28/12/14

La grilla y el parque

Vio al hombre negro abrigado en la plaza y pensó en dos opciones: o bien el negro era un inmigrante que vendía droga o bien era un paseante negro que pensaba que el latino que era él mismo era un latino abrigado que vendía droga. Y en la larga caminata con misteriosos cruces con hombres lógicamente abrigados pero sospechosamente solitarios en las plazas pensó lo que él pensaba de ellos o lo que podían pensar de él pensando en ellos y entonces quién era el vendedor de drogas era muy incierto entre dos locos solos pensando al infinito sobre la presencia misteriosa del otro en el frío de las plazas berlinesas, el frío que se prende y aferra por adentro como un feto.

Voyeur

A lo lejos se veía que de la casa alargada se abría una ventana.  Isabel se asomó, tomó los postigos y los cerró. Casi al mismo tiempo apareció en la ventana de al lado Eduardo e hizo lo mismo. Antes de que terminara, ella volvió aparecer en la siguiente ventana, y así alternándose con cada una de los postigos. A los pocos minutos de terminar salieron por la puerta principal. Eduardo la cerró con llave, mientras ella fue hacia el auto con una bolsa. Eran dos muñecos minúsculos. Se subieron al auto y arrancaron.
Vicente espero a que el auto se perdiera en el horizonte y fue hacia la casa. Una vez ahí dio un par de vueltas alrededor de esta probando cada uno de los postigos y las puertas. Tomó una rama gruesa, hizo palanca forzando las maderas hasta vencerlas. Después envolvió su brazo con su campera y rompió el vidrio. Con la rama trató de sacar las astillas que quedaron en los bordes de la ventana y se metió. Cuando puso un pie en el interior sintió los pedacitos de cristal crujir bajo su suela. Pese a que era un día claro, azul, el interior estaba en penumbras. De repente, se halló en la cocina. La mesa estaba puesta. No habían levantado los platos después de almorzar. En la pileta se podía ver una cacerola y dos o tres vasos lleno de agua jabonosa. 
Caminó por el pasillo hasta llegar a la parte de las habitaciones. En una de ellas había dos camas deshechas y ropa tirada. Varios pares de zapatos desperdigados, también camisas, pantalones, polleras. Vio un corpiño colgando de una de las cabeceras. Después una bombacha sobre el colchón. La agarró y la olió. Cerca de la puerta, unos calzoncillos. Hizo lo mismo. Se sacó la ropa quedándose desnudo. Abrió el placar sacó una camisa y un pantalón, y se los puso. Se miraba al espejo que estaba en el costado interno de una de las puertas. Se miraba, giraba y se volvía a mirar.
La ropa le quedaba grande, un poco ridícula. Tomó un saco, metió el brazo en la primera manga. Trató hacer lo mismo con la otra, pero primero le erraba y después se le trabo la mano en el forro roto, hasta que finalmente pudo. Enlazó una corbata y comenzó a anudársela. Se colocó un cinturón de cuero marrón oscuro. Miraba al espejo con cierta complacencia sin percatarse de su apariencia huraña. Los pies peludos se asomaban por debajo de los pantalones.
Se paseo por la casa. Volvió a la cocina. Agarró una mandarina y se sentó en un sillón del living. Clavó su pulgar en el centro y tiraba de la piel hasta dejarla limpia. Después arrancaba con suavidad cada uno de los gajos y se los llevaba a la boca. Con la lengua empujaba las semillas hacia un costado y después las escupía en su mano derecha. Tenía el puño cerrado que sólo abría cuando lo acercaba a su boca y volvía a escupir. Cuando terminó puso las semillas en el bolsillo del saco.
Después fue de nuevo hasta la habitación y se acostó en la cama boca arriba. Cruzó el brazo izquierdo sobre su cabeza, tapándose los ojos.  Se quedó dormido.
El ruido del motor lo despertó. Saltó de la cama, histriónico. No sabía qué hacer. Todavía tenía el traje puesto. Atinó a sacárselo, pero no había tiempo. Agarró sus cosas y corrió por el pasillo, pasó la sala y entró a la cocina. Una vez ahí trató de saltar por la ventana, pero no pudo evitar pisar el marco y clavarse astillas en el pie derecho. Saltó y corrió hasta una línea de arbustos que le permitía llegar al monte y huir.
Rengueaba entre los eucaliptus. La corbata flameaba con el viento, sobre el hombro derecho. Entre sus manos tenía su ropa hecha un bollo: zapatillas,  camisa,  jean,  campera. Se apoyó sobre el tronco de un árbol enorme. El pie le sangraba y le dolía. Al correr por el monte descalzo se clavaba raíces, ramitas y la cáscara vieja de los eucaliptus que caía al piso. 

Llamada perdida

            La mano blanca de Mónica se filtró entre los frunces de las sábanas, avanzó por sus nudos hacia el otro costado de la cama y manoteó ese vacío suave y resbaladizo hasta caer en la vigilia: su ocupante se había ido. Una débil esperanza la hizo girar todavía, enredarse en su larga cabellera negra y decepcionarse del todo: la mesada estaba ordenada, sin ropa revuelta. Mónica suspiró, se dio vuelta, abrazó la almohada con fastidio, se durmió otra vez.
            En el primer semáforo camino a la oficina le mandó un mensajito: ¿Cómo venís? Quería decir te extraño en otras palabras. Cuando salió a almorzar con Carlos y Malena, todavía no le había contestado. Le costó seguir la conversación sobre viajes, paquetes turísticos, descuentos. ¿Todo bien? Claudia, insistió mientras esperaban la cuenta. Lo mismo le preguntó Carlos a ella.
            A las cuatro y media fue al baño y lo llamó, al borde de la furia; un silencio así era raro en los últimos meses. Nada. Buscó su foto en el celular. ¿Qué pasa Sergio?, le preguntó al aparato en voz baja.
            Manejando de vuelta, mientras se lamentaba por sus arranques adolescentes, sonó el teléfono, miró la pantalla y reconoció su número, sin guardar. Con una sola maniobra ubicó el auto junto al borde de la calle, en la rambla.
            –¡Hola! –atendió, con tono de ¡al fin!
            –Hola –era la voz de una señora mayor, cansada–, recibí una llamada de este número.
            –Sí, quería hablar con Sergio por favor –dijo Mónica, recomponiéndose.
            –¿De parte? –preguntó la señora.
            –Claudia, una compañera de trabajo.
            Sergio le había sugerido ese nombre: Claudia realmente trabajaba con él.
            –Ah, hola –dijo la señora con la voz quebrada, pero que a Mónica le pareció también dulce y serena–. Soy la esposa de Sergio. Él falleció esta mañana. Me habló mucho de usted...
            –¿Cómo? –preguntó después de un silencio.
            –Falleció en la mañana, un accidente… Ya nos comunicamos con Alfredo y le dimos los datos, ¿no se los pasó?
            –Ah, no –contestó Mónica, ganando tiempo–. No pude hablar con él hoy, ahora lo llamo. Discúlpeme Graciela. Mis más profundas condolencias –llegó a decir, en un hilo de voz, antes de tapar el micrófono y escuchar confusamente la despedida amable de la viuda.
            Más adelante, en el recuerdo de Mónica, la palabra Sergio condensaría en primer lugar una mezcla indefinida de lágrimas, impotencia de no poder despedirse, el mar azul revuelto en rulos blancos, en pliegues y repliegues sonoros y apagados, un insulto desde un auto que pasaba, su auto avanzando lento, conducido por esos brazos y piernas que eran suyos, pero desconectados de su mente, la estimación de la probabilidad de que la viuda conversara con la verdadera Claudia, de que sospechara algo y la buscara, su decisión de cambiar de teléfono, la envidia llena de odio por la tranquilidad de esa señora y su dolor visible, compartido y formal, la certeza de poder ubicar la tumba, la duda de si querría soportar la lápida de los otros, su juramento orgulloso, aferrado a su secreto –lo único que le quedaba en ese momento–, de que no le contaría nada a nadie, nunca, a nadie, salvo a Julia, tal vez, a lo sumo a ella, únicamente a Julia.

