28/12/13

El queso y los gusanos

En el paraje Ginzburg, en Entre Ríos, hace tanto calor en diciembre que a veces los peces del Paraná muerden. Por eso en Navidad comen platos fríos y evitan el lechón, las salsas densas y los postres calóricos. En la despensa de Carlos fabrican sus propios chorizos durante el año, pero para las fiestas se dedican a los fiambres y quesos.
En el diciembre que importa aquí, Carlos estaba preocupado por la maduración de los quesos, ya que había vendido más de la cuenta y necesitaba madurar dos hormas nuevas para llevar a su casa de Ginzburg, donde recibiría a su hermano Fernando, que desde joven vivía en Rosario. Fernando estaba divorciado, pero le tocaba esta vez pasar la Navidad con su hija Candelaria.
En la despensa de Carlos trabajaba El Mencho, un chico de diecisiete años, probablemente de Formosa, aunque sin familia, que había llegado a Ginzburg primero recolectando naranjas cerca del Río Uruguay, después vendiendo lombrices a los pescadores del Paraná, y por último haciendo todo lo que Carlos no hacía en la despensa. Sus oficios habían hecho de él un empleado práctico, aunque a veces Carlos creía que era un poco bruto, o al menos supersticioso. Si bien El Mencho era hábil con la mercadería y discreto con los clientes, algunos comentarios habían sorprendido a Carlos. Solía decir, cuando Carlos se quejaba del calor:
-Sí, está quieto. Pero esos árboles del río se empiezan a mover, ahora las ramas nos tiran un vientito lindo.
Y después recibía con placer el aire en la cara.
Carlos jamás clarificaba la distinción entre causas y efectos, pero invariablemente se compadecía del saber miserable del Mencho. Se le ocurrió invitarlo a pasar la Nochebuena a su casa. El Mencho aceptó. Dijo:
-Voy a conseguir más gusanos para que toda la horma esté llena de agujeros.
-Mencho, el queso no tiene gusanos. Los agujeros se hacen por los gases de la fermentación.
El Mencho, que sabía de lombrices y gusanos, no insistió, pero se compadeció del saber rancio y senil de Carlos. Se prometió hacer todo lo que estuviera a su alcance para acelerar la maduración de los quesos.
Llegó la Nochebuena, y los quesos, sorprendentemente, estaban listos. Carlos estaba sorprendido. Su mujer Carlota no, estaba muy ocupada preparando la mesa, y arreglando la casa para cuando llegaran Fernando y Candelaria, pero la comida y la conversación no le importaban, lo mismo que cuando se habían casado, ella se casó más con su casamiento que con su marido, quien cumplía un rol importante, al nivel del vestido, la iglesia y los centros de mesa.
Cuando llegó Fernando, se quejó del calor:
-La hubiéramos pasado en Rosario, con aire acondicionado.
Carlos recordó navidades pasadas, el goce de salir a fumar al balcón y mirar las luces desquiciadas, y después volver a entrar al departamento y sentir el asco del olor frío a cigarrillo frío que se le pegaba al cuerpo.
Candelaria probó un poco de queso y le gustó mucho. Le dijeron que lo había traído el Mencho. Él, aprovechando una distracción de los adultos, se apartó a un costado de la galería calurosa de Ginzburg y le dió a Candelaria un frasco con los gusanos del queso. Ella dijo:
-Los gusanos mágicos.
El Mencho se sonrió, y pensó que lo único mágico de esos gusanos de queso (Europhobias ordinarios) era el pensamiento tierno de la niña de la gran ciudad, que veía en unos simples gusanos la magia de la Navidad.

