28/12/12

Casa revisitada

            En mi larga vida conocí muchas historias de fantasmas. Pero nunca, nunca había escuchado hablar de fantasmas tan insolentes como los que pueblan ahora mi departamento, en Caballito. La primera vez que los vi, naturalmente, sentí algo de pánico, para qué mentir, pero no soy de andar haciendo escándalo, entonces me repuse en seguida. Tal es así que ni siquiera notaron mi presencia: el fantasma macho calentaba agua en una hornalla, es decir que miraba la pava y le daba la espalda a la cocina, mientras la hembra buscaba yerba mate en los muebles bajo la mesada de mármol, en la alacena, y maldecía al idiota que no tenía los elementos indispensables para tomar mate en su casa. No me pregunten cómo, pero me enternecí. Salí sigilosamente por la puerta principal, bajé al almacén y compré un poco de yerba. Tomé prestado, en realidad, dado que Aldo no me prestaba atención –se está poniendo viejo-, ya se la pagaría. Volví al departamento. Busqué entre la platería del escritorio algún utensilio adecuado, pero tampoco por una sensiblería le iba a andar prestando mi colección de mates coloniales a estos intrusos del otro mundo. Por suerte me acordé de Celia, del cacharrito que nunca se llevó cuando se volvió para su provincia; busqué en el cuarto de servicio y allí estaba, junto a una bombilla rematada por una figura de un gaucho santo, sobre el polvo que acumulaba la mesita de luz. Por fin deslicé todos los elementos al alcance de los fantasmas, con tal sutileza que les pareció natural encontrarlos y no se molestaron en buscar al benefactor para darle las gracias.


Viernes 3 pm


Gatilló y nada. Agarró el paquete de puchos de la mesa ratona. Como las manos le temblaban, lo volvió a dejar sobre el vidrio. Sintió que no sentía. Se reclinó en el respaldo del sillón. El mundo le llegaba como al interior de una pileta. Monoambiente de mierda, dijo por decir, y su voz le sonó rara. Se paró y vio en el espejo plateado una cara agujereada, deforme, regada de sangre. Apa, dijo, y se volvió a sentar. Levantó el tubo, marcó el 911, le explicó la situación a la operadora, una señorita muy amable que le pidió su dirección. Entre risas torpes, le aclaró que no tenía la boca llena de fideos: le hablaba así por el problema ese que le había comentado. Sin perder su simpatía, ella le volvió a pedir la dirección. Es importante, agregó con tacto. Cuando esto termine la invito a salir, ni lo dudo, pensó él, mientras se esforzaba por acordarse del dato que le pedían. Pucha, me va a tener que perdonar, pero tengo un blanco mental, se excusó, con tristeza, y cortó. Qué cagada, quedé como un boludo, reflexionó avergonzado, y llevó los ojos a la ventana. Entonces la luz irrumpió en el departamento como una ola llena de espuma que lo revolcó, revolviendo todo, para hundirlo en un pozo, y depositarlo acurrucado en el borde del sillón. El sol resplandecía.

23/11/12

Lo chancho y lo equino, las hormigas y el delfín


En la metáfora veo la forma de nuestra mente, hecha de hallazgos y cuerpos extraños, de iluminación y adulteraciones.
¿Cómo explicarla, sino porque es nuestra?
Encontramos lo porcino en las facciones de un amigo, o mucho de caballo en la cara de aquella señora.
Los límites, o hábitos, son claros: nadie nota la particular eduardez en el rostro de ese cerdo, que come ansioso entre los otros, ni la peculiaridad de aquel potro, que va al paso con expresión tan a lo Gutiérrez.
¿Comentan dos hormigas, en voz baja, o moviendo con disimulo sus antenas, la oruguidad de una tercera?
¿Se encuentra ese delfín –¿y se enternece?– con la mirada curiosa de su cría en los ojos del pequeño, perdido calamar?

