27/5/12

Punto de fuga


A veces escribir duele. A veces no escribir es lo que duele. A veces uno no sabe lo que escribe y por eso dice a veces. A veces pienso que dos veces son las veces que alcanzarían para poder ver los dos reveses. Otras pienso en ostras o cosas que no son nuestras ni tuyas ni de nadie, más que de otros. Los otros son el infierno ni son. A veces son un quizás o menos que un tal vez, pero definitivamente se muestran indecisos y corruptos. Ninguna de todas las veces pienso que a veces se puede llegar a algo, y que tener conciencia de lo que digo, hago o escribo, no es más que uno más de todos esos mases que forman tu infierno, mi infierno y el infierno de todos esos otros que son los otros. Otras me dan ganas de llorar o llover por un rato, mirar las lágrimas caer del cielo sin pañuelo que las contenga y poder desahogarme un poco, dejando los días llover, dejándolos llorar o tal vez dejándolos pasar. Quién su hubiera animado a decir que es nada lo que tengo para decir, escribir o cantar cuando eso es lo único que soy o ni. A veces miro para adentro y me doy cuenta de que mirar para adentro no se puede. A veces vuelvo a mirar para adentro y me doy cuenta de que mirar para adentro no se puede. A veces me dan ganas de mirar hacia afuera y me doy cuenta de que mirar para afuera tampoco se puede. A veces me siento un ciego detrás de esos ojos que apenas pueden ver o versear o vivir alguna sensación cercana o lejana de eso que es que los infiernos sean los otros, que los otros sean los infiernos o lo que decía en un principio.
            A veces miro por la ventana las cosas que pasan y las palabras que se dicen y las que se callan. Nunca me decido por mirarte a los ojos, por que tus ojos son lo prohibido, lo insoportable o lo sublime. Nunca creí que diría al respecto de decir nunca y no supe como era eso de escribir que me dijo un amigo escritor cuando me estaba escribiendo sobre sus escrituras en letras. A veces se hace difícil y duele escribir por que escribir duele como duelen los días, como lloran las mañanas o como agonizan las noches. Doler duele y los a veces los dejamos para otro día por que ya no puedo ni quiero ni debo pensar de la forma en que se piensa hoy, mañana, pasado o ayer. Ayer también lloraba y pensaba en como suenan las palabras que salen de mi boca. Como retumban las palabras en mi boca y cómo es que se van diciendo solas, solas. Ayer y llorar o llover no son hermanos pero perfectamente pueden ser primos, lo mismo que obrar, amar o matar, solo que estos están peleados. Esto es inevitable y los días pasan por más que yo ni quiera. No quiero que ellos pasen y se van y me van matando, como cuando se fueron todos esos soles y todas esas lunas, como cuando se fueron todas esas ropas y todas esas otras cosas que dejan de estar y desaparecen. Se van, no están más: las matan, las cantan o las sangran, y las caras se vacían de rubor y quedan pálidas, y todo parece un agujero negro del que nadie quiere hablar. Las caras vacías de todos esos que no están y tendrían que estar al lado nuestro. Las caras de todos esos cielos y esos infiernos que no están y que podrían haber estado, pero fueron consumidos por otros infiernos. 

Italo Calvino. Las ciudades invisibles


Varios son los textos encantadores de Las ciudades invisibles, y muchos más sus pasajes deslumbrantes. Entre otros, me gustaría transcribir “Las ciudades y los intercambios. 2” –sobre el popularmente llamado histeriqueo–, “Las ciudades y los intercambios. 3” –sobre la rutina y el deseo de vivir otras vidas–, “Las ciudades y los muertos. 2” –sobre la memoria, la confusión de una cara con otra, el paso del tiempo–, “Las ciudades y el cielo. 1” –sobre la imagen del universo (de muy buen final)–, “Las ciudades y el cielo. 2” –sobre la vanidad y las falsas y verdaderas virtudes–, “Las ciudades y el cielo. 4” –sobre los monstruos de la razón– y “Las ciudades escondidas. 5” –sobre la justicia de los injustos y la injusticia de los justos (tema que me fascina)–, pero me voy a limitar al de abajo –cortazariano, si es posible decirlo–, muy logrado a mi entender.

Lo saqué de acá, donde está todo el texto –con traducción diferente a la del libro que leí, editado por Siruela–:

