28/10/20

Piedra, papel o tijera

 

    El otro día iba por la calle y estaba desierta. Había olor a café en el aire. Eso es raro en la gran ciudad. Lo del café, sí, pero sobre todo la calle vacía. Por eso, cuando me crucé con las primeras personas, totalmente desconocidas, nos saludamos. Primero, una prostituta lejana en el parque, abajo de los faroles, que cuando vio que la miraba, me hizo un gesto y dijo algo que no pude oír bien, pero alcancé a levantar la mano y devolver la comunicación antes de seguir. Caminé unas cuadras solo, tocando distraído una llave que tenía adentro del bolsillo de la campera y que tenía que devolver. Después, cuando entré al cajero automático, había un mendigo acostado en el piso, al lado de las máquinas. Me miró como si estuviera invadiendo su habitación en plena noche, pero en seguida volvió a una intimidad infranqueable. Saqué un poco de efectivo y, antes de irme, le dije chau. Pareció despertar de golpe de su ensoñación y me dijo unas palabras muy apuradas, como si se le vinieran todas juntas, no podría asegurarlo pero creo que me pidió algo. Mi saludo lo invitaba a hablarme, abría una posibilidad, el cajero volvió a ser un lugar público para él. Empecé a ver más gente caminando. No seguí saludando, pero me sentía cercano a todos, tenía la idea de formar parte de un conjunto. Entré al chino a comprar un vino para mí y una cerveza para el tipo que había dejado en el cajero. Pensaba en su edad indescifrable mientras pagaba. Cuando volví al cajero a dejar la bebida, estaba ido, como si nuestro entendimiento mutuo se hubiera interrumpido. Me costó que aceptara la cerveza.  De hecho, no la aceptó. Se la tuve que dejar en el piso mientras me miraba mal. Hacía tan poco que nos conocíamos y ya nos estábamos peleando. Me fui rápido para ganar la discusión.

    La rara y fugaz conexión que tuve con la chica trans en el parque y con el señor ensimismado en el cajero me dieron algo parecido a la alegría. Subí al departamento de mi hermana con esta sensación y con el vino. Era una comida familiar. Saludé a todos. Había algo de ansiedad en el ambiente. Mi cuñado estaba nervioso con los tiempos de la cocción de su salsa. Mis padres me reprocharon el horario de llegada. Mi hermano discutía con alguien por teléfono. Para qué vine, pensé. Para devolver las llaves. Con figuras como una prostituta y un mendigo, tan abstractas para un oficinista, había establecido un vínculo, pero estaba aislado de mi familia más cercana. La paradoja era tan trillada que me deprimió. Me quise ir temprano, ni bien se terminó la cena y el vino, pero cuando me acerqué al perchero a buscar la llave en la campera, no la encontraba. Estaba seguro que la había traído, que estaba en ese abrigo. Hurgué los bolsillos exteriores, los interiores, los ocultos. Una y otra vez en cada uno, de un lado de la tela, del otro y después nuevamente de un hipotético tercer lado. Mi hermano recordó los cables de algunos adaptadores que, aunque tengan solo dos lados, siempre hay que probar tres posiciones antes de poder enchufar. Esta demora hizo que me quede al café.

    Cuando me fui, estaba tenso pero a la vez tenía una prespectiva de alivio. En la noche amiga me encontraría con la calidez de los desconocidos, me escapaba de la incomodidad familiar. Pero no. Una vez en la calle, las personas me parecieron groseras. Se me cruzaron sin pedir permiso, tuve que rodear  por la calle un grupo de gente que gritaba en la vereda, un policía que me miraba en una esquina me parecía sospechoso, no sé de qué, pero me inquietaba. No sé dónde había quedado esa idea simple de sentirme a gusto entre extraños y extranjero entre los míos. La sensación binaria pasó a ser una tríada: estaba experimentado el tercer lado de la tela del bolsillo, ese que existe pero que no tiene un lugar preciso y siempre se escapa, como el sentido de las cosas o las previsiones en el piedra, papel o tijera.

    Cuando llegué a la puerta de mi edificio, de golpe vi que tenía en la mano la llave que había estado buscando para devolver en lo de mi hermana. La había sacado con un gesto irreflexivo, no sabía de qué bolsillo. Me acordé que mi mamá me dijo: "no le des tantas vueltas, está el café". Me tomé ese café, en algún pliegue de esta noche, pensando en estas cosas.