21/11/12

El televidente y el perro



El teléfono sonó varias veces. Él ni se inmutó. Seguía pegado a su sillón, viendo televisión, cambiando de canal. Su piel estaba cubierta de una película de color azul. Sus ojos creían parpadear pero eran los blackouts del televisor entre canal y canal. Así estuvo casi por cuarenta minutos. Después dejó un programa de concursos. Su perro estaba echado a su lado y de a ratos movía la cola. Cambió de canal. Un noticiero mostraba un choque desde el interior de un auto. Era un caso de un hombre que sufría trastornos de sueño. La cámara lo enfocaba de frente, manejando, hasta que se quedó dormido y lentamente (estaba en cámara lenta) comenzó a elevarse, a flotar e irse hacia el fondo del auto. Una vez que el obeso conductor llegó a la luneta, el auto se comenzó a estrujar como el papel de aluminio de un alfajor. Después, los cortes, la magulladuras y, al fin, la sangre. El conductor murió. El televidente no se inmutó. Miró el reloj. Era cerca de la una de la mañana. Cambió de canal. Estaban dando una repetición de un exitosa sitcom. Las risas grabadas que ponían entre el remate de un chiste y otro daban la sensación de estar afuera de la televisión, en la realidad. Algunos de los chistes eran realmente buenos, pero el hombre no reía. Volvió a sonar el teléfono. Esta vez se incorporó y fue a levantar el tubo. Su madre había muerto. La iban a velar por la tarde. El hombre miró al perro y este le devolvió la mirada. Ambos parecían esbozar una sonrisa, pero no sonreían.
Afuera llovía. El televidente tomó el paraguas, ató el perro con la correa y salieron. Llegaron a la residencia donde iban a velar a su madre. Cuando entró, una mujer de unos cincuentipocos años lo saludó. Pero algo la detenía (una suerte de acrílico emocional se interponía entre ella y el televidente). Eran hermanos. El perro miró a la hermana. La hermana miró al perro y sonrieron. Un sacerdote entró en escena, hizo una pequeña ceremonia y después vinieron los matones de la funeraria, de traje y gafas oscuras, a llevarse el cajón. El operativo fue veloz.
El entierro tuvo lugar en un parque memorial muy verde y abierto. Volvió a llover. Cada vez que el cura decía la palabra “Dios”, aumentaba la intensidad de la lluvia. Después comenzaron a sonar risas grabadas. Todos los concurrentes se tentaron con estas (nadie sabía de dónde salían, algunos sospechaban que caían del cielo). La situación cada vez era peor. Un enterrador bajaba el cajón con una manivela. Una correa se soltó. El cajón cayó, la tapa se levantó y medio cuerpo de su madre colgaba como si se tratara de un indio desmayado en una canoa. El contagio era irremediable, inexiliable. El televidente y el perro se desplomaron en el piso, desternillándose de la risa.  

