28/4/11

Impresiones

De los ciento treinta y nueve días que estuvo en Buenos Aires, recuerda el olor permanente a fritura, el vino con soda a escondidas, la cocina sin ventanas, el calor del horno, los atributos delanteros de una moza teñida a la que le gustaba mostrarse, las advertencias del encargado, el desprecio del dueño, el Obelisco iluminado, la vuelta en colectivo después de las doce, la ducha de agua caliente, el alcohol barato antes de irse a dormir, la belleza atroz de la Rey Rosa –el travesti que hacía esquina en su esquina–, la calle de la policía, los pibes del barrio, algunos partidos de fútbol, la noche de la pelea en el pasillo, los ruidos de golpes hasta el grito desgarrado que impuso silencio, pasos ansiosos, un llanto de mujer, discusiones, la sirena de un móvil, una ambulancia, su declaración en la seccional: estaba en la cama, no salió por miedo, no sabe si Venegas tenía una cuchilla así, no sabe si es violento, no sabe a qué se dedica, no tiene relación con él, llegó hace unos meses, trabaja en un restorán, no conoce al muerto, nunca lo oyó nombrar; recuerda su sonrisa contra la almohada cuando terminó el revoloteo, el deleite que sintió por no haberse visto involucrado, el incipiente sueño calmo en el cobijo de su nuevo hogar: la habitación de dos por dos que le permitía ahorrar unos pesos para enviarlos a los suyos; y eso le recuerda la vez de los gemidos junto a su puerta, de madrugada: el ruido seco y repetido de dos cuerpos que chocan en sus bordes romos, luego unos pasos bruscos que huyen con premura, el quejido lastimoso de una mujer o de un muchacho, el esfuerzo por levantarse y un andar herido y lento que se va perdiendo de a poco, con sollozos, y no tanto por ser otra situación inquietante en el pasillo que atisbó desde su cama, solo unos días más tarde, sino por esa sensación, otra vez, de techo propio cuando llueve, por decirlo así, que lo hizo sonreír de nuevo contra la almohada y agradecerle a Dios porque no se abrió su puerta, porque la ciudad quedó afuera, rota y satisfecha, entre las calles, lejos suyo; y mucho menos, pero sí a veces, casi que recuerda el sentimiento extraño de estar allí, en un dejo de la intuición confusa, nunca elaborada en estos términos, de la gran ciudad como un péndulo que oscila sobre un punto flojo, entre un caos rutinario y una rutina sin sentido; del orden como un viboreo que pasa de largo, hacia el río o la llanura, y deja en el cemento su piel vieja, reseca, vacía, como un frágil vestigio de algo distinto, un indicio leve de algo que solo recordaba, apenas, cuando sonreía contra su almohada, adormecido en alcohol, antes de irse.

27/4/11

The crack-up

"Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea—los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera—, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente". F. S. Fitzgerald

Un episodio en la vida de Rómulo Zabala

Rómulo Zabala fue un hombre de Historia, fundador de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y del Instituto de Numismática. Supo tener por amigos y compañeros de viaje a Ricardo Levenne y al mismísimo Lugones –con quien comparte una serie de simpáticas fotos publicadas en el diario La nación en el año 1926, con motivo de la celebración de la primer Feria del Libro de Buenos Aires–. Fue vicedirector del Museo de Historia "Bartolomé Mitre" y director y fundador del Museo de arte colonial –hoy conocido como "Fernández Blanco"–. Él vivió en esos museos, mientras sus hijas correteaban por los patios y se escondían en los recovecos de los mismos. Era un intelectual, extrañamente un bohemio católico y republicano, que hizo bautizar a su hijo y a sus cuatro pequeñas el 14 de julio, fecha de la revolución francesa. También logró que algunas de ellas se casaran en esa fecha. Era un prestigioso moderno, pero también un distraído. Una de sus peores peleas con su mujer se produjo por un hecho inusual. Una mañana de agosto se sentó en su cama para terminar de vestirse, tomó la media del pie derecho, se la puso en su respectivo pie, tomó la del izquierdo, se la pone en el pie derecho. Mira hacia un lado, no encuentra la media del pie izquierdo; mira hacia el otro, tampoco. Revuelve las sábanas, nada. Mira abajo de la cama, otras medias del pie izquierdo. Abre el placar y las venas se le comienzan a hinchar. "¡Isabel! ¿Dónde está mi otra media?" (Isabel era su mujer). La pelea duró sostenidos minutos, casi tres octavos de hora –irreproducibles tres octavos de hora–. Hasta que, resignado, decidió cambiar de par y, penosamente, se encontró con la verdad, una media, una encima de la otra. Esa fue la primera, pero no la última vez que le sucedió esto al Dr. Rómulo Zabala. La única diferencia radicaba en la brevedad de las nuevas discusiones, que se veían interrumpidas por una breve y contenida risita que se le escapaba a su mujer.

