28/7/14

Umbrales (un sueño)

            Caminé por horas hasta llegar a mi casa. Cuando entro veo que la pared que separa mi habitación de la sala tiene dos puertas más que antes no tenía, pero eso no era algo problemático, así que me eché a dormir. Cuando me desperté Alejandro hizo mate para los dos y para un grupo de cuatro o cinco nenitas asiáticas que vivían con nosotros. Todas vestían de colegio y tenían entre cinco u ocho años aproximadamente. Cuando vuelvo a mi habitación había más libros que antes y estaban amontonados en altísimas pilas que casi llegaban al techo. Curioso, miro una de las pilas de menor altura de la que podía sacar los libros sin que todos se cayeran. En esa pila encontré un diccionario de mitología greco-romana, el tomo de las obras completas de Oscar Wilde, un libro sobre Cantor que tenía la tapa y las primeras páginas arrancadas y que comenzaba desde la página quince, una antología de cuentos de Dino Buzzati a la que también le faltaba la tapa pero había sido reemplazada por otra con dibujos a mano -hechos en tinta-, y un libro de poemas de Blake.
            La casa tenía pasillos largos que salían hacia todos lados y puertas rebeldes que a veces abrían y otras veces, no; que a veces nos hacían ver las cosas más espantosas y terribles, y otras, las cosas más maravillosas y agradables. Había puertas de todos los colores y formas: rojas, negras, marrones oscuras y claras, verdes, azul Francia, grises, blancas, altas, bajas, partidas por la mitad, rotas... Las más curiosas eran tres: una que estaba dividida por la mitad y nunca se podía abrir entera, si abrías la mitad de arriba la de abajo se trababa y viceversa;  otra que siempre estaba cerrada y nunca había sido abierta; y otra que siempre estaba entornada, pero el ángulo era tan chico que no se podía pasar y apenas se podía mirar qué había del otro lado. 
            La puerta más extraña era una que siempre te llevaba hacia otro lado. Cuando la abrías podías aparecer en el Edén o en el Tártaro, en una casa en llamas o en la soledad del desierto.
            Cuando la pava silbó Alejandro me llamó, era la hora del café. Las chicas asiáticas habían salido a jugar a la calle con un tigre y un burro, pero todavía no habían vuelto. Con el café en mano hablamos de filosofía, de historia, de cocina y sobre la existencia de Dios. Él no se preocupaba por nada. Cada vez que le preguntaba sobre la existencia de Dios me respondía algo distinto. Me decía que no sabía, que no le importaba, que sí, que había llamado esa tarde y que lo había invitado a ir a hacer las compras al supermercado y a andar en globo aerostático; también me decía que él sí creía pero que Dios no creía en él, o que sí creía y que Dios era un reloj, un plato de leche o la luna.
Siempre me desconcertaba. Por un lado me hacía reír a carcajadas, por otro preocuparme, quitándome el sueño por varios días. Eso sí, nunca aceptaba que le preguntara sobre Dios si la pregunta no estaba acompañada de un buen café y unos scones, brownies, o tortas de miel.
Me acosté mirando el techo y vi a una mujer desnuda haciendo la vertical y yo me acercaba a mirar sus partes; después me acordé de un árbol inmenso y monstruoso que estaba en el Jardín Botánico o en plaza San Martín; más tarde pensé que estaba llegando tarde a trabajar, pero no era así, ya había llegado tarde y el despertador que hace vibrar hasta los muebles no había logrado ni mosquearme. Repentinamente tenía una luz sobre la cara. Como tenía los ojos cerrados veía todo de ese color rojo-anaranjado que tiene el interior de los párpados. El piso vibraba. Abrí los ojos y veía todo borroso: estaba en el tren: me había quedado dormido. El sol estaba bien arriba y yo estaba todo transpirado y muriendo de calor. Entramos a Retiro y todo se oscureció.
Bajé del tren con torpeza porque tenía las dos piernas dormidas. Todos caminaban igual, o muy parecido, con los pies cansados, dolidos, dormidos o rengueando. Los pies renegaban a la razón y proclamaban por la libertad de estar amodorrados y no tener que obedecer a nadie. Eran una multitud.
Palpo mis bolsillos y me doy cuenta que había perdido el boleto. Cuando el guarda se distrae paso por la puerta con la serenidad que puede tener alguien con diecisiete boletos. “Ya está”, pensé, y seguí caminando.  
Dentro de la Terminal la gente se desesperaba y corría como cucarachas peleándose por un pedazo de basura. Todos querían salir, todos querían entrar. La gente se chocaba, se enojaba, se empujaba, se decía cualquier cosa, escupía, miraba, oía, masticaba, pensaba, se distraía, rezaba, tocaba, y de repente, la luz, el sol en el cielo inmenso y un poco más abajo la torre de los ingleses y los plátanos, los kioscos de diarios y el asfalto. La gente iba una atrás de otra no persiguiendo a nadie o persiguiendo a alguien sin saber que era lo estaba haciendo, yendo a trabajar. La gente iba por la vereda y los autos, los taxis y los colectivos hacían otro tanto por la calle. En la esquina aparece, de repente, inimputable e inmensa, como si siempre fuera la primera vez apareciese, la plaza San Martín con sus grandes copas verdes. Y de todo ese bosque urbano de árboles gigantes surge, racional, autoritario y total, el Kavanagh. Atrás, la Iglesia del Santísimo Sacramento y, más allá, otros edificios que se escapan por la calle Florida.

Lo miré maravillado unos segundos que parecían minutos, horas… alguien me llevó por delante y, desconcertado, agaché la cabeza, metí las manos en los bolsillos y doble en la esquina.  

La sombra de Sufiân

Hay un desierto atroz, en el interior de un desierto inmenso, al que los árabes –gente hecha, gente enferma de calor y de arena– llaman Rub al Jali: el cuartel vacío. En uno de sus rincones se desfiguran todavía con paciencia las ruinas irrisorias de Ubar, la de los pilares, la Atlántida de las arenas, única ciudad que supo estar allí, de milagro, hace siglos.
Algunas tribus beduinas transitan su periferia, sin ir más allá. De una de ellas tomaron a Sufiân, muchacho tranquilo, para llevarlo a uno de los pozos petroleros de ganancias infernales que la tecnología y la esclavitud lograron introducir en ese infierno.
Sufiân pasó ocho años trabajando en el pozo. Conoció el desierto extremo, los vientos violentos y calientes que lo hienden, los médanos magníficos y ardientes que lo reptan, los soles soberbios e hirvientes que lo cruzan, y el frío implacable y furioso que dispensa la luna, noche tras noche, hasta los huesos de todas las cosas.
Cuando ya no le quedaba más que la muerte, uno de los superiores –movido por la piedad que nace del miedo– ordenó que lo sacaran. Imposible saber la ubicación de su tribu, si todavía existía; lo dejaron en el primer campamento que encontraron camino a Al Aflaj y allí quedó postrado, sin habla, en el interior de una carpa.
A través de la tela blanca, Sufiân vio un animal enorme que nunca había visto antes. Se quedó mirándolo fijo; esperaba con deseo, con temor, que se levantara, que se echara a andar, que gritara, que matara, que comiera. Él se pondría de pie y cruzaría el desierto, montado en esa bestia, hasta volver a su gente. Pero el inmenso animal se agitaba apenas, respirando y no más, siempre parado, entre sueños.
Así pasó unas horas Sufiân, solo, a la sombra del árbol. Nadie lo atendió ni le llevó nada. En los lugares inhóspitos no se desperdicia la bebida ni el alimento en los muertos.