29/5/20

Vindicación de un microrrelato


Vindicación de un microrrelato


               Este año se cumple un lustro de una audacia de la historia de la literatura que ahora presentamos por primera vez en forma de libro. Se trata del cuento corto llamado “Reducción de microrrelato” y es una variación, parodia y homenaje al mismo tiempo, del apodado cuento más corto del mundo: “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso, fechado en 1959. El cuento de Monterroso es así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. El cuento que nos ocupa ahora, cuya autoría se oculta bajo un escueto pseudónimo –Camel-, es así: “Cuando desertó, todavía estaba allí”. Este último texto es lo que el lector encontrará en las páginas de este libro.
               El cuento de Monterroso ya ha sido ampliamente comentado. La variación de 2015 no fue todavía reconocida en sus alcances, por eso esta vindicación. Es fácil advertir la intertextualidad. El cuento es en apariencia similar a su modelo original y el título indica que se trata de una reducción, es decir, una variación condensada. Por supuesto, es evidente el juego que se establece con la incomprobable aseveración que indica que el cuento de Monterroso es el más corto del mundo: esta reducción constituye un cuento más corto. La referencia dialoga al interior de la esfera literaria, debilita la nimiedad del campeonato de la brevedad, abre el juego acerca del hecho narrativo por fuera de la endogamia incestuosa de la literatura entendida como un palacio de notables.
               “Reducción de microrrelato” abre posibilidades interpretativas en muchos niveles. El velo insondable del proceso creativo. La cuestión del género: El plagio, la imitación, la caricatura, la reinterpretación, la mera copia. La dimensión sintáctica es también un factor determinante. Por ejemplo, la eliminación morfológica de la “p” hace que el verbo ya no sea despertar, sino desertar, un hecho significativo, de horizontes más complejos. Y la eliminación del personaje del dinosaurio hace que aquello que todavía estaba allí sea incierto, quizás el mismo sujeto tácito seguía allí, quizás la situación seguía allí, quizás algo apenas insinuado seguí allí y por lo tanto estaba desde antes. Estas posibilidades que se despliegan quedan en manos del lector, quien recibe, sin solicitar, la plena responsabilidad de completar el sentido.
               Monterroso hablaba de la situación del despertar del sueño, en un claro marco de exploración individual. El enigmático Camel, desde su ostracismo, sugiere una hendidura en la cultura dominante, una inscripción política, un interrogante acerca de la resistencia, el problema insoluble acerca de la potencia o vacuidad de la deserción. Lo que en “El dinosaurio” es un cuestionamiento de los límites entre vigilia y sueño, en “Reducción de microrrelato” es una paradoja acerca de la identidad espacial y sacude los cimientos de toda certidumbre.
               Invitamos al lector a sumergirse en el relato que ya le contamos. Ese que a través de la forma aborda el árido problema del sentido. Porque es un cuento que es sobre todo una pregunta acerca del sentido. Y es también solo un chiste ñoño.
               Para completar esta edición, sumamos a la página que ocupa el cuento una traducción completa del estudio filológico hecho para la edición en lengua inglesa.


