28/8/13

Brutalismo

                Mi primo Lázaro era un canchero. Se plantaba con gusto. Claro, se las sabía todas. También sabía que pasando la avenida no sabía nada, que era un intruso, incluso sabía que unos barrios más allá era un ridículo. Pero sabía, sobre todo, ignorar lo que sabía adverso.
                Claro, todo esto yo no lo sabía. Empecemos de nuevo.
                En el barrio, o lo que se puede decir el barrio, es decir, algunas calles no todas, a ciertas horas no todas y para determinada gente no toda, Lázaro era un fenómeno. Tan bien se plantaba que no le incomodó su primo inexperto, en adelante yo, Jeremías, cuando empecé a aparecer por esas calles a esas horas entre esa gente, en adelante el barrio. “Jeremías”, decía, y con una sonrisa y brazos abiertos me recibía y simultáneamente con su aplomo se arrogaba el derecho de bendecir el acceso al barrio. Me llevaba a la esquina, a los bares, a los antros, en suma, a los lugares sociales donde Lázaro era un campeón. Pero sobre todo era un campeón en otro lugar, no tanto o no sólo en la esquina, los bares, los antros, sino y sobre todo en un universo complementario: en lo que ahí y de ahí se hablaba. Esto entonces tampoco yo lo sabía, pero ahora que rememoro lo intuyo, puesto que no podría determinar esa esquina ni enumerar esos bares ni ubicar esos antros, más bien son una invención mía para imprimir en un ambiente el pequeño mito que Lázaro se había sabido forjar. Yo mismo en ese momento recibía fragmentos dispersos de historias, compartía ratos, gestos, actitudes, todo ello fascinante para un adolescente, y por eso mismo también inquietante y agotador, por lo cual me esforzaba para hacerme una idea tranquilizadora de Lázaro y del barrio donde cupiesen medianamente todas las impresiones. Tal como cuando era estudiante de medicina y los ruidos gregarios y subversivos del estetoscopio, en un principio indescifrables, se fueron equilibrando en diagnósticos envueltos: arritmia, soplo, pulso regular. (Mentira, no estudié medicina, pero me gusta la imagen del estetoscopio para describir ese automatismo.) No quiero decir con esto que mi primo fuera pura espuma, no le guardo ningún rencor, sólo quería situarlo más allá del tiempo y espacio de una silla.
                Entonces Lázaro me aceptaba. Y cuando pasaban las horas y el barrio mermaba me decía “sólo quedamos los buenos” y me llevaba a otros lugares, cercanos pero como de otro barrio o de otro mundo, establecimientos impensados en veredas que yo creía conocidas, donde me inició en la alta noche: la espera de algo incierto que nunca llega. Es decir, me hacía pagar la entrada de ambos al cabaret donde exageraba su confianza con las chicas y alguna vez me instó a debutar con Ludmila, con muchos nervios y poco glamour. “Para que te vayas soltando”, me decía. Es decir, me hacía pagar la marihuana que él me preparaba con dedos  expertos y luego me obligaba a fumar con solvencia, disimulando que me tosían los ojos. “Para que te vayas soltando”, me decía. Una vez lo acompañé a comprar y vi que le daban un sobre. Supuse con razón, a partir de las conversaciones que siempre oía, que era cocaína. Y sin razón tuve miedo y vértigo, ya que Lázaro no pensaba incluirme en la ronda. “Dejá de seguirme como un perro”, me dijo.
                Entonces dejé de seguirlo como un perro, aunque cuando me veía gritaba “Jeremías” y su sonrisa me convidaba a acercarme y sus brazos abiertos me decían que el que daba los permisos para acercarse era él. Exageraba sus historias, sabía cómo burlarse sin ofender, porque una cargada suya era también entrar en su círculo. Por eso, cuando a raíz de una rocola desactualizada me dijo “Jeremías, Pies de Plomo”, más que bautismo fue una ordenación. Pero en determinado punto de la noche, después de los “Para que te vayas soltando”, venía muy a menudo el “Dejá de seguirme como un perro, arreglate solo”. Entonces dejé de seguirlo y me las arreglé solo como un perro, y ya sólo respondía con una sonrisa y unos brazos abiertos al grito de “Jeremías”.
                Y la última noche que vi al campeón, yo estaba sentado en una mesa apartada, con alguna compañía, y apareció una lata de caramelos cargada con bastante cocaína. Se acercó Lázaro y tomó un poco. Después fue a dar una vuelta pero volvió. Me dijo que había que poner plata para pagar la merca, que se la estaban pidiendo en la puerta. Yo sabía que mentía porque Ludmila ya me había contado que ella había traído el confitero, que era una invitación. (Mentira, no fue Ludmila, pero me gusta pensar que fue ella y no Lucio.) Entonces lo miré a Lázaro a los ojos, y no dejé de clavarle la vista mientras sacaba unos billetes del bolsillo. Como él me miraba las manos, las dejé abajo de la mesa todavía un rato, para que me mire de frente, para obligarlo a disimular. Después le alargué la plata, y lo vi alejarse entre las mesas, la figura que se iba achicando hasta tropezar en el escalón de la puerta, antes de salir.