26/12/13

Una palabra sobre Gutiérrez y el boletero

El tren arrancaba a las 4:15 am en Cañuelas y hacía: 4:43 Levene, 5:07 Kloosterman, 5:18 A. Petión, 5:25 Vicente Casares, 5:34 Máximo Paz, 5:53 Spegazzini, 6:04 Tristán Suárez, 6:17 Unión Ferroviaria, 6:49 Ezeiza, y seguía –Jagüel, Monte Grande, Luis Guillón, Lavallol, Turdera, Temperley…–. Sí, entre Unión Ferroviaria y Ezeiza hay un trecho menor, pero el tren se trababa, sufría un nudo, una incertidumbre, un espacio, una tensión, un interrogante, una angustia.
En concreto, se adelantaba a través del brillo seco del taconeo borceguí –advertencia que suspendía en el aire del vagón la respiración de los pasajeros, como un doble o triple cerrojo– y se hacía presente de cuerpo entero con el vozarrón desde la puerta: “Estación actual, Unión Ferroviaria. Próxima estación, Ezeiza”. Entonces los pasos se hacían lentos, saboreándose de uno en uno, midiendo todo el ancho y el largo del pasillo del tren que no arrancaba, resignado, obediente, tendido junto al andén de la mísera estación.
Todos mirábamos para abajo o para adelante. El boletero se ponía justo a la espalda, casi encima del hombro de Gutiérrez, y le pedía el boleto. Gutiérrez clavaba los ojos en el suelo, mudo, mascullando broncas. El boletero, inclinándose un poco sobre Gutiérrez, casi respirándole en la nuca a Gutiérrez, también se quedaba callado, de pie, y apretaba las mandíbulas en el interior del vagón del tren que todavía no arrancaba, expectante, tenso, paralizado junto al andén de la despreciable estación.
La gente cumple un horario, la gente pierde los premios, la gente tiene que dar explicaciones, la gente necesita la plata, la gente no llega a fin de mes, la gente tiene que hacer sobreturno, la gente sale a cualquier hora, ya casi no queda transporte, tiene que esperar una, dos, tres horas para el próximo tren, pasa frío, pasa hambre, se acuerda de la infancia de la gente, o peor, se pone a pensar en la infancia de los hijos de la gente, esa infancia tejida de frío con hambre, vestida de pudor con vergüenza, disfrazada de impotencia con bronca, tapada de falta con ausencia, y entonces la gente mira por encima del hombro, mientras espera todavía un poco más la llegada del próximo tren, y piensa en el esfuerzo de la gente, si acaso vale la pena, si Dios tiene razón, si Dios es bueno, si Dios se acuerda de la gente, si no estará haciendo las cosas mal…
De a uno, de a dos, de a tres, de a veinte, murmurándole al vecino, el interior de ese gusano impaciente se llenaba entonces de barullo, de tenues mamarrachos verbales que pululaban por el aire dibujando un rulo, una curva, un salto, una recta y un rictus, que estallaban, proliferaban, se bifurcaban, se contagiaban, se engullían, se retroalimentaban, se enfatizaban, se potenciaban y reforzaban.
Porque eso era el principio, nada más que el principio, el encendido de un motor que arranca y carbura, pero que se queda todavía ahí, regulando. Porque todavía nadie levantaba los ojos del piso o de la nuca del de enfrente. Porque la humedad y el calor también ganaban en intensidad en la exhalación del boletero contra la nuca de Gutiérrez. Porque Gutiérrez permanecía mudo, mascullando broncas, con los ojos clavados en el suelo, sentado en la butaca del tren que no arrancaba, exasperado, tembloroso, detenido junto al andén de la desolada estación.
Más hacia la punta del vagón alguien le reprochaba entonces al vecino, un poco más fuerte, que no ves Julián que llego tarde, otro se quejaba de manera audible que siempre la misma historia, uno atrás suyo explicaba para todos que qué vah´cer varón, si siempre pagan justos por pecadores, y de la otra punta alguien reclamaba a viva voz que se solucione el inconveniente de una vez por todas, que al pan pan y al vino vino, y basta de tanta vuelta.
Y entonces las miradas giraban recorriendo toda la circunferencia disponible de sus órbitas, se levantaban con furia al techo, bajaban con desesperación a las agujas de los relojes, que seguían girando, y se volvían a un costado con violencia, se gruñían las miradas, se ladraban las miradas, se mostraban los dientes, se mordían. Y de a poco, de a dos en dos, ensangrentadas, se iban volviendo hacia Gutiérrez, le tiraban desde todos los ángulos posibles a Gutiérrez, le escupían con filo rojizo desde las bocas de sus párpados.
Y no había caso. Nunca había caso. Gutiérrez se paraba recién entonces, mudo, mascullando broncas, y cruzaba las puertas abiertas de la formación, se sentaba en el banco todavía húmedo de la estación perdida y miraba hacia el interior de las ventanillas del tren humillado, avergonzado, aplacado que como si nada, desaparecía.
Entonces el boletero volvía sobre sus pasos hacia los mates, las carcajadas y los cigarrillos del chofer, y los pasajeros volvían a mirar al piso, bajito y para adentro se decían que no se podía hacer nada, que el boludo de Gutiérrez se lo había buscado, que yo no me puedo dar el lujo de perderme este tren por defender a nadie, que el hijo de puta del boletero tarde o temprano se iba a cansar, que la familia pide pan y no espera. Y a medida que se iban olvidando, iban volviendo al ensueño, al periódico, a la conversación de dos o tres sobre esto y aquello.
Y entre esto y aquello, cuando se hacía una pausa en la charla de los muchachos, Correa me pedía que arrojara luz, que aventurara una reflexión, que desenvolviera un pensamiento, que desenfundara una palabra, ya que yo era el filósofo del grupo –bueno docente, es la misma cosa para nosotros, los icnorantes–, que me expidiera, en fin, sobre el curioso caso de Gutiérrez y el boletero.
Y yo, que quizá podría haber dicho algo sobre el uniforme del boletero, sobre la empresa militar, sobre la explotación, sobre las venas anudadas de Latinoamérica, sobre Gutiérrez y su ideología republicana, de importación, me quedaba entonces mudo, como en un doble o triple cerrojo, con la mirada clavada en el suelo, mascullando broncas, sabiendo que lo único que quería Correa era que no olvidara que todos recordaban que Gutiérrez, el también docente, intelectual Gutiérrez, a la quinta o sexta vez que el boletero me había mandado en un abrir y cerrar de ojos a sentarme al banco todavía húmedo de Unión Ferroviaria, había alegado en mi defensa la obvia verdad de que no había boletería abierta a esas horas, de que ningún pasajero de todo ese perdido y miserable, despreciable y desolado tren viajaba con boleto.

23/12/13

La necesidad de un final

Diciembre pasa y la gente camina y roza su piel transpirada contra otros brazos, otras pieles. El asfalto hierve y la brea se ablanda. Una coca-cola se eleva haciendo un recorrido en miniatura, como una maqueta de un lanzamiento al espacio, para luego cambiar de dirección y caer de lleno en la boca de un turista. Por debajo de la Avenida Corrientes el subte B pasa lleno y la gente va cargada de estrés y gotas de transpiración en la frente que no pueden enjugar, porque les es imposible liberar sus brazos. Todos los cuerpos encimados unos contra otros. Cuellos quietos y los ojos oscilando hacia uno y otro lado. Todo húmedo. El tren frena, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! La gente, chocándose entre sí, se vuelve a reubicar con el cierre de las puertas y el tren arrancar otra vez. Ese orden, o desorden, se mantendrá estático por el próximo minuto. Cuide sus pertenencias hay amigos de lo ajeno, cuide sus pertenencias, y me dijo que me callara enfrente de todos, ya no se puede así, trabajar ahí, con el frío que hace, el aire acondicionado al palo y nadie le dice nada. Estación Pueyrredón, cuidado, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! Miradas evidentes se cruzan entre un chico y una chica, no se hablaban con palabras, se decían muchas cosas de las que no se hacían cargo, ni siquiera sabían que estaban hablando, que estaban diciendo algo, insinuándose. En el techo propagandas disfrazadas de navidad. Una señora con el ceño fruncido reprobando a un chico alto, flaco, con unos grandes aros que le ahuecaban ambos lóbulos. Estación Pasteur. El tren frena, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! La gente, chocándose entre sí, se vuelve a reubicar con el cierre de las puertas y el tren arrancar otra vez. ¿Qué querés de regalo? ¿Un Max Steal? ¿Qué es eso? Ella se fue de vacaciones en el peor momento, dejando todo por la mitad y la otra que la autoriza, no es eso, la cosa pasa por otro lado, no se puede jugar con línea de tres, pero tampoco con esos cuatro muertos, no los conoce nadie y van al mundial. Estación Callao. El tren frena, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! ¡Dejen bajar! Grita un hombre robusto, medio panzón y pelado que llevaba un carrito con unas cajas aparentemente muy frágiles. Dejate de joder pelado, le dice uno. Tomate un taxi, boludo. El pelado baja rojo como un tomate puteando a todos. Así, bajate, puto. No vuelvas. Estación Uruguay: El tren frena, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! La gente, chocándose entre sí, se vuelve a reubicar con el cierre de las puertas y el tren arrancar otra vez. Estación Carlos Pellegrini: combinación con líneas C y D. Una masa importante de gente se abalanza para salir por la puerta y ganar prioridad en la escalera mecánica. El tren ya era otro, aliviado. El problema sigue en los túneles, donde la multitud continúa su marcha para subirse a nuevos tres y nuevas peleas. Todo, un 23 de diciembre por la mañana, esperando la navidad. 