28/11/14

Asado de mediodía

Las brasas ardían, grises, no rojas, era mediodía. La parrilla estaba protegida por una pared de calor. De la carne iba goteando grasa que se acumulaba y caía densa por las canaletas hasta ser contenida por una canaleta mayor, transversal. Esta a su vez estaba pinchada en uno de sus extremos, entonces nuevas gotas de grasa, más oscura, algo más frías, caían sobre el piso de la parrilla y de ahí al suelo. Los chorizos marcados descansaban apartados a un lado, mientras que la morcilla reventada en una de sus puntas dejaba salir el relleno; a medida que la tripa se achicaba, más y más se asomaba hacia afuera. Pero el parto no acababa ahí. Después de lo que parecía una cabeza, aparecieron pedazos duros, cartílagos, la sangre granulada, oscura y coagulada. Los chinchulines chirriaban en espiral, el cuero del vacío había formado un cuero que crujía, duro como un caparazón. Alejandro se puso un cigarrillo en la boca, palmeó los bolsillos del pantalón buscando el encendedor. Al no encontrarlo tomó con la pala una brasa, la acercó y comenzó a aspirar hasta prenderlo. En la parrilla el calor era insoportable. Isabel y Susana estiraban un mantel a cuadros cubriendo la mesa de madera. Entraban y salían con bandejas: vasos, platos, servilletas, cubiertos. Susana abrazaba un balde con hielo y una botella de vino blanco. Isabel traía vino tinto y soda. Después volvió a la cocina por una cerveza que le había pedido Alejandro. Traete el destapador, gritó enseguida él para evitar otro viaje más, para no esperar más tiempo con la garganta seca. Susana lo miraba en cuero, a él, su Alejandro, tostado por el sol, con pelos enrulados en el pecho, algo canosos, que bordeaban sus pezones negros. Miraba ese cuerpo que tantas veces había estado encima de ella, penetrándola, lamiéndola, y le provocaba rechazo. No por ese cuerpo mismo. Tenía la molesta sensación de que el maquinista que lo manejaba desde el interior de su cabeza era otro y no el de siempre. Los brazos, el pecho, el ombligo eran los mismos, sin embargo su mirada era otra, se enredaba con furia en Isabel, y claro, ella, porque es una pendeja y tiene todo duro, nada se le cae. Y lo peor que le gusta, a ella le gusta que la miren, que la toquen con los ojos, que respiren fuerte con desesperación, que la agarren con manos venosas del brazo, queriendo retenerla. La mirada de ellos la hacía fuerte y poderosa, la hacía levitar, mientras los otros dos babosos ahí con cara de nada. Dejen de mirarla, dejen-de-mirarla.
Isabel, venís un segundo. Hay que condimentar las ensaladas. “A ver si me la llevo y la cortan de una vez”, decía para sí Susana mirando las pantorrillas marcadas y el culo suave de Isabel que caminaba delante de ella. Una vez en la cocina Susana echaba aceto, oliva, sal, pimienta sobre la ensalada de lechuga y tomate
−¿Te cortás un limón?
 No, si no la ven es peor. No está y la desean más. Ellos llenaban sus cráneos de la sombra que dejó, del halo de su presencia, de su estar ahí, de su ser-deseada-por-ellos-dos. Una sombra que les entorpece el pensamiento y el mirar. Una estela que divide cualquier intento de las neuronas de hacer sinapsis. Isabel hacía fuerza para cortar el limón con un chuchillo algo desafilado. Levantaba el hombro un poco de más, y agachaba la cabeza, mientras serruchaba. Una gota de transpiración recorrió su perfil hasta detenerse en la punta de la nariz. Después cayó, salada, sobre el mármol frío.
            Eduardo encendió un fósforo y salió del baño. Apoyó la caja sobre una mesita lateral y caminó por el pasillo, hasta la cocina. A través del mosquitero se podía ver a los lejos a Isabel andando con una ensaladera en cada mano. Susana tenía la mirada perdida. ¿Estás bien? Ella cambió la cara y sonrió exageradamente. Sí, Edu, ¿Por? No, nada, me pareció que estabas rara. No, nada que ver. ¿Acaso me veo mal?, y sonrió. No, nada mal, nada mal…
            ¡Ya sale!, gritó Alejandro con los brazos en jarra y otro pucho entre el índice y el mayor. ¡Traigan el pan! Eduardo, Isabel y Susana se sentaron en la mesa. De un lado, Eduardo, del otro las chicas. Alejandro apoyó la tabla con chorizos mariposa y morcilla. El chorizo lo atenazaban con pan; a la morcilla la acompañaban con ensalada de papa, huevo y mayonesa. ¿Está rico? Pero ni nos dejaste probar bocado. Está bien, rico, dijo Isabel. Yo me quemé el paladar. Esperá un poco, nena. Nada peor que asado y paladar quemado. Alejandro e Isabel le dieron un sorbo al tinto con soda casi al mismo tiempo. ¿Y qué se cuenta? ¿Cómo la están pasando? Lindos días vienen tocando ¿no? Un calorcito. Te diría que demasiado calorcito. Esta -mientras revoleaba un pulgar hacia Isabel sin dejar de mirar el plato- en seguida está en bolas tirándose agua con la manguera. ¡Eduardo! Si es verdad. Dos minutos más y pelas tetas. Ya te desubicas otra vez. Bueno, mal no la están pasando. ¡Una envidia! yo en el estudio todo el día, cagado de calor. Bueno, pero los fines de semana estás como un lagarto al sol, agregó Susana. ¿Me servís soda?
            Una mariposa que daba vueltas se posó en el vaso de Susana. Ella la miró. Todos seguían hablando, masticando. En la parrilla, la grasa de los chinchulines chirreaba. La mariposa volvió a volar yéndose cada vez más alto, pasó la enredadera y se acercó a uno de los eucaliptus. Subía y bajaba, con un vuelo irregular, acercándose a las glicinas y a la Santa Rita. Se elevó un poco y dio una vuelta a la fuente hasta posarse en la frente de la estatua. Se quedó quieta unos segundos y después siguió su camino hacia la fila de pinos.
Charlaron largo rato hasta estar amodorrados por el vino. El sol le calentaba la mollera y sus cuerpos despedían un vaho de alcohol que los rodeaba como una nube invisible que entorpecía la comunicación y también la comprensión de los otros. Susana era la más entera, pero la que menos aguante tenía. Así que una vez que cruzó el umbral de cuarto o quinto vaso de vino blanco, se empezó a quejar que tenía dolor de cabeza y mucho sueño, que se quedaba dormida. El resto la miró reprochándola por tratar de interrumpir la sobremesa con una siesta. Así que se esforzó unos minutos más hasta que empezó a cabecear.
Andá a tirarte ahí querés le dijo Alejandro, fastidiado, señalando la  reposera. Una momia. No sé ni para que la traigo. 
Bueno, tranquilo, no pasa nada. La seguimos nosotros tres.
Sí, charlamos nosotros. Se tira un ratito y listo, después vuelve dijo Isabel.
Susana dejó caer su cuerpo muerto sobre la reposera. El corte carré se le había venido encima de la cara. No tenía ni la lucidez ni la fuerza suficiente para correrse el pelo, ni tampoco para levantarse y moverse de lugar, aunque el sol diera de lleno sobre la reposera. El graznido de las cotorras, es parloteo multiforme, no le permitía desconectarse del todo y transpiraba.

El silencio del calor y la digestión era salpicado por comentarios y conversaciones mínimas. Cuando ya no sabían de qué hablar Alejandro y Eduardo empezaron a hablar de trabajo: juicios, alegatos, acuerdos, resoluciones, ad hoc, ad contrario sensu, ad limine. Isabel no entendía nada de lo que decían, jugueteaba con un corcho entre los dedos, los amasaba con la palma, aburrida, hasta que se paró y empezó a levantar la mesa. Pasaba todos los restos a un solo plato y los apilaba. Todos los cubiertos también los ponía ahí. Agarró una bandeja y comenzó a caminar hacia la cocina. Susana sufría desmayada de calor. Entre los arbustos del cerco una figura miraba atentamente todo lo que pasaba.

