31/12/11

Baltasar del Alcázar (1530-1606)

Leído en alguna antología poética escolar o jesuita de algún libro viejo del Torri:

Tres cosas

Tres cosas me tienen preso de amores el corazón, la bella Inés, el jamón y berenjenas con queso. Esta Inés (amantes) es 5 quien tuvo en mí tal poder, que me hizo aborrecer todo lo que no era Inés. Trájome un año sin seso, hasta que en una ocasión 10 me dio a merendar jamón y berenjenas con queso. Fue de Inés la primer palma, pero ya júzgase mal entre todos ellos cuál 15 tiene más parte en mi alma. En gusto, medida y peso no le hallo distinción, ya quiero Inés, ya jamón, ya berenjenas con queso. 20 Alega Inés su beldad, el jamón que es de Aracena, el queso y berenjena la española antigüedad. Y está tan en fil el peso 25 que juzgado sin pasión todo es uno, Inés, jamón, y berenjenas con queso. A lo menos este trato de estos mis nuevos amores, 30 hará que Inés sus favores, me los venda más barato. Pues tendrá por contrapeso si no hiciere razón, una lonja de jamón 35 y berenjenas con queso.

28/12/11

Cabeza de turco

Leyendo la balzaciana Carne Picada de Jorge Asís o el reverso de una novela rusa.

No va a morir frente al Dakota, no alcanzará

Héroe del Whisky, Indio Solari, 1989

Primer epílogo

            -Chau Ramiro, te felicito-, se despedía Hugo el narrador, cansado, frágiles los cimientos de la esforzada sonrisa, la cámara de fotos colgando en la espalda, papel picado pegado en las suelas de los zapatos.
Se retiraba Hugo, casi último, en la puerta me despedí de Rodolfo el escribano, el tío de Ramiro que bancó gran parte del casamiento, pero sobre todo el que me había pagado el adelanto.
            -En dos semanas están las fotos. Muy buena la fiesta-, lo adulé para dejarle una sensación agradable, siempre había que asociarse con emociones placenteras si uno quería trabajar tranquilo y que no le rompieran las pelotas con los plazos ni con el resultado.
            Lo que pasó después era predecible: Ramiro despierto en el lecho de bodas, la flamante esposa durmiendo como un bulto oscuro, Ramiro pensando, queriendo pensar por última vez en lo que había sido, eligiendo entre los sucesos los hilos, los desvíos y retrocesos que lo habían llevado a esa cama, los resortes blandos que habían empujado esa historia que Ramiro creía que terminaba esa noche, la esperanza básica que exige todo trámite para ser, si no soportable, al menos llevadero.

Días de infancia

            A Ramiro le hubiera gustado llamarse Aquiles, el de los pies ligeros, sobre todo cuando jugaba en inferiores de Platense. Lo cebaban su padre Rubén y su tío Rodolfo el escribano, sofocaban al hijo del viento, lo instaban a entrenar duro para llegar a primera y dejar una huella, todos en el club lo querrían y encima lo compraría un club grande y le dejaría plata, como a cualquiera que jugaba bien cinco partidos, el resto Ramiro lo imaginaba solito, los goles, los campeonatos y después quién te dice la selección, el futuro Marcelo Espina, y hasta el reconocimiento de la gente en la calle. Pero sus compañeros de inferiores, que tanto lo admiraran en infantiles por sus apiladas y sus goles, ya en juveniles, más cerca de la competencia y del lucro del verde césped, sus camaradas que tanto se odiaban entre ellos y entre sus respectivas familias, a Ramiro no lo envidiaban ni lo recelaban porque vieran en él una amenaza, a Ramiro en el equipo lo despreciaban por terco, agarraba la pelota y bajaba la cabeza y corría atolondrado por el costado, sordo a los reclamos, hasta que invariablemente la perdía, y entonces sus compañeros y todos los adultos se descargaban con arteros insultos contra tremendo pelotudo. El propio Evaristo, el entrenador amigo del tío Rodolfo, vio que semejante necedad ponía en riesgo su puesto, y como Evaristo no estaba dispuesto a conseguir otro trabajo ni a preguntarse si podría dedicarse a otra cosa, el mismísimo maestro Evaristo lo puso en el banco de suplentes en novena, y ya para el inicio de octava le sugirió a Ramiro que atendiera sus estudios. A la mañana siguiente el seguridad del club lo paró en la puerta, buscó su apellido en una listita de utilería berreta y le dijo que estaba afuera del equipo, que se fuera, lo lamento pibe. Duro golpe de la primera adolescencia, inevitables desazones que curten al niño valeroso y lo vuelven un poco más adulto, o echan a perder un destino. Es una exageración del narrador, no se puede arruinar lo que nunca tuvo verdaderas aspiraciones, una película que nunca prometió, sería más exacto decir que ciertas tempranas frustraciones certifican la mediocridad de un destino, contraen las expectativas, acalambran las pretensiones.
            Y Ramiro hizo lo que tenía que hacer en su lugar. Se encerró en la pieza que compartía con su hermano Luis, por lo que Luis debió dormir retorcido en el sillón destartalado del pasillo dos noches seguidas, mientras sus padres Rubén y Mirta digerían la noticia que nunca se atrevieron a sospechar pero que no los tomó por sorpresa: Ramiro era un espléndido medio pelo de Munro. Ramiro pataleó y lloró y gritó y moqueó hasta que al tercer día salió el Ramiro taciturno que es hoy, menos jugado, más pensativo que encarador.

