28/8/12

Subte


            Alberto se mecía en la cabina iluminada, colgado del pasamanos. Una señora enclenque giró sobre sus goznes en el asiento, se tomó de la baranda vertical para darse impulso y se levantó. Alberto no sabía que la miraba hasta que se descubrió curioso en la ventana espejada. Un ruido amortiguado, una fricción porosa envolvió el vagón. El reflejo del vidrio se hundió en una acuarela vertiginosa que se fue delineando hasta la impresión estática de un andén populoso. Se abrieron las puertas. Alberto se escurrió entre los cuerpos que entraban.
            Avanzó, ajustado el paso al cauce general, en un ritmo quebrado para no pisar los talones de adelante. Buscaba la combinación con la línea B. Vio a la misma señora desembocando por una abertura lateral, engranando sus rodillas viejas en la escalera mecánica bajo el rótulo de salida a Carlos Pellegrini. Alberto siguió y se internó en un pasillo cavernoso con una cresta de luces de tubo. Aunque asomaban huecos a los lados por donde se derramaban otros pasillos, continuó por el curso principal.
Apareció nuevamente en un andén repleto, pero leyó en la placa verde que se trataba de la línea D y pudo distinguir la señal roja al fondo. Se desplazó entre hombros y carteras hasta otro pasillo que hacía una curva y luego todavía se postergaba un trecho. Llegó a otro rellano, con techos más altos y comercios. Más allá de los molinetes había boleterías que recibían más gente. Encontró otra vez la inscripción roja que lo convocaba en el fondo. Cortó recorridos que se disputaban en todas direcciones hasta que llegó a unas escaleras que caían a un nivel más bajo. Descendió a otro andén donde la muchedumbre entraba al vagón. Alberto entró.
Repitió la experiencia: el movimiento leve del piso, el ruido de industria pesada, el espectáculo de los cristales –a veces la repetición del vagón, a veces un andén con su gente y su puesto de revistas. La segunda vez que se abrió la puerta, Alberto salió.
Subió unas escaleras, pasó un molinete y otras escaleras. Los escalones iguales desfilaban hacia abajo hasta que con el ruido del tránsito apareció la avenida. Las pupilas se adaptaron a la luz del sol, restablecieron las direcciones de la ciudad, reconocieron otra vez a  la señora que arrastraba su osamenta a unos metros. Entraba en la librería de Corrientes y Callao.


26/8/12

Escaleras abajo

Ciego, desesperado, el inquilino del tercero d braceó hasta alcanzar al delator escandaloso, insobornable, que voló por el aire y se desarmó en la pared. Caminó sonámbulo a la ducha, manipuló las canillas y colocó su cuerpo bajo el flujo de agua caliente.
Activada por ese estímulo, su mente intercaló al azar –o no, quién sabe– planes de acción de corto y mediano plazo, afirmaciones tendenciosas sobre el placer del momento, recuerdos fragmentados de sueños y sucesos de cercana y larga data. Cerró las canillas, se secó, se vistió, encendió la radio, preparó un café y una tostada, se sentó en la barra divisoria de la cocina de su monoambiente soltero –soledad confirmatoria en el espacio de la unidad de su yo–, y absorto en el aroma de su desayuno, por un instante, se sustrajo de todo ese primer día de vacaciones que se habían terminado.
Dejó la taza vacía y sucia en la pileta, rastreó las llaves, la billetera, el teléfono móvil. Salió. Apretó el botón del ascensor, oyó el sonido de las poleas –descendía– y vio la luz enrejada y rectangular de su llegada. Abrió la puerta, y ahí estaba: la señora del séptimo b. Descuartizada sobre un charco de sangre, del camisón desgarrado asomaban un pecho pletórico en arrugas, el pelo blanco del pubis y las extremidades abiertas: en boca y ojos, en manos, en pies.
El inquilino del tercero d se pasó los dedos por los párpados, una mueca le torció la boca por el asco, y en un suspiro cínico dijo “recalculando”.
Cerró la puerta interior del ascensor, limpió la manija con la manga del suéter, repitió la operación con la puerta exterior y su respectiva manija, bajó un nivel, accionó con el codo el botón del ascensor, se persignó y siguió pisando bajito, escaleras abajo.

9/8/12

Críticas nuevas para películas viejas



Karate Kid 1 (1984) dir: John G. Avildsen

Karate Kid es la historia de un excombatiene japonés, viudo y con problemas de alcohol que trabaja de portero en un barrio en los suburbios de Los Ángeles. Con la excusa de enseñarle karate al joven Daniel Larusso, se abusa de él y lo explota haciendo que este le lave todos sus autos (una gran cantidad de autos para un portero excombatiente y golpeador) y le pinte la cerca (de una casa extremadamente linda y grande para un portero excombatiente y golpeador). Esta historia de explotación se entrecruza con una historia de problemas de adaptación del pequeño Daniel que viene de New Jersey, con una historia de amor entre la niña rica y buena y el joven pobre y bueno (antinomia niña rica-chico pobre), y con un torneo de karate (que poco tiene que ver con la película) en donde se juega el honor del joven Daniel. Muy recomendable. El portero es fantástico.

King Kong (2005) Dir: Peter Jackson

King Kong es la historia de amor entre un mono gigante y una actriz fracasada. Un director de cine venido a menos engaña a la actriz para ir a la caza del mono gigante que vive una isla habitada por caníbales, dinosaurios y un mono gigante (no hay dos monos gigantes, hay uno solo). Hay amor a primera vista. Luego, el mono es aprisionado para ser exhibido en la gran manzana. Las funciones no son lo que se esperan. Ella trata de liberarlo, él enfurece y destruye la ciudad. Se podría catalogar como el tipo de las clásicas Lovestories dignas de Rob Reiner y Nora Ephron (Cuando Harry conoció a Sally) y también de los últimos años de Woody Allen. Una comedia romántica maravillosa. Una típica película de Nueva york. Un culebrón de aquellos. Aunque falla en el final, ya que termina con la trágica muerte de nuestro héroe y no con un happy ending como el resto de las películas del género.