29/3/12

La aventura de la violencia


“Y la cara le rompí”
Agrupación Chihuahua

            Eduardo se desplazaba por el extenso plano general del camino de vuelta. El ritmo del motor era un ronquido regular entre las piernas. El recorrido era previsible, para la conciencia cenital de Eduardo (empañada por el sueño y la niebla), su moto una pequeñez lenta que repetía el trazo conocido en la toma fija.
            Todo el asunto era resumido por una visión de gran angular, a la espera de su cumplimiento: llegar a casa a dormir. Cuando aparecía la salida de la autopista, la moto bajaba la velocidad y doblaba por la bajada. Un bache en la calle lateral interrumpió el plano largo, acercó la perspectiva, delineó los detalles concretos del asfalto. Eduardo se recuperó del sopor y bordeó la llaga que laceraba la cinta desenrollada del camino. El aire se filtró por el cuello de la campera, le quemó los pelos de la nariz y se le humedecieron los ojos.
Volvieron las imágenes del bar, y con ellas la noche abandonada hacía cuarenta kilómetros se le hizo más reciente: las sonrisas insolentes de las chicas, carcajadas mudas en la música fuerte, bailes amputados por la luz intermitente, retratos siniestros hasta los escotes, rincones oscuros de abrazos ceniceros. El recuerdo de la secuencia del baño: la luz de morgue, las oleadas de silencio cada vez que la puerta rompía contra el marco, la cara en el espejo pidiendo velorio a cajón cerrado, los efluvios del vómito en la bacha que ahora renacían en un eructo dentro del casco.
Llegó a la avenida. La velocidad le respiraba más cerca. Ahora circulaba en videoclip, las luces fijas de los postes pasaban como ráfagas animadas, los semáforos apagados centelleaban filtros amarillos. Una intromisión en el montaje: Leticia, su cara en contrapicado, iluminada desde abajo, la risa lasciva. Luego siguió el encuadre de los celos, primerísimos primeros planos con teleobjetivo de los dientes, el brillo de la saliva, la sombra del sexo, la textura lúbrica de los hombros. Rápidamente la edición mental de Eduardo agregaba risas que envolvían la sucesión, le daban continuidad.
La casa cada vez más cerca. Todo cada vez más cerca, más entrecortado y diagonal. La sensación de la rueda calentándose con la fricción de la calle. Leticia cada vez más cerca. Fotos de juventud granuladas, instantáneas de la felicidad simple en la cocina. Todo el pasado de pronto feliz y tamizado por una pantalla amarilla y vieja. El recurso obligado para guionar lo irreversible, el daño irreparable. La moto exhalando vapor en la madrugada fría. Y la casa cada vez más cerca.

28/3/12

Pared blanca


            Estoy sentado mirando la pared. La pared es blanca, casi tan blanca como una pared blanca, aunque interrumpida por líneas. Las líneas no tienen un color definido, o acaso no recuerdo ese color. Son líneas oscuras. Cuando las vi por primera vez, ¿cuándo las vi?, esto fue hace mucho, horas, días quizás, no estoy en condiciones de determinarlo. También me distraigo y me cuesta retomar los hilos de lo que pienso, así como me resulta difícil ahora concentrarme en las líneas de la pared. Eso, las líneas. Al principio las veía bien, seguía el curso de la línea fuerte sobre la pared blanca. Ahora me es imposible decidirme en los cruces, no bien intento seguir una sola línea, ya estoy atento a las líneas que cruzan, y a las que se van cruzando más lejos, entonces ya no sé cuál de todas es mi línea en la pared y no puedo fijar la mirada. Sólo puedo ver una grilla más o menos estable en el blanco de la pared. Entonces miro en el medio de los cuadrados blancos, pero para acertar el centro exacto debo tener en cuenta sus lados, y otra vez se resbala mi atención, por más esfuerzo que haga, hasta los bordes blancos, al lado de las líneas oscuras, y otra vez ya no sé cuál es mi borde. Estoy mirando una pared cuadriculada, y me aburro.
            Entra una mujer blanca. Perdón, una mujer con guardapolvo blanco, más blanco que la pared. Tiene las manos del color de la piel. ¿Tenía un nombre ese color? Verde, marrón, es inútil, me marea. Tengo el impulso de nombrar, de asociar, de comparar, pero no recuerdo nada. Aunque si me esfuerzo... pero todo lo que sé está desnudo, se le cayeron las palabras, entonces más que desnudo está suelto, no tengo de dónde agarrarlo. Y cuando se me escapan las cosas. Me duele la cabeza.
-¿Te sentís bien?
-Sí, un poco mareado.
-Seguro que estabas mirando los azulejos otra vez. Te dije que descanses. Mañana ya te vas para tu casa.
            

