28/11/19

Romper el silencio


               Tuvo que explicar el chiste. ¿Tenía que hacerlo? Ahora ya estaba dando indicaciones de cómo interpretarlo, por qué la ironía debía funcionar allí donde había fallado. Pensó, mientras mostraba lo que consideraba obvio, que mejor hubiera sido no hacer ese comentario. Pero estaba hecho. Mejor hubiera sido un silencio incómodo también, algo incomprendido que debía soportar como tal hasta que la conversación retomara su curso y olvidara ese paso en falso. Pero la explicación ya estaba empezada y era ahora la conversación misma. Se disgustó con su auditorio por no entender, consigo mismo por insistir, por no aceptar una leve derrota. Se disgustó con el silencio por no asistirlo y por llegar recién ahora.

28/4/19

La remodelación


               El ruido de obra lo despertó. Sabía que no debía dormir allí. Ya lo habían reprendido, bajo amenaza de echarlo. A él, que servía a la institución hacía treinta años, que había pasado por las distintas administraciones, siempre cumpliendo con su tarea técnica lo mejor posible, adaptándose a los vaivenes políticos, a las nuevas tecnologías. Se levantó, había dormido vestido. Debió esconder las botellas vacías en el armario de chapa. La necesidad de ponerse en regla, a salvo, superaba el desgano del cuerpo embotado. Volvió a acostarse en el banco. Hubiera permanecido allí escondido, en la pequeña oficina de operación técnica, descansando unas horas más. Se hubiera tapado con el camperón para olvidar la vida exterior que seguía su curso, indiferente. No pudo. Sabía que no podía estar allí, el desalojo había sido el día anterior. Con esfuerzo se enderezó, comprobó que todo estaba en aparente orden, y se asomó a la puerta. La entornó con cuidado. Nadie en el pasillo.
               Se deslizó fuera de la oficina, con cautela, y comprobó que los trabajos de las máquinas eran afuera del edificio, en el playón. Caminó por el pasillo con la extraña sensación de encontrarlo vacío, como cuando llegaba muy temprano o dormía a escondidas. Siempre ese pasillo vacío era una rareza, una sensación de aeropuerto de madrugada, o de puente de autopista en altas horas de la noche. Pero sabía que esta vez el lugar permanecería vacío no por horas, sino por meses. Sus pasos repitieron el recorrido memorizado por años, pero estuvo atento a permanecer desapercibido. A ambos lados del camino curvo se extendían oficinas, vestuarios, salones. Una cafetería, un microestadio. Después, del lado que daba al playón, al exterior del óvalo, asomaba una puerta junto a la escalera. Se inclinó para ver que no había nadie, pero atrás de las puertas clausuradas percibía un martillo neumático. Sentía que en la planta baja estaba expuesto, se arriesgó a pasar cerca de la puerta para subir al primer piso. Estaba más seguro ahora, aunque estaba todo cerrado con cintas. Tuvo que correrlas y volverlas a colocar con la prolijidad del intruso.
               En el primer piso, en la tarima del instituto de formación, podía volver a recostarse para recuperarse de la resaca. Se despertó de noche, y consideró que lo mejor sería quedarse: por la ventana veía que la empresa constructora había dejado vigilantes, y le sería difícil explicar su situación si intentaba salir.
               A la mañana siguiente, consideró que este impensado asilo lo protegía del derrumbe exterior: la suspensión de actividades, el reclamo de sus hijos, la soledad y aquel otro asunto. Se perfiló en su horizonte la posibilidad de extender su encierro en ese edificio brutal y monumental. Impensable el diseño de un futuro, era una postergación amorfa. El siguiente día lo pasó alternativamente durmiendo y caminando. El recorrido giraba hasta completar un óvalo que lo devolvía al punto de partida. En sucesivas vueltas, ese punto era todos y ninguno, ya no sabía dónde era el principio de ese laberinto en anillo donde se había impuesto su cautiverio. El principio de un óvalo era tan arbitrario como empezar una historia en el momento en que alguien se despierta.
               Habían vaciado la confitería, pero encontró un momento al atardecer para sustraer algunas colaciones del inmenso obrador montado en el playón: una de las puertas clausuradas le permitía acceder desde atrás sin necesidad de salir al exterior. Entraba, tomaba unas viandas imperceptibles del montón preparado para el día siguiente en una heladera.
