29/12/17

Aserrín

yo tenía una casa
de madera, sin cerco
con algunas plantas
y una huerta y una pluma

mis hermanos eran vecinos.
y siempre nos mudábamos
los vecinos, mis hermanos
siempre de un lado al otro

un día Otros trajeron
un gran rollo de papel
tirado por caballos
y desplegaron un país rechoncho,
pesado como el plomo
liviano como las ideas
un mar de tierra sobre tierra
una línea punteada sobre el piso

y nuestras vidas ocultaron
y nuestras vidas suspendieron
y nuestras vidas

disimularon el deseo y
vistieron los caballos
desvistieron a las mujeres
desnudaron a los desnudos
ataron a los desatados

Prendieron fuego nuestras casas
Inundaron nuestros cuerpos
de aserrín.

y de polvo rellenaron los bolsillos

1/12/17

Kleist o sentimientos ante un paisaje marino






Poema imparisílabo basado en C. D. Friedrich, “Monje en la orilla del mar” (1808-10, detalle: óleo sobre lienzo, 110 x 171,5 cm. Alte Nationalgalerie de Berlín) y en el texto de Kleist sobre ese cuadro.


Desde la orilla se oye
el murmullo, entre la neblina,
de un desierto marino ilimitado.
La bruma se disipa, pero
mi mirada no alcanza el horizonte.
Los gritos de los pájaros se apagan,
El pulso se detiene.
Lo que busco en el cuadro
está entre el cuadro y yo.
No hay marco que contenga
las algas esparcidas a mis pies;
ramas secas, cangrejos blancos
sobre tablones de madera.
Solo los hábitos me envuelven
y se hinchan con el viento.
Todo es mar, todo monje, todo arena. 

29/11/17

Paraty

                Para contar la calle que lleva al bar alcanza con decir un camino de piedras, no hace falta nombrar cada piedra, una por una, el tamaño individual, el color, la redondez de la erosión. Y se puede ver entonces una alfombra empedrada, acanalada por años de curso de agua de las lluvias persistentes. El agua se acumula entre las fachadas enfrentadas y las multiplica en su reflejo. Se forma una corriente por la pendiente imperceptible que llega a las zanjas de los bordes del centro y de ahí al mar que enmarca la postal de Paraty.
                Las calles son angostas, pura piedra que no distingue vereda. No pasan autos, sólo caminantes y carros, en el mejor de los casos, tirado por un caballo. El sol se mete entre las paredes coloniales hasta la piedra en las largas horas del mediodía. El calor es intenso, exige al caminante, que empieza a sentir la forma de cada piedra bajo los zapatos, el esfuerzo devuelve una atención a cada paso, cada piedra que falta pisar para llegar a la sombra.
                La lluvia sorprende en medio de un día claro. El aire se hace más fresco, pero el agua separa las manzanas como una pequeña fosa a lo largo de toda la calle. Para cruzar a los edificios de enfrente –cachaçaría, restaurante, tienda de artículos regionales-, o para seguir por un mismo costado hasta la catedral o el muelle de embarcaciones pintorescas, el paseante debe atender cada paso para no pisar un charco, para no sumergirse en la pequeña corriente, para no doblarse un tobillo. Se eligen las piedras prominentes para pisar seco, se establece un camino de pasos apenas elevados. Se arma una constelación con el trazo de pequeños saltos. Un bar invita con su música al reparo de la lluvia. Samba.
                La cachaça acomoda en la silla, los gestos inquietos se amansan, el turista es partícipe necesario para que suceda la magia auténtica de cada tarde; la sensación que transmite un bar vacío también requiere de los turistas, su ausencia es la que le imprime tristeza y monotonía. Oscurece temprano. Frena la lluvia. La humedad se vuelve espesa y se hermana con la transpiración. El caminante debe brindar con el dueño del bar antes de partir, una invitación del anfitrión. Un chupito de Gabriela rico, borracho de cachaça y especiado con clavo y canela: reminiscencias de la niñez, epifanía de la excelente novela de Jorge Amado que el caminante todavía no leyó pero comprará para leer en el viaje de vuelta de las vacaciones.

                A la vuelta mareada del bar lo único que cabe en la concentración del viajero es el camino empedrado, cada piedra pisada con torpeza hasta llegar a la habitación.  

