28/10/20

Piedra, papel o tijera

 

    El otro día iba por la calle y estaba desierta. Había olor a café en el aire. Eso es raro en la gran ciudad. Lo del café, sí, pero sobre todo la calle vacía. Por eso, cuando me crucé con las primeras personas, totalmente desconocidas, nos saludamos. Primero, una prostituta lejana en el parque, abajo de los faroles, que cuando vio que la miraba, me hizo un gesto y dijo algo que no pude oír bien, pero alcancé a levantar la mano y devolver la comunicación antes de seguir. Caminé unas cuadras solo, tocando distraído una llave que tenía adentro del bolsillo de la campera y que tenía que devolver. Después, cuando entré al cajero automático, había un mendigo acostado en el piso, al lado de las máquinas. Me miró como si estuviera invadiendo su habitación en plena noche, pero en seguida volvió a una intimidad infranqueable. Saqué un poco de efectivo y, antes de irme, le dije chau. Pareció despertar de golpe de su ensoñación y me dijo unas palabras muy apuradas, como si se le vinieran todas juntas, no podría asegurarlo pero creo que me pidió algo. Mi saludo lo invitaba a hablarme, abría una posibilidad, el cajero volvió a ser un lugar público para él. Empecé a ver más gente caminando. No seguí saludando, pero me sentía cercano a todos, tenía la idea de formar parte de un conjunto. Entré al chino a comprar un vino para mí y una cerveza para el tipo que había dejado en el cajero. Pensaba en su edad indescifrable mientras pagaba. Cuando volví al cajero a dejar la bebida, estaba ido, como si nuestro entendimiento mutuo se hubiera interrumpido. Me costó que aceptara la cerveza.  De hecho, no la aceptó. Se la tuve que dejar en el piso mientras me miraba mal. Hacía tan poco que nos conocíamos y ya nos estábamos peleando. Me fui rápido para ganar la discusión.

    La rara y fugaz conexión que tuve con la chica trans en el parque y con el señor ensimismado en el cajero me dieron algo parecido a la alegría. Subí al departamento de mi hermana con esta sensación y con el vino. Era una comida familiar. Saludé a todos. Había algo de ansiedad en el ambiente. Mi cuñado estaba nervioso con los tiempos de la cocción de su salsa. Mis padres me reprocharon el horario de llegada. Mi hermano discutía con alguien por teléfono. Para qué vine, pensé. Para devolver las llaves. Con figuras como una prostituta y un mendigo, tan abstractas para un oficinista, había establecido un vínculo, pero estaba aislado de mi familia más cercana. La paradoja era tan trillada que me deprimió. Me quise ir temprano, ni bien se terminó la cena y el vino, pero cuando me acerqué al perchero a buscar la llave en la campera, no la encontraba. Estaba seguro que la había traído, que estaba en ese abrigo. Hurgué los bolsillos exteriores, los interiores, los ocultos. Una y otra vez en cada uno, de un lado de la tela, del otro y después nuevamente de un hipotético tercer lado. Mi hermano recordó los cables de algunos adaptadores que, aunque tengan solo dos lados, siempre hay que probar tres posiciones antes de poder enchufar. Esta demora hizo que me quede al café.

    Cuando me fui, estaba tenso pero a la vez tenía una prespectiva de alivio. En la noche amiga me encontraría con la calidez de los desconocidos, me escapaba de la incomodidad familiar. Pero no. Una vez en la calle, las personas me parecieron groseras. Se me cruzaron sin pedir permiso, tuve que rodear  por la calle un grupo de gente que gritaba en la vereda, un policía que me miraba en una esquina me parecía sospechoso, no sé de qué, pero me inquietaba. No sé dónde había quedado esa idea simple de sentirme a gusto entre extraños y extranjero entre los míos. La sensación binaria pasó a ser una tríada: estaba experimentado el tercer lado de la tela del bolsillo, ese que existe pero que no tiene un lugar preciso y siempre se escapa, como el sentido de las cosas o las previsiones en el piedra, papel o tijera.

    Cuando llegué a la puerta de mi edificio, de golpe vi que tenía en la mano la llave que había estado buscando para devolver en lo de mi hermana. La había sacado con un gesto irreflexivo, no sabía de qué bolsillo. Me acordé que mi mamá me dijo: "no le des tantas vueltas, está el café". Me tomé ese café, en algún pliegue de esta noche, pensando en estas cosas.