Primer amor

            También le hubiera gustado a Ramiro llamarse Ulises y tener amores y aventuras por el mundo. Descartada la fantasía trotamundos que le quedaba tan grande como la 8 de Platense, incubó esperanzas de experiencias épicas no ya por mitológicas islas, apenas por los barrios que veía por la ventana del tren que lo llevaba al centro a estudiar fotografía. Acaso el menudito Ulises de dieciocho años veía subir en Florida unas piernas de sirena embutidas al vacío en escamosa pollerita, y qué le importaba que la pendeja fuera más zorra que la envenenada Circe, el ahora soñador Ramiro se entregaba a pasiones imaginarias que se perdían en la multitud de Retiro. Y Ramiro pateaba por el centro, rajaba los tamangos hasta Perón y Callao, subía las escaleras hasta el semipiso alquilado del instituto donde el exquisito bohemio, el sabio libidinoso que arrastraba las palabras en el nicotínico bigote que le cubría el labio, el fálico profesor de fotografía de las jóvenes artistas ávidas de descubrimientos estéticos, el eximio embaucador de cursos para viejas, el señor feudal de las muestras municipales, el orador bicicletero de las exposiciones privadas de las fundaciones, el gran Slavoj Pertovic enseñaba la magia del encuadre, la alquimia del color, la intuición del instante. En estas sandeces pensaba Ramiro a la vuelta del curso, Ramiro compositor encuadraba entre los pasajeros diagonales el aura de una cara cansada de un pobre viejo que tenía que soportar la vuelta en ese tren relleno hasta el repulgue; Ramiro colorista distinguía el claroscuro en media sonrisa de alguna muchacha que bajaría en Grand Bourg, en Del Viso, y tendría que apurar el paso temeroso a su casa o al abrigo del farol solitario de la parada de colectivo; Ramiro lúdico entreobturaba los ojos para que las luces de la ventana corrieran como luciérnagas lisérgicas; así demoraba Ramiro la rigurosa certidumbre de tener que salir corriendo de la estación de Munro a la pizzería a dos cuadras para empezar su horario de delivery.
            En resumidas cuentas, que Ramiro no era Aquiles, ni Ulises, ni siquiera Homero, era Ramiro Ramírez, un escandaloso juego de palabras que le monopolizó las cargadas de la infancia, un nombre menos que mediocre, acaso ridículo, una tensión dramática insoluble, una carga absurda en el vacío de Munro, Ramiro Ramírez, RR, que prefiguraba a lo sumo un sonriente dueño de concesionaria de autos de saco blanco y bronceado cobrizo.