*Contratapa del libro Reducción de Microrrelato

28/3/20

Memorias del sobresuelo


               La ciudad está en cuarentena por la amenaza de un virus. Solo se puede salir a comprar provisiones necesarias a comercios cercanos. Por suerte, tengo un chino enfrente, lo veo desde la ventana. Sólo es cuestión de bajar y cruzar la calle. Cuando digo que hay un chino no me refiero a una persona, sino al mercado que hay en la esquina. Aunque efectivamente adentro del mercado hay un ciudadano chino, desplazamos el sentido original del gentilicio para designar al mercado que administra este señor. Ese movimiento semántico se llama metonimia: figura consistente en designar una cosa con el nombre de otra con la que guarda una relación de causa a efecto, autor a sus obras, etc. Un buen ejemplo de metonimia es justamente decirle chino al mercado que regenta un ciudadano chino. O un descendiente. O alguien que parece oriental. Esa metonimia es corriente, se puede decir que es una metonimia muerta, ya que ni siquiera sugiere al ciudadano chino original que le dio su nombre por contagio, sino que ya tiene para nosotros el significado convencional de mercado y no invoca ninguna imaginería china, sino que nos denota góndolas, heladeras, quizás un chino en la caja. Me gusta la retórica, sobre todo cuando me tomo un vino. Y cuando estoy en cuarentena y tengo que ocupar mis pensamientos. Además, la cuarentena me hace tomar más vino, todo el día encerrado. Y el vino me da ese estado de ánimo necesario para encontrar algo de placer en estas cuestiones que en la sobriedad cotidiana no encuentran su momento. Pero después de algunas copas, también me dispersa, me hace dar vueltas, explicar, encontrar huecos donde la definición falla y embarcarme en la empresa un poco inútil de remendar esas fallas con explicaciones que pierden el foco y pueden hacer tambalear todo el edificio retórico que estoy construyendo, al punto de sentir que el pensamiento se muerde la cola. Este párrafo es buen ejemplo de eso.
               Pero si el párrafo anterior es buen ejemplo de las vicisitudes del vino, de mi personalidad, de la situación de cuarentena, en fin, si ese párrafo es cabal muestra de los efectos del vino, podemos determinar que la causa es que estoy tomando vino al escribir esto. Por supuesto, esto es una falacia de afirmación del consecuente, es decir, determinar que como el vino causa dispersión, si encuentro dispersión puedo asegurar que hubo vino, y eso no tiene validez lógica. Podría haber otra causa: aislamiento prolongado, irritabilidad y muchas otras. No niego mi confinamiento desesperante, mi desorden en los hábitos y el descanso, la falta de relaciones sociales desde hace días, circunstancias que me generan un desmoronamiento intelectual. Pero puedo garantizar que estoy tomando vino, aunque mi afirmación sea una falacia de autoridad, Ad Verecundiam. Pero no hay remedio, y además no importa. Y este segundo párrafo también es buen ejemplo de los efectos del vino.
               El vino lo compré en el chino. Fui a comprarlo para generarme esta disposición a las ideas sin rumbo, al placer obligatorio de mitigar la ansiedad. Bueno, esa era mi idea ayer, pero recién pude hacerlo hoy temprano, cuando llegué, porque distintos eventos concurrentes modificaron el curso de un plan seguro que había modelado con mucha precisión en el balcón, mientras miraba al chino a través de las hojas de los árboles, una luz prendida en la quietud de la ciudad desierta. El plan consistía en bajar, cruzar la calle, buscar vino en el chino –mercado-, pagarle al chino –señor-, volver a cruzar la calle, subir, beber el vino y discurrir acerca de retórica o lo que me deparara el devenir del pensamiento borracho, o quedarme dormido, pero esto ya excedía el metódico plan que, en rigor, finalizaba al subir a mi lugar de aislamiento y en ese momento me libraría a las delicias de lo inesperado. Pero el asunto es que no sucedió según lo planeado. Si hay moraleja en este mundo, es que ni siquiera un plan tan perfecto es seguro. Y ya me pongo a pensar en el futuro, la maravilla del concepto del tiempo, la incertidumbre pletórica.