15/11/12

El viudo


            Supe que era viudo casi por azar. Venía al consultorio por una dolencia en la espalda, pero nunca llegamos a conocernos en las sesiones. Esperaba mi orden para sacarse la camisa contra el perchero. Luego se acostaba boca abajo y posaba la cara en el hueco de la camilla hasta que le informaba que los masajes habían concluido. Se levantaba y se vestía, y por último agradecía y enseñaba una sonrisa amable. En su gesto medido no había excesiva confianza, tampoco indiferencia. Era una sonrisa de agradecimiento y punto.
            Semanas después del final de las sesiones, un sábado, lo encontré en el supermercado. Si lo hubiera reconocido, no me habría acercado. Estaba de espaldas, sólo veía su canasto de plástico cargado con productos razonables, coronado por unas endivias, cuando lo llamé para preguntarle por el sector de verdulería. Me contestó con frases breves, pero no fue cortante. Ahí mismo reconocí la neutralidad, recordé sus facciones. Él, que ya había finalizado sus indicaciones, esperaba con calma mi retirada antes de darse vuelta. Su impasibilidad me exasperaba, entonces resolví irme a buscar las endivias mientras mentalmente me odiaba, lo odiaba. Todavía me sentía incómoda mientras pesaba los tomates. Luego la evaluación de los distintos precios, acaso mejor comprar frutas de estación, desplazaron ese momento infantil. Cuando me iba, para evitar el tumulto de las góndolas centrales di un rodeo por las heladeras. Y ahí lo vi. Ese postrecito que me encanta y que decidí que me iba a dar el lujo de comprar. Elegí cuidadosamente el envase más pulcro y tomé por fin el paquete de cuatro vasitos.
            Me di cuenta que me había cruzado otra vez con el paciente cuando deposité el postre sobre las manzanas verdes. El tipo, que en ese momento agarraba sin mayores emociones un queso crema, pareció interesarse por mi modesto consumo suntuario. Creí que al fin me había reconocido, pero su inestabilidad duró un instante, enseguida se dispuso a continuar con lo suyo sin molestar. No cabían dudas, yo había visto relampaguear su fragilidad. Me sentí reparada de mi humillación anterior. Para burlarme de mi indeterminación, yo misma le dije que él había sido mi paciente. Recordó que yo era la kinesióloga, sin turbarse, sin disimular.
            Pareció alegrarse del encuentro, se mostró simpático. Como los dos ya nos íbamos, charlamos un rato en la cola de las cajas. Sin inmiscuirnos en las compras del otro, ambos sabíamos que cada uno llevaba cantidades de soltero. Le confesé que por casualidad me había tentado con sus endivias. Las elogió de buen humor. Vivíamos medianamente cerca del supermercado. Coicidimos sobre algunos restaurantes recomendables de la zona. Cuando teminamos de pagar en cajas paralelas sabíamos que era el turno de la despedida. Con soltura me preguntó si conocía el Huppé, un bar donde tocaban música del que yo solamente había oído hablar. Me dijo sin presumir que conocía al dueño, que si quería podía ir esa noche a oír tango, él me haría pasar. Me aclaró que fuera con quien yo quisiera, sola incluso. Una sonrisa allanó la despedida. Si querés date una vuelta hoy, repitió, para reforzar que la invitación era sin compromiso.
            A la noche fui al bar. No lo dudé mucho, ir a chusmear no me implicaba en nada. No pareció sorprenderse cuando me vio desde la barra. Sonrió, más cálido que en el consultorio, y le hizo una seña a la recepción para que me dejaran pasar. Tomamos un vino mientras sonaba la banda en el fondo. Me estaba divirtiendo, y él parecía disfrutar de mi alegría. Conversamos en el descanso de la música, y después de la presentación. Ya estábamos ablandados por la duración del encuentro, por el dulzor del vino. En un momento, tal vez a raíz del decorado del bar, hice una observación trivial. Comenté que no me gustaban las fotos familiares exhibidas en las casas, que me parecía absurdo detener un momento joven y feliz para contrastarlo con el sinuoso devenir del hogar. Coincidió en esto también, pero hizo una salvedad. Los muertos.
Me contó que conservaba una foto de su esposa muerta en el living. En ese momento sentí que habíamos cruzado un umbral de intimidad. Sin proponérmelo, me sentía más cerca de él que de los pacientes anteriores que me habían querido levantar, incluso del que logró salir conmigo varias veces y una vez solos en mi departamento, luego de desvestirse se puso de espaldas y me demostró que lo que buscaba de mí era un masaje. Pero esta vez era distinto. El clima entre el viudo y yo duró hasta que cerraron el bar. Cuando salimos a la calle, me costaba pensar que cada uno se iría por su lado. Tocar algo de su pasado era como haberlo rozado a él. Accedí a acompañarlo a tomar un café a su casa. Caminamos en silencio por las calles. Unidos por la complicidad.
Subimos. Era en un tercer piso al frente. Por las persianas mal cerradas se filtraba el alumbrado de la calle y contorneaba el interior del living en monocromo. No encendió la luz, me invitó a sentar en un sillón pálido y se fue a la cocina a preparar el café. Cuando estuve sola busqué la foto de la difunta entre los objetos que habitaban la sala. Me pareció ver un marco en un rincón, sobre una mesita esquinera, justo cuando él reapareció con una bandeja. La apoyó a mi alcance, en la mesa ratona, y prendió una lámpara. La luz cayó sobre el café humeante, las revistas, la alfombra hasta las orillas, las baldosas opacas, los pliegues de las cortinas, la mesita oscura que subía por los nudos de la madera hasta el portarretrato. La foto, cuyo tamaño podía hacerla pasar por alto, era la que buscaba: el retrato había sido tomado con su protagonista ya muerta, entre las flores del velorio.
Para recobrarme tomé el café con exageradas cucharadas de azúcar. En la foto está muerta, le tuve que decir. Claro, si está muerta, contestó. No era el espectro del pasado que yo había esperado operando en su vida de viudo. Era la difunta gobernando como tal. Supe que me temblaban las manos por el ruido de la cucharita. Dejé plato y pocillo en la mesa ratona. Me paré, tomé aire, abrí una ventana. Estaba sofocada por el vino, estaba cansada. Le pregunté por el postrecito que lo había aflojado. Sonrió, más triste que en el bar. Ella odiaba ese yogur, dijo.