Almas muertas

Papá Rubén, mecánico, tan acostumbrado a la florida narrativa que usaba con sus clientes que empezó a aplicarla en su vida doméstica, primero la inimputable retórica con Mirta, después con su propio pasado. Llegó a considerar las salidas a pescar de la juventud, acompañado por su hermanito Rodolfo, bajo el indulgente manto de la melancolía, qué tiempos aquéllos, incluso daba a sus reiterados relatos de domingo al mediodía ajustes de tuerca de realismo mágico, surubíes inmensos, entrerrianas fogosas, pacúes asados con vino fresco y chamamé. Tío Rodolfo, por el contrario, no quería saber nada con el pasado, con las interminables y sudorosas jornadas a la vera del río de mosquitos, con las míseras fritangas de bagre, la cerveza caliente, la espera tímida a un costado del baile, el torpe adolescente lleno de granos que venía de Buenos Aires y se sentía un visitante, por su cara de pedir permiso, por la cara de local desenvuelto de los entrerrianos mayores.
            Precisamente fue por el tío Rodolfo el escribano, ancho en su traje italiano, que Ramiro soñó brevemente con viajar por el mundo. Ramiro tenía dieciséis, el orgullo confinado a un rincón irrelevante, las chicas lo consideraban un buen amigo, un boludo, los contados amigos apenas lo llamaban por lástima o para acceder a una de sus amigas. Y justo ese verano de los dieciséis el tío Rodolfo volvía de un viaje místico cuatro estrellas a la India, crucero mediante por las islas Seychelles, promoción de un contacto en una agencia de viajes. El escribano estaba tan entusiasmado con su costoso viaje que todavía quiso sacarle provecho enrostrándole las fotos y los videos digitales a la familia pringosa de Munro, y el joven Ramiro, inflamado de hormonas y de bronca, se dejó endulzar. Promesas livianas de un infausto sábado de enero en que su sofisticado tío se dejó emborrachar en el patio con clericó y sangría y dio rienda suelta a una curda sensiblera, reiteró hasta el mamarracho un improvisado proyecto de viajes de autodescubrimiento búdico, altanería védica y suficiencia confuciana donde llevaría consigo al mimado sobrino Ramiro para iniciarlo en las cuestiones trascendentes de la vida.
            La borrachera y el entusiasmo místico le duraron poco a Rodolfo y volvió a proyectar sus viajes a Punta del Este o a Miami, se reconcentró en su escribanía sobre Marcelo T. Este golpe fue tan funesto para Ramiro, sobre todo porque el pibe era tan verde que tardó meses en entender la intangibilidad de sus depósitos de ilusiones, que abjuró del chalecito con pileta en Vicente López, renegó del velero con gin tonic los viernes, se resistió a seguir el plácido camino de Rodolfo en la escribanía, rechazó las rondas nocturnas del tío putero y merquero, ahora cincuentón sin descendencia, y prefirió el trabajo en la pizzería por propinas imponderables, la birra en la esquina con gente despierta, las rastas y el fasito con los compañeros de fotografía. El que sí aceptó entrar de che pibe en la escribanía unos años después fue su hermano Luisito, el segundo y último sobrino, que mientras simulaba estudiar derecho fue ascendiendo hasta rubricar él mismo, con talento barroco y consentimiento del escribano, la majestuosa firma del doctor Rodolfo Ramírez. Pronto Luis se desenvolvió en el mundillo que emanaba de la escribanía, primero alegrando un poco la pesada autoestima de las señoras, después entreteniendo con su arrogante conversación a los señores a quienes les hacía el favor de acostarse con sus mujeres, hasta que se consiguió el mismo mundanal puesto pero en la calle Juncal con un pez gordo, un tal Estanislao, éste solitario, envidioso de quienes tenían esposa e hijos que pudieran romperles las pelotas. Luisito hizo hasta algún amigo, se permitió noviar con lánguidas chiquillas que conocían Europa y se aburrían con la vida regalada, se adentró tanto que se creyó uno de ellos e incluso, como la Marilyn del tango, se fue con la ucedé, se comió la película de veras, y no se acordó más de la familia Ramírez hasta tiempo después, hecho que estampó una certificada rabia en el escribano Rodolfo y empastó los nervios del mecánico Rubén.

