23/11/12

Lo chancho y lo equino, las hormigas y el delfín


En la metáfora veo la forma de nuestra mente, hecha de hallazgos y cuerpos extraños, de iluminación y adulteraciones.
¿Cómo explicarla, sino porque es nuestra?
Encontramos lo porcino en las facciones de un amigo, o mucho de caballo en la cara de aquella señora.
Los límites, o hábitos, son claros: nadie nota la particular eduardez en el rostro de ese cerdo, que come ansioso entre los otros, ni la peculiaridad de aquel potro, que va al paso con expresión tan a lo Gutiérrez.
¿Comentan dos hormigas, en voz baja, o moviendo con disimulo sus antenas, la oruguidad de una tercera?
¿Se encuentra ese delfín –¿y se enternece?– con la mirada curiosa de su cría en los ojos del pequeño, perdido calamar?

21/11/12

El televidente y el perro



El teléfono sonó varias veces. Él ni se inmutó. Seguía pegado a su sillón, viendo televisión, cambiando de canal. Su piel estaba cubierta de una película de color azul. Sus ojos creían parpadear pero eran los blackouts del televisor entre canal y canal. Así estuvo casi por cuarenta minutos. Después dejó un programa de concursos. Su perro estaba echado a su lado y de a ratos movía la cola. Cambió de canal. Un noticiero mostraba un choque desde el interior de un auto. Era un caso de un hombre que sufría trastornos de sueño. La cámara lo enfocaba de frente, manejando, hasta que se quedó dormido y lentamente (estaba en cámara lenta) comenzó a elevarse, a flotar e irse hacia el fondo del auto. Una vez que el obeso conductor llegó a la luneta, el auto se comenzó a estrujar como el papel de aluminio de un alfajor. Después, los cortes, la magulladuras y, al fin, la sangre. El conductor murió. El televidente no se inmutó. Miró el reloj. Era cerca de la una de la mañana. Cambió de canal. Estaban dando una repetición de un exitosa sitcom. Las risas grabadas que ponían entre el remate de un chiste y otro daban la sensación de estar afuera de la televisión, en la realidad. Algunos de los chistes eran realmente buenos, pero el hombre no reía. Volvió a sonar el teléfono. Esta vez se incorporó y fue a levantar el tubo. Su madre había muerto. La iban a velar por la tarde. El hombre miró al perro y este le devolvió la mirada. Ambos parecían esbozar una sonrisa, pero no sonreían.
Afuera llovía. El televidente tomó el paraguas, ató el perro con la correa y salieron. Llegaron a la residencia donde iban a velar a su madre. Cuando entró, una mujer de unos cincuentipocos años lo saludó. Pero algo la detenía (una suerte de acrílico emocional se interponía entre ella y el televidente). Eran hermanos. El perro miró a la hermana. La hermana miró al perro y sonrieron. Un sacerdote entró en escena, hizo una pequeña ceremonia y después vinieron los matones de la funeraria, de traje y gafas oscuras, a llevarse el cajón. El operativo fue veloz.
El entierro tuvo lugar en un parque memorial muy verde y abierto. Volvió a llover. Cada vez que el cura decía la palabra “Dios”, aumentaba la intensidad de la lluvia. Después comenzaron a sonar risas grabadas. Todos los concurrentes se tentaron con estas (nadie sabía de dónde salían, algunos sospechaban que caían del cielo). La situación cada vez era peor. Un enterrador bajaba el cajón con una manivela. Una correa se soltó. El cajón cayó, la tapa se levantó y medio cuerpo de su madre colgaba como si se tratara de un indio desmayado en una canoa. El contagio era irremediable, inexiliable. El televidente y el perro se desplomaron en el piso, desternillándose de la risa.  