28/11/17

El festejo desencajado


                Lo llamaron y le dijeron que empezaba el sábado. Lo que parecía imposible finalmente se abría paso. Diego tendría un trabajo, sería metalúrgico. Los últimos años del colegio industrial, tan difíciles, se acomodaban ahora recién, al borde de cumplir los diecinueve. Nunca jugó al fútbol, no le gustaban los autos. No había cogido con ninguna chica. No lo decía, pero se notaba. Cuando la conversación iba sobre el partido, sobre los problemas del motor, sobre la última aventura sexual, Diego quedaba relegado, era un simple testigo sin derecho a participar. No era invisible, eso hubiera sido un alivio. Era como un hermanito menor al que permitieran quedarse a escuchar. Cada tanto, un comentario sobre él, para despreciarlo, para integrarlo también, incluso para incentivarlo a comportarse como debía. Respondía con los ojos al piso, esperando un cambio de tema que a menudo llegaba, salvo en algunas ocasiones en las que algún amigote lo enfrentaba: con dosis de amor y de crueldad, le preguntaban cuándo iba a cogerse una mina, cuándo se iba a comprar un auto, cuándo iba a jugar al fútbol, si no sería puto. En esas intervenciones, los mejores intencionados entendían la incomodidad, pero insistían por su bien, a ver cuándo se iba a despertar. Los mejores intencionados se regodeaban quizás, el consejero deja de dudar de sus cosas y se siente seguro. A veces Mariela cambiaba de tema para protegerlo, y él la odiaba cuando hacía eso, no quería que lo defiendan porque eso significaba que era débil. A Diego no le interesaba encajar, sólo lo incomodaba frente a los demás, en el fondo le gustaba cómo era, imaginaba un golpe de suerte para cerrarles la boca, aunque sea para despertar sorpresa y admiración: Miralo a Diego, y nosotros que pensábamos que era quedado, y él seguiría siendo el mismo, su triunfo sería tomarlo con naturalidad. Era una venganza inconfesable, ya que nadie lo perjudicaba intencionalmente, pero sentirse desorientado lo humillaba. No quería seguir el libreto. El problema íntimo era que tampoco sabía qué otro libreto quería, no tenía referencia. Si por lo menos hubiera sido delincuente, hubiera sabido qué hacer, qué esperar, dónde estaba parado.
                Era buen amigo Diego. Sus amigos también. No lo nombraban mucho, salvo en las familias. El amigo bueno. El que no tenía auto. Todos los pibes en Monte Grande trabajaban para tener el auto usado, para salir a la noche y levantar chicas, todos se tomaban el domingo para el fútbol. Diego había terminado el industrial a tiempo, con todas las materias aprobadas. Pero el siguiente año sólo ayudaba en su casa, daba una mano en el taller del tío, acompañaba a sus amigos en el trabajo, repartiendo, cargando. No se hacía camino. Luca ya tenía una hija, trabajaba todo el día para llevarle plata a la madre de la nena. Sebas se había metido en la municipalidad, apenas tenía tiempo para el fútbol, invitaba la cerveza. Oski la tenía fácil, se quejaba, pero el viejo lo mantenía para estudiar ingeniería en capital. Diego no era nada, pensaba él, mirando los videos de Youtube.
                Mariela lo valoraba, pero eso no alcanzaba para sentirse a gusto. Ella era tan amiga que era parte de su intimidad orgullosa, no era ese exterior hostil que no lo entendía, en el que él no se desenvolvía. Él mismo era a veces ese exterior, él era ese juez imaginario que se condenaba.
                Si por lo menos fuera homosexual, había llegado a pensar, ahí sí podía patear el tablero y hacer su rumbo. Deseaba a las chicas de sus amigos, le parecía que dejarlas con un hijo era una maldad. Si para él eran golosinas, se quedaría feliz acompañándolas. Las deseaba, las odiaba. Si por lo menos fuera puto sería más fácil, había pensado. Pero sabía que no hubiera tenido el coraje: despreciaba secretamente a Julito, el vecino, que era un homosexual orgulloso y ostensible y además trabajaba en capital y además viajaba a Brasil, a Estados Unidos. A Julito nadie lo juzgaba fuera de algún comentario, pero no lo tenían en cuenta. Pagaba el precio. Pero Julito no era cobarde y además sabía qué hacer. Si Diego se rebelaba al mundo, no sabía a qué título. ¿Vago? ¿Boludo? ¿Loco?
                La llamada de la fábrica de aluminio fue un alivio. Operario de la Unión Obrera Metalúrgica. Tomá. A ver si ahora lo dejaban en la mesa sin hablar. Un metalúrgico. Los compañeros, la queja del horario, las manos curtidas. Ya no necesitaba la excusa de mantener un hijo, ni problemas con deudas, ni peleas de barrio, ni parciales de la facultad, asuntos importantes que Diego no tenía. Un tipo hecho y derecho, con plata para ayudar a la madre, invitar un vino, alquilar una pieza y llevar chicas, quién te dice. Llamó a los amigos, era miércoles. Nadie podía, el viernes mejor. Cenó con su mamá, que lo felicitó. Lavó los platos sin obligación, disfrutando, el metalúrgico no se olvidaba de la vieja y lavaba los platos, aunque ya tenía un puesto en la fábrica. Se fue a dormir pensando en su primer día de trabajo, los compañeros, el jefe, la ropa de la empresa.
                El jueves fue largo. Lo dedicó a esperar el festejo del viernes. Todos los amigos en lo de Sebas, que alquilaba desde los 17 una casita. Diego juntó los ahorros y le vendió la bicicleta al tío, ya se compraría otra mejor. A Mariela esto le pareció tonto, pero después se rió, le gustaba verlo tan contento. Diego no iba a gastar en comida, los citó para después de la cena. Cerveza fría, fernet con coca. Cocaína. Le pidió los parlantes al primo para poner música, que a él no le gustaba, pero era necesaria para una buena noche. Luca le dijo que él iba a llevar chicas. Oski llegaba tarde de cursar, pero iba seguro. Esperaba el momento de sacar los sobres con la merca, sorpresa, invitación de la casa. Esa solvencia de invitar, la espalda ancha para cargar con el asunto y no andar esperando, ocuparse. Se imaginaba con los pibes, tranquilo, adulto. Tomen y disfruten. Alguna chica preguntándole sobre el nuevo trabajo.
                Le molestó que lleguen tarde, cansados, como un día más. Compraste para veinte, le decían cuando veían la heladera llena. Trató de tomar tranquilo, como si fuera una noche más, pero la ansiedad lo mataba. La primera vez que fue al baño, levantó la tabla con el pie, trató de ser prolijo con el pis, ante el botón muerto del inodoro metió la mano en la mochila para descargar agua y dejar limpio. Vio las manchas de humedad, la pared sin revoque, el piso de cemento a la vista. Pensó que podía tener algo así para él. Lo mantendría más limpio, claro. Podía alquilar y, con el tiempo, poner lindo el lugar. La segunda vez ya ni se molestó, entró mareado al baño y dejó su meo acumulado con los anteriores. La tercera vez, el baño ya estaba evidentemente sucio. La cuarta vez, meó ya en el cantero del patio, de espaldas a la mesa. Fueron dos mujeres, porque Mariela no contaba. Le pareció que no eran lo suficientemente buenas para la ocasión, ya habría tiempo para eso. Lamentó cuando se fueron, le pareció que temprano, aunque se habían quedado dos horas. Le habían hablado, lo habían felicitado. Diego respondía como restándole importancia, creyendo que la reunión recién empezaba, que lo real de la noche estaba por llegar, entonces charlaba con Mariela, se sentía más cómodo y feliz. Cuando las chicas se fueron, le pareció que la noche se vaciaba. Oski se fue, dijo que estaba cansado. Mariela también se fue, prometió pasar por su casa después de la primera jornada de trabajo. Para Diego, lo bueno ni siquiera había empezado, pero veía que la reunión se apagaba. Sacó los sobres de cocaína para levantar. Le dijeron que era tarde, que hubiera convidado antes, con las chicas. Tomaron todos, él, Sebas y Luca. Eso le dio cuerda durante tres horas a la noche. Amenazaron con salir largo rato, Sebas le prestó ropa a Luca. Dos horas después, comprobaron que estaba todo cerrado por el barrio. No hubo consenso para ir hasta capital. A Diego le molestó que ahorren esfuerzos y plata en esa noche. Volvieron. Lo acompañaron hasta que se terminó la bebida. Ya cantaban los pajaritos y nadie podía hablar fluido.
                Diego se despertó con un llamado. Lo dejó sonar. Seguían llamando. Atendió. Le preguntaron de la fábrica de aluminio por qué no se había presentado. La peor forma de despertarse. Quiso decir que no se sentía bien, que lo esperen el lunes, pero nunca supo bien lo que dijo, se fijó la hora y debía estar en Ezeiza hacía dos horas. Se bañó, hizo lo posible por sacudirse la noche de encima, llamó. Le dijeron que ya no se presente. Había perdido la oportunidad. Antes de saber lo que iba a sentir, se dejó caer de nuevo en la cama, para dormir, para postergar el asunto. Durmió hasta la noche. No sabía si iba a poder enfrentarlo. Un fracaso rotundo, una marca que lo describía, un hecho que lo podía predisponer a la insensatez, una anécdota que se recordaría con gracia. Difícil saberlo ahora, medio dormido, con ganas de taparse con las sábanas por mil años.

