28/9/15

El encuentro

Todo empezó con una o dos miradas furtivas a través de un espejo. Por la forma en que bajó sus ojos, la descubrí tímida, incómoda, confundida. Era joven y cautivante. Casi en el acto me propuse comprenderla, conseguir su amistad.
Me fui acercando de a poco. Presté especial atención a lo que de manera espontánea decían sus conocidos sobre ella, de cuando en cuando, a la pasada, sin sospechar de mi interés. Con paciencia junté esos retazos oblicuos de su existencia, armando y rearmando la figura imposible de un rompecabezas formado por muchos rompecabezas distintos e incompletos.
Esos meses de acecho distante me infundían un placer terrible, difícil de dominar, porque todo era posible y porque el afán secreto que guiaba mis acciones subvertía el sentido rutinario de las situaciones cotidianas de la vida. En dos o tres oportunidades me puse a su lado, disimulando la corriente de adrenalina que fluía por mi cuerpo y logrando comportarme de un modo deliberadamente distraído. Hubiera sido un pecado generar suspicacias a esa altura.
No tardó en llegar la oportunidad de avanzar. En la sobremesa de una reunión íntima organizada por unos amigos en común, debajo de un farolito al fondo de un patio sofocado por el aroma que las flores y las frutas exudan en las noches de verano, aproveché su necesidad de arreglar un vestido viejo para un casamiento al que había sido invitada… Le alcancé, guiñándole un ojo y esbozando una sonrisa, un pedacito de papel en el que tracé un nombre, un mail y la aclaración: modista excelente y accesible.
Contesté su requerimiento desde la identidad de Renata, la falsa modista, ofreciéndole una cita en mi departamento, el viernes a última hora. Le aclaré que los otros horarios estaban tomados, al menos hasta dentro de unos quince días. No pudo más que aceptar. La esperé con música y velas, un vestido fatal, rouge furioso y el pelo suelto y perfumado. Como tardaba –me había advertido que podía retrasarse– me preparé uno de los tragos que iba a convidarle. Después me tomé otro y otro más, y me puse a bailar sola, loca de ansiedad.
Pronto se hizo tarde. No había noticias en el mail. Apagué la música y las velas, y me serví la última copa, cargada de alcohol y despecho. Apenas la terminé me puse a llorar. Arrastré mis pies hasta el baño. Me estaba sacando la pintura cuando la vislumbré, parada en la puerta, con un vestido fatal, rouge furioso y el pelo suelto y perfumado. Me sonrió a través del espejo. Tuve que bajar la mirada.


Ocaso

Tengo un vago recuerdo del día en el que llegué. Eran pasadas las seis de la tarde. Di unos aplausos y nada. Después apareció Vicente, algo amodorrado, y me mostró el lugar. Recuerdo las distintas tonalidades de verdes del parque, una atmósfera silenciosa, el velo del ocaso y una fuente en el  fondo, mientras él, de bigotes entrecanos y los dientes chuecos, me explicaba el funcionamiento de la casa. No presté especial atención, pero estaba seguro de haber visto una estatua sobre la fuente. Durante los días sucesivos miraba en esa dirección con la esperanza de que no se tratara de un error de mi memoria o un engaño de los sentidos. Paseaba y la buscaba no sólo allí, sino detrás de cada arbusto que se movía por el viento, como causa de cada graznido inesperado.