               Bajó también a bañarse al vestuario. Había agua. Habrían dejado la llave abierta para los requerimientos de la obra, para la conexión que habían hecho de un caño hasta el obrador donde los albañiles disponían de un baño. Tenía entonces todas las duchas para él. Le llevó unos segundo decidirse, no había razón por la cual elegir una sobre otra. Finalmente lo logró, eligió la primera a su alcance: fundó su resolución en alguna cuestión de orden numérico, una improbable economía de movimientos para alguien que se ocupaba en deambular, quizás una inapreciable sensación de escondite porque una pared lo ocultaba apenas. De todas formas, concluyó mientras abría el agua, si alguien entrara al vestuario, el ruido del agua contra el piso lo delataría. Primero se enjuagó rápido, casi con asco de las multitudes pasadas, con miedo de ser sorprendido. Apenas lo indispensable para resolver el trámite, casi mojando lo mínimo en un pequeño círculo alrededor. Pero con sucesivas aventuras al vestuario se fue adueñando, disfrutando largas duchas, viendo el agua discurrir espumosa por el suelo hasta las canaletas laterales, ocupando a sus anchas el espacio, ya sin el pudor del miedo.
               Estuvo lo que calculó que sería una semana entera adentro del edificio. Repetía mentalmente escenas de su situación, de los acontecimientos que tenía que aceptar, los inevitables cambios. Pero le costaba pensar con claridad en estas cosas, no encontraba un hilo por dónde empezar, no lograba componer un relato que le llevara claridad para tomar decisiones.Finalmente quiso irse. No supo describir el impulso, quizás aburrimiento, quizás escapar de ese encierro donde se había escapado originalmente y que ahora era el ocaso de un monumento y el principio de algo nuevo.
               Volvió a su oficina de planta baja para despedirse, con el inevitable fracaso que siempre supone una última mirada. Vio el armario de chapa donde hubo herramientas y ahora botellas vacías. El banco de madera, la mesa, el escritorio ya vacío con la huella que había dejado la computadora en el polvo, la pared sucia, únicamente blanca donde habían estado los cables. Miró por la ventana que daba al centro del óvalo: la cancha de fútbol rodeada por las tribunas inmensas. Ese campo de juego, aunque era más bien el centro vacío del edificio, constituía el núcleo jerárquico de la construcción, el eje del magnetismo para quienes venían de visita a su oficina y para el público que poblaba las gradas durante unas horas. Para él, en cambio, la costumbre de los años había gastado esa atracción y rara vez se detenía a ver por la ventana. Notó que ahora era un rectángulo de tierra removida llena de escombros y señales de obra. No supo si esa visión era una analogía de su estado actual o si en cambio él, un hombre en ruinas, era la metáfora de la remodelación. Su visión de las tribunas también era personal. Si para algunos las tribunas vacías eran un estado previo o posterior a un partido de fútbol, ese aire de final de fiesta, para él en cambio los eventos multitudinarios eran intervalos cortos en la larga rutina de las horas sin actividad y sin público, como para el vigilante nocturno la fábrica dormida. Esas tribunas, dispuestas deliberadamente para dirigir la mirada a la cancha en el centro, ocultaban debajo la gran arquitectura interior que él conocía: el interior de pasillos curvos que circulaban por  centros educativos, gimnasios, oficinas, vestuarios, pensiones, comedores, salones, aunque ahora no eran más que ambientes vacíos. 
               Se obligó a pensar en el paso del tiempo. Ese estadio había sido testigo, desde la década de 1930, de infinitos eventos deportivos, algunos memorables, conciertos de música, incluso un mítico ataque extraterrestre en un famoso libro. Pero es un decir. En verdad los sucesos son los que habían presenciado a ese estadio ciego.
               Vio por última vez por la ventana, su oficina que ya lo olvidaba, el pasillo frío con las palomas que ya ocupaban sin temor los rincones. Salió caminando, en pleno día, resuelto pero nervioso. Pasó entre los albañiles, algunos proveedores. El portón estaba abierto. No le prestaron la menor atención. Caminó hasta la avenida y tomó el colectivo. Fue a visitar a sus nietos a la casa de la hija con la que no hablaba hacía tiempo. Lo recibieron con algo de sorpresa. Ni se enteraron de su aislamiento, pero le dedicaron una sonrisa. Ya su semana encerrado le parecía distante pero no tan distinta de la vida a la que ahora se reincorporaba.