15/11/17

Tres limericks


1
Si una anciana sentada en la ventana
Te dice seria que ella es una iguana
No sé si creería
Primero miraría
Cuan loca y cuan tirana es la cristiana

2
Un pájaro, sargento en esta trama
Nos ordena dormir sobre una rama
Piensa un rato y medita
Como un sabio eremita:
“Mejor duerman debajo de la cama”.

Pasmado se quedó el señor conejo
lo culpan de robarse los espejos
acusó a una oruga
después se dio a la fuga

salvándose el pellejo de conejo

9/11/17

Quiero esconderme adentro de mi cuerpo (otra versión)

Quiero esconderme adentro de mi cuerpo,
como flor que en capullo se transforma y empieza a decrecer,
de las ramas más chicas a las ramas más gruesas,
se afina, llega al tronco que adelgaza,
hasta ser tallo y hoja, y menos que eso, tal vez,
para meterse adentro de la tierra,
desraizarse hasta ser semilla; barro
que la deshunde; lluvia
que se eleva hasta el cielo,
excremento que alcanza
a un pájaro planeando, 
que desaciende lento sobre el trigo,
atravesando, arrebolado,

las columnas oblicuas de la tarde

28/10/17

Entender de golpe

La luna sobre el río no alivió su pesar, su presencia brillante era de una indiferencia de siglos. Tiempo perdido y cruel en el banco, hasta que asuntos más concretos lo reclamaron, lo salvaron. Caminó largo rato hasta encontrar una estación de servicio. Todavía en pena lánguida los primeros pasos, urgidos y firmes los últimos.
Abrió la puerta del baño con la ferocidad de quien entra al infierno sin miramientos a buscar lo que le fue arrebatado.
Tuvo una revelación. El brillo de transpiración sobre la tabla del inodoro que vio mientras se subía los pantalones, que ni siquiera debió secar con papel higiénico porque ya se evaporaba la frágil memoria de su último gesto: el culo apoyado pesadamente y haciendo lo que tenía que hacer y dejando ser y dejando ir por abstractas cañerías en una búsqueda siempre perdida.

3/10/17

En el bosque en una tarde nevada - Robert Frost


Creo saber de quién son estos bosques 
Sin embargo, su casa está en el pueblo
No me verá paseando por sus tierras
Ni mirando nevar sobre las copas

Quizás para el caballo sea raro
Frenarse donde no haya puestos cerca
Entre el bosque y el lago congelado
La tarde más oscura de este año

Le da una sacudida a sus cencerros
Pregunta si se trata de un error
El único otro ruido es el ondeo
Calmo del viento y de los copos suaves

 Los bosques son hermosos y profundos
Pero tengo promesas que cumplir
recorrer millas antes de dormir

recorrer millas antes de dormir

Trad: Francisco Gorostiaga




Stopping by Woods on a Snowy Evening


Whose woods these are I think I know.   
His house is in the village though;   
He will not see me stopping here   
To watch his woods fill up with snow.   