Doble vida

     Wilson miró a ambos lados del pasillo reluciente, giró la llave y entró. El atardecer enrojecía el ventanal, esparciendo un entramado de naranjas y lilas en la cama y las paredes.
     De memoria, apoyó sobre la repisa de vidrio los anteojos negros, el teléfono bueno, el reloj plateado, las llaves del trabajo. Se descalzó: cada pie con un suspiro. Colgó prolijamente el saco de lino rosa antaño, la camisa gris perla, la corbata azul oscura y el pantalón beige.
     Tres segundos, pensó Wilson, con los ojos cerrados, mientras dejaba caer su cuerpo saturado de cansancio en el acolchado de seda. No pudo evitar una leve perturbación: todavía se percibía algo del aroma exquisito y sutil, Orquídea Negra.
     Un par de minutos más tarde fue al baño, se lavó la cara, se peinó al medio. Se abrochó la camisa a cuadros, frente al espejo, mientras el desodorante barato y penetrante, inexorablemente, lo envolvía.
     Se colocó el jean y los lentes ópticos, y antes de salir corriendo, escudriñó por un instante el profundo horizonte azul petróleo, sin luna, que se derramaba entre las sombras mudas de los edificios atiborrados de ojos rectangulares, vidriosos, oscuros, titilantes, empañados, luminosos…

     Mientras estacionaba la camioneta, vio a su esposa en la cocina. No era particularmente hermosa, pero tenía ese algo indefinido que tenía que tener.
     –Hola amor, llegué –anunció Wilson al cerrar la puerta.
     Alexia se acercó y lo besó con detenimiento, sin pasión, inhalando profusamente, casi olfateándolo.
     –¿Estás listo? –le preguntó sonriente.
     –Como siempre –contestó él, resignado.
     Alexia lo llevó de la mano hasta el sillón, con solemnidad, lo empujó para sentarlo y le colocó el detector de mentiras, subrepticiamente alterado por Wilson, en la mano derecha, la del anillo. Desfilaron las preguntas de todas las noches de la semana: dónde estuviste, qué hiciste, a qué hora, con quién…
     –Teléfono –ordenó Alexia, extendiendo la palma con gesto demandante.
     –De pie –le indicó después de revisar el aparato, impasible, e introdujo las manos en cada bolsillo del jean.
     Alexia lo empujó de nuevo al sillón, pero esta vez riendo.
     –Amor, andá a lavarte las manos que la cena te va a encantar –le rogó, rebosante de ternura–. Me salió exquisita.
     Mientras se dirigía hacia el toilette, obediente, Wilson escuchó todavía la voz aflautada de su esposa, que le aclaraba en tono de advertencia:
     –No creas que se me pasó que llegaste un par de minutos tarde.
     Frente al espejo del baño, mientras corría el agua, Wilson sonrió entusiasmado.


28/10/14

La aventura de un olvido


                Ya había sacado la basura a la calle y vuelto a entrar como siempre por la escalera de baldosas cansadas, había barrido y purgado con diversos trapos las superficies antes de sepultar los productos de limpieza en la morgue del lavadero. Había ordenado la habitación con pericia criminal, había tersado las sábanas de la cama donde en algún pliegue del pasado se había dejado abrazar, había cerrado la puerta del dormitorio para dedicarse con afán al living.
                Acomodó el mobiliario con pulcritud geométrica. Aisló en un rincón inofensivo la lámpara, separó del sillón la mesa ratona a una distancia irreparable, superior a una brazada en busca del vaso de whisky; en la mesa a la deriva apoyó el control remoto contra el borde, en escuadra, y levantó los posavasos para guardarlos en la gaveta de bebidas antes de volver a cerrarla definitivamente; después el modular: sacó del cajón los cubiertos que dejaba siempre a mano y los devolvió a la cocina, y en su lugar puso las revistas que habían quedado apiladas y sólo dejó en la superficie exhibidos el televisor y dos velas aromáticas; enderezó los libros en la biblioteca, los que dormían hacía años y los que había visitado últimamente, y dispersó estratégicamente los portarretratos y los ceniceros entre los estantes.

                Ya estaba todo listo, en su lugar propio, borrada la memoria, las cosas despojadas de relaciones clandestinas, como en un museo, o como recordaba la sala de su abuela. Unas palmadas suaves a los almohadones vencidos del sillón para devolverles la turgencia perdida. Cerró la llave de paso de agua. Cortó la luz. No se volvió para ver por última vez la disposición en penumbras. Cerró la puerta con doble llave. Se fue de vacaciones.

La disputa

Desde la ancha butaca marrón de cuero sintético, a través de sus lentes tornasolados estilo aviador, el Sr. Eaton Gilsen vio el pedazo de papel gromery de 250 gramos, color púrpura, cruzar su despacho y estirarse hacia él.
Las gruesas y bruñidas lombrices que lo cargaban, pintadas de rojo rabioso en las puntas, lo mantuvieron suspendido en el aire todavía un momento. Modales espantosos, pensó Gilsen. Cuando la tarjeta fue puesta en libertad, finalmente, flotó hasta el escritorio de melamina negro y se recostó aliviada sobre unas familiares carpetas de contenido ignoto. La Srta. Willett pronunció una frase indescifrable, practicó una mueca torpemente misteriosa, dio media vuelta y salió.
El Sr. Gilsen inspiró a pulmón lleno y ojos cerrados, recapturando la paz recuperada de su frágil soledad. Expiró abriendo los párpados y tomó el papel con su pequeña pinza de aluminio. “Por supuesto, por su puesto, usted ha repuesto lo depuesto, ¿o esto es solo un supuesto? Atte., Dr. Simman”. Eaton miró por la ventana: la ciudad deslizándose hacia el horizonte, el río serpenteando entre el asfalto, el sol salpicando los edificios y automóviles, las hormigas humanas correteando por todas partes, desesperadas y ansiosas…

Despertó con la vista fija en la estrella navideña de la Torre 25, su preferida. ¿En qué estábamos?, se preguntó. Ah, sí, el Sr. Simman. Miró la tarjeta rectangular y repasó cuidadosamente las frases idiotas y rimbombantes que había tenido que soportar durante los últimos tres meses, desde el ingreso de Simman a la firma. Antes no teníamos esta clase de problemas, concluyó, estrujando el precioso papel con suma lentitud, palmo a palmo.

Esperó a que el canario mecánico azul, lengua larga, diera las siete: cú cú, cú cú. Se abrochó el cinturón puntual, cruzó el despacho y el pasillo, abrió la puerta doble de caoba de la oficina de legales y le advirtió, mientras lo encaraba: “¿Sr. Simman?”.
El abogado se puso de pie y recibió una seguidilla de golpes de puño a gran velocidad, certeramente dirigidos a la cara y las costillas, para caer rápidamente devuelta en su asiento, descuajeringado.
Eaton se volteó con la guardia en alto y las gafas al borde de la nariz, y trazó una visión panorámica del espacio circundante: tres oficinistas boquiabiertos, cuatro escritorios sepultados bajo papeles inútiles, un cesto carmesí con forma de cabina telefónica inglesa, el ventiluz de fondo, resplandeciente de sol, atravesado por una mancha chorreante de excremento de paloma diarreica…
En ese preciso instante apareció repentinamente la figura pequeñita del Sr. Blackburn en el vértice de la puerta, y con su tono impersonal, indiferente, informó al aire: “Sr. Gilsen, está despedido, le enviaremos las cosas a casa”. Luego desapareció. ¡Mala suerte!, pensó Eaton.

En el vidrio de su vaso de spritz, Eaton Gilsen observó el reflejo del espacio en “v” que dibujaba en su pecho lampiño el cuello sin botones de la camisa floreada, su favorita, ya agostada por el tiempo. Tomó las puntas inferiores de la prenda, estirándola, y la observó con detenimiento: tan gastada, manchada de sangre...

El correo devolvió los objetos personales del Sr. Gilsen y la Srta. Willett tuvo que telefonear a su hermana, único contacto que tenían. Hacía días que no sabían nada, no estaba en su casa, al parecer ni siquiera había pasado por ella, no había pagado sus cuentas: estaban desesperados.
La Srta. Willett no mencionó el episodio, por supuesto, y antes de cortar, fraternalmente, le aconsejó: “Que vuelva lo antes posible a la oficina. Esto es extraoficial, pero su situación es casi irreversible”.

Lo único que supieron después fue que Eaton Gilsen había retirado los magros fondos que le quedaban en la cuenta bancaria, desde un cajero ubicado a pocas cuadras del domicilio del Dr. Simman, en el lejano barrio del sudeste.
“Gracias muchacho. Y ni una palabra, esto es confidencial”, le aclaró el Sr. Blackburn al contador, tomándolo del hombro, mientras lo acompañaba hasta la puerta de la oficina.
A solas, Blackburn se sirvió un whisky y apretó el intercomunicador. “Srta. Willett, llame al Dr. Simman, dígale que la gerencia le otorgó diez días más de licencia”.
Eso fue todo.