28/11/13

La aventura de la memoria




Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras.
Funes el memorioso


            Antes del suceso, sin dudas fascinante,  que cambiaría las cosas para siempre,  pero que antes de suceder era impensable, entonces, ese momento previo adquiere ahora en retrospectiva una importancia póstuma. Justo antes entonces Epifanio Céspedes estaba en su departamento de San Isidro, tendido con alguna negligencia en el sillón, tal como lo había depositado un desmoronamiento controlado, de modo que todo su peso se distribuía en los puntos de contacto azarosos que habían resultado de esa indolencia. Como no logró entrar en sueño, giró sobre los almohadones y vio la mesa ratona, encima sus utensilios y un gorro fez que le habían traído de Marruecos y que le recordaba a la Ardilla Atómica y a algún documental de guerra. La fatiga aplazó el armado del cigarrillo de marihuana, pero en cambio algunas inquietudes del ámbito del deseo arruinaban la armonía de la pereza y obstaculizaban la siesta. Luego de una duermevela plagada de descanso y erotismo, Epifanio comprendió que se estaba cayendo del lado de la vigilia.
            Dio unos pasos hasta el baño, se masturbó con ímpetu tranquilo, no pudo evitar durante la operación reconocer algún desorden en el armario abierto, y luego la consabida manchita de cemento que se había filtrado entre los azulejos. Eyaculó con el placer de una verdad revelada, satisfactoria y poco afecta a la duración sostenida. Usó el último tirón de papel higiénico, luego se enjuagó, apagó la luz y antes de salir sintió que algo le rozaba la cabeza en la oscuridad. Le restó importancia y fue al sillón, y cuando ya se disponía a picar la planta seca para liar su porro notó que sus manos estaban ensangrentadas. Pensó en volver al baño para verse en el espejo, pero un gusto ferroso en la boca lo impulsó a escupir al piso, y comprendió que la sangre brotaba de la garganta. El terror paralizó la vuelta al baño y pronto sintió un mareo. Quiso recomponerse, pero no entendía nada.
            En su convalecencia, tuvo una inyección afiebrada de recuerdos que se organizaron cronológicamente, su vida desde los convencionales inicios expuesta rauda y sin descanso donde emergía un puñado de momentos en toda su lentitud: el olor a garrapiñada caminando con sus padres por el Tigre, no la mediocre iniciación sexual como hubiera pensado, sino una mirada insignificante y definitiva de su vecinita antes de mudarse a capital, una humillación temprana en la adolescencia, sin personajes, metonímica hasta la abstracción del detalle puro, el temor del último examen de la universidad, la bufanda que olvidó su mujer cuando lo dejó por vago, no el viaje memorable a Río de Janeiro, sólo el placer de la rememoración en Buenos Aires, el momento en que se perdonó la distancia con su hermano, sólo años después de su muerte, el descubrimiento de la traición de su amigo que prefirió ignorar, el sabor intenso del último pan tostado con manteca, que remitía a cualquier desayuno de su vida y por eso pervirtió el tiempo de su biografía sucinta.
El resumen quiso respetar todavía cierta trayectoria y continuó con unas manos ensangrentadas y un gusto ferroso en la boca, pero enseguida una precipitación de recuerdos recomenzaba. Otra vez su vida, levemente desfasada, con sensaciones fuera de catálogo y situaciones que creía no haber atravesado pero que sin duda recordaba. Cuando nuevamente llegó a la última hora, esta vez acostado en un hospital cercano a su departamento, en ese mismo instante dentro del instante en el sillón de San Isidro, otra vez implosionó el recuerdo. Los relatos se sucedieron, uno dentro de otro, y cada nueva reminiscencia forzaba más lo que había creído su pasado. Cuanto más se cristalizaba un hecho significativo en una vida, más celeridad adquiría en la siguiente, y en cambio otros asuntos intensos pero inesperados se ralentizaban con vigor a cada nueva vida que se abría en el borde de la vida anterior. Ya no sabía si repetía sus experiencias o migraba a otras vidas pasadas o contadas. El futuro era absurdo, pero el pasado estaba aún por escribirse.

La gran cordillera blanca


               Los tres alpinistas hicieron cumbre en el pico superior del cerro más alto de la gran cordillera blanca, pero una tormenta repentina les impidió regresar a tiempo. Acostados sobre la nieve, metidos –envueltos– en la carpa ínfima, sin armar, que llevaban consigo, establecieron turnos de media hora durante los cuales uno dormía –o dormitaba, o lo intentaba– en el medio, mientras los otros dos resistían.
               La tormenta pasó y al atardecer del día siguiente llegaron al refugio, donde dieron la franca impresión de estar muertos. Los desnudaron a unos metros de la chimenea, les dieron cucharadas de sopa en la boca y los metieron en las camas angostas ubicadas junto al hogar, pero no se durmieron.
               De manera espontánea y mecánica, como un fluido hipnótico, se fueron contando –con la voz que les quedaba en el cuerpo, entre el susurro y los gruñidos– los sueños que habían tenido en la cumbre de la gran cordillera blanca: un apuñalamiento; el llanto de un sordomudo; un sol rojo, inmenso, parpadeando en el centro de un cielo rojo; las risas agudas de gaviotas borrachas; un durazno gigante rodando barranca abajo; el fuego de una vela ardiendo sobre la superficie de un lago, de noche; un niño pateando una pelota peluda; las caricias arrugadas de una anciana...
               El refugiero los iba anotando en su diario, sorprendido de la nitidez de esos recuerdos y comprendiendo –de a poco– que ya no se podía hacer nada más por esos tres alpinistas, que no habían vuelto, que ya nunca volverían.
           