23/8/13

Penélope en el conventillo


 Penélope tejía y tejía esperando y esperando. Ulises, harto,  la miró y cerró de un golpe la puerta de entrada. “¡Por fin! −dijo Penélope− este atorrante no se iba más a laburar”. 

19/8/13

Descubrimiento

No podía creer
que tus contornos
como heridos
fueran esos
y no otros

te atisbé
temblando
como un recién
liberto
en la noche

6/8/13

Descripción de un vino

A Julio Argentino Torri se le nublaba la visión, por momentos la realidad era opaca. Veía doble, triple, tropezaba, caía, se levantaba y volvía a caer. Convivía con Sanchos y Quijotes multicolores. Parecía embarcado un día de tormenta en la Niña, la Santa o la Pinta, cuando en realidad el sol rajaba la tierra y la calma era “chicha” en la chatura de la pampa. Se revolcaba por el piso y sus mejillas rojas parecían pintadas como una muñeca o una niña no tan santa. Sus días de estafador habían quedado en el pasado y ahora navegaba solo por los terribles mares de alcohol que desataban una tempestad entre las paredes de su cráneo. Dentro de poco ni los dientes le quedarían en su lugar. Había olvidado casi todo, salvo algunos nombres que todavía resonaban en su cabeza: “jof, koff, cof, poff”, un hábito vil de levantar falso testimonio y un error que para un autor es peor que el de perder la elegancia: confundir la realidad con la ficción. El tribunal de la Historia avalaba algunos de sus pedidos, pero el tribunal de la Ficción lo condenaba.
Después de muerto, su amigo enólogo, Franco Gorelli, le dedicó un texto llamado “descripción de un vino” en referencia al fantástico vino Aldonia La Dama. Aquí el texto para ser bebido con los ojos:

En memoria de Julio Argentino Torri

Vestido cereza de capa alta con ribete cardenalicio. De aspecto opaco, con lágrima marcada y de lenta caída. Su nariz es intensa y algo cerrada al principio, de corte confitado de frutos del bosque entramados con finas notas de chocolate, vainilla, tabaco y cuero, con un trasfondo de tierra y ligeras notas licorosas bien integradas. En boca es muy sincero y profundo, con una avidez viva que augura buena evolución, bien cimentada, con taninos presentes pero sabrosos y repuntes amargos a su paso. Portador de frutas silvestres maduras y frescas sobre fondo de bombón de moka, tonos de tinta y atisbos minerales. Final de boca amplio y con peso, de postgusto muy largo y goloso. Le queda mucha vida por delante…”.

“Después de todo siempre es más sencillo pagar las deudas ficcionales que las reales”, pensó Franco cuando acabó de escribir la descripción. Le dio un último sorbo a su copa. La apoyó sobre la mesa y salió de la habitación.


3/8/13

La mala pata del gato

En su tumba, los huesos de Julio Argentino Torri se revolvieron, crujieron y rechinaron: Francisco Piña –el oportunista y prebendario crítico literario– lo había mencionado otra vez. Por supuesto, como siempre, para desprestigiarlo.
Es cierto que Julio Argentino –en vida– había obtenido algún que otro vino de una manera más o menos opinable, los huesos de Julio Argentino no ponían en duda eso –¡por lo que quedaba de su cabeza!, de ningún modo harían algo así, por algo había muerto de cirrosis, además–; pero de allí a permitir que se cazaran sus obras, se las retorciera, se las pusiera de pies a cabeza, y se les pintara un frac o un gran bonete, según cuadrara al caso, para que cada una de las grafías realizadas por su antigua existencia fueran un símbolo evidente de una rapiña implacable y artera en pos de la apropiación de la mayor cantidad de vinos posible, no, señores, ¡eso sí que no!
¡Hay límites –gritaron las cenizas, en coro–, tanto en la vida como en la muerte! No se puede pisotear a Memoria Triste así como así, esperando que nadie reaccione de alguna forma. Ah, la venganza, la venganza de la venganza, y la venganza de la venganza de la venganza; echaría muñón a la fórmula del anciano cacique Mekál Shoj, y las cosas pronto volverían a su lugar. Sobre todo –rió a carcajadas la media mandíbula con dos muelas que quedaba en el cajón– porque el salvaje Piña había cometido un craso y pueril error: a la obra gatuna –de dudosa autoría, es cierto– del Julio Argentino Torri vivo le había seguido, casi inmediatamente a continuación, y en estricta regla mensual, su abominable obra –pero sin ninguna duda suya– sobre un crimen terrible.
¡Je je ja!, Francisco Piña podía considerarlo una amenaza, si así lo deseaba. En ese caso intervendría el Tribunal de la Historia, y los huesos demacrados del viejo Torri beberían, otra vez, el uvado elixir de la victoria.