5/4/11

Tomando el té

Aparece el mayordomo Delnudo entre la frondosa vegetación del salón de té del club, cuya arquitectura, de riguroso constructivismo soviético, está ambientada con detalles de tropicalismo alemán. Se presenta en la única mesa, ocupada por dos comensales, que no comen, sino que se disponen a tomar el té, que no es té.

MARCELO BIELSA: (Lenta y concienzudamente.) Yo quisiera un mate cocido, si no es molestia. Porque un té me parece una infusión muy sosa para esta hora, y preferiría algo más vertical, aunque no tanto como un mate común, porque en ese caso la infusión no respetaría las circunvalaciones intestinales, que exigen rodeos precisos.

BORIS VIAN: Yo también quiero una infusión. Doble.

Delnudo reaparece con un mate cocido y un whisky doble.

M.B.: El whisky no es una infusión, ¿no le parece?

B.V.: ¡Cómo que no! Yo creo que sí, y no creo que sea disparatado. De hecho, es una opinión muy difundida y aceptada. Aunque, claro está, también hay multitudes que piensan todo lo contrario. Pero no es mi caso. Es el caso de todos los demás.

M.B.: En ese caso me parece que no podemos ponernos de acuerdo.

B.V.: Entonces nuestras diferencias son irreconciliables. Me temo que voy a tener que matarlo, o más bien cesar nuestra amistad.

M.B.: Mire, usted pretende algo imposible, porque no podemos discontinuar un proceso que todavía no está en marcha. Considero que recién nos conocemos y en ese caso la posibilidad de una presunta amistad es exagerada o, le diría, inadecuada. Nuestras relaciones se podrían encuadrar mejor en otras palabras. Porque si, por un lado, la amistad demanda una especial afinidad confirmada por el paso del tiempo y reconfirmada en las distintas situaciones, ya sean de gloria y victoria o de fracaso y desilusión; y, por otro lado, nosotros recién nos conocemos, aunque tampoco diría que nos conocemos porque hasta hace un rato jamás nos habíamos visto, entonces, recapitulando, digamos, entre lo que requiere una amistad y el tiempo que compartimos hay una incompatibilidad por la cual nuestra relación no es de amistad sino que la definiría, digamos… como una conversación incipiente.

B.V.: ¡Pero! Romper relaciones con usted, sin embargo, se está volviendo tan engorroso que no parece condecirse con el tiempo que dice que nos conocemos. Igual, me importa un rábano cocido al vapor con comino frito en colchón de hojas de bledo comidas por la tripulación sobre el carajo. Ahora sí, nuestra relación, sea la que sea, está rota para siempre.

M.B.: ¿Usted es feliz?

B.V.: ¡Que me parta un rayo, o me electrocute un hacha! Parece que en el ambiente del fútbol las rupturas irreconciliables son cada vez más cortas, debe ser por el vértigo de la globalización, de los mercados financieros, los tres puntas y los líberos y stoppers, que no se amoldan al ritmo cansino de los laterales argentinos ¿No le digo que no tenemos más relación? No pienso rebajarme a las costumbres de su ambiente inculto. Aunque estoy dispuesto a una tregua en nuestras hostilidades hasta el final de la página.

M.B.: Pero tal vez el recuadro no termine en la línea de fondo. Yo siempre lo intento, y es lo que pretendo del juego, pero eso depende del diseño, que puede poner el límite en otra parte. Aunque la intención es ocupar todos los espacios de la página, no permitir que progresen otros contenidos.

B.V.: ¡Delnudo, otra infusión! Disculpe, no lo estaba escuchando ¿Qué me preguntaba?

M.B.: Si usted es feliz.

B.V.: Claro que sí. ¡Soy un personaje de contratapa! Aunque siempre hay peligros, como hoy, que me sentaron al lado suyo. Pero, ¡qué buen escocés!, sí que soy feliz.

M.B.: Por supuesto, así como la opción de pase por la banda siempre es vertical, la opción de personaje de contratapa siempre es liviana, alegre, despreocupada. Parece tentador pero… ¿no le da culpa? ¿No se siente que tácticamente, digamos, no ocupa todo el espacio?

B.V.: ¿Quiere decir vacío?

M.B.: Bueno, en un sentido, le diría, por un lado…

B.V.: (Interrumpe.) ¿Por qué mira siempre al mate cocido cuando me habla?

M.B.: Porque evalúo constantemente lo que estoy diciendo y quisiera disponer de la máxima concentración para no desviar mis esfuerzos al análisis de la valoración que hace mi interlocutor de lo que estoy diciendo. (Mira a B.V. a los ojos un instante.) ¿Lo ve? Ahora sopeso la mueca sarcástica de su cara, que me impide progresar por esta vía discursiva y me obliga a buscar por el otro costado.

B.V.: No es sarcasmo, es desprecio, pero debo reconocer que usted me cae bien.