My little horse must think it queer   
To stop without a farmhouse near   
Between the woods and frozen lake   
The darkest evening of the year.   

He gives his harness bells a shake   
To ask if there is some mistake.   
The only other sound’s the sweep   
Of easy wind and downy flake.   

The woods are lovely, dark and deep,   
But I have promises to keep,   
And miles to go before I sleep,   
And miles to go before I sleep.

28/9/17

Un día

            Lo último que recuerda Lucrecia que pensó en ese día antes de dormirse, con una sensación rara, es que en definitiva no le había pasado nada. Se había despertado a las 7, diez minutos antes que el despertador. Con los ojos cerrados acercó los dedos a la pantalla y esperó a que empezara a sonar para apagarlo. Efectivamente, comenzó a sonar. Le pareció que era una autómata, y se levantó de la cama con una sonrisa. Desayunó lo habitual, es decir, lo que había: en esta oportunidad, un poco de pan con mermelada, ya que lo poco de cereal que quedaba en la caja se lo sirvió a Lana, su hija de diez años. Recalentó un poco de café del día anterior y lo tomó a medias, pensando en lo que tenía que hacer. Visitar a su mamá, cumplir con cuatro reuniones agendadas en distintas oficinas. Iría en colectivo hasta allá y después taxi entre cada punto, pensó como si estuviera decidiendo, pero fue claro para ella que ya lo sabía, estacionar tantas veces por Palermo era una tortura que estaba descartada desde el vamos. Se le ocurrió que siempre en el desayuno hacía el simulacro de tomar decisiones que ya estaban definidas desde el día anterior.
            Llevó a Lana al colegio, caminando cinco cuadras. Lana preguntó por qué calle irían, siempre variaban el recorrido. Lucrecia entendió que esa aparente indefinición del trayecto era de una previsión absoluta, como la consulta del pronóstico antes de salir. Y tomó por Ramallo. Lana iba saltando las baldosas, haciendo de su caminata un juego que se iba apagando hasta arrastrar los pies y la mochila en las últimas dos cuadras, cuando ya compartían la vereda con otros niños igualmente soñolientos escoltados por sus respectivos adultos.  Y en cada minúscula actividad se iba reforzando esta idea de estar viviendo una repetición. Cuando se acordó de “El día de la marmota”, la película donde es siempre el mismo día, le pareció una obviedad, ya sabía que le iba a venir a la mente. Esta sensación le fue delineando una sonrisa, como una contracción placentera de los pómulos, que le duró todo el día.
            En la parada de colectivo, a las personas que esperaban posiblemente las veía por primera vez, pero los gestos de cansancio, de expectativa, de apuro las veía todos los días. Las personas particulares eran intercambiables pero su rol de relleno en su vida era una cifra inalterable. Y la visita a su madre fue de una normalidad pasmosa. Sólo imaginar el encuentro en el colectivo hubiera alcanzado para fijar todo su contenido, aunque no le hubiera permitido saborear el cumplimiento de lo inevitable. Tomaron el té con limón, hablaron un poco, se despidieron. El tiempo transcurría previsible y Lucrecia lo recorría maravillada.

            El resto del día pasó, levemente feliz. Lucrecia pensó su vida desde otra perspectiva. La percepción de una rutina inalterable la sacudía como un hecho traumático. Ni siquiera ante la muerte de su padre había tenido un enfrentamiento tan radical con su vida. Nunca se había visto como alguien con una identidad tan determinada, pensó, con la felicidad de quien descubre algo precioso. Con la certidumbre también de que estas grandes verdades son sólo un estado de ánimo.

Querido Pablo


Bergamo, Italia, 1945
Querido Pablo,

Hoy llega un nuevo 28 y miro por la ventana con la esperanza irrenunciable de que aparezcas caminando por la vereda. Caen copos de nieve y se acumulan contra la fachada de la casa. Unos chicos arman un muñeco. Le ponen ojos de piedra, nariz de zanahoria y un casco de soldado que tiene un agujero de bala en la parte de la frente. Los acompaña un perrito overo que mueve la cola como un plumero. 
Anuncian fuertes tormentas para los próximos días. Alemania perdió la guerra. Sí, otra vez. 

Los aliados entraron con sus tropas. Esperemos que los rusos tenga piedad de nosotros.
Aparentemente Roosevelt, Churchill  y Stalin llegaron a un acuerdo en Yalta.

Sinceramente tuyo,


El blog

26/9/17

La tierra lisa, limpia de caballos (ejercicio en endecasílabos)

La tierra lisa, limpia de caballos
La tierra seca, estéril del encanto
Las nubes que componen en silencio
Heridas vivas, el rugido blanco

Las crines de caballos transparentes
Flotando sobre el lecho los suspiros
Nostalgia de galopes en el eco
De un autor, de un andante y sus velantes

Tal vez muerta, tal vez niña en mis brazos
Tal vez vieja, tal vez muda, en reposo
Un mar de arena azul sobre los párpados
Cúmulos de una tarde arrebolada

La piedra que flota en laguna oscura
Tallo, pétalos y espinas en el pecho
Conjuro de una tierra que se agrieta
El sueño de una casa que se inunda

El agua cae por los escalones,
Sillones que naufragan en la sala,
Madera que se apaga silenciosa,
Ceniza tibia, impávida mañana

El viento árido sin incertidumbre
La tierra roja, cumbre del hechizo
La muerte llana, escombro de la noche
Brújulas que se pierden en el tiempo

La tierra pulcra, limpia de caballos.
El oro, carne nuestra de horas rotas.
Arena suave lisa sin el tiempo
Cristal marino, aguja sin memoria

Que zurce con desvelo esmerilado
Que surca con alambres el olvido
Que junta las dos partes del destrozo
Las fracturas de un cuerpo disipado.