28/2/19

Los dinosaurios

               -Y vos, ¿qué tatuaje que te hubieras hecho cuando tenías 18 años te harías ahora?-, dijo Julián.
Gonzalo recién llegaba a la mesa del fondo del club y, en su carácter de antropólogo, venía rumiando sus deudas y pensando en cuántas botellas se habrían tomado ya los demás y engrosarían la cuenta final, cosa que a los demás, con sus lucrativas vidas, no les importaba. Pero la pregunta le gustó, lo involucró de entrada en esa mesa de los jueves que compartía con sus amigos del secundario (aunque no todas las semanas ni siempre jueves, pero era una referencia).
               -Más fácil, ¿qué tatuaje de cuando eras pendejo te volverías a hacer?- reformuló Martín.
               -Seguro que es más fácil, no tengo ninguno-, dijo Gonzalo antes de terminar de saludar, ya sintiéndose parte.
Eran todos hombres y se reunían todavía, liberados de parejas, hijos y relaciones sociales para hablar con los viejos amigos. Tenían todos entre 38 y 39 años, y en esa mesa aislada se permitían los comentarios que ya habían quedado incómodos en otros ámbitos.
               -Justamente por eso-, volvió Julián. –Estábamos hablando de los tatuajes, que quedan para el futuro y uno nunca sabe, pero ahora ya estamos en el futuro de cuando teníamos veinte. No importa si te los hiciste efectivamente, es un juego, pensar si lo que te hubieras tatuado se mantiene ahora.
Se le rieron en la cara a Julián. Pero el tema estaba claro. Para Gonzalo hablar de tatuajes o de símbolos urbanos era su trabajo, pero en este contexto tomaba otro interés. Y un poco de fastidio también. Recordaba por qué había bautizado con desprecio al grupo: “Los Dinosaurios”. Era un nombre acorde, porque en su amplitud excedía el machismo específico o la política reaccionaria. Y además era un nombre aceptado por todos, ya que sugería una agenda de charlas de conservadurismo extremo, pero a la vez tomaba una distancia irónica.
               Hablaron un rato de los tatuajes. El que se había hecho tal, que seguramente no volvería a hacerlo, o el que se hubiera hecho tal otro y que ahora se felicitaba por no haberse hecho. Daba gusto hablar de cómo eran ellos hacía veinte años, cómo habían cambiado o cómo se habían mantenido en el capricho de su personalidad, le daba identidad al grupo. Por supuesto, se veían también entre ellos en otras circunstancias, pero Los Dinosaurios sólo funcionaban en esta modalidad de reunión de hombres solos en principio los jueves, y tenían una dinámica particular.
               Terminaron las entradas y pidieron los platos, en su mayoría carne, o pasta con carne.
               -Pensar que como ahora no se le puede pegar a los hijos porque está mal visto, dentro de un tiempo no vamos a poder comer carne, por los animales y el tema del maltrato y la ecología y el consumo responsable,- dijo Martín.
               Gonzalo se quedó pensando, bastante callado, tomando un poco de más por el tiempo libre que le daba a su boca. Si bien Martín era efectivamente un dinosaurio y se sentía atacado por la oleada de cambios sociales, no perdía el sentido del humor y lanzaba comentarios ampulosos para hacerle el juego al estereotipo del grupo. A veces Gonzalo pensaba que Martín tenía una inteligencia respetable.
               -Es un buen punto. Dentro de unos años va a estar tan mal visto que vamos a tener que negar que nosotros comíamos carne-, sumó Gonzalo.
               -Y vamos a tener que borrar las fotos de asados, que son un 90%-, dijo alguien más, pudo ser Fernando.