               A miles de kilómetros de distancia, unas pocas personas de distintas edades soñaron borrosamente con una interminable tormenta en la cumbre del pico superior del cerro más alto de una gran cordillera blanca; con un apuñalamiento, el llanto de un sordomudo, un sol rojo, inmenso, parpadeando en el centro de un cielo rojo, las risas agudas de gaviotas borrachas, un durazno gigante rodando barranca abajo, el fuego de una vela ardiendo sobre la superficie de un lago, de noche, un niño pateando una pelota peluda, las caricias arrugadas de una anciana...

La parte por el todo

Tenía los ojos vendados y el cuerpo transpirado. Estaba de pie frente a un muro de unos cinco metros de alto. La punta metálica y fría de un fusil en la nunca le erizaba los pelos. Un soldado le gritaba en el oído cosas que no podía entender, mientras lo sacudía del uniforme. De tanto apretar las muelas sentía que la cabeza le estaba a punto de estallar. Cuando se alejo la voz, se quedó pendiente de lo que seguía, atento a los instantes sucesivos −tan próximos y trasparentes− que aplastaban su cara como un vidrio, deformándola.
Podía componer la imagen de ese pequeño universo en tan sólo un instante: las armas, las boinas, las botas, sus cordones, el polvo, y a menos de cien metros estaban ellos… de espaldas, aplastados por el sol, mientras una brisa sofocante jugaba a erosionar sus  polvorientos uniformes.
La fila de soldados apuntaba a los presos. El sol iluminaba la punta de cada uno de sus fusiles. Un poco de tierra se levanta con el viento y el graznido de un pájaro parado en la cornisa desconcentró al cabo Fernandez. Martinez, ya distraído, miraba la cantidad de tierra que habían juntado sus botas, y pensaba en el cepillo y el lustre de este domingo por la noche en su habitación. Necesitaba mostrarse triunfal e impecable en la formación del lunes siguiente, justo antes que el himno se haga escuchar. La soledad y la angustia estaban sentadas en una de las galerías laterales del cuartel, tomadas de la mano.
Los soldados buscaban una coincidencia, atrapar con la mira a esos pequeños rehenes para que luego se tumben y pasen los que siguen y se tumben, y pasen los que siguen, hasta que ellos estén contra un paredón y alguien los haga coincidir de alguna manera. La precisión lo era todo. Si no mataban de un tiro eran castigados. No podían fallar. Los superiores no querían gritos desconcertantes. Tenían que ser efectivos.

Por las noches, los sueños de la mayoría de los soldados no eran nada fuera de lo común. Algunos eran terribles, como los de Yañez. Él soñaba que miraba  una película en una sala de cine y, de golpe, una de esas caras gigantes que estaban en la pantalla lo miraba, extendía su brazo, lo atrapaba con los dedos como tomando una pizca de sal y se lo llevaba a la boca. Así despertó gritando varias noches. Así fue tomado por loco y encerrado.

27/10/13

Una probabilidad en 739.841 millones

No quedó otra que resetearlo. Comportamiento inexplicable reiterado, una falla en 53.000 millones. Es imposible que vuelva a suceder, aseguró el técnico: estaríamos hablando de una probabilidad en 739.841 millones. Ahora yacía en el sillón, conectado a su fuente, como un niño. En una o dos semanas volvería a la normalidad, pero mientras tanto debían monitorearlo, dijo el profesional al retirarse.
Su plan no cubría el reemplazo ni la recuperación en el taller de la empresa. Qué lastre, pensó Rodolfo. Ahora no solo tenía que volver a poner el cubículo en orden, además iba a tener que hacer las veces de niñero.
Sin embargo, cuando cerró la puerta y se volvió hacia Tito para lanzarle una galaxia de reproches en cada ojo, no pudo evitar compadecerlo, quererlo, extrañarlo. Entonces juró cuidarlo como se merecía, con esmero, aunque eso significara dormir menos y no cumplir con sus obligaciones en forma correcta, al menos por un tiempo.
Al octavo día comenzó el proceso de reprogramación intensiva. Al décimo, Tito abrió los ojos y dijo “Hola amo”. Rodolfo flotaba de alegría.
El problema surgió a las 20:37 del día catorce. Rodolfo retiró su porción de comida del rapichef y se sentó junto a Tito para charlar un rato de las noticias –algunas funciones ya operaban de manera apropiada–, pero él se levantó con su agilidad característica, aplastó el plato contra la cara de Rodolfo, y lo sostuvo del tobillo izquierdo, colgando de pies a cabeza, hasta que llegó el servicio de emergencias, seis minutos y medio más tarde.
Rodolfo alcanzó a recuperarse para ver cómo se llevaban a Tito, ya anulado: un pedazo informe de plástico y silicona. Durante unos momentos la gente de la empresa le ofreció infinitas disculpas y le explicó de mil amores el protocolo a seguir en estos casos. Rodolfo intentó reternerlos, con su modo patético y torpe, pero apenas estuvieron seguros de que se encontraba sano, se despidieron limpiamente. Sentado en el sillón, en la soledad compacta del cubículo, Rodolfo se largó a llorar. Pronto se quedó dormido.
Hacia la medianoche, a través de un dolor de cabeza aplastante, Rodolfo abrió los ojos. Una lujosa S-25, último modelo, lo miraba sonriendo.

23/10/13

Delance (¿delay or advance?)


               Salí a la calle y comencé a caminar por la calle Drago. Delante de mí había un hombre que caminaba en la misma dirección. Cuando llegó a la esquina dobló a la izquierda (yo también tenía que doblar en esa esquina). Caminó dos cuadras más por Lavalleja. Después dobló a la derecha y caminó por Av. Corrientes. Me di cuenta de que vestía un loden idéntico al mío. Caminamos una cuadra más. Sus zapatos también eran iguales. Cruzamos la av. Estado de Israel (su pantalón también era idéntico). Por un momento pensé que era un yo del futuro (de unas centésimas de segundo) o una pequeña distorsión en el tiempo y el espacio que me hacía verme a mí mismo caminando delante de mí. Después vi que delante de él, había otro yo igual a mí y a él, y delante de él otro, y otro... Me di vuelta y hacia atrás sucedía lo mismo. 