La tierra lisa, limpia de caballos
La tierra llana, piel entumecida
El llano oscuro, sueño, madrugada
La llama breve que hoy se ha apagado


28/8/17

Pájaros


"Las manos de mi madre son como pájaros en el aire".
Peteco Carabajal

"Como un pájaro en el cable, traté, a mi manera, de ser libre".
Leonard Cohen



                Me llamaron de la escuela. Mi hijo había estrangulado el canario de la recepción. Al parecer, alguna confusión le surgió cuando le quise explicar aquello de que es mejor tener pájaro en mano que cien volando. Recuerdo vagamente esa conversación con mi hijo, cuando le quería explicar que todo no se puede, que se contente con el helado que había elegido. Mientras se lo contaba, me cruzó la mente el chiste juvenil del pájaro en mano como imagen de la masturbación. Esto no se lo conté a la directora, por supuesto, y este ocultamiento me puso un poco del lado de mi hijo, me hizo su cómplice frente a mi mujer y la directora. Exageré un poco mi indignación, juré vengar la muerte del canario con una conversación severa, una penitencia de zapallitos rellenos, nada de papas fritas. Y le fui a comprar otro canario al conserje.
                Fui con Lucas a comprar el pajarito, para que aprenda a enmendar errores. Mi mujer le quería poner Luca, sin “s”, pero en el registro civil, cuando fui, lo inscribieron así, Lucas. En gran parte porque yo le dije “Lucas”, pero esto sólo lo sé yo, el empleado del registro civil lo debe haber olvidado. Los primeros días se mantuvo, sin embargo, el Luca que aparentemente consensuamos. Después se fue imponiendo el Lucas de las tablas sagradas del documento. Nos ahorraba explicaciones. Mejor llamarlo como se llama. Bueno, el caso es que Lucas estaba encantado con el paseo, quería comprar alpiste, una pecera, un cobayo. Le recordé que estaba purgando un error, no eligiendo regalo. Estuvo por hacer un berrinche. Si seguís así, le cuento al vendedor lo que le hiciste al canario, le dije bajito, aunque el vendedor escuchó. Los niños a veces son muy sensibles a las amenazas. Bueno, matará animales, pero al menos tiene vergüenza, pensé. Y me felicité por el hombrecito que estaba formando, y otra vez me felicité por llamarlo Lucas.
                Compramos el más barato. Había diferencia de precios, pero parecían todos iguales.  Debo reconocer que con los animales domésticos de menos de diez kilos no tengo mucho paladar para apreciar matices. Puedo distinguir un galgo de un pastor alemán. Punto. Había olor a corral. Para qué carajo querría alguien un canario. Bueno. Lo llevamos directo a la escuela porque, según entiendo, esos bichos se mueren así nomás, y lo quería devolver entero. Tener que ir con un canario en el auto, apurado para que no se muera. Dios mío. Pero en el camino, solamente en diez minutos, me encariñé. Después de todo, es mi hijo, pensé, y lo quise de nuevo. Iba mirando distraído por el vidrio, con el pájaro en una caja sobre las rodillas. Le dije que lo quería, que no me importaba si se equivocaba, yo siempre iba a estar ahí. No sé por qué lo dije. No le interesó para nada, siguió mirando por el vidrio.
                Le dejamos el canario al conserje, que puso una cara rara. Creo que no sabía qué cara poner. Un poco de ahora sí, el crimen está reparado. Pero también un poco de desprecio, como si le estuviéramos entregando un canario vulgar. De todas formas, no me quería demorar mucho, prefería irme rápido, con el canario rebosante de salud. Esa noche, Lucas me dijo que Pipo, el canario, ya silbaba. ¿Pipo? ¿Y cómo se llamaba el anterior? Pipo, también. Me causó gracia. Me enojó también, la frialdad del conserje, reemplazar el pajarito así nomás, y yo que me había esforzado en elegirle uno.
                A la semana sguiente, otra vez nos llamó la directora. Otra vez el canario. No había evidencia de Lucas, pero era el principal sospechoso. La jaula estaba abierta. Llamaron a Lucas para interrogarlo delante nuestro. Me pareció un poco excesivo. Dijo que no sabía nada. Cuando lo presionaron, dijo que tuvo que liberarlo, no podía verlo encerrado. De hecho, al Pipo anterior había querido liberarlo pero murió de miedo en sus manos. (Esto corroboraba mi teoría sobre la fragilidad de los canarios. Me tomé unos segundos para saborear mi acierto.) El asunto se ponía molesto, no quería seguir yendo a ver a la directora a la escuela. Cuando Lucas volvió a su curso, prometí un castigo sanguinario. La directora, antes acusadora, ahora parecía protectora, insinuaba que a los niños hay que comprenderlos.  Tiene 16 años, señora. Y se quedó balbuceando, temerosa, buscando con los ojos un gesto cómplice en mi mujer (que no prestaba atención, estaba tecleando en su celular).

