28/11/15

La belleza del muerto.

Género: contratapa de los viernes.

            Hay una larga tradición de mitificar al destructor de mitos pasados, es siempre tentador burlarse, arrellanado en pantuflas, de los viejos tabúes caídos en desuso sin siquiera preguntarse por las insospechadas normas por las que nuestros hijos se avergonzarán de nosotros. Quisiera darme ese gusto.
            La historia oficial de Ornette es más o menos conocida, o previsible. Un trillado cuento de perseverancia con final feliz. Vemos al venerable viejo, con su sonrisa amable, fijado en el estereotipo de quien luchó por sus sueños contra las adversidades. No importa mucho que haya nacido en 1930 en Fort Worth, estado de Texas, ni a qué edad de la adolescencia le dio por el saxo alto y muy pronto también el tenor. Es fácil imaginarse, con ayuda de imágenes sacadas de películas vintage de ciencia ficción, a un joven Ornette a principios de los años 50, recién llegado a Los Angeles, trabajando de ascensorista, estudiando libros de teoría musical en los tiempos muertos dentro de la cabina, bajo la calurosa luz en su impecable uniforme, un aprendizaje incluso menos glamoroso que el de Charlie Parker diez años antes, cuando era bachero en un club de Nueva York y sólo una pared –real y simbólica- lo separaban de Art Tatum. De un salto –con imágenes reiteradas de ensayos en sótanos, discusiones con otros músicos, lectura autodidacta en el interminable tempo del ascensor, negativas de clubes y grupos, vueltas a casa arrastrando los pies (si es con lluvia, mejor), y en cada nueva imagen Ornette un poco más adulto- resumimos los contratiempos que forman el arco narrativo de este cuento de hadas. Finalmente, subrayada la dificultad para formar grupos que soportaran su presumida originalidad, ensalzada la tenacidad, lo vemos desembarcar triunfal en la Costa Este, sacudiendo el Five Spot neoyorquino con su Free Jazz, que consistía en dar un paso más allá del bebop de Charlie Parker, prescindir de las escalas en la improvisación.
            Estamos llegando a la resolución, pero todavía puede demorar. Aunque algunos yankees celebraban la audacia, el final feliz debía esperar porque aún faltaban obstáculos. Para empezar, no todos lo consideraban un genio, sino que algunos se inclinaban a pensar lo contrario. Como mandan estas historias, Ornette no se rindió, y después de grabar los discos que con el tiempo serían clásicos de la historia del jazz, dobló la apuesta. Como intérprete, al saxo le sumó la trompeta, incluso el violín, al que más que tocarlo lo golpeaba. Cuando se sintió despreciado por las discográficas, creó su propio sello. Una historia inspiradora.
            En Un tal Lucas, Cortázar describe así la resaca de su protagonista: “No es inútil agregar que Lucas regresa a su casa con la sensación de que arriba de los hombros tiene una especie de zapallo lleno de moscardones, Boeings 707 y varios solos superpuestos de Max Roach”. Es una humorada sobre el jazz de aquella época a la vez liberador y víctima del imperativo de innovar, de morder los bordes del género.

            Ahora quiero darme el gusto de mitificarlo. Sacar a Ornette del orden alfabético de leyendas del jazz. Imaginarlo joven, frustrado, sintiéndose un genio incomprendido. Mal dormido, alterado por la extenuante lectura de teoría bajo el zumbido de la luz del ascensor. De golpe, con el ascensor lleno de ejecutivos blancos, un día de semana, el ascensorista alienado subiendo y bajando por el alto edificio, deteniendo la cabina en los entrepisos, fuera de escala, y volviendo a subir y bajar a toda velocidad, sin detenerse en los números enteros de los pisos, sólo abriendo las puertas a la percepción de la estructura del edificio, orillando la euforia, con los rehenes del ascensor realmente teniendo una experiencia del derrumbe de lo establecido. Luego, el presumible despido del ascensorista Ornette Coleman, su incertidumbre, su búsqueda de empleo en algún oficio, podría ser cualquiera, como la música.