               Ahora paso a contar los sucesos que demoraron mi plan. Con cierta pena, debo hacer concesiones a un tono más narrativo y abandonar el rigor explicativo, donde los verbos sólo expresan relaciones entre conceptos y no acciones de las personas y las cosas. Pero no veo alternativa. ¿Es cada tipo de texto una herramienta para expresar adecuadamente un contenido de discurso? ¿O es cada tipo de texto el discurso mismo? Cómo me gusta demorarme en estas cosas, si no fuera por el idiota que… En fin, vamos a ordenar los hechos. Hoy conseguí el vino, con cierta complicidad tácita del chino –señor-, porque no suele concederme más que una sonrisa que yo a veces estimo que responde a la expresión reposada de una cultura milenaria, pero esta vez interpreté como muestra de un vínculo, frágil, pasajero, pero que nos conectaba un poco más personalmente que la simple civilidad que caracteriza nuestros intercambios de vino por plata. Pero esto fue hoy, ya fuera del plan, o una sombra, un estertor del plan de ayer. Tengo que ir para atrás. Antes de estar en el chino hoy estuve en la comisaría. Pero los saltos hacia atrás no iluminan nada en este caso. Mejor volver al punto de partida y contar para adelante, y hago esfuerzos para no preguntarme acerca del adelante y el atrás de los sucesos.
               Entonces, ayer tenía la intención, esa es la palabra, la intención de traer un vino del chino –mercado-. Bajé, crucé la calle, llegué a la puerta. Hasta ahí todo bien, es decir, no reviste interés. Pero a partir de ahí, aunque no fue en ese punto que se echó a perder, pero a partir de ahí se encadenan algunos acontecimientos que hicieron que fracasara el plan.  Entonces cuento esos hechos que son los que creo que hacen a la historia de ese fracaso. En la puerta del chino –mercado- vi un cartel: la foto del chino –señor- con un barbijo y un mensaje que decía: “No estoy enfermo, uso el barbijo porque no me quiero enfermar”. Me llamó la atención la explicación, como defendiéndose de una acusación. Recordé enseguida que el virus se detectó en China, que incluso algún mandatario del extranjero lo llamaba “el virus chino” y que quizás por esa razón algunos idiotas fueran hostiles hacia aquellas personas que tuvieran rasgos orientales (a los que, por ignorancia y también por sinécdoque -tropo que consiste en extender, restringir o alterar de algún modo la significación de las palabras, para designar un todo con el nombre de una de sus partes, o viceversa-, llamamos chinos). Entré, con el deseo de decirle al señor chino que el cartel me parecía exagerado, quizás con la secreta esperanza de establecer un vínculo, o que al menos me contara por qué lo había puesto, si por prevención o a causa de un momento incómodo que efectivamente había sucedido –a él o a otro del barrio- y que buscaba que no se repita. Pero la cuarentena obligatoria que establecía comprar y volver, sumada a mi natural discreción y a mi apego al plan original, me hicieron descartar la idea. Elegí el vino, uno modesto, dado que el gasto en bebida se estaba volviendo una carga pesada, y fui a la caja a pagar. No había cola, pagué, y entonces me disponía a retirarme –el plan marchaba sobre ruedas- cuando un cliente que recién había ingresado al local se quedó en la puerta. Esperé unos segundos a que despejara la salida para respetar la distancia recomendada entre personas. Y en ese momento empezaron a frustrarse mis proyecciones. Ese cliente, al que llamaré idiota (en una sustantivación de un adjetivo calificativo que puede aplicar a una persona y, por lo tanto, a un cliente), hizo un comentario relativo al chino –señor- y su barbijo. No quedaba claro si se dirigía al chino –señor-, al barbijo –atributo del señor chino-, a mí –señor cliente narrador-, o al aire –nadie, o sea, una declamación absurda. Ni el chino, ni yo ni el aire nos sentimos conminados por su comentario y por lo tanto no le contestamos. El idiota, del que desconozco su origen y por eso no uso un gentilicio como "el argentino" para designarlo, y además prefiero decirle idiota, entonces, decía, el idiota me miró y me dijo algo relativo al chino. Odié que me involucre, odié que el idiota me tomara de cómplice. No recuerdo la frase exacta, pero se refería a la no pertenencia del chino en el lugar. Dediqué un segundo a considerar la estupidez que estaba diciendo el idiota: nadie pertenecía más al chino –mercado- que el chino –señor-, pero después, con la insistencia del discurso del idiota que parecía explicarse, me di cuenta que era simple xenofobia: para el idiota, el chino no debía estar en nuestro país –el idiota y yo seríamos naturales o locales-, y menos ahora que podía contagiarnos. El idiota se quedó esperando una reacción mía, quizás de asentimiento o complicidad. Por supuesto que no se lo iba a conceder, primero porque no me apetece que me involucren en disputas, y además me parecía una falta de respeto al chino. Pero, sobre todo, la inconsistencia del discurso ofendía a la inteligencia. No hace falta que explique por qué. Ante la insistencia del idiota, no pude sostener el silencio indiferente. Quizás influyó mi estado de ánimo, la solidaridad con el ciudadano chino… pero creo que fue sobre todo la reacción a la estupidez del idiota, algo personal entre nosotros. Le dije entonces: “Ah, vos sos un idiota”. Por eso uso ahora ese adjetivo sustantivado: El Idiota.
               El chino parecía indiferente. Después, en la comisaría, pensé que esa indiferencia podía ser de desprecio porque se sentía ofendido o molestado por el idiota, pero también de resguardo, porque nada le interesaba menos al chino –pero quién sabe, con esas expresiones totalmente condicionadas por su cultura milenaria-, también de soberbia –quizás pensaría que no era digno rebajarse a discutir con un perro occidental-, o simple practicidad despojada de emociones. El que no se mantuvo indiferente fue el idiota. Tardó en entender, pude ver casi el momento en que se le iluminaba la cara embobada, cerraba la boca suelta y enfocaba la mirada, incrédula, hacia mí. Un “¿Qué?” que más que una pregunta fue una constatación de lo que había dicho, un metalenguaje para determinar que efectivamente le había dicho idiota. Y también una pregunta que le daba un poco de tiempo para acomodarse a la nueva situación. Mientras yo miraba estos cambios en su persona, el idiota se me acercó, insultándome, dudando si respetar la distancia recomendada, evitando acercarse al chino que estaba al lado mío, solo separado por la caja registradora. Pero de a poco, al calor de sus insultos, que lo iban predisponiendo a la emoción violenta, se me acercaba. Me prometí no darle ninguna explicación, no argumentar, ni siquiera mostrarle su idiotez. Pero se acercó demasiado y se armó una situación confusa de empujones, algún golpe. No recuerdo bien, fue muy rápido. Un policía, que estaba en la calle velando por el cumplimiento de la cuarentena, tuvo que intervenir.
Nos llevaron a ambos a la comisaría, el idiota y yo, aunque en patrulleros distintos. No lo volví a ver, creo que nos separaron por precaución, pero sobre todo por pereza, para no involucrarse: la misma que había sentido el chino, la misma que había sentido yo un poco antes. El hecho de que la comisaría estuviese vacía por la pandemia ayudaba al hecho de disponer de una celda para cada uno. Me tuvieron ahí toda la noche. Creo que fue un poco como castigo y un poco porque la policía estaba ocupada en tareas de vigilancia de la cuarentena. Pude dormir unas horas, pero solo después de considerar la actitud distante del chino, después de recrear todo lo que había pasado, o sea lo que estoy contando, los hechos que habían desviado la realización de mi plan. A diferencia de otras oportunidades, no me embargó la ira. Quizás estaba conforme con mi accionar, quizás no era tan grave estar demorado porque la perspectiva de volver a mi casa tampoco era tan alentadora. A la mañana me largaron, con alguna pregunta de rutina, pero dando a entender que no dejaban registro, simplemente me habían detenido como a un niño lo ponen en penitencia un rato para que se calme.
Me tuvieron que llevar a mi casa en patrullero para evitar la circulación por la calle. Cuando me dejaron en la puerta y se fueron, me acordé que yo tenía un plan, que incluso había pagado por el vino que tuve que dejar en la confusión. Entonces fui a buscar mi vino, eso fue hace un rato, y me puse a recuperar el tiempo perdido con la demora, por eso estoy bebiendo a la mañana. Porque no iba a permitir que un idiota echara a perder un plan, solo se dio el gusto de demorarlo. Y ahora estoy acá, triunfante, divagando y bebiendo y escribiendo.