Mashenka

            Aprendió la lección Rodolfo y para reemplazar al traidor Luis buscó fuera de la hiel de la familia y de las consabidas recomendaciones de los amigotes que pedían el tremendo favor de hacerse cargo de un conocido, carga indeseable envuelta en el rugoso paquete de la confianza, a cuenta o como devolución por otro favor, acaso por el infructuoso brindis por los viejos tiempos. Pronto Rodolfo encontró a la solícita Marisa, excelente promedio de derecho, avanzada estudiante del curso de escribanía, a la espera de una matrícula providencial para ejercer algún día el delicado oficio. Marisa se anticipó al escueto anuncio en el diario que Rodolfo nunca llegó a publicar porque la tenaz Marisa, a sus veintipico, se acercó personalmente a la escribanía de Marcelo T para pedir trabajo. Resultó gauchita Marisa, no sólo porque era más eficiente que Luis, no sólo porque cobraba dos mangos y se daba por satisfecha con la inestimable experiencia que le reportaba su labor, sino que también resultó de lo más diligente a la hora de probarla Rodolfo encima del escritorio al poco tiempo de haber ingresado, acaso seducida por la solvencia de Rodolfo, aflojada quizás por la vaga promesa de heredar con mucho esfuerzo la matrícula del escribano solterón. La irrealidad monumental del despacho grande, el sopor de la mísera luz amarilla del velador antiguo, a última hora, el estudio vacío, sin desvestirse del todo, el trámite urgente, la verdadera rúbrica de Rodolfo.
Si me va a cagar, comentaba Rodolfo en el Café de los Cínicos, por lo menos que me pague por anticipado. Ya te dio más que tu sobrino, festejaba el doctor Insaurralde en su recreo de Tribunales, y procedían a intercambiarse nuevos clientes con inquietudes inmobiliarias para sus proyectos, con quilombos de parentela por algún muertito.
Marisa vivía en Caseros, de lunes a viernes amanecía para dejar su casa sin revoque y llegar temprano a la vidriada escribanía, avanzar por la marmolada planta baja y subir por un pituco ascensor hasta el parquet encerado de las oficinas, todas amuebladas con roble barnizado. Poco tiempo le duraron las ganas a Rodolfo, acaso andaría probando nuevas mocosas o llevaría gatos al velero, lo concreto es que más allá de cachetearle el culo en el pasillo no la importunaba demasiado, estaba muy contento con su desempeño, incluso le manifestaba cariño y atención, si el aire acondicionado estaba bien, si quería un café.
            Poco tiempo le duraron también los modos de rústica timidez a Marisa, pronto cambió el mate cocido de Caseros por recoletos capuccinos, preguntas provincianas por modismos céntricos, se acomodó bien al ambiente de la escribanía, llegó a cruzarse con el infame Luis en alguna reunión social en la que coincidieron tío y sobrino. Rodolfo conversaba con el nuevo protector de Luis y no parecía guardarle ningún rencor, sólo lo hería el desprecio del sobrino, que se avergonzara de su familia. El escribano paquete, Estanislao a secas, adivinó la sorpresa de Marisa o simplemente habló del tema para iniciar una conversación con ella, en voz baja, en un rincón del gran living de su casa:
-Es un círculo muy chico. Acá hay que tener mucho cuidado. No se puede hablar mal de nadie, porque son todos familia. Tampoco se puede hablar bien, porque están todos peleados.
            Y Marisa a esa altura ya sabía reír a punto, sin reventar en carcajada estridente ni parecer indiferente, me salió un versito. La experiencia de la escribanía le había entrado a Marisa por donde no esperaba.

La hija del capitán

            Hacia finales del curso de fotografía que todavía le gustaba, tres años en declive, Ramiro ya imaginaba que no sería Cartier-Bresson, tampoco quizás entraría a ningún diario, no tenía ímpetu, ni talento, ni contactos, y ni pensar en Slavoj Pertovic, el celebérrimo litógrafo de aguafuertes porteñas jamás se fijaría en el minúsculo Ramiro, si el eslavo realmente tenía algún poder en ese ambiente, prefería acomodar, o prometer puestos, a las ninfas de primer año.
            Para cuando se recibió, tan falto de oportunidades, Ramiro no tenía nada que festejar, esa noche huérfana de buenos augurios no merecía ser alargada. Aprovechó su invisibilidad de fantasma Ramiro y eludió la invitación de Solcito a festejar todos en su casa de Caballito, puso la plata de la vaquita para no levantar sospechas y se fue silbando bajito para Munro, acaso anticipando una noche en vela escuchando Pink Floyd, King Crimson, estimulantes suicidas de calidad para el alma ensimismada.
            Caminó hasta su casa como siempre, él sabía que su pomposo certificado de asistente a un intensivo curso no era la llave de ninguna puerta, no propiciaba absolutamente nada, pero también sabía que era el fin de algo, el pitazo final de una certidumbre encajonada durante tres años, la constancia burocráticamente demorada de que Ramiro era un meticuloso perdedor, un olímpico derrotado. Se perfilaba la terrible conciencia del fracaso, acaso el lacónico comunicado del paso del tiempo irreversible, firmado por mano mecánica de Slavoj Petrovic, sellado por un ministerio de ultratumba de La Plata, enmarcado y con vidrio antireflex.

