28/8/14

Un día especial

            Me levanto, me baño, me cepillo, me peino, desayuno como todos los días. Mentira. Claro que todos los días hago lo mismo, pero nunca me lo planteo de ese modo al despertar, creo que en ese caso me faltarían fuerzas para levantarme. Ahora que reconstruyo este día tan raro para mí, ahora con el día concluido es lícito pensar que me levanté como de costumbre, que la mañana era ordinaria y sin mayores augurios, salvo alguna novedad en la vacante del juzgado, la esperanza de un mínimo indicio que sí ocupó seguramente mi atención mientras tomaba mi café instantáneo.
            Vamos de nuevo. Me levanto, me voy desenroscando los “proveer de conformidad”, los “será justicia” del último sueño –cuando estoy estresado me paso de rosca-, dejo correr el agua fría hasta que un milagro vierte calor por la ducha, me voy despertando, recuerdo fragmentos de la conversación de anoche, todos hablando que este país es una joda, que son todos unos chantas, que la justicia tarda y todos en tribunales son unos vagos, como los del registro civil pero con soberbia en lugar de desidia, como si fueran la gran cosa, la estirpe elegida para custodiar el fuego sagrado, y en verdad lo único que hacen es acumular problemas en cajones inaccesibles. Recuerdo la imagen: el avaro tradicional esperando la muerte, con un arma apretada y transpirada en la mano, sentado en la cima de un montón de casilleros apilados, encumbrado en su insólita riqueza de oficios no despachados. La imagen que hizo reír a mis ex compañeros de la facultad; todavía los aprecio, pero ya no me siento tan cercano, ellos con sus departamentos, sus autos, sus progresos en el estudio del padre, sus posgrados en Estados Unidos. No. Imposible pensar en eso en una ducha de tres minutos. Acaso habré pensado en Andrea, en el ascenso, la ropa sucia. Entonces fue después, esperando el tren, acaso en las distracciones de la mesa de entradas.
            Salí para el trabajo: camino siete cuadras hasta la Estación Rivadavia. Espero el tren, me acomodo el saco, hace calor. Se atrasa el tren, me inquieta el horario, es fundamental hacer buena letra. Siempre llego primero, pero ahora es indispensable. Me entretengo con las inscripciones en la pared. Una me llama la atención:

