28/5/18

Naturaleza muerta

                El espacio es chico y puede dominarse desde la perspectiva del sillón. Ese rincón es un hábito, la rutina de la mirada exterior que mira con desapego el interior del ambiente: una mesa ratona cubierta de objetos, una puerta al fondo, una ventana iluminada por la luz de un cielo intuido encima de la medianera.
                Cae la tarde y con ella baja la luz y las llaves sobre la mesa pierden brillo y ya no son para salir sino que son la herramienta que se usó para cerrar, en un vago recuerdo que sugiere su posición despatarrada sobre el vidrio. La taza de café tiene una mancha en el fondo y ya la sensación del olor y el humo es lejana en su frío de cerámica. La botella de vino ganada en una apuesta no invita a tomar, se apoya definitivamente en la mesa, en el azar provisorio al que invitan las cosas planas. El perro bajo la mesa respira pausado y se deja pasar el tiempo sin ganas de nada, casi olvidando el entusiasmo de mover la cola, infinitamente distante de la posibilidad de morder la bufanda que cae pinchada al costado de la mesa, la mano que asoma del sillón.
                Antes de oscurecer, con la última luz, hay una nitidez tan magra que no ofrece nada más que la disposición de las cosas, sin siquiera un asomo de sugerencia de nada, un momento único y tranquilo, el verdadero control desde el sillón, hasta que oscurece.