                Me fui satisfecho. A Lucas ya lo había comprendido. Por eso me mostré intolerante. Ahora lo verían como un adolescente indefenso ante un padre brutal. Tal vez lo trataran mejor. Y se dejara de joder con el pajarito del conserje.

Sopa de cebolla

Cubrirse con mantas,
esconderse debajo de la cama,
prender la luz,
aferrarse a un peluche con ojos de botón
 o a dios, aunque dios fuera una cebolla.

Sin  embargo, si dios fuera una cebolla todo sería más sencillo,
Si dios fuera una cebolla podríamos urdir que la complejidad del universo se debe a la cantidad de capas,
o a que es esférica y que, tal vez,
su centro esté en todas partes y su circunferencia en ninguna.
Si dios fuera una cebolla podríamos culparlo por su mal olor.
Si dios huele mal peor debería oler su creación (de eso no hay dudas).
Si dios fuera una cebolla,
abrirla y despedazarla nos haría llorar (aunque no sé muy bien por qué).

Todo lleva un poco de dios y dios está en todas las comidas.
No hay ningún plato decente sin un poco de dios.
Esa es la ley primera, y la segunda (también la tercera, la cuarta y la quinta).
De chicos esperábamos con ansias que llegara la pascua,
pero no por los huevos de chocolate,
Sino porque mi abuela hacía una sopa de cebolla fantástica,
repleta de queso y pimienta,
donde una tostada naufragaba en el centro de sus aguas verdes y espesas.
Llegaba el domingo de ramos y los olivos me hacían pensar en la cebolla,
En la muerte próxima y tan cercana de la cebolla.
En su resurrección de domingo para halagar los paladares y saturar nuestros estómagos.

soupe d'oignon, Onion soup, zuppa di cipolla, sopa de cebollas...

dios se fue, se fue hace rato, pero la cebolla sigue estando
mi abuela transmutó en ceniza y en el eco de su voz cascada que sigue rebotando, por las noches, en las paredes de mi cráneo cuando apago la luz.