28/9/14

Naaa

Maldito partido de River, no llego, pensó el autor.

Deposición

Porque estaban borrachos, drogados, de joda, apareció el Pelado y dijo que la zona estaba dispuesta, que le habían pasado el dato, que era la oportunidad, que estaba todo bien.
Porque él mucho no quería ir, le dijeron no seas gato, no pasa nada, ¿o vas a seguir con la gilada?
Porque los fierros los vio en el auto, dieron vueltas despacio por el barrio de los ricos, como un tiburón en un acuario, un grupo de pumas hambrientos, de jaguares heridos, de humanos jóvenes saturados de adrenalina, encerrados en una jaula con ruedas esperando el momento, empañando los vidrios de la madrugada de invierno, sin hablar.
Porque el Pelado le dijo al Uri seguilo a ese, tranqui, dale, era un Bora gris polarizado que dobló a la izquierda, a la derecha y a la izquierda, buena señal, y empezó a frenar a unos metros efectivamente, se subió a la vereda y el Pelado ordenó metele.
Porque el muchacho se bajó a abrir el portón, el Uri le cruzó el auto justo al lado y le saltaron él y Cuco, lo rodearon y se metieron los tres al jardín, mientras el Pelado metía el Bora y el Uri esperaba afuera.
Porque Cuco dijo yo me encargo de este, busquen a los demás y llenen los bolsos, el Pelado dio el ok y se pusieron a hacer, hasta que sonó la detonación, un escándalo en la paz de la noche.
Porque salió de la habitación de la madre al pasillo y se topó con el Cuco nervioso, lo tuve que matar explicó, el Pelado ordenó rajemos, cargaron las cosas que habían separado, picaron con los dos autos hasta el arroyo, pasaron todo al Gol y prendieron fuego el Bora, mientras Cuco se lamentaba lo tuve que matar.
Porque el Pelado los apuntó, los amenazó, les dijo desaparezcan y en unos meses repartimos las ganancias, y se fue con el Gol y las cosas.
Porque nadie se quejó, lo vieron irse, caminaron por el barro del descampado en dirección al barrio, se les cruzó un perro que empezó a ladrar, Cucó le metió un tiro en la frente, Uri le gritó qué hacés y  Cuco lo calló, o te mato a vos.
Porque se miraron fiero pero amanecía, él les indicó que tiraran el revólver y la pistola al arroyo, lo hicieron y corrieron por los pasillos hasta guardarse en sus casas.
Porque al día siguiente estaba en la tele y en la radio, todo el mundo hablaba de eso, en el barrio todos hablaban de ellos.
Porque lo buscó a Cuco y estaba drogado, llorando lo tuve que matar.
Porque el Uri no estaba, nadie sabía a dónde había ido.
Porque su novia le dijo andá a la Fiscalía y contá todo, no fue tu culpa mi amor.
Por eso contó todo, así como te dije, dándosela de arrepentido.
Por eso está acá, para largo.
Por eso el Pelado lo anda buscando.

Críticas nuevas para películas viejas: The shinning (1980) – dir: Stannley Kubrick

Traducida al español como El resplandor, The shinning es una película que relata el drama familiar de la familia Torrance. Jack Torrance un trabajador de clase media, ex profesor, se ve en el aprieto de tener que tomar el trabajo como cuidador del hotel Overlook, ubicado en el medio de las montañas de colorado y al que no hay acceso posible durante todo el invierno por las fuertes nevadas. Jack moviliza a su familia hacia allí por necesidad laboral y por un viejo anhelo de trabajar en una novela, ignorando la advertencia acerca de lo sucedido con el anterior cuidador y su familia (asesina a su familia y se suicida).
La familia está compuesta por Jack Torrance (Jack Nicholson), un hombre pelado de mal carácter; Wendy (Shelley Duvall), una mujer bastante corta; Danny (Danny Lloyd), un chico con cara de croqueta que lo único que hace es mostrarse asustado y temblar (también tiene poderes, pero sirven de poco en la historia); y, por último, Tony, el amigo imaginario de Danny, encarnado en su dedo índice (el dedo de Danny Lloyd).
La familia llega el día del cierre al público. Una vez instalados allí arranca el invierno. El administrador les muestra ese inmenso hotel y les revela que fue construido sobre un antiguo cementerio indio. Mientras era construido los obreros se tuvieron que defender de los terribles ataques de estos.
Un personaje secundario fundamental, Dick Hallorann, el jefe de cocina (Scatman Crothers), les enseña las enormes cocinas a Wendy y a Danny. Adentro de una de las despensas, Halloran, sin dejar de hablar con la Wendy acerca de los víveres disponibles, invita telepáticamente a Danny a tomar un helado. Una vez a solas, Dick, ahora con una expresión llamativamente más seria, le explica que él y su abuela compartían esta habilidad telepática, que él llama «el resplandor». Luego Danny le pregunta si hay algo a que temer en el hotel, sobre la habitación 237. Según Hallorann, el propio hotel «resplandece»: guarda entre sus muros una gran cantidad de historias y no todas son buenas. Después le ordena que se mantenga alejado de esa habitación.
Pasa el tiempo y Jack se encuentra bloqueado para escribir. Madre e hijo disfrutan de la nieve y recorren el inmenso laberinto de arbustos. Por su parte, Danny tiene unas horribles visiones de las niñas asesinadas por el anterior cuidador, olas se sangre saliendo de un ascensor, etc. Jack, frustrado por la imposibilidad de escribir, comienza a comportarse de forma extraña y cada vez más agresiva. La curiosidad, o una cierta posesión cuyo origen aparente son las fuerzas malvadas del hotel, lleva a Danny a meterse en la habitación prohibida. Después aparece con heridas en el cuello. Wendy se altera y culpa a Jack. Este, harto de su mujer, se va a tomar un whisky con el camarero fantasma, al que llama Lloyd (como si lo conociera de antes).
Más tarde, Wendy habla con su hijo. Danny dice que la responsable es la señora de la habitación 237. Jack entra en la habitación y se encuentra con una hermosa mujer bañándose. Comienza a besarla y se convierte en una horrible vieja podrida. Después le dice a su mujer que no ha visto nada allí. Vuelven a discutir. Jack se va al bar a seguir tomando con Lloyd. Esta vez el lugar está atestado de fantasmas en una fiesta de disfraces. Ahí es cuando conoce al fantasma del antiguo cuidador, Grady,  que le dice que tiene que tiene que tener más corta a su mujer y su hijo, que tiene que ser más mano dura de lo que venía siendo. Dice específicamente que los tiene que “corregir”.
Wendy descubre que todo el trabajo de Jack en su novela es una repetición al infinito  (hojas y más hojas) de la misma frase: "All work and no play makes Jack a dull boy" ("Mucho trabajo y nada de juego hacen de Jack un tipo aburrido"). Ella se enfrenta a Jack. Él la amenaza ella se defiende y lo golpea con un bate. Él cae por una escalera y queda inconsciente. Wendy lleva el cuerpo hasta la cocina para encerrarlo en la despensa. Esta es una solución momentánea, pero con esto no resuelve el problema: ella y Dannny están atrapados, Jack saboteó la radio del hotel y el trineo a motor. Después, Jack habla a través de la puerta de la despensa con Grady, que desbloquea la puerta, liberándolo.
Danny escribe "яedяum" con labial en la puerta del baño, mientras repite la palabra hasta el hartazgo con la voz de Tony (el amigo imaginario). Cuando Wendy se despierta ve a través del espejo, la palabra “murder” (asesinato). Jack comienza a golpear la puerta del cuarto con un hacha, y Wendy, cada vez más asustada, coge el cuchillo de cocina y se encierra con Danny en el baño. Esa es la famosa escena de la película en la que Jack dice “¡Here is Johnny!”, después su mujer le clava un cuchillo. Danny escapa por la ventana. El ruido del motor del trineo de Halloran  hace que Jack vaya a buscarlo. Le termina clavando el hacha en el pecho al pobre negro. Después va a buscar a su hijo al laberinto. El astuto del cara de croqueta engaña a su padre, se escapa, y Jack queda encerrado en el laberinto y muere congelado por la nieve y el frío. Madre e hijo huyen del hotel en el vehículo de Halloran.
En la escena del final, la cámara se acerca lentamente a una foto en blanco y negro mientras suena jazz de los años veinte. En el centro de la misma se puede ver a un sonriente y jóven Jack Torrance. Al pie de la foto dice que se trata de la fiesta del 4 de julio celebrada en el Hotel Overlook en el año1921.
Con respecto al argumento, la película da la impresión de no cerrar por ningún lado. Es maravillosa. Por momentos, es difícil de clasificarla en un género determinado: no sabemos si se trata de un drama familiar, un drama psicológico, una película de terror, una drama de terror familiar o todo junto a la vez.