28/10/12

Duelo


            Mientras Medina se hundía en el asiento, preguntándose si era humano, si mordía o qué, el pasajero ubicado del otro lado del pasillo se introdujo la mitad del índice en la nariz, hurgó en dos o tres direcciones, extrajo un moco de principio duro, continuación blanda y terminación líquida, lo amasó con ayuda del pulgar, y lo pegó en la cara inferior de la moneda que depositó en la palma abierta del tullido.
            Su figura se había recortado como una sombra en la puerta que unía los vagones, al final del pasillo, para avanzar bajo las luces lívidas de tensión variante y confirmar, a cada paso oxidado y pendular, su contorno siniestro en contenido atroz.
            Eran eso y ellos: en la medianoche lluviosa de invierno, no quedaba ni un alma en tránsito y estaban en el último vagón –el pasajero del bigote y Medina–, sin retaguardia por donde huir.
            Había calculado que no llegaban a la próxima estación antes de que eso llegara a ellos, y no se equivocaba: a menos de un metro, se había detenido al fin para balbucear un lamento ininteligible y gemido, sobre el ruido discurrido del tren, y plantarse en silencio, con mirada alfilerada y la palma rígida y exigente, hasta recibir aquella ofrenda ambigua.
            Reconcentrado, con minuciosa dificultad, encorvado sobre sí mismo, el mendigo despegó la secretada bolita verde y se la llevó a la boca, guardó la moneda en un bolcito mugriento que le colgaba del cuello, y agradeció con una especie de gruñido, perdiéndose a los tumbos por donde había llegado.
          Verificada una cierta distancia prudencial, Medina se reincorporó, suspiró disimuladamente, y cuando se volvió con aires reprobatorios hacia el señor del bigote, halló un algo indefinido, inesperado, que le hizo bajar la cabeza, y dirigirse al vagón siguiente.

29/9/12

Azul



Las noches de verano en los campos de San Miguel podían ser cálidas, claras, dulces, con una luna inmensa flotando sobre los trigales o con las estrellas asomándose entre los árboles dejándose espiar por algunos hombres que las confundían con joyas colgando de las ramas.

O bien, las noches podían ser tormentosas, ruidosas hasta el silencio, hacia el vació más absoluto. Esas noches las gotas se posan sobre los vidrios de las ventanas y las luces se apagan bien tarde, el cansancio y el sueño arropa a la vigilia, y los parpados deciden cerrarse por voluntad propia.
Y por la ventana, afuera, la noche y lo negro. Pasos imaginarios que persiguen a las sombras de la luna, y una mirada melancólica con el vicio de lo trascendente. En esa intimidad los troncos arden en el fuego y las palabras se multiplican frente a los ojos.
Afuera los árboles son sacudidos por el viento y el agua cae de sus hojas con violencia. Ráfagas de agua, otra tormenta, una segunda lluvia se mezcla con la primera, la doblega. Historias y cuentos aparecen en la memoria divagando pobremente, rotos y sin rumbo. La imagen de un camino se erige en la mente. El camino era de tierra, creado por los pasos de animales pesados y algún caballo solitario, azul, que cargaba con la luna y la tristeza de todos los hombres que lo habían visto y la de los que nunca lo vieron. El caballo recorría siempre ese mismo camino que iba de la casa al puesto y del puesto al corral grande. El camino era angosto, pero no por eso inexistente. En el trayecto, el humo de las chimeneas, los vidrios amarillos de las ventanas y una tapia de un blanco húmedo anunciaban a un pequeño grupo de casas que vivían entre la alameda. El caballo siempre andaba por allí, como si el sendero fuera un riel que lo obligaba a no doblar nunca y a repetirse hasta el infinito. Sus patas eran anchas y nunca había visto un edificio. Era manso y desgarbado, y parecía consumido por haber luchado contra el correr del tiempo. A veces parecía quedarse quieto y cerrando los ojos casi por completo parecía que por fin conciliaba el sueño. Pero no dormía, sino que continuaba, infatigable, su eterno tormento. Imposible olvidar su imagen frente a la tapia blancuzca y humedecida, imposible saber si fue real.