29/6/17

La aventura del deseo que se muerde la cola

            Tomaba el café ya cambiado, de pie, acercándose a la puerta. No expresaba apuro, pero siempre estaba visiblemente ansioso. Su familia sabía que de todas formas, aunque terminara el último sorbo con el auto ya encendido en el garaje y cargado con su abrigo y maletín, debía volver a dejar la taza a la bacha de la cocina. Cuando eso sucedía sus hijos, ya alistados, sabían que tenían que apurar la chocolatada, mientras la madre les besaba la cabeza y les acercaba la mochila. Darío, liberado de la taza, esperaba amable con la mano en el picaporte, pero paciente con sus hijos. Cuando se presentaban a su lado para salir, abría, los dejaba pasar y besaba a su esposa, se deseaban un buen día de trabajo. Darío ubicaba a los niños en sus asientos mientras abría el portón eléctrico y subía con el motor ya listo para salir. Encendía la radio y buscaba las noticias hasta que sus hijos, sobre todo Guadalupe, la mayor, le pedía alguna música infantil. Darío hacía el simulacro de ceder, lo mismo le molestaban las noticias que la música. Dejaba que Guadalupe eligiera en la pantalla, y recorría con su elección las veinte cuadras que lo separaban de la escuela. Una vez solo, apagaba el sonido y enfilaba al trabajo. No le molestaban los semáforos,  disfrutaba con el placer de demorar la entrada a la autopista. Subía la rampa sin apuro, degustando el ingreso a la ruta, sintiendo ese cambio espacial entre calles interrumpidas por el uso del freno y la relajación del pie en el acelerador de la autopista fluida.
            Pensaba un poco en el trabajo del día, en los quehaceres domésticos a la vuelta, en la situación de sus hijos, alguna salida distendida con su esposa. Y poco a poco, con el correr del viaje, podía ir apreciando el peso de la velocidad del auto, el correr de la línea punteada sobre el gris fijo del asfalto, las velocidades desiguales de los vehículos, la oleada que iba en sentido contrario, a la izquierda, del otro lado de la valla de protección del camino. Ese gusto del viaje que era su placer permitido de cada día laboral. Por eso iba sin música ni noticias. Para experimentarlo mejor, sin distracciones.
            A la vuelta, cansado, se abandonaba a esa maravilla regular que es la hora pico, infinitas luces hacia ambos lados, compartiendo ese corredor que surcaba la ciudad, para luego perderse cada cual en una parcela de espacio distinta. La cabina fija del auto y los barrios desplazándose del parabrisas a las ventanas. Olvidaba preocupaciones, se dejaba arrullar por ese espectáculo. Renovaba su entusiasmo para volver a casa, compartir con su mujer, atender las inquietudes de Guadalupe, cuya mente de niña de siete años bullía en preguntas, descubrir que Manuel, que hacía tan poco ni hablaba, ahora a los tres años ocupaba un lugar de peso en las conversaciones. El recorrido de la vuelta del trabajo, generalmente más lento que el de la ida, ayudaba a Darío a olvidar frustraciones y a considerar que su vida estaba bien. Y mientras se demoraba más la vuelta, congestionada la bajada de la autopista, sentía que estaba más que bien, es decir, la evaluación que hacía se cargaba de emociones positivas, se embargaba recordando preguntas incisivas de Guadalupe, reía solo por los gestos del pequeño Manuel, saboreaba por adelantado el beso que le daría a su mujer. Se imaginaba, mientras manejaba, ya más cerca, los ojos despiertos de su mujer envolviendo con su mirada cálida a sus hijos, y él presente en la plácida escena junto a la mesa. Es decir, distraída la mirada en el parabrisas, veía a un hombre que veía a una familia.
            Tanto era el solaz de los viajes en auto, solo, sin música, que los esperaba con ansias. Por eso preparaba el motor, apuraba el café. No quería arruinar la placidez de los desayunos, de hecho le dejaban un grato sabor en el auto, mientras iba a la oficina. Pero no se permitía extenderlos ni abandonarse a ellos en el momento, sino que deseaba los desayunos familiares para llevárselos como recuerdo y como imagen a la soledad del auto, donde parecía que un autómata conducía el vehículo a través del dominio del parabrisas mientras la mente se perdía en una visión de vidriera hasta que un detalle del camino o un llamado de atención recompusiera el camino frente a sus ojos.
            Esperaba esos viajes. En su casa. Durante los momentos apasionados de los encuentros sexuales, que habían logrado mantener con ímpetu, al abrigo de las exigencias de padres, Darío anticipaba su próximo viaje, como el amante que anhela un cigarrillo o el comensal que codicia el postre. En las reuniones sociales, en las que se mantenía cordial pero desinteresado. En los momentos compartidos con sus hijos, que disfrutaba, pero con una sonrisa ausente, deseando la sonrisa amplia que les dedicaba a sus hijos en el auto. Entendió que los viajes pasaron a ser algo deseable, cuya espera desplazaba su presencia entera de otros momentos. Lo veían distante. Serían las responsabilidades, el cansancio, el desánimo, pensaban en su entorno.
            Incluso durante los viajes, cuando algún accidente cercano demoraba el tránsito y extendía el recorrido, en la larga espera se distraía pensando en futuros viajes. En esa postergación no podía exprimir todo el placer del viaje. Entonces, a veces, se pasaba de su bajada en la autopista y continuaba unos kilómetros, para imponerse el disfrute, y después daba la vuelta y finalmente llegaba a destino. Como una adicción, a veces dejaba de ser un momento grato y pasaba a ser un ansia. Aunque le parecía ridículo que echara a perder el placer de un viaje presente por la previsión de uno futuro, aunque le llamara la atención que sobre todo en los viajes más largos por los embotellamientos se distrajera y tuviera que extenderlos con rodeos, no modificaba sus hábitos: los extremaba.
            Pensó en multas inexplicables, kilómetros afuera del recorrido razonable. Temió remolques obligados por una falla técnica en parajes inverosímiles. Imaginó lo que imaginaría su esposa, su jefe, si se enteraran de su posición geográfica cuando ampliaba su recorrido, sin explicación aparente, por el hecho de querer cada vez más, sin disfrutarlo ya, sólo manejando compulsivamente. Viendo el resto de los vehículos de a montones que lo complacían pero también le daban asco en la inmensidad rutinaria de desplazamientos. Y pensaba que esta afición le hacía mal, que debía cambiar de vida, pero esa reflexión requería de ese espacio quieto del interior de un auto desplazándose. El malestar era el precio que debía pagar cualquier adicción. Este reproche le duraba poco, y ya retomando el camino que lo llevaba a la oficina, que lo devolvía finalmente a su casa, se regocijaba en las conjeturas a las que podría dar lugar: encuentros con amantes en barrios desconocidos, asuntos ilegales en galpones ciegos, al lado de la autopista. Pensaba en lo que podrían pensar los demás, desde su asiento del auto, y este entretenimiento le devolvía el placer y las ganas de seguir manejando.
            Y volvía a su casa, donde era feliz, pero sobre todo era feliz porque podía rememorar esa felicidad en el siguiente viaje. Y volvía al trabajo, donde se sentía a gusto, pero sobre todo porque tenía presente que a la vuelta iba a tener ese espacio demasiado largo hasta su casa, ese tiempo que se expandía.


            Fueron meses intensos, previos al derrumbe que se avecinaba en su trabajo, en su familia, que acaso le quitaría el sosiego de esa estructura de viajes de ida y vuelta al trabajo de un padre de familia.

26/6/17

Cardumen

Miro las nubes, los árboles.
Los brazos me caen hacia los lados.
rayos de sol motean mis manos,
las hojas dibujan sombras en las muñecas.
Nervaduras, moradas, aparecen debajo de la epidermis, subterráneas,
alimentan mis pelos.
los pulmones se hinchan, abren las costillas, se cierran y vuelven a abrir,
una
y otra
y otra vez
(me sofoco).
Siento la humedad del piso, las rodillas que se hunden, los mosquitos zumbando.
En el cielo cardúmenes de aviones se dispersan y vuelven a juntar con la inercia de las carpas.
Sueltan bombas, flotan.
La tierra tiembla.
El calor inunda la selva marchitando las hojas, quemando las palmeras.
Me acerco al río,
Me acuesto
veo los peces anaranjados entre los juncos,
sus aletas traslúcidas.
Apoyo mi cara en las palmas de las manos,
Brota agua de mis párpados, temo que se me estén derritiendo los ojos.
Hundo la cara entre mis manos,
La sostengo como una máscara de carnaval,

para que no se caiga en el barro.