Las ciudades continuas. 3

Cada año en mis viajes hago alto en Procopia y me alojo en la misma habitación de la misma posada. Desde la primera vez me he detenido a contemplar el paisaje que se ve corriendo la cortina de la ventana: un foso, un puente, una pequeña pared, un árbol de serbo, un campo de maíz, una zarzamora, un gallinero, un lomo de colina amarillo, una nube blanca, un pedazo de cielo azul en forma de trapecio. Estoy seguro de que la primera vez no se veía a nadie; fue sólo al año siguiente cuando, por un movimiento entre las hojas, pude distinguir una cara redonda y chata que mordisqueaba una mazorca. Después de un año eran tres sobre la pequeña pared, y al volver vi seis, sentados en fila, con las manos sobre las rodillas y algunas serbas en un plato. Cada año, apenas entraba en la habitación, levantaba la cortina y contaba algunas caras más: dieciséis, incluidos los de allí abajo en el foso; veintinueve, ocho de ellos acurrucados en el serbo; cuarenta y siete sin contar los del gallinero. Se asemejan, parecen amables, tienen pecas en las mejillas, sonríen, alguno con la boca sucia de moras. Pronto vi todo el puente lleno de tipos de cara redonda, en cuclillas porque ya no tenían más lugar para moverse; desgranaban las mazorcas, después roían las raspas.
Así un año tras otro he visto desaparecer el foso, el árbol, el serbo, ocultos por setos de sonrisas tranquilas, entre las mejillas redondas que se mueven masticando hojas. No se puede creer, en un espacio reducido como aquel campito de maíz, cuánta gente puede haber, sobre todo si se sientan abrazándose las rodillas, quietos. Deben de ser muchos más de lo que parece: he visto cubrirse el lomo de la colina de una multitud cada vez más densa; pero desde que los del puente tomaron la costumbre de ponerse a horcajadas uno sobre los hombros del otro, no consigo llegar tan lejos con la mirada.
Este año, por fin, al levantar la cortina, la ventana encuadra sólo una extensión de caras: de un ángulo al otro, en todos los niveles y a todas las distancias, se ven esas caras redondas, quietas, chatas, con un esbozo de sonrisa y en el medio muchas manos que se sujetan a los hombros de los que están delante. Hasta el cielo ha desaparecido. Da lo mismo que me aleje de la ventana.
No es que los movimientos me sean fáciles. En mi cuarto nos alojamos veintiséis: para mover los pies tengo que molestar a los que se acurrucan en el suelo, me abro paso entre las rodillas de los que están sentados en el arcón y los codos de los que se turnan para apoyarse en la cama: todas personas amables, por suerte.

Otra ciudad invisible


El viajero que llega a Otilia puede ser rápidamente muerto o feliz. Al avanzar por el camino de piedra, se enfrenta de pronto a un valle verde con mujeres desnudas desperdigadas, solas o en grupo, entre los brazos sinuosos de un río que repta, calmo y constante, alrededor de árboles repartidos, también, sin un diseño aparente.
De piel blanca y pelo rubio, rojo o negro, se las ve bailar y dormir, cocinar y leer, amar y tejer, hablar y partir, en el aire, como mimos absurdos. El viajero se pregunta, entonces, –esto es inevitable– si aquello es un gran escenario donde se interpreta, para nadie, un dulce delirio; o si se trata, en cambio, de un conjunto de ninfas deleitando a dioses extraños, excéntricos. El viajero se inclina, –esto también es inevitable– por la segunda opción.
Pero a medida que se acerca, si tiene algo de suerte, comienza a ver más: esa muchacha camina con una canasta de juncos; las mujeres ríen allá junto al río, alrededor de una mesa colmada de cerveza y de vino; esta clava las agujas en una chalina carmesí; más acá una enlaza su cuerpo al de un hombre fornido; aquella lee un libro de lomo azul; la de ahí revuelve el contenido de una olla plateada; otra duerme tranquila en un camastro; cerca suyo baila una niña, agitando su pañuelo blanco bordado de oro.
El viajero advierte, además, que algunas de esas mujeres están ahora vestidas, que allá hay una puerta, acá una ventana, en otro lugar un muro, cerca una reja, a la izquierda un puente, y que por allá pasa un carro, que desaparece de nuevo. El viajero, que se aproxima con prudencia, comprenderá –en breve– que la ciudad de Otilia, bella y moderada, se descubre a través de las manos de las mujeres que la habitan.
Eso le pasa al viajero con algo de suerte. Los hay que sin llegar a ver Otilia, se largan desenfrenados a atrapar una de sus beldades, y encuentran un fuerte dolor que se les clava, de pronto, en el pecho: es el cuchillo –empuñado por el padre, el hermano, el esposo, el amante– que nunca vieron, y al que ya nunca verán.
Y le pasa también al viajero con algo de suerte. Los hay que arriban a Otilia de noche, solitarios, sin que nadie más que una hermosa noctámbula se percate de ellos, y que enfrentan de golpe una puerta, que hace un instante no estaba, pero que ahora se abre: del otro lado contemplarán, sobre el arrullo del río, la visión iluminada de la ciudad que solamente sus sílfides, de ojos brillantes y claros, en la penumbra del lecho, pueden mostrar.

13/5/12

Dupin explica al amigo


"El principio de la vis inertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos".


