28/11/16

Una visita

            El hombre que me abrió la puerta fue evasivo. Mientras entraba noté que me miraba de costado, no pudiendo evitar cierta curiosidad, aunque enseguida se volvió para el otro lado. Me di vuelta en el pasillo para atraparlo mirándome, pero ya había cerrado la puerta. Me dirigí al centro de la habitación, donde ella estaba acostada. No la conocía. Acaricié su cuerpo sin decir una palabra. El primer contacto tuvo el encanto del descubrimiento. Metí una mano por debajo de la sábana, sentí su pecho, su vientre. Arrastré el revés de la mano, con suavidad, por sus hombros. Después me desnudé mirando hacia la pared, dándole la espalda. Quería cierta intimidad para ese trámite. Me metí en la cama sin mirarla. Después sí, miré de cerca su pelo, le besé el cuello al costado, al lado de un lunar que me gustó. Me subí encima, sosteniéndome con los brazos para no aplastarla con mi peso. Luego empecé la cópula, con cierta torpeza, algo levemente vergonzoso, pero poco a poco sentí cómo los cuerpos se iban acoplando, aunque no demasiado, porque me gusta algo de ese extrañamiento del otro cuerpo. Sin embargo, con la repetición de los movimientos se fue mitigando la rudeza del coito. Allanados los primeros pasos en falso, el baile sexual comenzó a desenvolverse sin contratiempos notorios. Mi transpiración ya mojaba el contacto de nuestras pieles. Me maravillaba que solamente podía sentir las partes de mi cuerpo que eran tocadas por el de ella. Estando yo boca abajo, mis rodillas sentían la rigidez de sus muslos, pero tenía que concentrarme para advertir que mi espalda existía. Eso me distrajo un poco de mi deseo y pasó algún tiempo hasta que me sorprendí pensando en estas cuestiones anodinas, sobre su cuerpo, sobre el apasionante misterio del otro, es decir, pensamientos que a veces tengo cuando me distraigo en un taxi, en una sala de espera. Volví a mi cuerpo como un despertar. Me concentré en sus rasgos y, sobre todo, en sus gestos. Otra vez el deleite de la pelea entre, por un lado, la sincronización amable y, por el otro, los movimientos tímidos, titubeantes frente a un cuerpo desconocido. El encuentro contradictorio de ambas situaciones me llevó a eyacular algo antes de lo previsto. Me quedé unos segundos abrazado a su cuerpo. Si no hubiera sido por la temperatura de su cuerpo, casi podía olvidar que estaba muerta. Me levanté, me vestí otra vez de espaldas a ella, y me fui sin decir palabra, aunque antes me detuve un segundo a ver su cara tensa, su pelo algo alborotado. Caminé por el pasillo blanco y abrí la puerta. El hombre ya no estaba.

25/11/16

La flor violácea del jacarandá

Me crucé con Lin y Chen en un vagón del subte B. En ese momento no sabía sus nombres. Me los dijeron cuando se despidieron. Todo pasó en minutos.
Volvía del trabajo, me acerqué a la puerta para bajarme en Malabia y ahí lo vi sin verlos. Lo miré a Lin, la miré a Chen, y no los reconocí. Fue su mirada, la de él, la que me marcó la pauta de que ellos eran ellos. Cuando se miraron entre sí me di cuenta de que yo era yo. No entendía cómo no los había reconocido. Todos los jueves íbamos a su restaurante a cenar. Todos los jueves se acercaba Chen a tomarnos el pedido. Lin saludaba desde la cocina cuando entrábamos y cuando salíamos. Estaban casados. Chen era la moza. Casi no hablaba español. Le señalábamos lo que queríamos del menú y ella escribía idiogramas en la comanda, siempre sonriendo. Lin era cocinero, pero también hacía las veces de administrador y encargado. Trabajaban con los padres de Lin. La especialidad eran unas empanaditas a la plancha de cerdo y akusay, tofu frito con picles chinos picantes y pollo kun pao. Lo que más se destacaba igual eran las empanaditas. Todos las pedían.
 Lin me preguntó cómo estaba y también a qué me dedicaba. Era la primera vez que intercambiábamos palabras, más que un hola, chau, gracias, o hasta luego. Mentira. Una vez les regalé un libro que había editado. El primer libro que había editado. Le estaba mostrando el libro a mi mujer y Chen se metió en el medio, miraba y miraba. Le aclancé el libro y se lo llevó a la cocina. Era la primera novela de un autor argentino que era chef en Hong Kong. Ellos nunca entendieron que yo era el editor. Traté de explicarles. Chen quería que le dedique el libro. Lo firmé. Más allá del malentendido, se dieron cuenta de que ese objeto tenía un significado especial para nosotros. Ese fue el primer y único libro que autografié.
Salimos de la boca del subte. Lin me dijo que nunca pudieron leer el libro. Que él hablaba bien, le costaba leer, pero que su mujer era un desastre. Nunca dijo desastre. Levantó una mano y negó levemente con la cabeza. Lin obligaba a Chen a ir adelante nuestro. Ella se daba vuelta y me hablaba. Yo lo miraba a Lin pidiendo que me tradujera. “Quiere que le mandes saludos a tu mujer”. Asentí sonriendo. Ella también sonreía, con los ojos, con la boca, tratando de  expresar lo que no podía decir.

Cuando cruzamos Corrientes Lin me preguntó si había vuelto al restaurante. Le dije que dos semanas atrás, pero que no reconocí a nadie. Él agachó un poco la cabeza. En ese momento me confesó que habían vendido el fondo de comercio. Solamente su madre había quedado trabajando con los nuevos dueños. Iban a visitar a sus padres que todavía viven arriba del restaurante. Cruzamos Scalabrini Ortiz y me dijo qué lindos esos árboles, señalando los jacarandás en flor. Había varios a cada lado de Corrientes Eran realmente hermosos y delicados. Me pidió que repitiera la palabra jacarandá. El trató de pronunciarla. Se detuvo mucho en la jota y en la ce. Chen dijo el nombre en Chino. El ruido de los autos no me dejaba escuchar bien. Lin me repitió la palabra que para mí podía ser asfalto, cocodrilo o transeúnte. Me explicó cómo se componía el término: flor-azul-ciruelo. Cuando dijo “flor”, Chen le dio forma de flor a su mano. No sabía si hablábamos del mismo árbol, pero elegí creer que había jacarandás en China y que se llamaban exactamente como decían Lin y Chen. En la esquina nos despedimos. Me dijeron sus nombres y yo les dije el mío y el de mi mujer.