1/6/17

robe de chambre

Hace unos días murió papá,
Leía acostado sobre el sillón de terciopelo gris.
Murió en pijama, contenido por su robe de chambre
Con los pies desnudos, con las uñas crecidas, sucias, apuntando al cielo
(los dedos y los empeines cubiertos de gruesos pelos negros).
El diario quedó sobre su torso, tapándole la boca y parte  de la nariz.
La corriente hacía vibrar las hojas mínimamente,
parecía que todavía respiraba.
Después se deslizó como un pedazo de seda.
Su brazo izquierdo cayó, rígido, rozando la alfombra con los nudillos.
Barras amarillas de luz se plasmaban en el piso,
envueltas por la sombra de la enredadera,
se quebraban sobre la mesa ratona
y volvían a quebrarse sobre el otro sillón.

Mamá en la cocina,
 apretaba los párpados,
Contraía los labios
Chirriaba los dientes
Las lágrimas le dibujaban los pómulos.
Y después hundía la cara en el delantal.
Llamaba por teléfono, cortaba,
llamaba y cortaba sin decir
una palabra.

Papá no respiraba
estaba azul.
no respiraba
azul, como la bandera de Francia.
De todas formas, giró la cabeza, abrió los párpados

Y me dijo: “estoy muerto”.

28/5/17

Bilis

            Parece que tengo un problema con mi ira, o con la administración de mi ira. No es que estoy más irritable ahora que antes. Enojarme no es para nada una emoción nueva. Al contrario, cuando estoy al borde de la furia, me conecto con situaciones similares del pasado. Ya de joven tenía arranques tremendos. La novedad es que ahora le estoy prestando atención al tema. Cuando estoy entrando al terreno de la bronca me doy cuenta. Entonces es más fácil detenerse a tiempo, pensar más sereno, tomar distancia, reírse de uno mismo: la vida no se arregla, pero me evito la mala sangre. A veces.
            Otras veces, claro, aunque vea que estoy recayendo, no me importa, porque tengo unas ganas tremendas de enojarme como un desquiciado. Enfurecerme cada vez más. Eso requiere conservar un ambiente, no dejarse persuadir por la calma. (Como cuando el empleado del banco o el conductor de al lado pide disculpas. Eso me frustra. Necesito pensar que el otro disfruta con su acción si quiero enfurecerme. Entonces tengo que aceptar las disculpas y quedarme con el insulto atragantado. La frustración es chata, me quedo con las ganas de enojarme.)
            Me habían recomendado un médico famoso, de métodos excéntricos, que lograba curar dolencias en una sola visita. Entre su clientela se contaban deportistas profesionales, personas adineradas. Sin mucha esperanza, fui. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de sacarme el dolor de espalda. El médico me atendió, me aplicó unos golpes ridículos, después unas ventosas –que no eran más que unas sopapas en la piel- y en menos de cinco minutos me despidió diciendo que ya estaba curado. No tardé mucho en volver a sentir dolor. Eso me molestó, por supuesto. Después, calculé los ingresos del médico, multiplicando lo que me había cobrado a mí por una jornada completa con turnos de cinco minutos. Ahora, además del dolor de espaldas, me hervía la sangre. Aunque sabía que la ira no me iba a servir, no lo podía evitar, y estuve todo un día dominado por un ruido interno que no me dejaba ni pensar ni concentrarme en mis cosas. Eso es lo que conté en el café a mis amigos el domingo, para desahogarme y para lastimar la reputación del médico. No podía entender cómo seguía atendiendo una clientela tan nutrida. Mis amigos no lo tomaron muy en serio. Destacaron casos de éxito de ese médico en conocidos nuestros. Aunque, claro, la curación no estuviera garantizada para todos. Era posible que muchos optimistas se sugestionaran y encontraran satisfactoria la experiencia, por más que no tuvieran resultados tangibles. O que quienes se sintieran decepcionados no lo comentaran para no pasar por tontos, dados los elevados honorarios que habían pagado. Y aquellos que, como yo, se quejaban con furia, eran tomados por insatisfechos crónicos, personas irritables y paranoicas, exageradas. Es decir, no eran tenidos en cuenta: la conversación me demostraba que mi punto de vista no importaba, se lo tomaban con gracia. Mis amigos celebraron la genialidad del médico: concluyeron que su reputación y negocio estaban asegurados. Este enfoque no me devolvió la plata ni me curó el dolor de espalda, pero me calmó. Con el correr de los minutos, pude ir viendo desde afuera mi bronca, cómo se desvanecía. Me quedaba el descontento por no poder evitar ese día de furia.

            Volví a casa, más relajado. Es raro que un domingo esté de buen humor, pero cuando pasa no pregunto, acepto. Hace rato que no me planteo por qué de golpe me siento tan a gusto, como si todo encajara: lo contrario de los remolinos de la ira. Ese día ni siquiera barrí el patio, dejé que los platos del desayuno se queden mansos en la mesa, sin levantar, con las migas desbordando hasta el individual. No le pasé el trapo al círculo mojado de café con leche que dejó la base de una taza sobre el vidrio de la mesa. El orden podía esperar. Fui a buscar un vaso de agua a la cocina. Encontré, sobre la mesada, la punta pequeña que se le recorta a un sachet cuando se abre. Es típico de mi hija, no tirar esa punta a la basura, dejarlo tirado, como si por su tamaño no existiera. Es el único de los desórdenes de mi hija que no me molesta, creo. Ni ese día, ni nunca, a diferencia de las zapatillas tiradas o la mochila del colegio en el sillón. Pero las puntas del sachet no me molestan. Tan tranquilo estaba que pude pensar en eso. Qué curioso, pensé ¿Por qué no me molestará? No lo concibo, no tiene sentido: es el tipo de cosas que deberían fastidiarme. Y mucho. Odio esto de no entender mis enojos. Me vuelve loco.