28/4/19

La remodelación


               El ruido de obra lo despertó. Sabía que no debía dormir allí. Ya lo habían reprendido, bajo amenaza de echarlo. A él, que servía a la institución hacía treinta años, que había pasado por las distintas administraciones, siempre cumpliendo con su tarea técnica lo mejor posible, adaptándose a los vaivenes políticos, a las nuevas tecnologías. Se levantó, había dormido vestido. Debió esconder las botellas vacías en el armario de chapa. La necesidad de ponerse en regla, a salvo, superaba el desgano del cuerpo embotado. Volvió a acostarse en el banco. Hubiera permanecido allí escondido, en la pequeña oficina de operación técnica, descansando unas horas más. Se hubiera tapado con el camperón para olvidar la vida exterior que seguía su curso, indiferente. No pudo. Sabía que no podía estar allí, el desalojo había sido el día anterior. Con esfuerzo se enderezó, comprobó que todo estaba en aparente orden, y se asomó a la puerta. La entornó con cuidado. Nadie en el pasillo.
               Se deslizó fuera de la oficina, con cautela, y comprobó que los trabajos de las máquinas eran afuera del edificio, en el playón. Caminó por el pasillo con la extraña sensación de encontrarlo vacío, como cuando llegaba muy temprano o dormía a escondidas. Siempre ese pasillo vacío era una rareza, una sensación de aeropuerto de madrugada, o de puente de autopista en altas horas de la noche. Pero sabía que esta vez el lugar permanecería vacío no por horas, sino por meses. Sus pasos repitieron el recorrido memorizado por años, pero estuvo atento a permanecer desapercibido. A ambos lados del camino curvo se extendían oficinas, vestuarios, salones. Una cafetería, un microestadio. Después, del lado que daba al playón, al exterior del óvalo, asomaba una puerta junto a la escalera. Se inclinó para ver que no había nadie, pero atrás de las puertas clausuradas percibía un martillo neumático. Sentía que en la planta baja estaba expuesto, se arriesgó a pasar cerca de la puerta para subir al primer piso. Estaba más seguro ahora, aunque estaba todo cerrado con cintas. Tuvo que correrlas y volverlas a colocar con la prolijidad del intruso.
               En el primer piso, en la tarima del instituto de formación, podía volver a recostarse para recuperarse de la resaca. Se despertó de noche, y consideró que lo mejor sería quedarse: por la ventana veía que la empresa constructora había dejado vigilantes, y le sería difícil explicar su situación si intentaba salir.
               A la mañana siguiente, consideró que este impensado asilo lo protegía del derrumbe exterior: la suspensión de actividades, el reclamo de sus hijos, la soledad y aquel otro asunto. Se perfiló en su horizonte la posibilidad de extender su encierro en ese edificio brutal y monumental. Impensable el diseño de un futuro, era una postergación amorfa. El siguiente día lo pasó alternativamente durmiendo y caminando. El recorrido giraba hasta completar un óvalo que lo devolvía al punto de partida. En sucesivas vueltas, ese punto era todos y ninguno, ya no sabía dónde era el principio de ese laberinto en anillo donde se había impuesto su cautiverio. El principio de un óvalo era tan arbitrario como empezar una historia en el momento en que alguien se despierta.
               Habían vaciado la confitería, pero encontró un momento al atardecer para sustraer algunas colaciones del inmenso obrador montado en el playón: una de las puertas clausuradas le permitía acceder desde atrás sin necesidad de salir al exterior. Entraba, tomaba unas viandas imperceptibles del montón preparado para el día siguiente en una heladera.