24/9/12

En la montaña


        Oyeron los chasquidos -hundidos en el murmullo nocturno del bosque- de ramas resquebrajadas acercándose a intervalos irregulares, luego los pasos apurados hacia la casa, a través de los vidrios oscuros, y por detrás de las paredes y las puertas de madera, la puerta de entrada que se abría, un bulto que se depositaba en el piso, un ruido metálico, un cauto deambular entre sombras, un líquido vertiéndose en un recipiente, una fuerte exhalación de sosiego y luego otras, más leves.
        Oyeron los pasos pesados remontando la escalera, la puerta de un cuarto que se abría, el roce de mantas, y un cambiante cúmulo de ajetreos y suspiros ahogados que se acallaban de pronto. Oyeron nuevos pasos, la puerta que se volvía a abrir y a cerrar, el ingreso a la habitación de al lado, otro zarandeo abrupto y silencioso, y el irse hacia el cuarto del fondo, tirarse en la cama y roncar.
        Oyeron el despertar de mañana, el bajar con la niebla del sueño, el pedido de leche tibia, de comer pan con queso, y la risa, tan sonora, tan suya, al oír a su madre gritarle a su hermana que ya se despierte, que baje, que Carl había vuelto, por fin, de su viaje.

28/8/12

Subte


            Alberto se mecía en la cabina iluminada, colgado del pasamanos. Una señora enclenque giró sobre sus goznes en el asiento, se tomó de la baranda vertical para darse impulso y se levantó. Alberto no sabía que la miraba hasta que se descubrió curioso en la ventana espejada. Un ruido amortiguado, una fricción porosa envolvió el vagón. El reflejo del vidrio se hundió en una acuarela vertiginosa que se fue delineando hasta la impresión estática de un andén populoso. Se abrieron las puertas. Alberto se escurrió entre los cuerpos que entraban.
            Avanzó, ajustado el paso al cauce general, en un ritmo quebrado para no pisar los talones de adelante. Buscaba la combinación con la línea B. Vio a la misma señora desembocando por una abertura lateral, engranando sus rodillas viejas en la escalera mecánica bajo el rótulo de salida a Carlos Pellegrini. Alberto siguió y se internó en un pasillo cavernoso con una cresta de luces de tubo. Aunque asomaban huecos a los lados por donde se derramaban otros pasillos, continuó por el curso principal.
Apareció nuevamente en un andén repleto, pero leyó en la placa verde que se trataba de la línea D y pudo distinguir la señal roja al fondo. Se desplazó entre hombros y carteras hasta otro pasillo que hacía una curva y luego todavía se postergaba un trecho. Llegó a otro rellano, con techos más altos y comercios. Más allá de los molinetes había boleterías que recibían más gente. Encontró otra vez la inscripción roja que lo convocaba en el fondo. Cortó recorridos que se disputaban en todas direcciones hasta que llegó a unas escaleras que caían a un nivel más bajo. Descendió a otro andén donde la muchedumbre entraba al vagón. Alberto entró.
Repitió la experiencia: el movimiento leve del piso, el ruido de industria pesada, el espectáculo de los cristales –a veces la repetición del vagón, a veces un andén con su gente y su puesto de revistas. La segunda vez que se abrió la puerta, Alberto salió.
Subió unas escaleras, pasó un molinete y otras escaleras. Los escalones iguales desfilaban hacia abajo hasta que con el ruido del tránsito apareció la avenida. Las pupilas se adaptaron a la luz del sol, restablecieron las direcciones de la ciudad, reconocieron otra vez a  la señora que arrastraba su osamenta a unos metros. Entraba en la librería de Corrientes y Callao.