Memorias del subsuelo

            Inestable Ramiro no quiso entrar, escatimó el rutinario gesto de meter la llave y dejó plantada la inexpresiva puerta, cerrada en el marco de su casa. Caminó un poco por el barrio, quería estar solo, despejarse el marulo, en fin, inyectarse un vejatorio trago, tomarse a dignos golpes en la calle, dar un paseo ultrajante. Para cerciorarse de su nulidad pasó frente a la consabida esquina donde pararían sus compañeros de la pizzería y demás espíritus nocturnos, fulanos que se congregaban siempre al abrigo de la soledad, temerosos de enfrentarse a sus destinos. Pasó Ramiro y quiso una última señal, una prueba, deseaba íntimamente que sus amigos lo ignorasen. Pero no estaban, puede que fueran el bulto de jóvenes que se agolpaban a la ventana del quiosco, puede que incluso lo llamaran a gritos. Ramiro siguió su curso de arroyo seco, se adentró en la noche de Munro por las calles muertas.
El bochornoso bar de viejos borrachos permanecía abierto. Con todo gusto se sumergió en tan degradante tugurio. En la mesa libre pidió una cerveza, mientras la bebía se regaló en la visión del pintoresco lugar, en las caras de los parroquianos disfrutó las innumerables fotos que Slavoj Petrovic jamás sacaría, ni con escenografías ni con modelos contratados, ni en sueños el héroe del objetivo de Perón y Callao podría recrear ese ambiente que se le metía a Ramiro por los ojos y por la cerveza, por el olor del humo de esos cigarrillos que sólo se fumaban en el hipódromo cuando iba a hacer trabajos prácticos de costumbres urbanas. El fotógrafo recién recibido ideó una placa memorable, primer premio del jurado, con melancólicos ancianos jugando a las bochas, pero otra vez el terco destino, Ramiro no tenía la cámara ni había viejos jugando, ni siquiera había, en rigor, ninguna cancha de bochas.
Ciertos semblantes, puntuales bebedores, le resultaban familiares, él que tomaba el tren todos los días y recorría el barrio en el envidiable scooter de la pizzería. Ya menguaba la primera botella y le sobraban cigarrillos, qué picardía. Hurgó su billetera, sus bolsillos. Calculó que le quedaba para dos botellas de cerveza, hora y media, dos a lo sumo, entonces al momento de pedir más se inclinó por la inestimable ginebra. Este vuelco de rata gestó el cambio, arrimó el respeto del dueño, amilanó la hostilidad de la clientela que todavía tenía la lucidez de considerarlo un extraño, se perfiló la autoestima tanto tiempo dormida. Incluso el prístino borracho de la mesa de al lado, el barbudo Jorge de Domínico, le dirigió un fugaz brindis, simple gesto amarrete de levantar el vaso y mirar a los ojos. El perdido Jorge, prócer de las horas muertas, inquilino de Munro porque a decir suyo se había exiliado de Avellaneda por cuestiones políticas, acaso fueran relativas a piernas y billetes, a quien Ramiro ubicaba por su infalible regularidad en el poco lucrativo ejercicio de apuntalar el codo. Claro que Ramiro jamás consideró interactuar, lo protegía su espíritu de gremio de clase media, el anticuerpo heredado en lo tocante a relacionarse con un lumpen. Pero por la magia de la derrota, por el afán de mandar por un rato todo a paseo, por el desacato del entusiasmo derramado, en alguna frecuencia de la borrachera, entre la soltura y el bienestar, intercambiaron algunas palabras, con el correr de los abyectos vasos el incipiente contacto se hizo diálogo. Entonces el viejo beodo, el mentado Jorge de Domínico le soltaba su perorata:
