28/1/14

Nocturno

                Bajé las escaleras. Despacio, mientras escuchaba voces abajo, hasta que todo desapareció con ruido de puertas. Me ahorraba la gente, aunque internamente deseaba cruzarme a la vieja que no saluda para embocarle una sonrisa humillante a la que no pudiera responder. Ya en la calle paró un auto y me interrumpió de mis distracciones. Por la ventana apareció una chica arreglada que me hizo señas y empezó una larga pregunta de calles y barrios. Un tipo asomó desde adentro del auto y le sacó protagonismo:
-¿Sabés dónde queda Casa Huppé?
-Sí. –Dudé un poco. –Voy para allá, llevame y te guío.
                El tipo perdió un segundo el dominio, la boca de pejerrey, pero enseguida se recuperó, cerró la mandíbula y encontró las palabras:
-Perdón, no te conozco.
La frase pasó justo antes que se cerrara el vidrio y el auto arrancara de nuevo. Decidí faltar al cumpleaños y me fui por donde creía que era Casa Huppé. En el camino, un chico me preguntó si no tenía una moneda.
-Sí, tengo millones, pero no te doy nada.
                El chico se fue derrotado. Un quiosquero me felicitó, así se responde. Lo evité. Me entraron unas ganas locas de enojarme. Me di cuenta cuando la chica que salía del quiosco tiró la bolsa y el envase de lo que compró -¿lubricante sexual, un chocolate?- a la vereda. Pensé en insultarla, pero otro idiota –no yo- le hizo un comentario relativo a la instrucción, a la civilidad. Un escándalo de imbecilidad. Lo miré fijo para atraer su previsible mirada, para inducirlo a buscar en mí a un cómplice de su indignación. Naturalmente, me miró con un gesto, buscando consentimiento. Qué placer no devolverle nada, ni sí ni no, desinterés puro, ni siquiera un desafío, como para que se fuera a su casita pensando que ya no existe el respeto, que no vale la pena. Desde un taxi me vino el himno nacional. Me entraron ganas de reírme, de para qué. Para avisar que eran las doce, quizás.
                Cuando creía que todavía faltaba un poco, vi gente entrando a una casa antigua reciclada. Me acerqué. Casa Huppé. Todos muy cancheros. Tengo mi abrigo importado, pensé, puedo entrar desapercibido. Era un cóctel de jóvenes sonrientes y presumidos cuyo único objetivo en ese momento parecía ser la comunicación de la alegría. Mientras agarraba unas empanadas y champán, quedé cerca de un grupo. Se estaban conociendo, así que yo era uno más. A uno le preguntaban, era diseñador, qué copado, después una chica era directora de arte, ay, me encanta siempre me pareció súper interesante, un productor de cine, qué bueno, viajar, conocer gente, una artista plástica que todos conocían menos yo, que como estaba mirando de tan cerca me incluyeron, entonces me tocó a mí:
-Yo no hago nada.
                No pude reprimir esa mueca que hago cuando estoy incómodo y que parece una sonrisa que me hace pasar por boludo, o peor, por simpático.
-Ja ja ¿Y qué hacés acá? No habrás venido por la comida –, adivinó la arquitecta, que parecía feliz como destilado de pelotudo.
-Exacto. Y por curiosidad.
                Otra vez la falsa sonrisa. Se rieron un poco, y siguieron la charla. La arquitecta se me acercó e insistía con sus preguntas, qué misterioso, dale que seguro te conozco de algún lado, a qué te dedicás.
-Nada. Ostentación de mediocridad.
                Parece que todo lo que le decía le gustaba. Quería escribir sobre esta noche, cosas como: feliz como destilado de pelotudo. Pero esto iba de mal en peor.
-Ja ja, qué buena onda. –Me dijo. No lo puedo soportar:
-Buena onda, pasarla bien, lo importante es lo de adentro, clima de negocios, son todos corruptos, hay que ser abierto, que gane el mejor, alerta meteorológico, eso no da…
Se asustó porque estuvo por entender, pero se quedó en terreno seguro: me miró con cara de lobotomía como si no entendiera. Porque no entendía. Me quedé callado, pero otra vez mi puta sonrisa le devuelvió la confianza.
-Yo la estoy pasando bien, -me dice. -¿Vos?
-Yo no tengo ganas de pasarla bien.
-Ja ja. ¿En serio? ¿Por qué no?
-Porque no quiero que me obliguen.
Se quedó con el tema de pasarla bien. Le dije que no me interesaba. Eso de pasarla bien es pura prensa. Ese pensamiento me gustó, pero ya me estaba poniendo sensible y permisivo.