28/9/13

Gris, azul y negro

               Desde el umbral de la casa, Bautista Morales oteó el interminable rebaño gris que cruzaba con las ubres repletas el cielo pampeano, y caminó en dirección al monte. A la altura del galpón donde almacenaban alimento, encontró un ratoncito destripado y lo empujó hacia afuera de la huella con la punta del borcego. Hizo una pausa junto al molino, encendió un cigarrillo, y estudió por un momento el ojo cada vez más hinchado y azul del medio pez que flotaba a la deriva por encima del líquido negro del tanque australiano. Entonces se alejó un poco más, hasta allegarse al caldén que se inclinaba, aterido, frente al leve fulgor del poniente detrás de las nubes.
               – Hola angelito –le dijo Morales, descubriéndose la cabeza, a la cruz torcida bajo la cual yacía su única hija–. No vayas a mojarte y pasar frío.
               Apagó el cigarrillo y escupió junto a un brote de flor morada bastante crecido. Pronto llegaría la primavera. Una gota rotunda se le metió entre los pelos hasta el cuero cabelludo. Morales se volvió a calzar la boina, aplastó con un pie el retoño de la planta y emprendió la vuelta. Mirándolo a través del ventanal del frente de la casa, todavía convaleciente por el parto en el que había salvado la vida, y perdido la posibilidad de engendrarla, la figura de su esposa lo esperaba.

Jamás

            Jamás hubiese imaginado que pudiera pasar en un tren. Que además del placer de conseguir asiento pudiera hacerlo delante de una mujer, y que esa mujer además pudiera llamarle la atención. Jamás hubiera pensado en descubrir el atractivo de una mujer improbable en un lugar improbable frente a su propio asiento improbable. Menos hubiera creído que pudiera ser agradable el ejercicio de inventariar atributos, indagar las causas del gusto durante medio viaje. Nunca hubiera consentido esperar un efecto recíproco, vergüenza le hubiera dado imaginarse interesante, ridículo tomarse la segunda mitad del viaje para evaluar su propia imagen, el misterio que podía transmitir su cuerpo sentado, la actividad que podía insinuar su vestimenta, el efecto de sus facciones, su forma de plantarse en el mundo, a los ojos de ella, una mujer improbable en un momento improbable atendiendo asuntos ya impensables. Que al momento de bajar del tren establecieran algún contacto rayaba la estupidez. No cabía la eventualidad de concebir un cruce fortuito, no había ocasión donde pudiera abrirse una serie de probabilidades inexploradas. Menos aún que cada serie abierta por el azar impulsara nuevas series hasta el infinito. Jamás hubiese evocado premisas tan improbables. Y menos que menos dentro de ese cálculo imposible, fuera de la órbita del azar, aún menor entonces era el riesgo de anticipar un porvenir concatenado, una visión del recibimiento con cara de expensas, un relámpago sombrío de lo que jamás hubiera podido llegar a ser, lo opuesto improbable de ese entusiasmo imposible. No llegó a sentarse en el asiento que apenas alcanzó a ver libre por un momento, detrás de los cuerpos, y viajó parado, acaso divagando chatito, antes de llegar, quizás sea profesor, imaginó la mujer sentada.

18/9/13

Vida cotidiana

     Dos señoras esperaban el colectivo en una parada. Una de ellas, dramática, se quejaba, mi hijo no me come. Tenés suerte, el mío sí, le responde la otra, con una mirada lúgubre. Y le muestra el tercio de brazo que le quedaba con un muñón en la punta. Luego ambas se miraron y comenzaron a gritar y a correr despavoridas en círculos.

28/8/13

Brutalismo

                Mi primo Lázaro era un canchero. Se plantaba con gusto. Claro, se las sabía todas. También sabía que pasando la avenida no sabía nada, que era un intruso, incluso sabía que unos barrios más allá era un ridículo. Pero sabía, sobre todo, ignorar lo que sabía adverso.
                Claro, todo esto yo no lo sabía. Empecemos de nuevo.
                En el barrio, o lo que se puede decir el barrio, es decir, algunas calles no todas, a ciertas horas no todas y para determinada gente no toda, Lázaro era un fenómeno. Tan bien se plantaba que no le incomodó su primo inexperto, en adelante yo, Jeremías, cuando empecé a aparecer por esas calles a esas horas entre esa gente, en adelante el barrio. “Jeremías”, decía, y con una sonrisa y brazos abiertos me recibía y simultáneamente con su aplomo se arrogaba el derecho de bendecir el acceso al barrio. Me llevaba a la esquina, a los bares, a los antros, en suma, a los lugares sociales donde Lázaro era un campeón. Pero sobre todo era un campeón en otro lugar, no tanto o no sólo en la esquina, los bares, los antros, sino y sobre todo en un universo complementario: en lo que ahí y de ahí se hablaba. Esto entonces tampoco yo lo sabía, pero ahora que rememoro lo intuyo, puesto que no podría determinar esa esquina ni enumerar esos bares ni ubicar esos antros, más bien son una invención mía para imprimir en un ambiente el pequeño mito que Lázaro se había sabido forjar. Yo mismo en ese momento recibía fragmentos dispersos de historias, compartía ratos, gestos, actitudes, todo ello fascinante para un adolescente, y por eso mismo también inquietante y agotador, por lo cual me esforzaba para hacerme una idea tranquilizadora de Lázaro y del barrio donde cupiesen medianamente todas las impresiones. Tal como cuando era estudiante de medicina y los ruidos gregarios y subversivos del estetoscopio, en un principio indescifrables, se fueron equilibrando en diagnósticos envueltos: arritmia, soplo, pulso regular. (Mentira, no estudié medicina, pero me gusta la imagen del estetoscopio para describir ese automatismo.) No quiero decir con esto que mi primo fuera pura espuma, no le guardo ningún rencor, sólo quería situarlo más allá del tiempo y espacio de una silla.
                Entonces Lázaro me aceptaba. Y cuando pasaban las horas y el barrio mermaba me decía “sólo quedamos los buenos” y me llevaba a otros lugares, cercanos pero como de otro barrio o de otro mundo, establecimientos impensados en veredas que yo creía conocidas, donde me inició en la alta noche: la espera de algo incierto que nunca llega. Es decir, me hacía pagar la entrada de ambos al cabaret donde exageraba su confianza con las chicas y alguna vez me instó a debutar con Ludmila, con muchos nervios y poco glamour. “Para que te vayas soltando”, me decía. Es decir, me hacía pagar la marihuana que él me preparaba con dedos  expertos y luego me obligaba a fumar con solvencia, disimulando que me tosían los ojos. “Para que te vayas soltando”, me decía. Una vez lo acompañé a comprar y vi que le daban un sobre. Supuse con razón, a partir de las conversaciones que siempre oía, que era cocaína. Y sin razón tuve miedo y vértigo, ya que Lázaro no pensaba incluirme en la ronda. “Dejá de seguirme como un perro”, me dijo.
                Entonces dejé de seguirlo como un perro, aunque cuando me veía gritaba “Jeremías” y su sonrisa me convidaba a acercarme y sus brazos abiertos me decían que el que daba los permisos para acercarse era él. Exageraba sus historias, sabía cómo burlarse sin ofender, porque una cargada suya era también entrar en su círculo. Por eso, cuando a raíz de una rocola desactualizada me dijo “Jeremías, Pies de Plomo”, más que bautismo fue una ordenación. Pero en determinado punto de la noche, después de los “Para que te vayas soltando”, venía muy a menudo el “Dejá de seguirme como un perro, arreglate solo”. Entonces dejé de seguirlo y me las arreglé solo como un perro, y ya sólo respondía con una sonrisa y unos brazos abiertos al grito de “Jeremías”.
                Y la última noche que vi al campeón, yo estaba sentado en una mesa apartada, con alguna compañía, y apareció una lata de caramelos cargada con bastante cocaína. Se acercó Lázaro y tomó un poco. Después fue a dar una vuelta pero volvió. Me dijo que había que poner plata para pagar la merca, que se la estaban pidiendo en la puerta. Yo sabía que mentía porque Ludmila ya me había contado que ella había traído el confitero, que era una invitación. (Mentira, no fue Ludmila, pero me gusta pensar que fue ella y no Lucio.) Entonces lo miré a Lázaro a los ojos, y no dejé de clavarle la vista mientras sacaba unos billetes del bolsillo. Como él me miraba las manos, las dejé abajo de la mesa todavía un rato, para que me mire de frente, para obligarlo a disimular. Después le alargué la plata, y lo vi alejarse entre las mesas, la figura que se iba achicando hasta tropezar en el escalón de la puerta, antes de salir.

