28/6/11

Policial

Gertrude y Anna, personal de limpieza de una exclusiva cabaña en los Alpes suizos, se sorprendieron al ver a su empleador muerto, con un revólver en la mano derecha, una ordinaria mañana de diciembre de 1980. La sexagenaria figura de Hans Weiner yacía sobre los escalones de la entrada principal del edificio, por los cuales había corrido su sangre desde su sien derecha hasta el momento de coagularse. Las empleadas sonrieron vagamente ante la posición ridícula que había adoptado el cadáver, probablemente a causa de los espasmos que Hans había padecido antes de morir. Gertrude, la más obesa de las dos, ordenó a Anna que informe a la policía de la situación.
Horas después, dos patrulleros y una ambulancia asistieron al lugar. El médico indiferente y su entusiasta asistente se disponían a cargar el cadáver a la ambulancia. El par de oficiales del primer patrullero comenzó con las formalidades burocráticas que requería el asunto, mientras el par de agentes del restante detuvo al personal de limpieza y lo trasladó al departamento de policía.
En ese momento, aún en la mañana ordinaria del diciembre suizo, el asistente médico tropezó con un obstáculo oculto en la nieve. Era el cadáver de un millonario coleccionista de arte francés, Gustave Renard, al cual no le hallaron rastros de sangre. De todas formas su convulsionado rostro inducía a pensar en un asesinato violento.
Este inconveniente produjo malestar entre los dos policías que permanecían allí, especialmente en el que se dirigió con manifiesto mal humor a buscar otra planilla en la guantera del patrullero. Desde ese momento, continuaron los trámites sin mayores interrupciones. Únicamente llamó su atención la aparición súbita de un hombre en un extremo de la cabaña, que salía por una ventana de la planta baja y se dirigía sigiloso hacia el depósito. Los policías reconocieron la silueta del jardinero y mayordomo Dieter, hombre afable y divertido, y sólo atinaron a sonreír con expresión cómplice.
Cuando el patrullero y la ambulancia se disponían a partir, surgió de la puerta principal Marga Weiner, de aproximados veintitrés años. Fue informada de la muerte de su marido por los policías, quienes se notificaron a su vez que el desgraciado anciano legaba a los mortales semejante beldad. Debido a la obscena juventud de Marga, directamente proporcional a la riqueza del difunto francés, y a las consiguientes conjeturas, fue detenida.
Además del refinado Gustave, se alojaban en esos días en la cabaña personajes influyentes de la Unión Europea, por lo que el fiscal designado en la causa optó por no importunarlos en su investigación. En cuanto a las demás inspecciones, el informe policial señalaba que la caja de seguridad de Gustave Renard había sido vaciada.
El fiscal descartó en principio la posibilidad de un asesinato y posterior suicidio por parte de Hans Weiner e intuyó, por el contrario, un sofisticado plan de robo y asesinato al coleccionista Renard que incluía la puesta en escena del suicidio de Hans. Dudaba en este punto entre Marga Weiner y el personal de limpieza. Consultadas las sospechosas, las tres acusaban coartada: Gertrude y Anna afirmaron hallarse durmiendo en el ala de servicio de la cabaña la noche del hecho y se señalaron entre ellas como testigos recíprocas; Marga, por su parte, admitió con cierto pudor que en el momento del crimen se encontraba en su lecho con el mayordomo y jardinero Dieter. Por lo tanto, el fiscal procedió a prestarle declaración a Dieter.
La información referida por Dieter resultó curiosa. Más si se considera que fue tomada por verdadera, aunque si se tiene en cuenta que la prolongación de la causa podía resultar perjudicial al turismo suizo y que las pericias forenses cuadraban en las declaraciones de Dieter, la aceptación de su versión resulta razonable. El mayordomo y jardinero relató que la noche del crimen, como tantas otras noches, había salido del ala de servicio de la cabaña con absoluta discreción para no llamar la atención del personal de limpieza que se hallaba durmiendo, cuando oyó un rumor en el pasillo central. Se ocultó en un rincón oscuro y observó cómo Hans Weiner arrastraba, amenazando con un revólver, a un temeroso ocupante hacia la calle. Dieter siguió la escena por una ventana lateral y pudo escuchar levemente a través del cristal cómo Hans acusaba al desorientado sujeto de haber seducido a su mujer. Luego, el propietario del lugar apuntó su revólver al pálido visitante y, antes de disparar, éste comenzó a temblar y a tomarse el hombro derecho con su mano izquierda. Instantes después, este desconocido, evidentemente Gustave Renard, cayó seco sobre la escasa nieve. Hans Weiner, aturdido por el hecho, tomó una pala del depósito y tapó con nieve de los alrededores al muerto; a continuación, levantó la vista en todas las direcciones y encontró con espanto, a un costado de la entrada, la mirada atenta de Dieter. Fuera de sí, comenzó a correr hacia el jardinero con el revólver en alto; se detuvo en las escaleras de piedra de la entrada, vaciló y se disparó en el cráneo; por espacio de algunos segundos se retorció en los escalones y finalmente expiró. Todo ante la filosa mirada de acero del jardinero, quien concluido el hecho, se encaminó con paso tranquilo hacia donde se encontraba Marga. Una vez allí, le comunicó que su marido no volvería al menos por el resto de la noche y se internó con tedio en el lecho de la joven que yacía en ardiente espera. Por la mañana, escapó como de costumbre por la ventana y se desplazó con cautela hacia el depósito.
Las pericias confirmaron antes de la finalización del año el paro cardiorrespiratorio de Gustave Renard y la firme posibilidad del suicidio de Hans Weiner. El contenido de la caja de seguridad del francés fue hallado destruido en el automóvil del propietario suizo. La incógnita del relato radicaba en el absurdo de haber escapado por la ventana de una viuda, es decir, de un peligro inexistente. Consultado entonces sobre este punto, Dieter contestó despreocupado que la huida por las mañanas constituía su mayor placer.

