28/11/14

Asado de mediodía

Las brasas ardían, grises, no rojas, era mediodía. La parrilla estaba protegida por una pared de calor. De la carne iba goteando grasa que se acumulaba y caía densa por las canaletas hasta ser contenida por una canaleta mayor, transversal. Esta a su vez estaba pinchada en uno de sus extremos, entonces nuevas gotas de grasa, más oscura, algo más frías, caían sobre el piso de la parrilla y de ahí al suelo. Los chorizos marcados descansaban apartados a un lado, mientras que la morcilla reventada en una de sus puntas dejaba salir el relleno; a medida que la tripa se achicaba, más y más se asomaba hacia afuera. Pero el parto no acababa ahí. Después de lo que parecía una cabeza, aparecieron pedazos duros, cartílagos, la sangre granulada, oscura y coagulada. Los chinchulines chirriaban en espiral, el cuero del vacío había formado un cuero que crujía, duro como un caparazón. Alejandro se puso un cigarrillo en la boca, palmeó los bolsillos del pantalón buscando el encendedor. Al no encontrarlo tomó con la pala una brasa, la acercó y comenzó a aspirar hasta prenderlo. En la parrilla el calor era insoportable. Isabel y Susana estiraban un mantel a cuadros cubriendo la mesa de madera. Entraban y salían con bandejas: vasos, platos, servilletas, cubiertos. Susana abrazaba un balde con hielo y una botella de vino blanco. Isabel traía vino tinto y soda. Después volvió a la cocina por una cerveza que le había pedido Alejandro. Traete el destapador, gritó enseguida él para evitar otro viaje más, para no esperar más tiempo con la garganta seca. Susana lo miraba en cuero, a él, su Alejandro, tostado por el sol, con pelos enrulados en el pecho, algo canosos, que bordeaban sus pezones negros. Miraba ese cuerpo que tantas veces había estado encima de ella, penetrándola, lamiéndola, y le provocaba rechazo. No por ese cuerpo mismo. Tenía la molesta sensación de que el maquinista que lo manejaba desde el interior de su cabeza era otro y no el de siempre. Los brazos, el pecho, el ombligo eran los mismos, sin embargo su mirada era otra, se enredaba con furia en Isabel, y claro, ella, porque es una pendeja y tiene todo duro, nada se le cae. Y lo peor que le gusta, a ella le gusta que la miren, que la toquen con los ojos, que respiren fuerte con desesperación, que la agarren con manos venosas del brazo, queriendo retenerla. La mirada de ellos la hacía fuerte y poderosa, la hacía levitar, mientras los otros dos babosos ahí con cara de nada. Dejen de mirarla, dejen-de-mirarla.
Isabel, venís un segundo. Hay que condimentar las ensaladas. “A ver si me la llevo y la cortan de una vez”, decía para sí Susana mirando las pantorrillas marcadas y el culo suave de Isabel que caminaba delante de ella. Una vez en la cocina Susana echaba aceto, oliva, sal, pimienta sobre la ensalada de lechuga y tomate
−¿Te cortás un limón?
 No, si no la ven es peor. No está y la desean más. Ellos llenaban sus cráneos de la sombra que dejó, del halo de su presencia, de su estar ahí, de su ser-deseada-por-ellos-dos. Una sombra que les entorpece el pensamiento y el mirar. Una estela que divide cualquier intento de las neuronas de hacer sinapsis. Isabel hacía fuerza para cortar el limón con un chuchillo algo desafilado. Levantaba el hombro un poco de más, y agachaba la cabeza, mientras serruchaba. Una gota de transpiración recorrió su perfil hasta detenerse en la punta de la nariz. Después cayó, salada, sobre el mármol frío.
            Eduardo encendió un fósforo y salió del baño. Apoyó la caja sobre una mesita lateral y caminó por el pasillo, hasta la cocina. A través del mosquitero se podía ver a los lejos a Isabel andando con una ensaladera en cada mano. Susana tenía la mirada perdida. ¿Estás bien? Ella cambió la cara y sonrió exageradamente. Sí, Edu, ¿Por? No, nada, me pareció que estabas rara. No, nada que ver. ¿Acaso me veo mal?, y sonrió. No, nada mal, nada mal…
            ¡Ya sale!, gritó Alejandro con los brazos en jarra y otro pucho entre el índice y el mayor. ¡Traigan el pan! Eduardo, Isabel y Susana se sentaron en la mesa. De un lado, Eduardo, del otro las chicas. Alejandro apoyó la tabla con chorizos mariposa y morcilla. El chorizo lo atenazaban con pan; a la morcilla la acompañaban con ensalada de papa, huevo y mayonesa. ¿Está rico? Pero ni nos dejaste probar bocado. Está bien, rico, dijo Isabel. Yo me quemé el paladar. Esperá un poco, nena. Nada peor que asado y paladar quemado. Alejandro e Isabel le dieron un sorbo al tinto con soda casi al mismo tiempo. ¿Y qué se cuenta? ¿Cómo la están pasando? Lindos días vienen tocando ¿no? Un calorcito. Te diría que demasiado calorcito. Esta -mientras revoleaba un pulgar hacia Isabel sin dejar de mirar el plato- en seguida está en bolas tirándose agua con la manguera. ¡Eduardo! Si es verdad. Dos minutos más y pelas tetas. Ya te desubicas otra vez. Bueno, mal no la están pasando. ¡Una envidia! yo en el estudio todo el día, cagado de calor. Bueno, pero los fines de semana estás como un lagarto al sol, agregó Susana. ¿Me servís soda?
            Una mariposa que daba vueltas se posó en el vaso de Susana. Ella la miró. Todos seguían hablando, masticando. En la parrilla, la grasa de los chinchulines chirreaba. La mariposa volvió a volar yéndose cada vez más alto, pasó la enredadera y se acercó a uno de los eucaliptus. Subía y bajaba, con un vuelo irregular, acercándose a las glicinas y a la Santa Rita. Se elevó un poco y dio una vuelta a la fuente hasta posarse en la frente de la estatua. Se quedó quieta unos segundos y después siguió su camino hacia la fila de pinos.
Charlaron largo rato hasta estar amodorrados por el vino. El sol le calentaba la mollera y sus cuerpos despedían un vaho de alcohol que los rodeaba como una nube invisible que entorpecía la comunicación y también la comprensión de los otros. Susana era la más entera, pero la que menos aguante tenía. Así que una vez que cruzó el umbral de cuarto o quinto vaso de vino blanco, se empezó a quejar que tenía dolor de cabeza y mucho sueño, que se quedaba dormida. El resto la miró reprochándola por tratar de interrumpir la sobremesa con una siesta. Así que se esforzó unos minutos más hasta que empezó a cabecear.
Andá a tirarte ahí querés le dijo Alejandro, fastidiado, señalando la  reposera. Una momia. No sé ni para que la traigo. 
Bueno, tranquilo, no pasa nada. La seguimos nosotros tres.
Sí, charlamos nosotros. Se tira un ratito y listo, después vuelve dijo Isabel.
Susana dejó caer su cuerpo muerto sobre la reposera. El corte carré se le había venido encima de la cara. No tenía ni la lucidez ni la fuerza suficiente para correrse el pelo, ni tampoco para levantarse y moverse de lugar, aunque el sol diera de lleno sobre la reposera. El graznido de las cotorras, es parloteo multiforme, no le permitía desconectarse del todo y transpiraba.