            -Pasa pibe, que antes, nosotros nos rebelábamos al mundo que nos proponían. Antiguamente estaban los anarquistas, después los crotos. Siempre hubo alguien que se resistió a ser un gil. Nosotros quisimos hacer la revolución, pibe. Ahora, el que se quiere cortar, no le queda otra que ser chorro, entrar en algún curro. Nosotros veíamos que trabajar como un burro toda la vida para tener una casita modesta, vivir de prestado... todo eso nos parecía una porquería, y dijimos que no. Después pasó lo que pasó, se fue todo a la mierda...
            -Otra vez con eso-, interrumpía el dueño que volvía con otra ronda-, dejalo en paz al pibe.- Y Jorge y Ramiro esperaban a que se fuera, un interludio molesto que nadie solicitara, para seguir la charla grave.
            -Ahora-, retomaba Jorge-, parece que tener un laburo es una bendición. Si a un canguro le dicen que se le va a pasar la vida en una oficina haciendo lo que no le gusta, firma contento, lo que lo asusta es quedarse afuera.
            Corría la ginebra, el borracho de Domínico estaba cada vez más borracho, modulaba mal, no acertaba a coordinar lo que quería decir, y al final ya ni sabía lo que quería decir, se encorvaba sobre la mesa, le pesaba el balero. Ramiro en las antípodas, la curda eufórica alivianando la anemia mental, el infantil orgullo desbocado, empinada la alegría absurda, acaso el colmo de creerse merecedor de ese chorro frío de felicidad, el palpable encanto de la intoxicación. Jorge declinaba con patético garbo, Ramiro ahora indiferente al ocaso de la charla, quizás una sonrisa esporádica, un asentimiento decoroso, la certeza de la billetera vacía, del fin de las rondas. Pero se quedaba en su silla, postergaba la vuelta, se aferraba al raro privilegio de sentirse a gusto, escrutaba desde su rincón la distinguida clientela, con descaro miraba a los demás, acaso protegido por la invisibilidad de la borrachera. Ramiro soberbio entre jornaleros brutos, él que pudo codearse con profesionales frívolos, a ver si los escribanitos estaban tan sueltos en esta pocilga, a ver si los socios del Yatch Club navegaban tan diestros en las profundidades de la noche, a ver si las putitas de Barrio Norte se hacían las interesantes y gesticulaban en esta barra.
Salió a la calle, Ramiro autosuficiente, caminaba como si fuera el dueño de la vereda, aunque las luces oscilaran y se multiplicaran, aunque perdiera el rumbo en tropezones zigzagueantes, todavía exultante por las nobles baldosas de Munro. Tardó mucho en caminar las quince cuadras hasta su casa, seguro de su valor, altivo en el frenesí desangelado que lo elevaba sobre la mierda circundante. Cabeza de turco al revés, Ramiro incomprendido proyectaba pestes a su alrededor, el negativo de un chivo expiatorio, Ramiro blanco y redimido sobre el bajofondo negro y cenagoso, el verdugo en éxtasis condenaba al puto mundo a que volara en pedazos filosos y astillas de vidrio.