Sonría

En la noche inerte de uno de los bordes chatos de una ciudad de provincia, la estación de servicio fulmina la oscuridad con luces histriónicas, para ser a la gente lo que la miel a las moscas. La tradición del lugar se impone, con todo, aún, a las maquinaciones del comercio.
Junto a la puerta, un aparato eléctrico suma al bochinche lumínico el ruido estrambótico del rock, cuando el oficial Vranjes estaciona su patrullero a la derecha de los surtidores. Baja del auto, mira su reloj y atisba con ojos vacunos la nada noctámbula a ambos lados de la ruta. Entonces deja caer el equipo de radio al asiento delantero, y camina hacia el local.
Empuja la puerta y saluda a Geraldine –por una milésima de segundo, ella deja de mirar la tele que cuelga del techo–, llevando una mano a la gorra y ejecutando el típico cabeceo de la zona. Busca una botella de cerveza, la abre y la levanta hacia la cámara de seguridad. Mientras pasa al otro lado del mostrador, le pide permiso a la empleada, de unos dieciocho años, para verificar algo: rutina. Se acerca a la muchacha, le da un trago a la botella, y le pregunta por su padre, que está preso hace un par de años, a más de cien kilómetros, por hechos que en su momento provocaron escándalo y a quien ella en verdad casi no conoció.
– Bien –contesta la chica, abstraída en su chicle y la tele.
– No debería dejarte sola a estas horas –opina el oficial, acercándose más.
Geraldine lo mira asustada. Vranjes la tira al piso y se le pone encima. Saca su revólver, le levanta la pollera, le corre la bombacha y, apoyándole el cañón del arma en el costado de la cabeza, la boca abierta en la nariz y el bigote blanco en el párpado izquierdo, la viola, hasta que unos minutos después le eyacula en la panza, que la remera del negocio deja siempre al descubierto.
Luego le da un beso en la frente, se acomoda los pantalones, guarda el revólver, suspira agitado, se pone de pie, levanta a Geraldine, que solloza, de los brazos, le esposa las muñecas a la espalda, la lleva consigo hasta la heladera, saca otra cerveza, la abre, la levanta  hacia la cámara, de nuevo, y le dice a la muchacha que sonría: la están filmando. Ella se quiebra en un llanto profuso y el oficial, resignado, no insiste, y al ritmo de un rock se la lleva hacia el auto.

"Los espejos y la cópula son abominables".

La historia está plagada de guerras y matanzas, de accidentes y catástrofes, de envidias, deseos y venganzas. La muerte siempre fue algo muy sencillo, a la mano, fácil de vestir. Especialmente en Italia en el siglo XIII. Todo era la muerte. Hasta los médicos que se encargaban de curar a los enfermos de la peste –o a acompañarlos en su último suspiro, en su exhalación final–, parecían estar disfrazados de parcas o de pájaros de la oscuridad. 
En el Medioevo las generaciones era cortas y todos conocían alguien que había muerto. Era común ver el cuerpo del muerto, sentir su olor, escuchar sus últimas palabras. Era más  común estar en contacto con los cuerpos vivos, con cualquier organismo vivo, con sus flatulencias y su olor a ajo después de una sabia panzada. Pero los tiempos cambiaron y el hombre por medio de la medicina comenzó a vivir, de a poco, más. Año tras año lograba vivir un día más o dos, tres semanas, un mes.  
Hoy el hombre logró estirar la vida lo suficiente como para que su cuerpo apenas los resista. La moda es la extensión, los más años, mientras más joven-viejo se es mejor: setenta, ochenta, noventa… y vacunas, estirarse la piel, extraer cualquier cosa que atente contra la vejez que luego se pretende ocultar con una base y un color de juventud. El cuerpo contraataca y responde con nuevas enfermedades fuera de las ya neutralizadas: tumores de todo tipo, color y forma –por doquier–. El hombre eligió vivir más de lo que el hombre puede y se traiciona como tal. Quiere extender sus días con su cuerpo, con su obra, con su descendencia. En toda creación hay un poco de melancolía, en toda reproducción, el espíritu de lo siniestro. El hombre entraña la vida y la muerte en un combate en el que la muerte sólo tiene que esperar. Mientras los cuerpos que tendrían que estar muertos se mueven y pasean por las calles.