28/8/14

Un día especial

            Me levanto, me baño, me cepillo, me peino, desayuno como todos los días. Mentira. Claro que todos los días hago lo mismo, pero nunca me lo planteo de ese modo al despertar, creo que en ese caso me faltarían fuerzas para levantarme. Ahora que reconstruyo este día tan raro para mí, ahora con el día concluido es lícito pensar que me levanté como de costumbre, que la mañana era ordinaria y sin mayores augurios, salvo alguna novedad en la vacante del juzgado, la esperanza de un mínimo indicio que sí ocupó seguramente mi atención mientras tomaba mi café instantáneo.
            Vamos de nuevo. Me levanto, me voy desenroscando los “proveer de conformidad”, los “será justicia” del último sueño –cuando estoy estresado me paso de rosca-, dejo correr el agua fría hasta que un milagro vierte calor por la ducha, me voy despertando, recuerdo fragmentos de la conversación de anoche, todos hablando que este país es una joda, que son todos unos chantas, que la justicia tarda y todos en tribunales son unos vagos, como los del registro civil pero con soberbia en lugar de desidia, como si fueran la gran cosa, la estirpe elegida para custodiar el fuego sagrado, y en verdad lo único que hacen es acumular problemas en cajones inaccesibles. Recuerdo la imagen: el avaro tradicional esperando la muerte, con un arma apretada y transpirada en la mano, sentado en la cima de un montón de casilleros apilados, encumbrado en su insólita riqueza de oficios no despachados. La imagen que hizo reír a mis ex compañeros de la facultad; todavía los aprecio, pero ya no me siento tan cercano, ellos con sus departamentos, sus autos, sus progresos en el estudio del padre, sus posgrados en Estados Unidos. No. Imposible pensar en eso en una ducha de tres minutos. Acaso habré pensado en Andrea, en el ascenso, la ropa sucia. Entonces fue después, esperando el tren, acaso en las distracciones de la mesa de entradas.
            Salí para el trabajo: camino siete cuadras hasta la Estación Rivadavia. Espero el tren, me acomodo el saco, hace calor. Se atrasa el tren, me inquieta el horario, es fundamental hacer buena letra. Siempre llego primero, pero ahora es indispensable. Me entretengo con las inscripciones en la pared. Una me llama la atención:

Haiku:
Trillan el puente
Autos y metáforas
De humo, de gris


            Releo los versos. Espero el sabor. Nada. No termina de tener sentido, es exactamente la misma sensación que tengo cuando giro y miro el puente ahí arriba, y veo los autos que pasan arriba del puente gris que está arriba de la estación gris. De acuerdo, es todo gris, el puente, las columnas, el andén acá abajo. Eso no significa nada, ni siquiera es absurdo. Llega el tren y aborta un pensamiento a la deriva.
            Llego al trabajo diez minutos antes, con culpa por la ansiedad. Resuelvo salir de mi departamento quince minutos antes a partir de ahora para evitarme los nervios, la irritabilidad del viaje que se me va cuando llego y veo todo en orden, es decir, vacío. Ahora van apareciendo mis compañeros, ya busqué agua caliente para el mate. Lucrecia trae bizcochos de grasa de la panadería. Entonces se acercan los policías para saber si necesitamos notificar algo. Manuel les ofrece bizcochos, mate y los chistes de rutina: cuando hay desayuno, Víctor es muy servicial –aunque le decimos Maidana, a los policías les decimos por el apellido. Hay buen humor y poca gente cuando abrimos, así que los despachos salen rápido y mientras charlamos con los abogados jóvenes, los procuradores, los policías y nosotros, los judiciales. (Para los imputados, nosotros es un ellos más amplio: policías de uniforme –Maidana y Cevallos- y policías de civil –Lucrecia, Manuel, yo).
            Maidana y Cevallos desaparecen, en el juzgado empiezan las colas: algunos impacientes que nos miran con bronca, algunos impacientes que nos endulzan con buen trato –incluso medialunas- para recibir una atención preferencial, algunos resignados, algún que otro que espera sin emociones –como debería ser a veces, pero a veces el que no llora no mama.
            Cumplo mi deber en silencio. Pensativo. Para Lucrecia, por el ascenso. Para Manuel, alguna minita; Andrea, seguro, dice Lucrecia. Nada, digo, estoy cansado. Se cierra la atención al público. No me viene a llamar el secretario. Es el juez en persona, con su pretenciosa intención de que lo traten como a uno más, nada de fórmulas ridículas para relacionarse con él. Eso me dificulta el trato, me obliga a medir mi cortesía. Si quiere ser uno más, que me cambie el puesto, diría Manuel. El juez me dice bajito que hay buenas noticias para mí, que no le diga a nadie, que el viernes se oficializa, me hace un gesto desconcertante y se va. Ahora me toca disimular lo imposible, Lucrecia y Manuel vieron el intercambio clandestino. Me quieren arrancar una declaración, pero saben que no puedo hablar, se contentan con una sonrisa incómoda y me empiezan a felicitar a su manera, me preguntan si no me voy a avergonzar de ellos cuando sea su superior. Un detenido contempla la escena, la sigue cómplice, pero su orgullo le obtura la sonrisa y adopta una pose de desprecio.
            Nos despedimos. Manuel se enoja, me dice que debería estar contento, me obliga a una alegría efusiva. Levanto ligeramente los hombros y con eso trato de explicarle, o no, no le explico nada, esto lo voy pensando a la vuelta, Manuel ya quedó en la puerta del juzgado, voy pensando después entonces que recibí la noticia que quería, pero mi reacción no la había previsto. Ciertamente no es un estallido de gol. Es un anuncio significativo, pero falta todavía todo el largo trámite en el ministerio, el lento cambio de hábitos. Llego a casa y paso la tarde caminando sin rumbo por la sala, tomando mate, tratando de evaluar mis sensaciones, un poco desorientado. Sería más fácil reaccionar indignado a un imaginario ascenso de Manuel -suponiendo conspiraciones y negligencia-, ya estaría experimentado para disimular mi envidia si la elección era para Lucrecia -primero maldecirla a ella y a los valores del trabajo y después reconocer íntimamente que también lo merecía-, pero estaba en un terreno nuevo, y no estaba ni siquiera decepcionado. El ascenso es una promesa, el momento insípido e incómodo de tomar un analgésico y esperar una magia difícil de asimilar. Por el momento es una abstracción intangible, más vívido era cuando lo imaginaba en el tren, o antes de ir a dormir. Me aflojo la corbata porque estoy cansado. Sí, más intenso era imaginar el reconocimiento en el trabajo, un mejor sueldo, algo tonto como una moto o una camisa, pero sobre todo sacarme de encima la preocupación permanente que me impedía disfrutar. Todo ese desahogo ahora me parece relativo. Parece tonto, pero extraño esas divagaciones de los deseos, esas charlas íntimas con Andrea. Andrea... creo que hoy había quedado en encontrarla a la salida del trabajo. Debe estar furiosa.

