28/3/11

Cambio de hábitos

Hace poco fui a cenar a lo de Ludmila y Héctor. A ella la conozco de los últimos años de la carrera de Sociología. Nos hicimos compinches cuando volvió a hablar con varones, después de unos dos o tres años en el grupo más radical de las feministas de la Facultad. Sucede que la mujer de la que estaba enamorada le rompió el corazón. Por supuesto, con una militante más joven. Su mente, por su parte, sacó la siguiente ecuación: no solo todos los hombres son iguales, sino también las mujeres. Y dada la dicotomía entre no hablar con nadie –ni consigo misma, llevado a su extremo– o volver a hablar con el sexo estúpido, optó por lo último. Y entonces me conoció a mí.
A Héctor, en cambio, lo vi por primera vez el otro día. Fue así: me llamó Ludmila a la biblioteca –en general no cambio de trabajo–, me dijo che, loco, hace una bocha que no nos vemos, y me invitó a cenar. Hace cuatro meses se mudaron. El departamento es mínimo, pero no desagradable. Héctor es un caso especial: trabaja en una oficina claustrofóbica, lee como un elefante, es meticuloso hasta la enfermedad, muy suave al hablar, y como hobby escribe historias sexuales con zombis.
Comimos distintos tipos de hojas pero fue encantador. Ella con su ímpetu arrollador, él calmo como una serpiente, los dos bobos de enamorados. Cuando volvía a mi casa el capullo de una idea me preguntó qué hubiera sido de nuestras vidas si nuestros veinte años hubieran resultado definitorios.

Bocas abiertas

A la entrada del salar de Uyuni está el cementerio de trenes. Un turista argentino comenta cómo las historias latinoamericanas son hermanas. Habla de Perón, de trenes. Pregunta al conductor de la camioneta sobre la historia local. La respuesta es seca y general. El argentino no logra tirarle la lengua y comienza a hablar con las chicas que lo acompañan. Se sorprenden de la historia de explotación de los recursos y de las personas. La conversación los lleva hacia la Argentina y a una discusión amistosa sobre próceres. Cuando hay opiniones encontradas, se concilia en términos amables; a fin de cuentas, son turistas jóvenes conociendo y disfrutando del altiplano boliviano. La charla discurre plácidamente en la convicción de las atrocidades que castigan el suelo americano.


En medio del salar ya no hay trenes, hay sal. Sal y cielo. Ya no hay rastros de las rigurosas heridas de la historia, no hay indicios del futuro. Sólo sal y cielo. Un tiempo perpetuamente igual a sí mismo. La conversación se apaga, cede al silencio.


A la salida están los ojos, pequeños círculos de agua en medio de la sal donde brotan burbujas desde el fondo del mundo. Cae el sol y oscurece y se renueva la ilusión del tiempo.

22/3/11

Puntada sin hilo

Los viajeros caminan. Una trama de colores vivos, estrechos comercios que se derraman sobre la vereda, entretejen la urdimbre de calles, hilos paralelos color tierra. Mesas en la vereda. Postes en la vereda. Perchas en los postes. Tejidos de vicuña en las mesas, en las perchas. Rombos indígenas, franjas de colores. Artículos electrónicos. “¿Cuánto?”. Poco. Cholas en la vereda. Aspirinas, ungüentos, pilas. Hay porciones de vereda vacías. Son casas de cambio. No se ofrecen hacia afuera. Invitan hacia adentro, otro ruido, otra luz. Cambian unos dólares por decenas de bolivianos.

Gritos: “Potosí, Potosí”. Mucha gente en la plataforma de embarque. En el interior de la terminal se informan de horarios y destinos. Evalúan. Deciden. Faltan bolivianos. Ella lo espera. Él desanda las cuadras que ahora separan la terminal de la frontera. Acá ya no quedan bolivianos. Acá sí. Compran pasajes para salir a la noche y llegar a la mañana a Potosí.
Faltan unas horas para salir. Atraviesan la plaza. Un edificio largo de dos pisos, un mercado dentro de ese otro, la gran feria comercial que es Villazón. Se preguntan si habrá más mercados en el interior, como espejos, hasta el infinito. No. Adentro, los locales son más pequeños que afuera. Una señora sacude una porra de cotillón celeste. Está dentro de uno de los puestos permanentes de chapa. Espanta las moscas que se posan sobre la crema que corona vasos de jugo y gelatina. Siguen. Arriba hay comidas típicas. No se tientan. Bajan y toman jugos en el puesto de la dama del cotillón. Hablan con ella, de dónde vienen, de los lugares para visitar, de las distancias. Pagan y dejan a la señora sacudiendo incansable su porra sobre el mostrador.
Caminan las calles. Miran a la Argentina desde una barranca. Parece chiquita y lejana. Los separa el surco de un presumible río por donde se dispersan unas ovejas. Un gorro protege a quien las arrea. Los viajeros buscan comida. Pollo frito. Pollo brocaster, al spiedo y frito. Pollo frito. Ella tiene hambre, él cree que el viaje puede ser incómodo, posiblemente el vehículo no disponga de baño. Son unas nueve horas. Pollo frito no. Muchas vueltas, las mochilas pesan. La calle principal se desmantela. Está vacía. Se abren algunas puertas de los callejones. Oscurece. Las ventanas se iluminan. Atrás de la terminal, puestos de salchipapas y sánguches de huevo frito. Música de radio y ruido de comida en la plancha caliente. Los viajeros todavía desconfían, no quieren riesgos. Hay un comedor a la vuelta de la terminal, sobre una calle lateral. Miran adentro por la puerta abierta y ven ojos de beodos que los miran.
Enfrente de la terminal hay una rotisería, por la ventana se ven las superficies de las mesas. Entran y ven debajo de las mesas montones de perros echados en el suelo. Se sientan y piden bife. La cerveza ya es boliviana. El bife también, tiene tres guarniciones: papas fritas, arroz y ensalada. “¿Por qué? Te debería poner contenta”, hay gente en una mesa de atrás. La misma voz: “Acá de lo único que se puede recibir alguien es de mediocre. En este pueblo no se puede ser otra cosa que mediocre”. La viajera le pregunta a su compañero si escuchó. “Algo”. Piden otra cerveza. No tienen sed. Piensan que con sueño pueden viajar mejor. “Ella está triste porque su hija se fue al puterío a hacer unos mangos”. La señora que está triste está sentada con el hombre que ahora dice algo de progreso y con la hija que consiguió unos mangos en el piringundín. Sólo hablan los dos mayores.
Es la hora. Hay que ir al baño del local, tal vez por última vez en muchas horas. Va la viajera. Vuelve. “Un asco”. Va el viajero. Confirma las palabras de su compañera. Salen a la calle. Una mujer cierra la persiana de la terminal. Preguntan rápido. “Ya salió”. Se fijan la hora y todavía falta para el horario de salida. La empleada sale corriendo y detiene a un micro que viene de dar la vuelta. “Es éste. Rápido, las mochilas”. Un chico mete el equipaje en la bodega y los viajeros suben.
Adentro está oscuro. Apenas distinguen. Los asientos están ocupados. Los ocupantes van abrigados. En el pasillo hay mantas. Sobre las mantas hay niños. Sobre los niños hay mantas. Los asientos están muy encimados. Por encima de los asientos sobresalen los gorros. Dos lugares vacíos. Se sientan. No hay baño. La ventana se abre por el traqueteo: tampoco asfalto. Entra tierra fría.
El viajero se acomoda. Ordena los últimos sucesos y recompone como puede la historia que escuchó en la rotisería. Sólo dispone de algunas impresiones. Las que más le llamaron la atención. Puntos aislados.