28/11/19

Romper el silencio


               Tuvo que explicar el chiste. ¿Tenía que hacerlo? Ahora ya estaba dando indicaciones de cómo interpretarlo, por qué la ironía debía funcionar allí donde había fallado. Pensó, mientras mostraba lo que consideraba obvio, que mejor hubiera sido no hacer ese comentario. Pero estaba hecho. Mejor hubiera sido un silencio incómodo también, algo incomprendido que debía soportar como tal hasta que la conversación retomara su curso y olvidara ese paso en falso. Pero la explicación ya estaba empezada y era ahora la conversación misma. Se disgustó con su auditorio por no entender, consigo mismo por insistir, por no aceptar una leve derrota. Se disgustó con el silencio por no asistirlo y por llegar recién ahora.

28/4/19

La remodelación


               El ruido de obra lo despertó. Sabía que no debía dormir allí. Ya lo habían reprendido, bajo amenaza de echarlo. A él, que servía a la institución hacía treinta años, que había pasado por las distintas administraciones, siempre cumpliendo con su tarea técnica lo mejor posible, adaptándose a los vaivenes políticos, a las nuevas tecnologías. Se levantó, había dormido vestido. Debió esconder las botellas vacías en el armario de chapa. La necesidad de ponerse en regla, a salvo, superaba el desgano del cuerpo embotado. Volvió a acostarse en el banco. Hubiera permanecido allí escondido, en la pequeña oficina de operación técnica, descansando unas horas más. Se hubiera tapado con el camperón para olvidar la vida exterior que seguía su curso, indiferente. No pudo. Sabía que no podía estar allí, el desalojo había sido el día anterior. Con esfuerzo se enderezó, comprobó que todo estaba en aparente orden, y se asomó a la puerta. La entornó con cuidado. Nadie en el pasillo.
               Se deslizó fuera de la oficina, con cautela, y comprobó que los trabajos de las máquinas eran afuera del edificio, en el playón. Caminó por el pasillo con la extraña sensación de encontrarlo vacío, como cuando llegaba muy temprano o dormía a escondidas. Siempre ese pasillo vacío era una rareza, una sensación de aeropuerto de madrugada, o de puente de autopista en altas horas de la noche. Pero sabía que esta vez el lugar permanecería vacío no por horas, sino por meses. Sus pasos repitieron el recorrido memorizado por años, pero estuvo atento a permanecer desapercibido. A ambos lados del camino curvo se extendían oficinas, vestuarios, salones. Una cafetería, un microestadio. Después, del lado que daba al playón, al exterior del óvalo, asomaba una puerta junto a la escalera. Se inclinó para ver que no había nadie, pero atrás de las puertas clausuradas percibía un martillo neumático. Sentía que en la planta baja estaba expuesto, se arriesgó a pasar cerca de la puerta para subir al primer piso. Estaba más seguro ahora, aunque estaba todo cerrado con cintas. Tuvo que correrlas y volverlas a colocar con la prolijidad del intruso.
               En el primer piso, en la tarima del instituto de formación, podía volver a recostarse para recuperarse de la resaca. Se despertó de noche, y consideró que lo mejor sería quedarse: por la ventana veía que la empresa constructora había dejado vigilantes, y le sería difícil explicar su situación si intentaba salir.
               A la mañana siguiente, consideró que este impensado asilo lo protegía del derrumbe exterior: la suspensión de actividades, el reclamo de sus hijos, la soledad y aquel otro asunto. Se perfiló en su horizonte la posibilidad de extender su encierro en ese edificio brutal y monumental. Impensable el diseño de un futuro, era una postergación amorfa. El siguiente día lo pasó alternativamente durmiendo y caminando. El recorrido giraba hasta completar un óvalo que lo devolvía al punto de partida. En sucesivas vueltas, ese punto era todos y ninguno, ya no sabía dónde era el principio de ese laberinto en anillo donde se había impuesto su cautiverio. El principio de un óvalo era tan arbitrario como empezar una historia en el momento en que alguien se despierta.
               Habían vaciado la confitería, pero encontró un momento al atardecer para sustraer algunas colaciones del inmenso obrador montado en el playón: una de las puertas clausuradas le permitía acceder desde atrás sin necesidad de salir al exterior. Entraba, tomaba unas viandas imperceptibles del montón preparado para el día siguiente en una heladera.