El placer

            Él le dijo pasá, ella gracias y subió. Él pagó mientras ella se sentaba, y luego se acomodó en el asiento de al lado. Él contó una anécdota de la vida de Rufino Tamayo –salían de ver algunos de sus cuadros en un museo–. Ella le comentó que nunca había ido ahí, que le pareció muy lindo, muy cuidado, muy moderno. Él puntualizó la habilidad comercial de su dueño: ubicó la institución en una plaza, aprovechando los beneficios impositivos de la cultura –a esta última palabra la entrecomilló con los dedos índice y mayor de ambas manos– y agudizando la intervención de la seguridad pública, todo para cuidar su cara colección privada, sin mencionar los ingresos por las actividades y servicios… genio, concluyó –con ambigua ironía–. Ella se sintió un poco tonta por su comentario anterior y le dio la razón de plano, sin reparos, huyendo por la tangente, de lleno: qué chanta, no entiendo cómo puede haber gente que usa el arte para lucrar, se quejó –tal vez enojada consigo misma–. Puede que sea el monstruo horrendo de Poe, el hombre genial sin principios, agregó él, sin mayores explicaciones, ya francamente desinteresado por el asunto. Se callaron. Salían hace tres meses, se estaban conociendo, eran jóvenes y a pesar de las torpezas –o gracias a ellas– de algún modo se interesaban.
            El colectivo discurría entre la primera irradiación de los faroles eléctricos –todavía titilante y tenue– y la última palidez del cielo de esa precoz primavera porteña. Dobló por Av. Valentín Alsina y empezó a ir despacio. Las luces del interior del vehículo aún no se encendían. Él observaba con placer la sombra verde, variable y húmeda que iluminaba el rostro pálido de su acompañante. Ella oteaba por la ventana, sumida en el abstraído cansancio del final de un día de paseo. Pero de pronto giró hacia él y se quedó así: de frente, tensa, amoratada. Él complementó el movimiento en el acto, volviéndose hacia afuera, de manera instintiva, y alcanzó a ver apenas la cruda oferta pública de una travesti en buena forma. Cuando se miraron devuelta, de reojo, se rieron con vergüenza de la timidez.

28/7/14

Umbrales (un sueño)

            Caminé por horas hasta llegar a mi casa. Cuando entro veo que la pared que separa mi habitación de la sala tiene dos puertas más que antes no tenía, pero eso no era algo problemático, así que me eché a dormir. Cuando me desperté Alejandro hizo mate para los dos y para un grupo de cuatro o cinco nenitas asiáticas que vivían con nosotros. Todas vestían de colegio y tenían entre cinco u ocho años aproximadamente. Cuando vuelvo a mi habitación había más libros que antes y estaban amontonados en altísimas pilas que casi llegaban al techo. Curioso, miro una de las pilas de menor altura de la que podía sacar los libros sin que todos se cayeran. En esa pila encontré un diccionario de mitología greco-romana, el tomo de las obras completas de Oscar Wilde, un libro sobre Cantor que tenía la tapa y las primeras páginas arrancadas y que comenzaba desde la página quince, una antología de cuentos de Dino Buzzati a la que también le faltaba la tapa pero había sido reemplazada por otra con dibujos a mano -hechos en tinta-, y un libro de poemas de Blake.
            La casa tenía pasillos largos que salían hacia todos lados y puertas rebeldes que a veces abrían y otras veces, no; que a veces nos hacían ver las cosas más espantosas y terribles, y otras, las cosas más maravillosas y agradables. Había puertas de todos los colores y formas: rojas, negras, marrones oscuras y claras, verdes, azul Francia, grises, blancas, altas, bajas, partidas por la mitad, rotas... Las más curiosas eran tres: una que estaba dividida por la mitad y nunca se podía abrir entera, si abrías la mitad de arriba la de abajo se trababa y viceversa;  otra que siempre estaba cerrada y nunca había sido abierta; y otra que siempre estaba entornada, pero el ángulo era tan chico que no se podía pasar y apenas se podía mirar qué había del otro lado. 
            La puerta más extraña era una que siempre te llevaba hacia otro lado. Cuando la abrías podías aparecer en el Edén o en el Tártaro, en una casa en llamas o en la soledad del desierto.
            Cuando la pava silbó Alejandro me llamó, era la hora del café. Las chicas asiáticas habían salido a jugar a la calle con un tigre y un burro, pero todavía no habían vuelto. Con el café en mano hablamos de filosofía, de historia, de cocina y sobre la existencia de Dios. Él no se preocupaba por nada. Cada vez que le preguntaba sobre la existencia de Dios me respondía algo distinto. Me decía que no sabía, que no le importaba, que sí, que había llamado esa tarde y que lo había invitado a ir a hacer las compras al supermercado y a andar en globo aerostático; también me decía que él sí creía pero que Dios no creía en él, o que sí creía y que Dios era un reloj, un plato de leche o la luna.
Siempre me desconcertaba. Por un lado me hacía reír a carcajadas, por otro preocuparme, quitándome el sueño por varios días. Eso sí, nunca aceptaba que le preguntara sobre Dios si la pregunta no estaba acompañada de un buen café y unos scones, brownies, o tortas de miel.
Me acosté mirando el techo y vi a una mujer desnuda haciendo la vertical y yo me acercaba a mirar sus partes; después me acordé de un árbol inmenso y monstruoso que estaba en el Jardín Botánico o en plaza San Martín; más tarde pensé que estaba llegando tarde a trabajar, pero no era así, ya había llegado tarde y el despertador que hace vibrar hasta los muebles no había logrado ni mosquearme. Repentinamente tenía una luz sobre la cara. Como tenía los ojos cerrados veía todo de ese color rojo-anaranjado que tiene el interior de los párpados. El piso vibraba. Abrí los ojos y veía todo borroso: estaba en el tren: me había quedado dormido. El sol estaba bien arriba y yo estaba todo transpirado y muriendo de calor. Entramos a Retiro y todo se oscureció.
Bajé del tren con torpeza porque tenía las dos piernas dormidas. Todos caminaban igual, o muy parecido, con los pies cansados, dolidos, dormidos o rengueando. Los pies renegaban a la razón y proclamaban por la libertad de estar amodorrados y no tener que obedecer a nadie. Eran una multitud.
Palpo mis bolsillos y me doy cuenta que había perdido el boleto. Cuando el guarda se distrae paso por la puerta con la serenidad que puede tener alguien con diecisiete boletos. “Ya está”, pensé, y seguí caminando.  
Dentro de la Terminal la gente se desesperaba y corría como cucarachas peleándose por un pedazo de basura. Todos querían salir, todos querían entrar. La gente se chocaba, se enojaba, se empujaba, se decía cualquier cosa, escupía, miraba, oía, masticaba, pensaba, se distraía, rezaba, tocaba, y de repente, la luz, el sol en el cielo inmenso y un poco más abajo la torre de los ingleses y los plátanos, los kioscos de diarios y el asfalto. La gente iba una atrás de otra no persiguiendo a nadie o persiguiendo a alguien sin saber que era lo estaba haciendo, yendo a trabajar. La gente iba por la vereda y los autos, los taxis y los colectivos hacían otro tanto por la calle. En la esquina aparece, de repente, inimputable e inmensa, como si siempre fuera la primera vez apareciese, la plaza San Martín con sus grandes copas verdes. Y de todo ese bosque urbano de árboles gigantes surge, racional, autoritario y total, el Kavanagh. Atrás, la Iglesia del Santísimo Sacramento y, más allá, otros edificios que se escapan por la calle Florida.

Lo miré maravillado unos segundos que parecían minutos, horas… alguien me llevó por delante y, desconcertado, agaché la cabeza, metí las manos en los bolsillos y doble en la esquina.  

La sombra de Sufiân

Hay un desierto atroz, en el interior de un desierto inmenso, al que los árabes –gente hecha, gente enferma de calor y de arena– llaman Rub al Jali: el cuartel vacío. En uno de sus rincones se desfiguran todavía con paciencia las ruinas irrisorias de Ubar, la de los pilares, la Atlántida de las arenas, única ciudad que supo estar allí, de milagro, hace siglos.
Algunas tribus beduinas transitan su periferia, sin ir más allá. De una de ellas tomaron a Sufiân, muchacho tranquilo, para llevarlo a uno de los pozos petroleros de ganancias infernales que la tecnología y la esclavitud lograron introducir en ese infierno.
Sufiân pasó ocho años trabajando en el pozo. Conoció el desierto extremo, los vientos violentos y calientes que lo hienden, los médanos magníficos y ardientes que lo reptan, los soles soberbios e hirvientes que lo cruzan, y el frío implacable y furioso que dispensa la luna, noche tras noche, hasta los huesos de todas las cosas.
Cuando ya no le quedaba más que la muerte, uno de los superiores –movido por la piedad que nace del miedo– ordenó que lo sacaran. Imposible saber la ubicación de su tribu, si todavía existía; lo dejaron en el primer campamento que encontraron camino a Al Aflaj y allí quedó postrado, sin habla, en el interior de una carpa.
A través de la tela blanca, Sufiân vio un animal enorme que nunca había visto antes. Se quedó mirándolo fijo; esperaba con deseo, con temor, que se levantara, que se echara a andar, que gritara, que matara, que comiera. Él se pondría de pie y cruzaría el desierto, montado en esa bestia, hasta volver a su gente. Pero el inmenso animal se agitaba apenas, respirando y no más, siempre parado, entre sueños.
Así pasó unas horas Sufiân, solo, a la sombra del árbol. Nadie lo atendió ni le llevó nada. En los lugares inhóspitos no se desperdicia la bebida ni el alimento en los muertos.