La dama del perrito

            Al otro día, qué desgracia, lo despertó papá Rubén tempranito para ir a Vicente López, el asado de cumpleaños de Rodolfo. Ramiro se levantó reventado de resaca, fue al baño despacito, la pasión según Ramiro Ramírez, una corona de clavos en la cabeza.
Viaje en auto prestado del taller de Rubén, japonés con caja automática, no ensucien que el cliente es bueno y si se entera se va a enojar, media hora de impávida modorra en el asiento de atrás. Entrada al chalecito, abrazos grandilocuentes, fórmulas fijas del afecto, feliz cumpleaños Rodolfito, feliz cumpleaños tío Rodolfo. En la galería ya estaba el viejo Evaristo, venido a menos, casi retirado de Platense, ocupaba un puesto decorativo en el consejo de fútbol infantil. El maestro senil picaba unas aceitunas y le hablaba a Marisa, devenida protegida del escribano, ahora formaba parte del círculo íntimo y vacío del cincuentón solitario, ya era como su sobrina, de buena gana iba a su cumpleaños un sábado al mediodía para hacerle compañía. Cincuenta y cinco pirulos, éxito profesional, un hermano con el acoplado de Mirta y un solo sobrino a mano, Evaristo el entrenador y el perro Rhodesian que cada vez que se sacudía hacía temblar la mesa de plástico. Nada mal para una celebración reducida, ya habría tiempo para brindar en el Yatch, ya lo habían festejado la noche anterior los colegas y amigos del centro, Estanislao incluido.
            En qué momento Ramiro se empezó a sentir mejor, en qué momento disfrutó la presencia de una chica en la casa de su tío, el narrador no lo puede precisar. Acaso la sobremesa larga, las conversaciones previsibles, el maldito helado de sambayón, los hermanos Rodolfo y Rubén apartándose a fumar habanos al quincho para decirse algo, la obligación tácita de Mirta de mandarse a la cocina para lavar los platos, la dudosa presencia de Evaristo adormilado, Marisa levantando la mesa, rozándolo con su vestido, quizás para coquetear, quizás porque el todavía embotado Ramiro estaba en medio del camino. Acaso por pura química, la derrota llamando a la derrota, la afinidad mutua de los frustrados que se reconocían en su elemento, Marisa volvió de la cocina y se sentó junto al Rhodesian, y el perro fue una buena excusa para iniciar una charla, una mirada, lo de siempre, el gesto repetido, el flechazo del descarte, el tibio anhelo de ser importante para alguien, el permiso para acariciar empezando por la mano, probar un pedacito de felicidad, la dicha segunda mano pagada en cuotas.
            Y el miedo a perder lo poco que todavía se podían permitir soñar encaminó algunas salidas por Palermo, aventuras acrobáticas a la sombra de una calle oscura de Caseros, luego devolver a la entusiasta Marisa con el pelo revuelto, esperar fumando el improbable colectivo a Munro.

La novela del matrimonio

            El idilio duró unas cinco semanas, hasta que se enteraron del embarazo. Decidieron comentárselo primero al tío Rodolfo, necesitaban su sonrisa comprensiva, su promesa de encontrarle a Ramiro un buen trabajo. Entraba Marisa al tercer mes de embarazo cuando el tío Rodolfo gestó un contacto y Ramiro entró como encargado de un edificio municipal en Villa Martelli con vivienda incluida en planta baja. Tan contento estaba con su sueldo y con la perpetuidad del puesto que accedió a casarse con Marisa. El sello del registro civil le daría muchos beneficios, obra social, plus por paternidad, además del erógeno gusto de darle al pequeño vástago un hogar, una familia. Rodolfo, muy contento, paternal con su sobrino y con su empleada, ofreció pagar la fiesta, Rodolfo el escribano, el tío compinche, el eterno acreedor de favores, el magnánimo experto en el insulto de dar.
            Luisito, enterado del matrimonio de su hermano fracasado y enternecido porque todas sus relaciones participarían del evento sin remedio, puso plata para mudar la fiesta original a un lugar más decente, a la altura de lo que pretendía de su familia. Se reconcilió con su tío, volvió a considerarse un Ramírez, llegó al extremo de visitar a sus padres. Toda la familia unida proyectaba la fiesta en un quintón por Bella Vista, Rodolfo y Luisito ponían el detalle baladí de la plata.
Aprovechaba Ramiro los culebrones que a la larga financiaban su fiesta, se mostraba solícito a los caprichos, comprendía las veleidades. Incluso estaba feliz por la clase de invitados que le imponían, el sobrio Estanislao se ofreció a llevar a la pareja en su Mustang 67 hasta la iglesia en Florida y después hasta la carpa en Bella Vista.
Momentos modestos pero dichosos, el rol principal durante la celebración, el viaje emotivo en el Mustang, la vanidad de atraer las miradas surcando la avenida pedorra en tamaño fierro, la alegría previsible de la fiesta, la estupidez coreográfica del baile y el champán. Y por qué no la oportunidad de Ramiro de mostrarle a los conocidos de Luis su desprecio por la frivolidad, pavonear su digna indiferencia por el éxito, su encumbrado desdén por la ambición chiquita, acaso el íntimo deseo de llamar la atención. Vaya un protagónico para Ramiro en esta historia con casamiento y perdices.