22/6/11

Café del lago


 Imaginé una vez entrar por esa puerta en el café del lago y verme a mí mismo sentado con un sombrero pescador era tarde pero el sol no acababa de caer y se reflejaba en el oleaje  afuera arrayanes alerces y una sensación de infinito color y sol mis ojos eran mis mismos ojos mi boca mi boca exacta yo era yo sólo que algo dividido que había en mí deambulaba entre un cuerpo y otro un espacio una extensión un tiempo un yo más viejo y uno más joven aunque sin importar cuál era cuál lo que se sostenía en el aire era una atmósfera de división una diferencia entre mi cuerpo y ese otro cuerpo mi cuerpo una distancia hacia mi piel hacia mi carne y la naturaleza cuyo origen desconozco o no sé si alguna vez fue mis miradas se cruzaron y pensé que tenía que volver a lo concreto ir hacia lo concreto hacia lo que siempre está ahí y a veces decidimos obviar o no mirar e inventar bonitas historias bonitas historias un pensamiento una abstracción y adiós juventud adiós cuerpo y dónde están las manos y dónde los dedos de mis pies sintiendo el agua fría y las piedras de la costa y la costa y los árboles y otros cuerpos otras miradas de distintos colores y libertades otros amores y una inagotable mirada azul de un extranjero el sol y los rayos encandilando lo que se ve y lo que no se ve lo que está ahí ahí mismo, ahí, aquí.
Lago verde, Chubut
Enero 2011
Ciudad de Buenos Aires
Junio 2011

11/6/11

Vuelta a casa


i.

Es de noche. Hace frío. La calle de mi casa está vacía. En una vereda, las hojas amarillas del otoño brillan bajo. De la otra, la luz naranja de la hilera de faroles fluye hacia las copas de los árboles en fila. A la espalda de los postes de luz, las casas velan, serenas, por las personas que en ellas duermen o se desvelan. La calle está vacía, y es una delicadeza: el silencio suena en el aplauso de una mano, y es indecible su belleza.


ii.

Sonrío por las flores rosas y blancas de una planta. El perro mira y mueve el rabo.


iii.

del muro del claustro
pende un árbol
que me sorprende:
a través de los años
no cae
ni crece


iii.

               ¿habrá cedido
hasta la piedra?

me acerco y miro
aún resiste:

en su cumbre duerme
acurrucado­
un tallo pálido
verde


ii.

De pronto recuerdo cómo luchábamos con mi perro en otro tiempo, cada uno en cada extremo de esta soga. Hoy paseamos como dos viejitos tomados de las manos. Él ya no ladra. A mí no me molestaría.


i.

Demorado en nimiedades descubro
sutiles afines:
al viento los árboles cantan,
bajo la lluvia aletean
–pienso que el ave es el gozo del árbol,
o la emulación venerante
de su templo dios.

Llueve
y yo vuelvo al lugar
donde quisiera
surcar la palabra
hasta alcanzar la indicencia