28/6/14

Fundación mítica de la luna

            Ya estuve encerrado antes, en la misma espera incomprensible.
            Fue hace ya un tiempo perdido, aunque cercano en el calendario abstracto. En ese entonces creo que quise anotar en mi cuaderno, pero no logré ni una palabra, ni siquiera dibujos al margen, sólo rayones fuertes de tinta, por lo que veo ahora. Difícil recordar ese embotamiento incierto, pero adivino que la falta de acontecimientos, la carencia de una estructura temporal en la ininterrumpida repetición de la espera, la pastosa ausencia siquiera de una sombra de sentido, imposibilitaban quizás la tarea de dar algún testimonio, impiden ahora reponer ese período acéfalo.
            Recién cuando salí de mi encierro pude hacerme una idea de lo que había vivido. Me puse la máscara de oxígeno que me dieron sin hablar. Caminé por un terreno indescriptible. No es un decir: no había descripción posible. No llegaba a ser un paisaje, no había nada que remitiera a algo conocido, ninguna imagen que pudiera asociar en el repertorio de mi memoria. Recorría vastas extensiones y bajo mis borceguíes se aplastaba una ceniza caldeada, un tanto viscosa. Después de unos minutos noté que sobre el plano había irregularidades, y supuse que eran llagas del terreno. Llagas que asomaban quemadas por debajo de la ceniza. Ahí empecé a relacionar la máscara escafandra, los cráteres desiertos, el vacío plomizo. Aún como hipótesis improbable, pensé en mi intimidad que por fin había alcanzado mi sueño de etnógrafo. Estaba en la luna, con mi apuntador, haciendo trabajo de campo, debía encontrar una comunidad, una ruina al menos, un signo. Una tormenta espacial podría ser la causa del largo encierro, las explosiones aterradoras que ahora recordaba, los centelleos por las ranuras, los temblores, el calor espeso. La dificultad del territorio alcanzaba para explicar el largo letargo del que me costaba salir. Quise descartar la idea por descabellada, pero mientras recorría las fallas geológicas, la composición del suelo, tenía que rendirme a la evidencia para no perder la razón.

            Al segundo día llegué a la primera interrupción del camino. Un surco de agua, algo que ahora caigo en la cuenta que podía ser similar a un río, pero en ese momento no tenía ningún antecedente. Estaba absorto con el descubrimiento de la novedad: un rato más de marcha invariable y hubiera perdido del todo el sentido, que por ese entonces era frágil. Supe que tenía que hacer un mapa para dominar el espacio. Dibujé una línea, que ahora veo en mi cuaderno. Guardé el cuaderno y crucé el agua por una especie de puente natural de cemento irregular: así de disparatado era el lugar. Una vez en la ceniza más firme, vi que más adelante se inclinaba el terreno -una montaña, diría ahora- y se perdía entre el humo del cielo. Tuve mi primera sensación: miedo. Me detuve. Disfruté de ese miedo todo lo que pude retenerlo, hasta que un impulso pragmático me arrebató la intensidad del sentimiento. Reuní las costras más grandes de ceniza, las apelmacé en un bloque y tallé un cartel: VERBOTEN. Lo dejé allí, de cara a la extensión desconocida, y volví a cruzar el agua. 

           Busqué mi anotador y completé mi mapa. Del otro lado de la línea, la protuberancia amenazante. De mi lado, el dibujo quedó vacío. Me dibujé a mí, pero me pareció algo ridículo. Supe que debía dar un nombre a mis dominios. Por mi oficio de antropólogo, sabía de la importancia de ese acto fundacional. Mientras evaluaba nombres, saqué de mi bolsillo el llavero que me había acompañado como un amuleto durante el encierro, puse ante mis ojos, colgando por la cadenita, la pequeña figura de mujer voluptuosa hecha de goma espuma. La había apretado con furia en momentos de tensión, palparla se había vuelto una necesidad ansiosa. Hice un promontorio de cenizas y suelo  -escombros quemados, diría ahora- y coloqué la muñequita en la cima. Alrededor, surqué con el talón un círculo en la ceniza, un poco para recargar el símbolo, un poco para joder. Me prohibí tocarla para siempre, a mí y a quien se atreviera a entrar a mi lugar, que todavía no había nombrado. 
               Hubo un sonido ubicuo y atronador, imposible de rastrear -más tarde entendería que eran naves espaciales de los americanos. Me quedé inmóvil durante un rato inmenso, kilométrico, regulando la respiración en mi máscara húmeda, hasta que despuntó un murmullo y se hizo ruido. Aparecieron los astronautas americanos, bien equipados con sus máscaras, pero con uniforme de infantería y armas. Habían desatendido mi prohibición de cruzar el curso de agua. Yo estaba solo, indefenso, y solo atiné a sacar rápido mi libreta y escribir: Krater-Tal.
               Es lo que leo ahora en las hojas gastadas, de nuevo encerrado en una espera sin sentido: Krater-Tal. Cada tanto aparece un americano insolente tras la rendija de la puerta y, por más que estamos de acuerdo en lo mínimo -estamos en 1945, y con eso qué- me dice que yo no soy un antropólogo argentino que estudió en San Pablo con Lévi-Strauss, sino un general alemán; y me dice que no estamos en el valle de Krater-Tal en la luna, sino en Dresde, cerca de Praga. Con el correr de los días llegué a elaborar que yo vendría a ser un nativo -un poblador previo de Krater-Tal- totalmente incomprendido por la mirada de este ignorante que habla inglés con sotaque americano, o mejor dicho, por la mirada de alguien que es él mismo hablado por el lenguaje de la ocupación. Y que me dice que le entregue mi libreta.

La dilación

La luz ahogada del farol balanceándose entre la cortina de agua y las nubes espesas iluminaba poco el andén de la ínfima estación donde el tren se detuvo, casi ciego, entre chirridos, silbidos, bufidos, y un fuerte sofión, para ya no seguir. El guardia explicó que esperarían a que el clima mejore –tempestad espantosa, repitió más de una docena de veces.
A esa altura del recorrido solo quedaba un puñado de pasajeros dispersos. Cada uno se resignó a su modo: hundiéndose en las camas o en los asientos, en los periódicos o en las ventanas, en el baño o en el bar.
El forastero no lo dudó ni un instante. Se abrochó hasta el último botón del gabán, se puso la maleta sobre la cabeza y se lanzó al temporal. Caminó un par de cuadras de asfalto escurrido, se puso debajo de un toldo empachado y fumó un cigarrillo en parte húmedo y en parte mojado: por entero asqueroso.
Después fumó otro, algo mejor, pero los labios azules y los dedos tiritando casi no le permitieron sentirlo –lo fumó con los ojos.
Ya había visto la luz anaranjada respirando a través del vidrio empañado y de la gruesa cortina violeta, a unos metros a la izquierda, en la otra vereda. Cruzó, se volvió una vez más a la oscuridad de la noche, giró resignado el picaporte de hierro y entró.

24/6/14

Retrato de barrio

Se acomodó el saco, enredó la bufanda sobre su cuello y dio un portazo. Comenzó a caminar. Pasó unas cuantas entradas de casas y edificios bajos, un local de lotería. Se distrajo con la luz de tubo blanca de una carnicería y frenó a mirar. En la vidriera, un grupo de pollos amuchados y dos fuentes de milanesas arenosas y pálidas. El carnicero rebanaba en bifes un corte ancho con hueso dándole fuerte golpes a la tabla. Se decidió a entrar. Saludó tratando de que sus miradas se encontraran, pero el hombre seguía concentrado en sus manos, la carne y un enorme cuchillo cuadrado. La mano era gruesa, peluda. Una mosca sobrevolaba las achuras posándose cada tanto sobre la oreja izquierda del carnicero o su mano. Pidió una buena cantidad de paleta, leche y huevo. Salió del local. Un gato dio un salto desde un contenedor de basura, olfateó el piso y se metió debajo de un falcon. Las flores de jacarandá vestían la vereda de lila. Algunos autos circulaban en ambas direcciones sobre el asfalto gris con las luces prendidas. Los cables de luz cortaban el cielo. Estaba anocheciendo. 