Haiku:
Trillan el puente
Autos y metáforas
De humo, de gris


            Releo los versos. Espero el sabor. Nada. No termina de tener sentido, es exactamente la misma sensación que tengo cuando giro y miro el puente ahí arriba, y veo los autos que pasan arriba del puente gris que está arriba de la estación gris. De acuerdo, es todo gris, el puente, las columnas, el andén acá abajo. Eso no significa nada, ni siquiera es absurdo. Llega el tren y aborta un pensamiento a la deriva.
            Llego al trabajo diez minutos antes, con culpa por la ansiedad. Resuelvo salir de mi departamento quince minutos antes a partir de ahora para evitarme los nervios, la irritabilidad del viaje que se me va cuando llego y veo todo en orden, es decir, vacío. Ahora van apareciendo mis compañeros, ya busqué agua caliente para el mate. Lucrecia trae bizcochos de grasa de la panadería. Entonces se acercan los policías para saber si necesitamos notificar algo. Manuel les ofrece bizcochos, mate y los chistes de rutina: cuando hay desayuno, Víctor es muy servicial –aunque le decimos Maidana, a los policías les decimos por el apellido. Hay buen humor y poca gente cuando abrimos, así que los despachos salen rápido y mientras charlamos con los abogados jóvenes, los procuradores, los policías y nosotros, los judiciales. (Para los imputados, nosotros es un ellos más amplio: policías de uniforme –Maidana y Cevallos- y policías de civil –Lucrecia, Manuel, yo).
            Maidana y Cevallos desaparecen, en el juzgado empiezan las colas: algunos impacientes que nos miran con bronca, algunos impacientes que nos endulzan con buen trato –incluso medialunas- para recibir una atención preferencial, algunos resignados, algún que otro que espera sin emociones –como debería ser a veces, pero a veces el que no llora no mama.
            Cumplo mi deber en silencio. Pensativo. Para Lucrecia, por el ascenso. Para Manuel, alguna minita; Andrea, seguro, dice Lucrecia. Nada, digo, estoy cansado. Se cierra la atención al público. No me viene a llamar el secretario. Es el juez en persona, con su pretenciosa intención de que lo traten como a uno más, nada de fórmulas ridículas para relacionarse con él. Eso me dificulta el trato, me obliga a medir mi cortesía. Si quiere ser uno más, que me cambie el puesto, diría Manuel. El juez me dice bajito que hay buenas noticias para mí, que no le diga a nadie, que el viernes se oficializa, me hace un gesto desconcertante y se va. Ahora me toca disimular lo imposible, Lucrecia y Manuel vieron el intercambio clandestino. Me quieren arrancar una declaración, pero saben que no puedo hablar, se contentan con una sonrisa incómoda y me empiezan a felicitar a su manera, me preguntan si no me voy a avergonzar de ellos cuando sea su superior. Un detenido contempla la escena, la sigue cómplice, pero su orgullo le obtura la sonrisa y adopta una pose de desprecio.
            Nos despedimos. Manuel se enoja, me dice que debería estar contento, me obliga a una alegría efusiva. Levanto ligeramente los hombros y con eso trato de explicarle, o no, no le explico nada, esto lo voy pensando a la vuelta, Manuel ya quedó en la puerta del juzgado, voy pensando después entonces que recibí la noticia que quería, pero mi reacción no la había previsto. Ciertamente no es un estallido de gol. Es un anuncio significativo, pero falta todavía todo el largo trámite en el ministerio, el lento cambio de hábitos. Llego a casa y paso la tarde caminando sin rumbo por la sala, tomando mate, tratando de evaluar mis sensaciones, un poco desorientado. Sería más fácil reaccionar indignado a un imaginario ascenso de Manuel -suponiendo conspiraciones y negligencia-, ya estaría experimentado para disimular mi envidia si la elección era para Lucrecia -primero maldecirla a ella y a los valores del trabajo y después reconocer íntimamente que también lo merecía-, pero estaba en un terreno nuevo, y no estaba ni siquiera decepcionado. El ascenso es una promesa, el momento insípido e incómodo de tomar un analgésico y esperar una magia difícil de asimilar. Por el momento es una abstracción intangible, más vívido era cuando lo imaginaba en el tren, o antes de ir a dormir. Me aflojo la corbata porque estoy cansado. Sí, más intenso era imaginar el reconocimiento en el trabajo, un mejor sueldo, algo tonto como una moto o una camisa, pero sobre todo sacarme de encima la preocupación permanente que me impedía disfrutar. Todo ese desahogo ahora me parece relativo. Parece tonto, pero extraño esas divagaciones de los deseos, esas charlas íntimas con Andrea. Andrea... creo que hoy había quedado en encontrarla a la salida del trabajo. Debe estar furiosa.

El placer

            Él le dijo pasá, ella gracias y subió. Él pagó mientras ella se sentaba, y luego se acomodó en el asiento de al lado. Él contó una anécdota de la vida de Rufino Tamayo –salían de ver algunos de sus cuadros en un museo–. Ella le comentó que nunca había ido ahí, que le pareció muy lindo, muy cuidado, muy moderno. Él puntualizó la habilidad comercial de su dueño: ubicó la institución en una plaza, aprovechando los beneficios impositivos de la cultura –a esta última palabra la entrecomilló con los dedos índice y mayor de ambas manos– y agudizando la intervención de la seguridad pública, todo para cuidar su cara colección privada, sin mencionar los ingresos por las actividades y servicios… genio, concluyó –con ambigua ironía–. Ella se sintió un poco tonta por su comentario anterior y le dio la razón de plano, sin reparos, huyendo por la tangente, de lleno: qué chanta, no entiendo cómo puede haber gente que usa el arte para lucrar, se quejó –tal vez enojada consigo misma–. Puede que sea el monstruo horrendo de Poe, el hombre genial sin principios, agregó él, sin mayores explicaciones, ya francamente desinteresado por el asunto. Se callaron. Salían hace tres meses, se estaban conociendo, eran jóvenes y a pesar de las torpezas –o gracias a ellas– de algún modo se interesaban.
            El colectivo discurría entre la primera irradiación de los faroles eléctricos –todavía titilante y tenue– y la última palidez del cielo de esa precoz primavera porteña. Dobló por Av. Valentín Alsina y empezó a ir despacio. Las luces del interior del vehículo aún no se encendían. Él observaba con placer la sombra verde, variable y húmeda que iluminaba el rostro pálido de su acompañante. Ella oteaba por la ventana, sumida en el abstraído cansancio del final de un día de paseo. Pero de pronto giró hacia él y se quedó así: de frente, tensa, amoratada. Él complementó el movimiento en el acto, volviéndose hacia afuera, de manera instintiva, y alcanzó a ver apenas la cruda oferta pública de una travesti en buena forma. Cuando se miraron devuelta, de reojo, se rieron con vergüenza de la timidez.