Las dos viudas

En el estupor del velatorio, anestesiadas por el dolor se conocieron Mabel y María Marta, mirándose sin verse por encima del cajón. En silencio un hombre había anudado sus destinos. Cosas que pasan. Todo pasa. Pasa la vida.
Ninguna fue al entierro. En la panza sentían eso: un nudo mudo. Y la punta inferior del intestino agarrada por dos dedos –uno de tristeza, otro de bronca– que tiraban hacia arriba para desenvolverlas de adentro para afuera, como queriendo sacarles por la boca a otra persona, guardada en su interior.
Las dos familias tuvieron mucho trabajo: el duelo de la muerte, la reconfiguración de la memoria del difunto, la revisión de distintas porciones de sus propias vidas, el acompañamiento de su respectiva viuda en ese trance peculiar para el que las costumbres ofrecían poco y nada; y todo eso con el terrible agobio de la noticia que se esparce, ese fondo de cháchara en el que el mundo circundante cierra los ojos afectando piedad, o valora con soberbia miserable, o se burla, cínico y mordaz.
Pasó un tiempo y todo se fue aplacando. Con ayuda profesional, con pastillas, con alcohol. Casi desde el encierro, Mabel quiso saber. Empezó nueve cartas tembladas que llenaron el tacho. Así no. Llamó por teléfono. María Marta también estaba intrigada. Dolida e intrigada. Mabel comprendía. Combinaron un encuentro en un café populoso de un barrio intermedio.
María Marta ya estaba en el lugar. Se midieron con desconfianza, tanteando cada paso, en puntas de pie, hasta que poco a poco se fueron encontrando parecidas. Programaron otro encuentro, con más margen, a la hora del almuerzo, en el mismo lugar, para la semana siguiente.
Esta vez cruzaron de pleno las miradas, por encima de las ojeras azules, negras y violetas. Se sintieron hermanadas. Por la humillación, por el odio, por el amor. Brindaron. Reconstruyeron sus medias historias, unieron datos, hablaron de pequeñeces, compartieron intimidades, confesaron secretos. Se despidieron con lágrimas que manaban de un océano –todo el interior de sus vidas, en el que de pronto se habían ahogado– y volaron en taxi a sus refugios: necesitaban volver a respirar.
A las semanas llamó Mabel. Quería ver, le era imprescindible. María Marta aceptó, pero un día cada una. Primera vos. En dos turnos se exhibieron las casas, los ambientes, la decoración, los muebles, la ropa, la vajilla, las rutinas, los momentos.
Pasaron unos meses procesando a lo bestia –trabajo digestivo del concreto: inútil–, hasta que Mabel mandó un mensajito: ¿te veo en el café? ¿Mañana? Dale, a las cinco.
Hablaron de nada por un rato, como viejas amigas.
–Me siento tan sola –dijo al fin Mabel, revolviendo el fondo del pocillo.
–Sí –suspiró María Marta.
–Siento tanto miedo, tanta inseguridad, tanto rechazo.
–Sí –suspiró María Marta.
–Por eso digo… Estuve pensando… ¿Qué sé yo?...
Y después de una pausa, terminó:
–¿Por qué no nos vengamos?
–¿Vengarnos de un muerto? ¿Para qué? –cuestionó María Marta.
–No de él… de otro, de cualquiera –aclaró Mabel.
María Marta la miró con una mirada turbia, espesa, profunda. Una sonrisa triste le torcía la cara. Comprendía. Solo atinó a replicar en sus labios esa raya resignada, mientras levantaba un dedo, mozo.

13/1/14

El hombre no es el lobo del hombre

"La ilusión occidental de la naturaleza humana", tremendo libro de Marshall Sahlins, publicado en el 2008 en inglés y en el 2011 en español (FCE). Ensayo muy breve, filosófico, cargado de historia, de política y de las poesías que aporta la antropología. De esos libros que te cambian el punto de vista sobre las cosas. Así.

Esto es el final. El poder de la conclusión viene dado, obviamente, por lo anterior. Por eso calculo que su lectura previa, acá, no arruina una posterior en el libro. (La advertencia es para quienes confíen en la recomendación, y además prefieran ir directo al libro.)

Aclaración. La frase "que nazcamos con almas acuosas" puede leerse (mal y pronto) más o menos como "que nazcamos como una página en blanco".
«Hacemos la guerra en los campos de juego de Eton, libramos batalla con groserías e insultos, dominamos con obsequios que no pueden equipararse o escribimos encarnizadas reseñas de los libros de nuestros adversarios académicos. Los esquimales dicen que los obsequios hacen a los esclavos como los látigos hacen a los perros. Pero pensar así, o pensar en nuestro proverbio opuesto, que los obsequios hacen amigos –un dicho como el de los esquimales va contra el espíritu de la economía predominante–, requiere que nazcamos con “almas acuosas” que esperan el momento de manifestar nuestra humanidad para bien o para mal en las experiencias significativas de una forma de vida particular. Pero no, como dictan nuestras antiguas filosofías y modernas ciencias, que estamos condenados por una irresistible naturaleza humana a buscar nuestro beneficio a costa de quien sea, amenazando con ello nuestra existencia social.
«Todo ha sido un gran error. Mi modesta conclusión es que la civilización occidental ha sido construida sobre una idea perversa y equivocada de la naturaleza humana. Lo siento, perdón; todo fue un error. Sin embargo, probablemente sea cierto que esta idea perversa de la naturaleza humana pone en peligro nuestra existencia.»