23/8/13

Penélope en el conventillo


 Penélope tejía y tejía esperando y esperando. Ulises, harto,  la miró y cerró de un golpe la puerta de entrada. “¡Por fin! −dijo Penélope− este atorrante no se iba más a laburar”. 

19/8/13

Descubrimiento

No podía creer
que tus contornos
como heridos
fueran esos
y no otros

te atisbé
temblando
como un recién
liberto
en la noche

6/8/13

Descripción de un vino

A Julio Argentino Torri se le nublaba la visión, por momentos la realidad era opaca. Veía doble, triple, tropezaba, caía, se levantaba y volvía a caer. Convivía con Sanchos y Quijotes multicolores. Parecía embarcado un día de tormenta en la Niña, la Santa o la Pinta, cuando en realidad el sol rajaba la tierra y la calma era “chicha” en la chatura de la pampa. Se revolcaba por el piso y sus mejillas rojas parecían pintadas como una muñeca o una niña no tan santa. Sus días de estafador habían quedado en el pasado y ahora navegaba solo por los terribles mares de alcohol que desataban una tempestad entre las paredes de su cráneo. Dentro de poco ni los dientes le quedarían en su lugar. Había olvidado casi todo, salvo algunos nombres que todavía resonaban en su cabeza: “jof, koff, cof, poff”, un hábito vil de levantar falso testimonio y un error que para un autor es peor que el de perder la elegancia: confundir la realidad con la ficción. El tribunal de la Historia avalaba algunos de sus pedidos, pero el tribunal de la Ficción lo condenaba.
Después de muerto, su amigo enólogo, Franco Gorelli, le dedicó un texto llamado “descripción de un vino” en referencia al fantástico vino Aldonia La Dama. Aquí el texto para ser bebido con los ojos:

En memoria de Julio Argentino Torri

Vestido cereza de capa alta con ribete cardenalicio. De aspecto opaco, con lágrima marcada y de lenta caída. Su nariz es intensa y algo cerrada al principio, de corte confitado de frutos del bosque entramados con finas notas de chocolate, vainilla, tabaco y cuero, con un trasfondo de tierra y ligeras notas licorosas bien integradas. En boca es muy sincero y profundo, con una avidez viva que augura buena evolución, bien cimentada, con taninos presentes pero sabrosos y repuntes amargos a su paso. Portador de frutas silvestres maduras y frescas sobre fondo de bombón de moka, tonos de tinta y atisbos minerales. Final de boca amplio y con peso, de postgusto muy largo y goloso. Le queda mucha vida por delante…”.

“Después de todo siempre es más sencillo pagar las deudas ficcionales que las reales”, pensó Franco cuando acabó de escribir la descripción. Le dio un último sorbo a su copa. La apoyó sobre la mesa y salió de la habitación.


3/8/13

La mala pata del gato

En su tumba, los huesos de Julio Argentino Torri se revolvieron, crujieron y rechinaron: Francisco Piña –el oportunista y prebendario crítico literario– lo había mencionado otra vez. Por supuesto, como siempre, para desprestigiarlo.
Es cierto que Julio Argentino –en vida– había obtenido algún que otro vino de una manera más o menos opinable, los huesos de Julio Argentino no ponían en duda eso –¡por lo que quedaba de su cabeza!, de ningún modo harían algo así, por algo había muerto de cirrosis, además–; pero de allí a permitir que se cazaran sus obras, se las retorciera, se las pusiera de pies a cabeza, y se les pintara un frac o un gran bonete, según cuadrara al caso, para que cada una de las grafías realizadas por su antigua existencia fueran un símbolo evidente de una rapiña implacable y artera en pos de la apropiación de la mayor cantidad de vinos posible, no, señores, ¡eso sí que no!
¡Hay límites –gritaron las cenizas, en coro–, tanto en la vida como en la muerte! No se puede pisotear a Memoria Triste así como así, esperando que nadie reaccione de alguna forma. Ah, la venganza, la venganza de la venganza, y la venganza de la venganza de la venganza; echaría muñón a la fórmula del anciano cacique Mekál Shoj, y las cosas pronto volverían a su lugar. Sobre todo –rió a carcajadas la media mandíbula con dos muelas que quedaba en el cajón– porque el salvaje Piña había cometido un craso y pueril error: a la obra gatuna –de dudosa autoría, es cierto– del Julio Argentino Torri vivo le había seguido, casi inmediatamente a continuación, y en estricta regla mensual, su abominable obra –pero sin ninguna duda suya– sobre un crimen terrible.
¡Je je ja!, Francisco Piña podía considerarlo una amenaza, si así lo deseaba. En ese caso intervendría el Tribunal de la Historia, y los huesos demacrados del viejo Torri beberían, otra vez, el uvado elixir de la victoria.