3/5/12

Con un fondo de perros


            Fui como para decirle que estas cosas pasan. No me sentía obligado por nuestro vínculo, quería ver si estaba bien, darle una palmada condescendiente en la espalda al viejo Basaldúa, hacer el simulacro de agacharme a levantarle el ánimo, como para que su orgullo lo olbigue a reponerse por cuenta propia y rechazar el favor. Eso es lo que necesita Basaldúa, me arengaba el sábado a la mañana. Apuré el café con leche, en la puerta abandoné el olor del pan tostado, ese arrullo. Agarré la camioneta, fui sacudiéndome los edifcios, las casas periféricas con jardín, los últimos árboles y al fin la ruta se llenaba los pulmones. Puse la radio desde que salí de Villa María, en Las Perdices bordeé los silos inmensos y después a la derecha un tirón hasta el campo, y un cigarrillo de la entrada al casco antiguo.
            No vino a recibirme el perro, se asomó la Adelia. Me dijo que Wilfredo se había ido a dar una vuelta por el gallinero, ya tenía que volver, entonces que pasara a la cocina y me sirviera una galleta recién horneada. Un bocadito de arena. Quedaba una panera llena y el perro que no venía.
Adelia le ponía voluntad, ¿cómo estuvo el camino?, el vozarrón hasta las telarañas de los rincones, le contesté que bien, por suerte la ruta tranquila, algunas cosechadoras último modelo, como recién salidas de la juguetería, y Adelia oteando la puerta, la inminente llegada de Basaldúa.
Se habrá enterado, confidente Adelia en un susurro, y yo cerré los párpados de a poquito, un asentimiento grave, para disculparnos a los dos el relato del robo, del miedo de esa noche. Pero quizás Adelia necesitaba decirlo, ponerlo en una frase para repetirla después. Son unos desgraciados, sabían que teníamos la plata de toda la cosecha. Se llevaron hasta la escopeta y las llaves de la camioneta, le salía la bronca como en granos por todo el maíz que les habían pelado.
¿Siguen sin usar el banco? La quise jugar de sorprendido, acompañar la indignación, pero mi pregunta tenía un regusto arrogante, me sonó a reproche, entonces me odié, y como penitencia comí otra galleta.
            Apareció el viejo Basaldúa adentro de la cocina, no pude ver si había venido con el perro. Me invitó a pasar a la galería, a la sombra que está lindo. Los dos sentados, yo sin saber cómo empezar, el viejo que dejaba enfriar el té que nos trajo Adelia, el ruido de las cotorras bien patente porque nos quedábamos callados, entonces le largué el formalismo, me enteré, Wilfredo, y quise venir a ver si necesitan algo. Y me estaba quedando ya sin cuerda pero Basaldúa metió su tic nervioso, se le achicharraba la cara en arrugas, y después relajó, le volvieron a salir los ojos y dijo no hace falta, ya pasó.
Estaba enfrascado, Basaldúa. Como de muy lejos me preguntó por mis asuntos, cómo andaba todo, si mi hermano Salvador seguía en el taller mecánico. Bien, bien, remando. Quería hablarle de un conocido en el banco, le podía simplificar un crédito, hasta un seguro, sobre todo una cuenta para manejar los pagos. Pero no sabía por dónde arrancar, miraba inquieto para todos lados, y le pregunté por Satanás, el perro. El alma de Basaldúa interrumpió la excursión y le volvió al cuerpo en un tic, como si hubiera probado una galleta de Adelia.
Venga, dijo y ya estaba andando.
Me llevó por el costado de la casa, abajo de los árboles, el final cerca pero velado por el sol. Caminamos esos pocos metros eludiendo los patadones de las raíces y en eso yo me felicitaba por reanimar a Basaldúa y llegamos a la entrada del gallinero. Y ahí. Una cincha colgaba del travesaño, le ajustaba el cogote al perro seco, ahí suspendido, las primeras moscas ya le merodeaban la sonrisa dura, eso que había sido Satanás. Me ablandé, no pude disimular.
Por traidor, descargó el viejo, pero mis cejas todavía me tironeaban del espanto y Basaldúa obligado a una explicación sumarísima. No ladró esa noche. Que lo vean. Ya no quedaba rencor en el viejo, elaboraba su duelo.
            No fue en ese momento, fue después, volviendo por la ruta. Fue después que no pude despegarme de Satanás en todo el camino. El viejo llevando al perro, la cola a los fustazos por la expectativa, después el extrañamiento de orejas, Basaldúa agitado, Basaldúa cinchando. Los ojos interrumpidos de Satanás. Y la última vez. El auto lo habíamos sacado a la noche del taller mecánico, tuvimos que sacarle el perrito de la repisa, bajamos los dados de peluche del espejo. Lo apagamos cerca de la entrada del campo, lejos de los oídos de la casa pero no del buen Satanás, que se apareció moviendo la cola, agachando la cabeza, me reconocía debajo del gorro, de tanta ropa. Me quedé con él un buen rato, mientras Salvador vestido de sombra se mandaba para el casco. Le rascaba atrás de la oreja a Satanás, se crispaba como su dueño, retorcía el hocico cuando Salvador volvió corriendo con la escopeta, entonces le sacudí el lomo al perro, quizás el último afecto, y encendí el auto para rajar. Pero todo esto me persiguió después, en la ruta.
En ese momento todavía estaba pasmado, y el viejo Basaldúa me dio unas palmadas en la espalda, como diciendo ánimo, estas cosas pasan.