               Bajó también a bañarse al vestuario. Había agua. Habrían dejado la llave abierta para los requerimientos de la obra, para la conexión que habían hecho de un caño hasta el obrador donde los albañiles disponían de un baño. Tenía entonces todas las duchas para él. Le llevó unos segundo decidirse, no había razón por la cual elegir una sobre otra. Finalmente lo logró, eligió la primera a su alcance: fundó su resolución en alguna cuestión de orden numérico, una improbable economía de movimientos para alguien que se ocupaba en deambular, quizás una inapreciable sensación de escondite porque una pared lo ocultaba apenas. De todas formas, concluyó mientras abría el agua, si alguien entrara al vestuario, el ruido del agua contra el piso lo delataría. Primero se enjuagó rápido, casi con asco de las multitudes pasadas, con miedo de ser sorprendido. Apenas lo indispensable para resolver el trámite, casi mojando lo mínimo en un pequeño círculo alrededor. Pero con sucesivas aventuras al vestuario se fue adueñando, disfrutando largas duchas, viendo el agua discurrir espumosa por el suelo hasta las canaletas laterales, ocupando a sus anchas el espacio, ya sin el pudor del miedo.
               Estuvo lo que calculó que sería una semana entera adentro del edificio. Repetía mentalmente escenas de su situación, de los acontecimientos que tenía que aceptar, los inevitables cambios. Pero le costaba pensar con claridad en estas cosas, no encontraba un hilo por dónde empezar, no lograba componer un relato que le llevara claridad para tomar decisiones.Finalmente quiso irse. No supo describir el impulso, quizás aburrimiento, quizás escapar de ese encierro donde se había escapado originalmente y que ahora era el ocaso de un monumento y el principio de algo nuevo.
               Volvió a su oficina de planta baja para despedirse, con el inevitable fracaso que siempre supone una última mirada. Vio el armario de chapa donde hubo herramientas y ahora botellas vacías. El banco de madera, la mesa, el escritorio ya vacío con la huella que había dejado la computadora en el polvo, la pared sucia, únicamente blanca donde habían estado los cables. Miró por la ventana que daba al centro del óvalo: la cancha de fútbol rodeada por las tribunas inmensas. Ese campo de juego, aunque era más bien el centro vacío del edificio, constituía el núcleo jerárquico de la construcción, el eje del magnetismo para quienes venían de visita a su oficina y para el público que poblaba las gradas durante unas horas. Para él, en cambio, la costumbre de los años había gastado esa atracción y rara vez se detenía a ver por la ventana. Notó que ahora era un rectángulo de tierra removida llena de escombros y señales de obra. No supo si esa visión era una analogía de su estado actual o si en cambio él, un hombre en ruinas, era la metáfora de la remodelación. Su visión de las tribunas también era personal. Si para algunos las tribunas vacías eran un estado previo o posterior a un partido de fútbol, ese aire de final de fiesta, para él en cambio los eventos multitudinarios eran intervalos cortos en la larga rutina de las horas sin actividad y sin público, como para el vigilante nocturno la fábrica dormida. Esas tribunas, dispuestas deliberadamente para dirigir la mirada a la cancha en el centro, ocultaban debajo la gran arquitectura interior que él conocía: el interior de pasillos curvos que circulaban por  centros educativos, gimnasios, oficinas, vestuarios, pensiones, comedores, salones, aunque ahora no eran más que ambientes vacíos. 
               Se obligó a pensar en el paso del tiempo. Ese estadio había sido testigo, desde la década de 1930, de infinitos eventos deportivos, algunos memorables, conciertos de música, incluso un mítico ataque extraterrestre en un famoso libro. Pero es un decir. En verdad los sucesos son los que habían presenciado a ese estadio ciego.
               Vio por última vez por la ventana, su oficina que ya lo olvidaba, el pasillo frío con las palomas que ya ocupaban sin temor los rincones. Salió caminando, en pleno día, resuelto pero nervioso. Pasó entre los albañiles, algunos proveedores. El portón estaba abierto. No le prestaron la menor atención. Caminó hasta la avenida y tomó el colectivo. Fue a visitar a sus nietos a la casa de la hija con la que no hablaba hacía tiempo. Lo recibieron con algo de sorpresa. Ni se enteraron de su aislamiento, pero le dedicaron una sonrisa. Ya su semana encerrado le parecía distante pero no tan distinta de la vida a la que ahora se reincorporaba.