30/7/13

Una reflexión de "El caballero que cayó al mar", de H.C. Lewis

"Standish decidió sacar provecho de su flotabilidad. Estaba el problema de la ropa, pero tendría que afrontarlo con valor. Con solo mirarlo, cualquier extraño estaría dispuesto a declarar solemnemente que Standish usaba ropa interior blanca. Pero lo cierto era que le gustaban las rayas y los colores. En ese momento tenía puesta una camiseta blanca y un short rayado, azul y amarillo. Además del natural pudor masculino, era esa otra razón por la que Standish decidió que de ninguna manera permitiría que lo rescataran en ropa interior. Bastante malo habría sido que lo volvieran a subir al Arabella en short blanco; pero azul y amarillo a la vista de todos, entre ellos el señor y la señora Brown, ya era imposible. En un hombre, el sentido de la decencia era tan importante como la vida.
En un instante se dio cuenta de la falsedad de esa noción. Empezaba a sentir un ligero dolor en los hombros de tanto bracear. En cuanto fue consciente del esfuerzo, cambió de parecer. Nunca antes se le había ocurrido que la mente fuera un juguete del ser físico; que las convicciones estaban muy bien hasta que el cuerpo tenía una necesidad; entonces el cuerpo torcía la mente para hacer valer su voluntad. Lo único que supo fue que de pronto ya no le importaba si la buena gente del Arabella veía sus shorts azules y amarillos. Standish quería flotar y vaya si lo haría".

1a ed., 1a reimpresión, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2012, trad. de Laura Wittner, pp. 56/57.

28/7/13

Imprevisto ferroviario

Qué depresión, pensó Osvaldo, parado en el andén: mitad de semana, mañana de lluvia, hora pico, medias mojadas, mochila pesada, y una larga espera por delante. En la fila, observó, lo precedían una señora alta y canosa que leía un libro, un gordo cincuentón que balbuceaba quejas contra el servicio, una chica pelirroja que apretaba las teclas de su teléfono, y un oficinista sin edad que miraba detenida y rigurosamente a la nada.
De manera instintiva se concentró en la pelirroja: sus movimientos eran ágiles, e irradiaba algo así como una energía especial. Su belleza era extraña y fascinante. En pocas y sencillas operaciones, Osvaldo calculó lo fácil que sería enamorarse de ella, si es que ya no lo estaba.
¿Cómo será?, se preguntó, dedicando los siguientes treinta minutos a divagar esporádicamente al respecto. Al fin, amenazando su statu quo, los ortoedros de hierro y acero se arrastraron lentamente hacia el interior de la terminal, y una vez inmovilizados, abrieron sus puertas y comenzaron a deglutir la multitud. Decidido a hacer por lo menos algo, Osvaldo se esforzó en terminar sentado frente a ella. Echando mano a una que otra descortesía, un trotecito corto y ridículo, y un roce algo violento con el empleado zombi, lo logró. Era una señal: tenía que hablarle.
Por lo pronto, el tren demoraba su partida, lo que le daba tiempo. Como dificultad adicional, ella solo parecía tener ojos para su teléfono. Interrumpirla y no quedar como un pesado era imposible. Mejor esperar el contacto visual. Mientras tanto, Osvaldo contempló por la ventana los faroles anaranjados de la estación, y se puso a ensayar. Hola, soy Osvaldo. No, eso no. Hola, sos muy linda, ¿cómo te llamás? Tampoco. Me parecés muy linda, te doy mi teléfono y si tenés ganas, me llamás, ¿dale? ¡Esa, campeón!
Osvaldo volvió los ojos chispeantes hacia la exótica pelirroja, pero la encontró como asustada, con la mirada fija en la pantalla del teléfono. Uh, qué pálida le habrán dado para que reaccione así, pensó Osvaldo, y a continuación lamentó su suerte: en ese contexto el rechazo era cantado. ¡La mala leche que tengo no tiene nombre!, insistió, mortificándose y exculpándose al mismo tiempo.
En eso estaba, cuando se dio cuenta de que la chica, como el tren, no se movía. Acercó su cara para verla mejor, y ella ni se inmutó. Le pasó una mano por enfrente de los ojos, y nada. Asustado, la tomó de los hombros, con delicadeza primero, y con fuerza después, zamarreándola un poco, pero nada de nada. Estaba inerte como una bolsa de papas…
(Horas más tarde, casi al atardecer, un empleado de la morgue escribiría un informe consignando que la causante, sindicada como Rosario Isabel Pérez, había fallecido entre las 07:30 y las 07:45 de muerte fisiológica instantánea, especie de muerte súbita adulta, siendo imposible determinar con precisión, en el estado actual de la ciencia, la causa del deceso.)
El gordo quejoso de la fila, que se había sentado al lado de la chica, advirtió la situación, miró a Osvaldo, desesperado, y se llevó el índice a los labios (¡silencio!), provocando, con todo, la reacción exactamente opuesta: Osvaldo pidió un médico a gritos. El galeno circunstancial tardó muy poco, pero ya no había nada que hacer.
De todas formas, tuvieron que esperar la llegada de la policía y la ambulancia. Algunos pasajeros del vagón fueron bajando al andén. La mayoría, sin embargo, permaneció en su lugar, cuidando su asiento o su espacio; muchos de ellos, con indignación multiplicada; otros, susurrando rezos melancólicos. Dos guardias se pusieron a comentar los detalles de un accidente fatal del día anterior. Un cafetero pasó discretamente ofreciendo su producto. Varios bebieron el oscuro brebaje, calmando un poco su angustia y ansiedad. Alguien dijo que solo faltaban los sangüichitos, y dos o tres personas rieron de manera contenida. Entretanto, acostado en un banco de la estación, con la nariz sangrando, Osvaldo se recuperaba del golpe producido por el súbito desmayo que poco antes lo había arrojado de boca al piso.