               Bajó también a bañarse al vestuario. Había agua. Habrían dejado la llave abierta para los requerimientos de la obra, para la conexión que habían hecho de un caño hasta el obrador donde los albañiles disponían de un baño. Tenía entonces todas las duchas para él. Le llevó unos segundo decidirse, no había razón por la cual elegir una sobre otra. Finalmente lo logró, eligió la primera a su alcance: fundó su resolución en alguna cuestión de orden numérico, una improbable economía de movimientos para alguien que se ocupaba en deambular, quizás una inapreciable sensación de escondite porque una pared lo ocultaba apenas. De todas formas, concluyó mientras abría el agua, si alguien entrara al vestuario, el ruido del agua contra el piso lo delataría. Primero se enjuagó rápido, casi con asco de las multitudes pasadas, con miedo de ser sorprendido. Apenas lo indispensable para resolver el trámite, casi mojando lo mínimo en un pequeño círculo alrededor. Pero con sucesivas aventuras al vestuario se fue adueñando, disfrutando largas duchas, viendo el agua discurrir espumosa por el suelo hasta las canaletas laterales, ocupando a sus anchas el espacio, ya sin el pudor del miedo.
               Estuvo lo que calculó que sería una semana entera adentro del edificio. Repetía mentalmente escenas de su situación, de los acontecimientos que tenía que aceptar, los inevitables cambios. Pero le costaba pensar con claridad en estas cosas, no encontraba un hilo por dónde empezar, no lograba componer un relato que le llevara claridad para tomar decisiones.Finalmente quiso irse. No supo describir el impulso, quizás aburrimiento, quizás escapar de ese encierro donde se había escapado originalmente y que ahora era el ocaso de un monumento y el principio de algo nuevo.
               Volvió a su oficina de planta baja para despedirse, con el inevitable fracaso que siempre supone una última mirada. Vio el armario de chapa donde hubo herramientas y ahora botellas vacías. El banco de madera, la mesa, el escritorio ya vacío con la huella que había dejado la computadora en el polvo, la pared sucia, únicamente blanca donde habían estado los cables. Miró por la ventana que daba al centro del óvalo: la cancha de fútbol rodeada por las tribunas inmensas. Ese campo de juego, aunque era más bien el centro vacío del edificio, constituía el núcleo jerárquico de la construcción, el eje del magnetismo para quienes venían de visita a su oficina y para el público que poblaba las gradas durante unas horas. Para él, en cambio, la costumbre de los años había gastado esa atracción y rara vez se detenía a ver por la ventana. Notó que ahora era un rectángulo de tierra removida llena de escombros y señales de obra. No supo si esa visión era una analogía de su estado actual o si en cambio él, un hombre en ruinas, era la metáfora de la remodelación. Su visión de las tribunas también era personal. Si para algunos las tribunas vacías eran un estado previo o posterior a un partido de fútbol, ese aire de final de fiesta, para él en cambio los eventos multitudinarios eran intervalos cortos en la larga rutina de las horas sin actividad y sin público, como para el vigilante nocturno la fábrica dormida. Esas tribunas, dispuestas deliberadamente para dirigir la mirada a la cancha en el centro, ocultaban debajo la gran arquitectura interior que él conocía: el interior de pasillos curvos que circulaban por  centros educativos, gimnasios, oficinas, vestuarios, pensiones, comedores, salones, aunque ahora no eran más que ambientes vacíos. 
               Se obligó a pensar en el paso del tiempo. Ese estadio había sido testigo, desde la década de 1930, de infinitos eventos deportivos, algunos memorables, conciertos de música, incluso un mítico ataque extraterrestre en un famoso libro. Pero es un decir. En verdad los sucesos son los que habían presenciado a ese estadio ciego.
               Vio por última vez por la ventana, su oficina que ya lo olvidaba, el pasillo frío con las palomas que ya ocupaban sin temor los rincones. Salió caminando, en pleno día, resuelto pero nervioso. Pasó entre los albañiles, algunos proveedores. El portón estaba abierto. No le prestaron la menor atención. Caminó hasta la avenida y tomó el colectivo. Fue a visitar a sus nietos a la casa de la hija con la que no hablaba hacía tiempo. Lo recibieron con algo de sorpresa. Ni se enteraron de su aislamiento, pero le dedicaron una sonrisa. Ya su semana encerrado le parecía distante pero no tan distinta de la vida a la que ahora se reincorporaba.




