28/5/15

Vuelo

I
            No era la basura, ni las torres, lo que veía bajo sus pies cuando sobrevolaba la ciudad tierra adentro, al oeste, alejándose del río. El sueño de la infancia empezaba por el patio de su casa, del que reconocía cada detalle: los bichos bolita, el olor a tierra que salía de las grietas de las baldosas, levantadas por las raíces, ese olor que llevaba en las uñas de las manos y en los talones de las medias, y caminaba tan liviano que se desprendía de sus memorizados pasos hasta la hamaca del jacarandá, por encima de la sabida enredadera en la medianera. Veía primero los techos bajos de las casas vecinas, rodeaba los tanques de agua, rozando casi las ramas más altas de los árboles, y después, todavía más liviano, remontaba su vuelo por encima de los postes de cables y las copas de los árboles y se alejaba ligero, dueño del arte de elevarse, y se sorprendía por partida doble: en primer lugar, por estar volando, o más propiamente, caminando en el aire, sin amarras a un plano, lo que constituía una concesión, un olvido de la rigidez de lo cotidiano; en segundo lugar, se asombraba del hecho de estar sorprendido, ya que a su vez en esos momentos estaba convencido de recordar excursiones similares y se compadecía de lo inepto que era habitualmente, cuando estaba despierto y prefería olvidar sus rondas nocturnas y salía al patio a empaparse de luz y acumular recuerdos para una fundada futura melancolía.

II
            El recuerdo de sus sueños cambió gradualmente, como el barrio. En la vigilia, las casas de una sola planta y los caminos desiertos cedieron a los edificios de quince pisos y al constante tránsito y a los comercios, y él mismo se vio obligado a vivir más lejos. En el mundo onírico, al contrario, permanecía la casa, apenas dislocada por un silencio lejano: volvía a recorrer alegre la casa, pero ya no salía volando a pasear por el ancho mundo, a poseerlo, sino que un ruido sentido pero jamás escuchado lo ponía alerta y acto seguido se encerraba con llave, justo a tiempo para detener la amenaza en el umbral. Luego despertaba con la boca seca, algo parecido a la angustia de manual, pero se alegraba de haber vuelto a recorrer esa casa tal como era en su infancia, antes de la demolición.
            Los recuerdos de su vida pasada se fueron mezclando con los recuerdos de los sueños pasados, de modo que no podía determinar a qué orden pertenecían algunas impresiones que ahora recuperaba. Como cuando el vecino, que le llevaba tres años, nueve centímetros y varios kilos, le sacaba la pelota y la sostenía en la mano, por encima de la cabeza, y se complacía en humillarlo, a lo que él respondía con una furia infructuosa, y luchaba decepcionado con toda su débil voluntad, pero los brazos le resultaban pesados, y sus movimientos lentos eran desesperantes, como correr sumergido en agua.
           
III
            Salió a la calle, en plena vigilia, y se dirigió al río. Las aguas estaban bajas y al retirarse de la orilla, entre los escombros que la rellenan, habían dejado a la vista toda la basura metropolitana, el viento envenenado de frío. Bolsas y botellas de plástico, latas, restos de frutas, pan mojado e hinchado. Entre las torres y la basura del río, donde tantas veces había sentido humillación e impotencia, como en sueños, ahora descubría la belleza de un silencio desplazado, estaba muy animado, exultante, y su euforia lo regocijaba a la vez que lo amonestaba por su momentos de desánimo, y notó que todavía podía volar en algún sentido, desprenderse de su embrollo inútil, que era una sensación muy parecida a la auténtica borrachera, al momento en el cual se dejó atrás un umbral, como en los sueños de la infancia cuando abandonaba la dependencia de la gravedad, del suelo, y en ese estado permaneció deliciosos instantes hasta que recordó que el éxtasis a la larga se distiende y comprendió que la cuestión no era volar, sino, de ser soportable, retener el vuelo. 

Fatiga

Se cansó de todo. De la familia, del trabajo y de la rutina. También de los imprevistos. Se hartó de los amigos, de los partidos y las borracheras. Lo agotaron su perro y los mimos que le exigía, con ojos húmedos e idiotas. Su mujer le daba un poquito de rechazo, además del morbo, pero ahora simplemente lo aburrió. Sintió agobio de cada parte de su vida. No era nada en particular. Tal vez la concatenación, la conjunción de cada cosa junto a la otra. Lo hastiaron su bigote, los anteojos viejos y la ropa color crema que lo caracterizaban. El psicólogo le aconsejó que viaje; la publicidad de los posibles destinos lo hicieron desistir. El desinterés abarcó la música, la gastronomía, el deporte, la tele y los libros. No le quedaba nada, estaba en un desierto espiritual. Con miles de quejas infantiles, su esposa se hizo cargo del canario. Tras años de cuidados minuciosos, ahora le daba lo mismo si moría. Se desesperó un poco al pensar en el resto de sus días, monótonos y cambiantes, repetibles e irrepetibles, como el zumbido de una abeja; o mejor, de una mosca: insignificantes. Pronto la perspectiva también le dio igual. Así pasaron las semanas. Y entonces, un buen día, mientras su jefe le hablaba desde el otro mundo, desde afuera de la pecera de indiferencia en la que sin querer se había sumergido, con la mandíbula inmensa, tensa, casi desgarrada, ciento por ciento acalambrada, bostezó como nunca había bostezado, de una forma interminable, única, inverósimil, y en el preciso instante en que empezaba a tocar el fondo último y mortal de la apatía, la mirada de odio feroz e impotente de su jefe lo conmovió, y volvió a ser el mismo de antes.

22/5/15

Polen

Desoigo, cansado, al viento que me acosa, con tierra y hojas secas, con estelas de polen y partículas mínimas que equívocas se meten en el ojo, y hacen pestañear una, dos y tres veces, y más de tres veces, con cierto dolor y lágrimas, y más dolor. La vida está en ese pestañeo, en ese cuerpo invadido de la naturaleza, torpe, sobre la naturaleza, repetible e irrepetible, como el zumbido de un abeja.