15/11/12

El viudo


            Supe que era viudo casi por azar. Venía al consultorio por una dolencia en la espalda, pero nunca llegamos a conocernos en las sesiones. Esperaba mi orden para sacarse la camisa contra el perchero. Luego se acostaba boca abajo y posaba la cara en el hueco de la camilla hasta que le informaba que los masajes habían concluido. Se levantaba y se vestía, y por último agradecía y enseñaba una sonrisa amable. En su gesto medido no había excesiva confianza, tampoco indiferencia. Era una sonrisa de agradecimiento y punto.
            Semanas después del final de las sesiones, un sábado, lo encontré en el supermercado. Si lo hubiera reconocido, no me habría acercado. Estaba de espaldas, sólo veía su canasto de plástico cargado con productos razonables, coronado por unas endivias, cuando lo llamé para preguntarle por el sector de verdulería. Me contestó con frases breves, pero no fue cortante. Ahí mismo reconocí la neutralidad, recordé sus facciones. Él, que ya había finalizado sus indicaciones, esperaba con calma mi retirada antes de darse vuelta. Su impasibilidad me exasperaba, entonces resolví irme a buscar las endivias mientras mentalmente me odiaba, lo odiaba. Todavía me sentía incómoda mientras pesaba los tomates. Luego la evaluación de los distintos precios, acaso mejor comprar frutas de estación, desplazaron ese momento infantil. Cuando me iba, para evitar el tumulto de las góndolas centrales di un rodeo por las heladeras. Y ahí lo vi. Ese postrecito que me encanta y que decidí que me iba a dar el lujo de comprar. Elegí cuidadosamente el envase más pulcro y tomé por fin el paquete de cuatro vasitos.
            Me di cuenta que me había cruzado otra vez con el paciente cuando deposité el postre sobre las manzanas verdes. El tipo, que en ese momento agarraba sin mayores emociones un queso crema, pareció interesarse por mi modesto consumo suntuario. Creí que al fin me había reconocido, pero su inestabilidad duró un instante, enseguida se dispuso a continuar con lo suyo sin molestar. No cabían dudas, yo había visto relampaguear su fragilidad. Me sentí reparada de mi humillación anterior. Para burlarme de mi indeterminación, yo misma le dije que él había sido mi paciente. Recordó que yo era la kinesióloga, sin turbarse, sin disimular.
            Pareció alegrarse del encuentro, se mostró simpático. Como los dos ya nos íbamos, charlamos un rato en la cola de las cajas. Sin inmiscuirnos en las compras del otro, ambos sabíamos que cada uno llevaba cantidades de soltero. Le confesé que por casualidad me había tentado con sus endivias. Las elogió de buen humor. Vivíamos medianamente cerca del supermercado. Coicidimos sobre algunos restaurantes recomendables de la zona. Cuando teminamos de pagar en cajas paralelas sabíamos que era el turno de la despedida. Con soltura me preguntó si conocía el Huppé, un bar donde tocaban música del que yo solamente había oído hablar. Me dijo sin presumir que conocía al dueño, que si quería podía ir esa noche a oír tango, él me haría pasar. Me aclaró que fuera con quien yo quisiera, sola incluso. Una sonrisa allanó la despedida. Si querés date una vuelta hoy, repitió, para reforzar que la invitación era sin compromiso.
            A la noche fui al bar. No lo dudé mucho, ir a chusmear no me implicaba en nada. No pareció sorprenderse cuando me vio desde la barra. Sonrió, más cálido que en el consultorio, y le hizo una seña a la recepción para que me dejaran pasar. Tomamos un vino mientras sonaba la banda en el fondo. Me estaba divirtiendo, y él parecía disfrutar de mi alegría. Conversamos en el descanso de la música, y después de la presentación. Ya estábamos ablandados por la duración del encuentro, por el dulzor del vino. En un momento, tal vez a raíz del decorado del bar, hice una observación trivial. Comenté que no me gustaban las fotos familiares exhibidas en las casas, que me parecía absurdo detener un momento joven y feliz para contrastarlo con el sinuoso devenir del hogar. Coincidió en esto también, pero hizo una salvedad. Los muertos.
Me contó que conservaba una foto de su esposa muerta en el living. En ese momento sentí que habíamos cruzado un umbral de intimidad. Sin proponérmelo, me sentía más cerca de él que de los pacientes anteriores que me habían querido levantar, incluso del que logró salir conmigo varias veces y una vez solos en mi departamento, luego de desvestirse se puso de espaldas y me demostró que lo que buscaba de mí era un masaje. Pero esta vez era distinto. El clima entre el viudo y yo duró hasta que cerraron el bar. Cuando salimos a la calle, me costaba pensar que cada uno se iría por su lado. Tocar algo de su pasado era como haberlo rozado a él. Accedí a acompañarlo a tomar un café a su casa. Caminamos en silencio por las calles. Unidos por la complicidad.
Subimos. Era en un tercer piso al frente. Por las persianas mal cerradas se filtraba el alumbrado de la calle y contorneaba el interior del living en monocromo. No encendió la luz, me invitó a sentar en un sillón pálido y se fue a la cocina a preparar el café. Cuando estuve sola busqué la foto de la difunta entre los objetos que habitaban la sala. Me pareció ver un marco en un rincón, sobre una mesita esquinera, justo cuando él reapareció con una bandeja. La apoyó a mi alcance, en la mesa ratona, y prendió una lámpara. La luz cayó sobre el café humeante, las revistas, la alfombra hasta las orillas, las baldosas opacas, los pliegues de las cortinas, la mesita oscura que subía por los nudos de la madera hasta el portarretrato. La foto, cuyo tamaño podía hacerla pasar por alto, era la que buscaba: el retrato había sido tomado con su protagonista ya muerta, entre las flores del velorio.
Para recobrarme tomé el café con exageradas cucharadas de azúcar. En la foto está muerta, le tuve que decir. Claro, si está muerta, contestó. No era el espectro del pasado que yo había esperado operando en su vida de viudo. Era la difunta gobernando como tal. Supe que me temblaban las manos por el ruido de la cucharita. Dejé plato y pocillo en la mesa ratona. Me paré, tomé aire, abrí una ventana. Estaba sofocada por el vino, estaba cansada. Le pregunté por el postrecito que lo había aflojado. Sonrió, más triste que en el bar. Ella odiaba ese yogur, dijo.