28/2/19

Los dinosaurios

               -Y vos, ¿qué tatuaje que te hubieras hecho cuando tenías 18 años te harías ahora?-, dijo Julián.
Gonzalo recién llegaba a la mesa del fondo del club y, en su carácter de antropólogo, venía rumiando sus deudas y pensando en cuántas botellas se habrían tomado ya los demás y engrosarían la cuenta final, cosa que a los demás, con sus lucrativas vidas, no les importaba. Pero la pregunta le gustó, lo involucró de entrada en esa mesa de los jueves que compartía con sus amigos del secundario (aunque no todas las semanas ni siempre jueves, pero era una referencia).
               -Más fácil, ¿qué tatuaje de cuando eras pendejo te volverías a hacer?- reformuló Martín.
               -Seguro que es más fácil, no tengo ninguno-, dijo Gonzalo antes de terminar de saludar, ya sintiéndose parte.
Eran todos hombres y se reunían todavía, liberados de parejas, hijos y relaciones sociales para hablar con los viejos amigos. Tenían todos entre 38 y 39 años, y en esa mesa aislada se permitían los comentarios que ya habían quedado incómodos en otros ámbitos.
               -Justamente por eso-, volvió Julián. –Estábamos hablando de los tatuajes, que quedan para el futuro y uno nunca sabe, pero ahora ya estamos en el futuro de cuando teníamos veinte. No importa si te los hiciste efectivamente, es un juego, pensar si lo que te hubieras tatuado se mantiene ahora.
Se le rieron en la cara a Julián. Pero el tema estaba claro. Para Gonzalo hablar de tatuajes o de símbolos urbanos era su trabajo, pero en este contexto tomaba otro interés. Y un poco de fastidio también. Recordaba por qué había bautizado con desprecio al grupo: “Los Dinosaurios”. Era un nombre acorde, porque en su amplitud excedía el machismo específico o la política reaccionaria. Y además era un nombre aceptado por todos, ya que sugería una agenda de charlas de conservadurismo extremo, pero a la vez tomaba una distancia irónica.
               Hablaron un rato de los tatuajes. El que se había hecho tal, que seguramente no volvería a hacerlo, o el que se hubiera hecho tal otro y que ahora se felicitaba por no haberse hecho. Daba gusto hablar de cómo eran ellos hacía veinte años, cómo habían cambiado o cómo se habían mantenido en el capricho de su personalidad, le daba identidad al grupo. Por supuesto, se veían también entre ellos en otras circunstancias, pero Los Dinosaurios sólo funcionaban en esta modalidad de reunión de hombres solos en principio los jueves, y tenían una dinámica particular.
               Terminaron las entradas y pidieron los platos, en su mayoría carne, o pasta con carne.
               -Pensar que como ahora no se le puede pegar a los hijos porque está mal visto, dentro de un tiempo no vamos a poder comer carne, por los animales y el tema del maltrato y la ecología y el consumo responsable,- dijo Martín.
               Gonzalo se quedó pensando, bastante callado, tomando un poco de más por el tiempo libre que le daba a su boca. Si bien Martín era efectivamente un dinosaurio y se sentía atacado por la oleada de cambios sociales, no perdía el sentido del humor y lanzaba comentarios ampulosos para hacerle el juego al estereotipo del grupo. A veces Gonzalo pensaba que Martín tenía una inteligencia respetable.
               -Es un buen punto. Dentro de unos años va a estar tan mal visto que vamos a tener que negar que nosotros comíamos carne-, sumó Gonzalo.
               -Y vamos a tener que borrar las fotos de asados, que son un 90%-, dijo alguien más, pudo ser Fernando.
               -Asados con cara de campeón, exhibiendo la carne cruda como un trofeo. Como cuando ahora vemos a un tipo jactándose de ser un machirulo-, dijo Julián, todavía masticando. –Fotos que van a usar los indignados para atacar a Los Dinosaurios de este mundo.
               Todos charlaban pero Gonzalo empezó a sentir como una revelación. El vino lo ablandaba y lo dejaba reposar en el tema, ajeno a sus conflictos vocacionales y económicos. La conversación y la comida seguían su curso con comentarios un poco redundantes, variantes ligeras, comparaciones y metáforas sobre lo que siempre estuvo mal, lo que estaba mal ahora y lo que estaría mal en un futuro quizás cercano.
               -Hay que cortar la ola vegana antes que crezca-, siguió Martín en ese tono que a veces tanto desagradaba a Gonzalo.
               -Mejor: hay que comer la mayor cantidad de carne mientras se pueda-, resolvió Julián, y Gonzalo llegó a escuchar este comentario justo antes de salir con Fernando a fumar un poco de porro a la vereda. El tema de verdad le parecía un descubrimiento, más allá del sarcasmo general. Parecía un poco distraído, Fernando le tuvo que llamar la atención para que vuelva con él a tomar el café adentro:
               -Te pegó fuerte, viejo, estás ido-, le dijo. Gozalo sonrió, pero seguía pensando.
               Una vez que esté tan mal visto, que esté prohibido o que sea un escándalo comprar carne, se va a armar un mercado negro para los que no quieren dejar de consumir, pensó. Para él sería fácil vender: conocía pequeños productores que no cambiarían nunca su actividad, conocía una cartera hipotética de consumidores ilegales, empezando por Los Dinosaurios. 
               Mientras tomaban el café, el buen ánimo general hizo pedir una ronda de bebidas más fuertes. Gonzalo estaba cada vez más embelesado con la idea de la gran oportunidad que representaba una imaginaria pero cercana "Prohibición de la Carne". Pensaba en los bares neoyorquinos de la época de la Ley Seca, donde servían el licor en tazas de cerámica para disimular: imaginaba ahora gente comiendo carne como un placer pecaminoso y lucrativo. Se sentía entusiasmado, lascivo. Cuando Fernando quiso pedir la cuenta para ir a dormir porque al otro día se trabajaba desde temprano, Gonzalo retomó la palabra, eufórico:
               -Dejen, queridos. Hoy invito yo.

28/1/19

Variación Delta



The blues that through the river drives the water
Drives my blue age; that undermines the riverbed
Is my crusher.
And I am tired to tell the blind course
My mind is dragged by the same brown flood.


Variación situada en el Delta (del Río de la Plata o del Misisipi) de un poema de Dylan Thomas, 1914 – 1953.


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Original:

The force that through the green fuse drives the flower

The force that through the green fuse drives the flower
Drives my green age; that blasts the roots of trees
Is my destroyer.
And I am dumb to tell the crooked rose
My youth is bent by the same wintry fever.

The force that drives the water through the rocks
Drives my red blood; that dries the mouthing streams
Turns mine to wax.
And I am dumb to mouth unto my veins
How at the mountain spring the same mouth sucks.

The hand that whirls the water in the pool
Stirs the quicksand; that ropes the blowing wind
Hauls my shroud sail.
And I am dumb to tell the hanging man
How of my clay is made the hangman’s lime.

The lips of time leech to the fountain head;
Love drips and gathers, but the fallen blood
Shall calm her sores.
And I am dumb to tell a weather’s wind
How time has ticked a heaven round the stars.

And I am dumb to tell the lover’s tomb
How at my sheet goes the same crooked worm.