28/5/14

Nublado

                El pasto había crecido entre las baldosas. Eso miraba Joaquín, un poco pensando en el pasto, en la pereza de cortarlo, un poco divagando, desviando la vista hasta el cielo nublado, la gran masa de vapor que se movilizaba raudamente hacia la derecha, dejando asomar la luna entre sus partes más deshilachadas, volviéndola a tapar nuevamente con su espesura, Joaquín se regalaba en la velocidad de las nubes hacia la derecha, la marcha disciplinada hacia el río, cuando un movimiento dentro de la casa lo interrumpió. Giró sobre su silla en la galería y vio por el vidrio del ventanal un movimiento habitual. Sabía que, por la hora que era, Laura estaría mandando a dormir a Tomasito, invisible detrás de la mesa del comedor. Joaquín quiso permanecer torcido en la silla por si Tomasito venía a darle un beso antes de irse a la cama, pero un posible cruce de miradas con Laura lo persuadió de abandonar el asunto y volvió a darle la espalda. Cuando volvió a enfrentarse al exterior, vio las nubes y recordó vagamente y sin proponérselo el hilo interno de su mundo. Pero ya no podía recuperar del todo ese mundo que de alguna manera ya estaba perdido para siempre, había vuelto a otras nubes, otra galería, otra silla. Las consideraciones acerca de las divagaciones perdidas duraron hasta el reconocimiento del vaso vacío, buscó la botella que nunca olvidó del todo donde tangencialmente su memoria le indicaba, palpando el aire sobre el suelo a un costado de la silla, se abandonó a la grata sorpresa de la obviedad: la botella seguía ahí. Se sirvió el vaso con lento deleite, el ruido del aire entrando a la botella de vino, la escalada contra el vidrio del vaso alrededor del chorro emergente, la constatación de alguna reserva todavía en la botella.

Tribulación

La misma idea florecía una y otra vez mientras miraba por la ventana y conversaba consigo mismo moviendo los labios. El viento soplaba haciendo crujir las ramas húmedas de los árboles. Yacía en el desorden con la mirada perdida, turbia y corrosiva. Navegaba en un mar de oscuras cavilaciones cuando un ruido, que nunca antes había oído, llamó poderosamente su atención, interrumpiéndolo, distrayéndolo. Miró hacia uno y otro lado del cuarto sin alcanzar a distinguir de donde provenía el sonido. “Debe ser la escalera” pensó buscando calmar ese principio de ansiedad. Él sabía que no era el típico crujido de los muebles, paredes o pisos de la casa. Tampoco se trataba de ratas o de insectos. La situación parecía la misma que hace unos segundos atrás, la misma que hace minutos y horas atrás cuando deambulaba por su habitación o sollozaba en el sillón, con su bata entreabierta, dejando a la vista un cuerpo poco atlético. Sin embargo, la situación no era la misma, había cambiado y él lo sabía bien. Había algo allí que no lo dejaba volver a sumergirse en sus preocupaciones.
El centelleó de un relámpago dejó todo al descubierto por unos instantes. Algo parecía haberse movido cerca de la ventana y escuchó el mismo ruido de antes, pero con una diferencia, se le sumaba lo que parecía el chillido de un animal salvaje en la mitad de la cena. Al escuchar esto, la garganta se le hizo un nudo y su pulso tembloroso dejó caer el libro que sostenía con la mano derecha. Se acurrucó sobre el sillón, tapándose la mitad de la cara, dejando a sus ojos como los  últimos y cobardes testigos de una desgracia.
Otro rayo y un relámpago después. Afuera el viento soplaba haciéndose sonar como una continuidad de infinitas letras “ú” (“úúúúúúú”), y las maderas crujían golpeándose contra la ventana. Este rayo fue infame: eso que antes había parecido moverse cerca de la ventana, ahora estaba estático junto a ella.. Cuando el rayo iluminó todo, los ojos de la criatura refulgieron. Estaba frente a él, mirándolo. Su altura era inferior a un metro y su forma indescriptible. Tenía un color opaco como a basura, llamativos ojos amarillos y no daba rastro alguno de alguna extremidad como brazos o piernas.
Su corazón latía más y más fuerte, mientras se fregaba los ojos esperando que sus sentidos lo estén engañando. Deseaba que esa figura no fuera más que una mancha sobre alguno de sus ojos. Se enjugaba la frente quitándose todo las gotas de sudor y rezaba desesperado todas las oraciones que no recitaba desde hacía mucho tiempo. Este acompañante parecía de una consistencia viscosa como el petróleo o el alquitrán. La criatura permaneció inmóvil, estática, a un lado de la ventana. Miraba, inanimado. Lo observaba acurrucarse en su sillón, taparse la cara con la bata. Él temblaba  sin entender que tenía delante, a unos escasos metros. Miraba a la criatura y la criatura  lo miraba a él. Cerraba los párpados de forma pausada y a conciencia -con un poco más de fuerza de lo normal -, esperando que su incómodo visitante se esfumara.
La criatura permanecía inmóvil, mientras él, agotado, sentía cada vez más el cansancio. El duelo se sostuvo hasta que fue resuelto por un desmayo. El visitante miraba, siniestro, maligno, como un pequeño demonio con espirales en sus ojos, parecía querer devorarse la noche.

Por la mañana la criatura se había marchado, pero su presencia se podía sentir en el ambiente, detrás de un mueble, debajo de la cama o escondido entre esos montones de ropas y libros que formaban nidos en el suelo. Él no lo podía ver. Pero sabía que seguía allí, esperando el momento más oportuno para atacarlo. 


Poema de amor

Como la transpiración del caballo o a lo que remite su olor. Como el calor de ese pelo mojado palpitante. Como la idea de libertad, sujeta a una cincha apretada de cuero, de piel, de sí, y a las espuelas punzantes, al freno que las muelas todavía no liman, a las riendas que sujetan manos de futuro dirigido. Como la esclavitud fiel y orgullosa, de amistad cruzada de rencores, de sonrisas de reojo, de paciencia que mastica sueños rotos comparados. Como el galopar de placer vibrante que vuela deslizándose por la superficie penetrada de la tierra. Como el anverso encorvado –puro piernas– de voluntad espoliada, de acción ciega, de orejas vueltas hacia la nada. Como el sinsentido de la existencia, su andar deambulante o su mirada sin párpados. Como esta vida bajo un signo.

28/4/14

Malena

                Cuando a Malena le pidieron ayuda para cruzar la avenida, estaba pensando en cualquier cosa, pero tuvo la inmediata reacción de aceptar con sonrisa cálida, cosa que la hubiera enorgullecido a no ser porque quien la reclamaba era ciego. Por lo tanto, no estuvo muy segura si su gesto, envuelto en el ruido de Callao, fue bien comprendido por el ciego. Seguro, dijo con voz clara, y ya estaba ofreciendo su brazo.

                Un cuerpo despedido hacia un costado, una cadera golpeando el asfalto, el bastón rodando un poco, los anteojos revoleados pero aun colgados de la oreja, la confusión de un hombre que yace a un costado de la senda peatonal, una enfermera paralizada en una postura absurda. Los elementos dispersos van cobrando sentido a los ojos de los caminantes, en el extrañamiento inaudible de los automovilistas detrás de los parabrisas. La enfermera, Malena, empujó a un ciego y lo arrojó al medio de la avenida.


                Esa escena mental se formó en el aturdimiento de Malena mientras cruzaba Callao y empezó a creer que el ciego le estaba tocando el culo y sólo atinó a desplazarse de lado, aunque el ciego la siguió y le volvió a agarrar un cachete del culo y Malena cada vez más desconcertada quiso apurar el paso y nunca una avenida fue tan larga de cruzar ni la dirección tan incierta, aunque se dejó llevar un poco por el ciego hasta la vereda, donde pudo zafarse y caminar rápido hasta su casa y una vez adentro pudo gritar.
                Gritar, en parte por odio al ciego, pero también y un poco más porque no supo reaccionar como debía, como se merecía, pero también gritar porque la insistencia de la mano del ciego bien podía ser una verificación de insolencia, aunque quizás, si bien esto era improbable, una confianza en ella y su guía por un cruce difícil, y gritó, gritó mucho por el calor en la cara y por encontrar un poco de certidumbre.