hombros y se pintó los labios de un púrpura sutil. Cuando se metió en la cama,
Chung Ho, todavía rebosante de energía, la abrazó con fuerza. Envuelta en el conocido
olor a tabaco, alcohol y piel de su marido, ella lo besó extasiada, pero lo
apartó apenas, sin perder tiempo, para mirarlo a los ojos.
– ¿Qué es eso del Súper Soldado?
– El último proyecto industrial –contestó
evasivo, Chung Ho.
– Sí, me imaginé, pero ¿cómo es? –insistió su esposa,
inteligente y terca, lo que unos años antes había enamorado a Chung Ho, aunque
ahora quizá pareciera increíble.
– Ah, si serás ansiosa, mujer… –se quejó él, y
con fastidio explicó-: Vamos a hacer un hombre en miniatura con funciones
vitales específicas y restringidas. Medio juguete, medio mascota. Los niños se
van a volver locos. Vamos a vender millones.
– ¿Y cómo piensan hacer eso? –preguntó la mujer,
preocupada.
– Con intervención genética y cruza de
individuos...
– Pero ¿no es peligroso? –continuó ella, sacándose
de encima las manos de su marido y esquivándole un beso.
– No, florcita. Va a ser un éxito comercial
inofensivo, como una barbie. Y nuestra raza va a ser para todos los niños del
mundo la imagen máxima de valentía y superioridad –concluyó, harto, el
Almirante.
Pensativa, Hyo Sun se recostó boca arriba y
permaneció un instante en silencio.
– Es horrible –susurró al fin. Y remató categórica,
con la mirada fija en el cielo raso–: No quiero un monstruo como ese en mi casa.
Chung Ho saltó de la cama hecho una furia,
agarró algo de ropa al vuelo y masculló en voz baja, para no despertar al niño:
– ¿Te das cuenta? ¡Te fascina arruinar nuestros
mejores momentos!
Sollozando contra la almohada, Hyo Sun oyó el
motor del auto perderse calle abajo. Luego los ronquidos de Hye Jin, que
trepaban con pereza por el pasillo, se mezclaron con los primeros truenos de
una tormenta que se arrastraba, sin prisa, por encima de los techos de la
ciudad.