Segundo epílogo

            Y yo fui a ese casamiento, sí, yo, el rastrero Hugo, compañero de fotografía de Ramiro en el curso de Perón y Callao. Por eso le hice precio. Por eso y porque el trabajo no abundaba, y porque me interesaba verlo al perdedor en un momento de alegría, pico cumbre de una vida chata, quise asistir a su débil esplendor. Y me interesaba más que nada, para qué negarlo, la posibilidad de codearme con su hermano Luis, con su mundo, acaso sus amigotes necesitaran un fotógrafo para sus eventos sociales, para la ucedé, en fin, no perdía nada con probar. Cuando vino uno, salido del carnaval carioca, medio alegre, medio aburrido, a darme charla, aproveché y le hice un inventario de mis servicios, la fotografía me apasionaba, por supuesto, pero ojo que también hice un curso de guión de cine y televisión, incluso asistí a algunas materias de antropología, todo con falsa modestia, claro, disfrazado de conversación improvisada. ¿Ésos eran los elevados fines de Hugo? ¿Así me encaminaba a la redención? Vamos, estaba desanudando mis problemas, no seamos mentirosos, lo mismo hubieras hecho vos, lector de cuarta, vos, hipócrita, igual a mí mismo, mi hermano.
Claro que no me conseguí nada, sólo pude rescatar esta historia, unos pesos por las fotos, algún trago modesto, un poco de cazuela tibia en la cocina, una bandeja entera de tostaditas con queso crema y salmón.

El último pájaro en Corrales

Miguel, hijo único de uno de los indios de Corrales corroídos por el salar y –viejo y viudo– erosionado por la vida, soñó el canto de un pájaro.
Giró y se retorció por el desarrapado colchón, una y otra vez, hasta que despertó y se quedó boca arriba, quieto, desnudo, mirando las gruesas hebras desteñidas del techo de paja en el revés del día.
Por un tiempo incrédulo, indefinido, repleto de calor y resignación, y quizá indiferencia, creyó soñar el sonido acérrimo, contumaz, que surcaba el aire todavía.
Al fin, cansado ya de esperar sin despertarse, se incorporó entumecido, caminó con agobio a la ventana, movió el género negro que la cubría y lo vio.
Sobre el poste podrido, un poco a la izquierda y allá, un pájaro negro, confiado, cantaba.
Su panza, gorda y roja, hermosa, vibraba al silbar.
Toda la poca niñez que quedaba en los doce años de Miguel fulguró en su mirada, relució en su cuerpo rígido, tenso, conmovido por ese ser maravilloso, extraviado, pronto mustio, precioso, ya umbral aciago.
El único pájaro que Miguel había visto en su vida, hace años –el último pájaro que se había visto en Corrales–, era más pequeño que este, y como enfermo.
Lo había llevado el cura, en su visita de verano, en una jaula mordida de óxido.
Su canto se volvió triste en un día; al otro, susurro gemido.
Los indios lo miraban, en misa, con la lástima que el cura sentía por ellos.
Dos o tres viejos, nomás, hablaron de otros, contaron de antes.
Con sumo cuidado, procurando silencio, Miguel sacó la manta que tapaba la ventana y la dejó a un lado.
Palpó una ranura y metió la mano en la pared, hasta donde pudo; primero con esfuerzo, después con dolor, al fin con sangre, y la cerró en un puño.
Tomó carrera y lanzó afuera, con fuerza, el pedazo pesado de piedra y de barro.
Con fe, azar o certeza: el ave se desplomó en el suelo lo mismo.
Miguel corrió y tomó al animal que se agitaba, apenas, con las alas abiertas, mullidas, entre sus manos, como un caldo febril de plumas y sangre, de rojo escurrido entre negro.
Desnudo como iba, Miguel corrió al pueblo.
Hubo revuelo, de noche hubo fiesta.
Ese fue el último pájaro que Miguel vio en su vida.
El último que se viera, de paso, en Corrales.

12/12/11

El árbol del orgullo - G.K. Chesterton

Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.