El silencio del calor y la digestión era salpicado por comentarios y conversaciones mínimas. Cuando ya no sabían de qué hablar Alejandro y Eduardo empezaron a hablar de trabajo: juicios, alegatos, acuerdos, resoluciones, ad hoc, ad contrario sensu, ad limine. Isabel no entendía nada de lo que decían, jugueteaba con un corcho entre los dedos, los amasaba con la palma, aburrida, hasta que se paró y empezó a levantar la mesa. Pasaba todos los restos a un solo plato y los apilaba. Todos los cubiertos también los ponía ahí. Agarró una bandeja y comenzó a caminar hacia la cocina. Susana sufría desmayada de calor. Entre los arbustos del cerco una figura miraba atentamente todo lo que pasaba.

Doble vida

     Wilson miró a ambos lados del pasillo reluciente, giró la llave y entró. El atardecer enrojecía el ventanal, esparciendo un entramado de naranjas y lilas en la cama y las paredes.
     De memoria, apoyó sobre la repisa de vidrio los anteojos negros, el teléfono bueno, el reloj plateado, las llaves del trabajo. Se descalzó: cada pie con un suspiro. Colgó prolijamente el saco de lino rosa antaño, la camisa gris perla, la corbata azul oscura y el pantalón beige.
     Tres segundos, pensó Wilson, con los ojos cerrados, mientras dejaba caer su cuerpo saturado de cansancio en el acolchado de seda. No pudo evitar una leve perturbación: todavía se percibía algo del aroma exquisito y sutil, Orquídea Negra.
     Un par de minutos más tarde fue al baño, se lavó la cara, se peinó al medio. Se abrochó la camisa a cuadros, frente al espejo, mientras el desodorante barato y penetrante, inexorablemente, lo envolvía.
     Se colocó el jean y los lentes ópticos, y antes de salir corriendo, escudriñó por un instante el profundo horizonte azul petróleo, sin luna, que se derramaba entre las sombras mudas de los edificios atiborrados de ojos rectangulares, vidriosos, oscuros, titilantes, empañados, luminosos…

     Mientras estacionaba la camioneta, vio a su esposa en la cocina. No era particularmente hermosa, pero tenía ese algo indefinido que tenía que tener.
     –Hola amor, llegué –anunció Wilson al cerrar la puerta.
     Alexia se acercó y lo besó con detenimiento, sin pasión, inhalando profusamente, casi olfateándolo.
     –¿Estás listo? –le preguntó sonriente.
     –Como siempre –contestó él, resignado.
     Alexia lo llevó de la mano hasta el sillón, con solemnidad, lo empujó para sentarlo y le colocó el detector de mentiras, subrepticiamente alterado por Wilson, en la mano derecha, la del anillo. Desfilaron las preguntas de todas las noches de la semana: dónde estuviste, qué hiciste, a qué hora, con quién…
     –Teléfono –ordenó Alexia, extendiendo la palma con gesto demandante.
     –De pie –le indicó después de revisar el aparato, impasible, e introdujo las manos en cada bolsillo del jean.
     Alexia lo empujó de nuevo al sillón, pero esta vez riendo.
     –Amor, andá a lavarte las manos que la cena te va a encantar –le rogó, rebosante de ternura–. Me salió exquisita.
     Mientras se dirigía hacia el toilette, obediente, Wilson escuchó todavía la voz aflautada de su esposa, que le aclaraba en tono de advertencia:
     –No creas que se me pasó que llegaste un par de minutos tarde.
     Frente al espejo del baño, mientras corría el agua, Wilson sonrió entusiasmado.