La pata del gato

Julio Argentino Torri estaba contra las cuerdas. Si no terminaba de escribir a tiempo no iba a poder publicar. Mientras nada se le ocurría, pensaba en Fernando Cabrera y una canción de él que decía “la calle Llupes raya al medio y encuentra a Belvedere”, pero sus ideas no encontraban a Belvedere, deambulaban como sonámbulos construyendo aporías.  Pensaba en la base rítmica de un ballenato, en la mirada de una foto de un dios cubano que colgaba de la pared de su habitación, y se regocijaba en la creencia del inminente fracaso de sus competidores. Confiaba en la pereza de Franco Gorelli y en la inoperancia cibernética de Makel Joff (el afamado emprendedor austríaco). Pensó en escribir sobre la problemática de publicar, pero le pareció que era demasiado chanta hacer eso. Se le ocurrió una idea sobre los empalados, pero prefirió guardar ese material para su exitosa página secreta. En eso su gato se subió al monitor y apoyó una pata sobre el teclado y a Julio se le prendió la bombita de luz. 

29/6/13

La aventura del placer


            Claudio todavía no había llegado, pero este momento expectante valía más quizás que las miradas cómplices, más que el disimulo fácil, que las manos furtivas bajo la mesa del comedor, la entrega lenta al disfrute clandestino, cigarrillo victorioso y chocolate, el té dulcísimo a las cuatro y media. Silvita ya se había bañado, había recibido la ropa limpia, había cerrado la puerta, la había vuelto a abrir todavía en toalla para cerciorarse de la soledad del pasillo, y vuelto a cerrar.
            Se sentó al borde de la cama y fue pasando la bombacha blanda entre las piernas, sin apuro, primero un pie, el otro, y después el encaje que iba acariciando las pantorrillas arriba, bordeaba las rodillas en un filo manso y de a poco la bombacha se iba armando con el volumen de los muslos bien hasta los cantos. (Claudio andaría por la calle, caminando, acomodándose el cuello del sobretodo, limpiándose el mechón de la frente.) Después caminó con las tetas sueltas alrededor de la cama y el algodón se fue tersando entre las piernas, alrededor de la cintura. Buscó el perfume en la mesa de luz y se roció un hombro, se levantó el pelo para recibir las gotitas frías en el cuello, otro hombro. (A esta hora ya estaría cerca, se habría detenido en algún banco a mirar la plaza llena de niños, mirándolos jugar, las manos en los bolsillos del sobretodo.) Dudó un segundo y después sí, una emulsión un poco más abajo, en el pecho. Aspiró el perfume mientras lo apresaba con el corpiño que le ceñía el busto. Ajustó los breteles bien firmes antes de ponerse la camisa escotada de lino fino.  Tocaron la puerta.
            -El almuerzo, Silvita.
            -Ya voy- Silvita no tenía tiempo de esconderse, pero nadie entró.
            Volvió a posarse en el colchón para ponerse el pantalón largo, pero cambió de idea y se enderezó para tomar aire y ajustarse la pollera negra, el cierre tenso de punta a punta. Las medias oscuras estaban frías cuando las desenrolló dentro de la pollera y se erizó.
            Salió por el pasillo hasta el comedor, ocupó su lugar al lado de la silla vacía en la que se sentaría Claudio. Como no llegaba, Silvita se fue desganando y empezó a comer con los demás, ausente, la idea fija. Hasta que llegó Claudio, se sentó como siempre sin sacarse el sobretodo, y por debajo de la mesa le fue pasando a Silvita los chocolates, los cigarrillos, el azúcar, y ella los iba poniendo apretados en las medias, en el elástico de la bombacha, en el corpiño. Claudio era el único que tenía las salidas permitidas dentro del geriátrico, y no se olvidaba de sus compañeros, achacados por las prohibiciones. Con el resto del grupo traficaba en el sillón de la sala de TV, en la mesa de ajedrez, en el parque.

28/6/13

El crimen terrible

La turba se detuvo frente a la casa, a los pies de la escalera. El sol se ahogaba, chisporroteando, en el borde último de la llanura, pero la estancia permanecía a oscuras. Una mujer alta y huesuda salió a la galería.
– Hola Julia.
– Sergio.
– Tenemos que pasar –se excusó Sergio.
– Luciano está armado –advirtió la señora.
– Hay muchas armas –contestó él, abstraído, señalando hacia atrás.
Del fondo de la casa llegó un alboroto.
– Nadie va a tener que pasar –pronosticó un viejo, y tosió satisfecho unas risas roncas y afónicas, parecidas al ladrido de un perro.
En efecto, un grupo de hombres apareció con otro, visiblemente joven, sujeto de pies y manos.
– Quieto, monstruo –amenazó alguien.
La orden fue eficaz. Mientras algunos hacían un gusano de los brazos y el torso del reo, envolviéndolos en una soga interminable, la luz irreal de la luna iluminó miradas tristes.
A los empujones, por la huella, la gente fue arrastrando al pueblo al arrestado. Cuando los faroles dejaron de ser un vago resplandor, el criminal cambió quejas y súplicas por lamentos penosos. Tanto, que alguien le puso un género en la boca, y el muchacho ya no pudo más que gemir.
Así llegaron a la plaza, donde el fogón, carpiendo, esperaba.

Lepidopterología

El viento movía los árboles y la enredadera. Los pétalos caían y, aleteando, ensayaban un vuelo irregular y fucsia. Se posaban en el ligustro y después en una mano blanca, casi transparente, que exhibía sus venas sin pudor. Una estatua de una sílfide observaba, con los brazos levantados y la espalda arqueada, un atardecer gris, mientras un chorro de agua salía por su boca. En el fondo, los árboles pelados dirigían sus brazos retorcidos hacia el cielo, como un brote de locura. Todo, en breve, nace y muere.

20/6/13

Mensaje gatuno

En el escritorio de la computadora tengo una nota de windows que me ayuda a que no se me pasen los 28 de cada mes. Dice: "Publicar en el pabellón!". Hace un ratito, desde la cama, vi a mi gata lamiendo la pantalla, apoyada encima del teclado. Le chisté, la llamé, chasqueé los dedos, nada. Cuando me levanté a sacarla, finalmente, encontré esto, escrito en esa nota:

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Algunos dicen que los gatos son extraterrestres, para otros son dioses. Por si acaso, cumplo con el encargo editorial.