               -Asados con cara de campeón, exhibiendo la carne cruda como un trofeo. Como cuando ahora vemos a un tipo jactándose de ser un machirulo-, dijo Julián, todavía masticando. –Fotos que van a usar los indignados para atacar a Los Dinosaurios de este mundo.
               Todos charlaban pero Gonzalo empezó a sentir como una revelación. El vino lo ablandaba y lo dejaba reposar en el tema, ajeno a sus conflictos vocacionales y económicos. La conversación y la comida seguían su curso con comentarios un poco redundantes, variantes ligeras, comparaciones y metáforas sobre lo que siempre estuvo mal, lo que estaba mal ahora y lo que estaría mal en un futuro quizás cercano.
               -Hay que cortar la ola vegana antes que crezca-, siguió Martín en ese tono que a veces tanto desagradaba a Gonzalo.
               -Mejor: hay que comer la mayor cantidad de carne mientras se pueda-, resolvió Julián, y Gonzalo llegó a escuchar este comentario justo antes de salir con Fernando a fumar un poco de porro a la vereda. El tema de verdad le parecía un descubrimiento, más allá del sarcasmo general. Parecía un poco distraído, Fernando le tuvo que llamar la atención para que vuelva con él a tomar el café adentro:
               -Te pegó fuerte, viejo, estás ido-, le dijo. Gozalo sonrió, pero seguía pensando.
               Una vez que esté tan mal visto, que esté prohibido o que sea un escándalo comprar carne, se va a armar un mercado negro para los que no quieren dejar de consumir, pensó. Para él sería fácil vender: conocía pequeños productores que no cambiarían nunca su actividad, conocía una cartera hipotética de consumidores ilegales, empezando por Los Dinosaurios. 
               Mientras tomaban el café, el buen ánimo general hizo pedir una ronda de bebidas más fuertes. Gonzalo estaba cada vez más embelesado con la idea de la gran oportunidad que representaba una imaginaria pero cercana "Prohibición de la Carne". Pensaba en los bares neoyorquinos de la época de la Ley Seca, donde servían el licor en tazas de cerámica para disimular: imaginaba ahora gente comiendo carne como un placer pecaminoso y lucrativo. Se sentía entusiasmado, lascivo. Cuando Fernando quiso pedir la cuenta para ir a dormir porque al otro día se trabajaba desde temprano, Gonzalo retomó la palabra, eufórico:
               -Dejen, queridos. Hoy invito yo.

28/1/19

Variación Delta



The blues that through the river drives the water
Drives my blue age; that undermines the riverbed
Is my crusher.
And I am tired to tell the blind course
My mind is dragged by the same brown flood.


Variación situada en el Delta (del Río de la Plata o del Misisipi) de un poema de Dylan Thomas, 1914 – 1953.


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Original:

The force that through the green fuse drives the flower

The force that through the green fuse drives the flower
Drives my green age; that blasts the roots of trees
Is my destroyer.
And I am dumb to tell the crooked rose
My youth is bent by the same wintry fever.

The force that drives the water through the rocks
Drives my red blood; that dries the mouthing streams
Turns mine to wax.
And I am dumb to mouth unto my veins
How at the mountain spring the same mouth sucks.

The hand that whirls the water in the pool
Stirs the quicksand; that ropes the blowing wind
Hauls my shroud sail.
And I am dumb to tell the hanging man
How of my clay is made the hangman’s lime.

The lips of time leech to the fountain head;
Love drips and gathers, but the fallen blood
Shall calm her sores.
And I am dumb to tell a weather’s wind
How time has ticked a heaven round the stars.

And I am dumb to tell the lover’s tomb
How at my sheet goes the same crooked worm.