26/8/12

Escaleras abajo

Ciego, desesperado, el inquilino del tercero d braceó hasta alcanzar al delator escandaloso, insobornable, que voló por el aire y se desarmó en la pared. Caminó sonámbulo a la ducha, manipuló las canillas y colocó su cuerpo bajo el flujo de agua caliente.
Activada por ese estímulo, su mente intercaló al azar –o no, quién sabe– planes de acción de corto y mediano plazo, afirmaciones tendenciosas sobre el placer del momento, recuerdos fragmentados de sueños y sucesos de cercana y larga data. Cerró las canillas, se secó, se vistió, encendió la radio, preparó un café y una tostada, se sentó en la barra divisoria de la cocina de su monoambiente soltero –soledad confirmatoria en el espacio de la unidad de su yo–, y absorto en el aroma de su desayuno, por un instante, se sustrajo de todo ese primer día de vacaciones que se habían terminado.
Dejó la taza vacía y sucia en la pileta, rastreó las llaves, la billetera, el teléfono móvil. Salió. Apretó el botón del ascensor, oyó el sonido de las poleas –descendía– y vio la luz enrejada y rectangular de su llegada. Abrió la puerta, y ahí estaba: la señora del séptimo b. Descuartizada sobre un charco de sangre, del camisón desgarrado asomaban un pecho pletórico en arrugas, el pelo blanco del pubis y las extremidades abiertas: en boca y ojos, en manos, en pies.
El inquilino del tercero d se pasó los dedos por los párpados, una mueca le torció la boca por el asco, y en un suspiro cínico dijo “recalculando”.
Cerró la puerta interior del ascensor, limpió la manija con la manga del suéter, repitió la operación con la puerta exterior y su respectiva manija, bajó un nivel, accionó con el codo el botón del ascensor, se persignó y siguió pisando bajito, escaleras abajo.

9/8/12

Críticas nuevas para películas viejas



Karate Kid 1 (1984) dir: John G. Avildsen

Karate Kid es la historia de un excombatiene japonés, viudo y con problemas de alcohol que trabaja de portero en un barrio en los suburbios de Los Ángeles. Con la excusa de enseñarle karate al joven Daniel Larusso, se abusa de él y lo explota haciendo que este le lave todos sus autos (una gran cantidad de autos para un portero excombatiente y golpeador) y le pinte la cerca (de una casa extremadamente linda y grande para un portero excombatiente y golpeador). Esta historia de explotación se entrecruza con una historia de problemas de adaptación del pequeño Daniel que viene de New Jersey, con una historia de amor entre la niña rica y buena y el joven pobre y bueno (antinomia niña rica-chico pobre), y con un torneo de karate (que poco tiene que ver con la película) en donde se juega el honor del joven Daniel. Muy recomendable. El portero es fantástico.

King Kong (2005) Dir: Peter Jackson

King Kong es la historia de amor entre un mono gigante y una actriz fracasada. Un director de cine venido a menos engaña a la actriz para ir a la caza del mono gigante que vive una isla habitada por caníbales, dinosaurios y un mono gigante (no hay dos monos gigantes, hay uno solo). Hay amor a primera vista. Luego, el mono es aprisionado para ser exhibido en la gran manzana. Las funciones no son lo que se esperan. Ella trata de liberarlo, él enfurece y destruye la ciudad. Se podría catalogar como el tipo de las clásicas Lovestories dignas de Rob Reiner y Nora Ephron (Cuando Harry conoció a Sally) y también de los últimos años de Woody Allen. Una comedia romántica maravillosa. Una típica película de Nueva york. Un culebrón de aquellos. Aunque falla en el final, ya que termina con la trágica muerte de nuestro héroe y no con un happy ending como el resto de las películas del género.  

28/7/12

Circulación

pero así también podría ser la muerte:
un pasillo oscuro,
una puerta cerrada con la llave adentro
la basura en la mano
Fabián Casas, 1996.



            Ya había deshecho el decente dobladillo de la bolsa de basura de la boca del tacho, había tironeado los bordes hacia arriba para que cupieran las ruinas de la comida y las bolsas plásticas, y todavía había pisado el interior para aplastarlo y hacerle lugar a las cáscaras caídas y aún la yerba y todo el camposanto lleno del cenicero. Después miró durante el último cigarrillo el tacho lleno y destripado, y se regodeó en la espesa espera del humo perezoso, después apagó las brasas en el chorro de agua de la pileta y arrojó la última colilla antes de cerrar el nudo de la bolsa y sacarla del tacho. Dejó la puerta abierta y enfiló con el bulto por el pasillo, la pesada ubicua oscuridad verde del pasillo que aplastaba la inocua laboriosa luz de la lamparita y circunscribía su aureola amarilla a un tamaño milimétricamente inútil. Y Pedro, el que llevaba la bolsa que se estiraba por el peso de las evidencias de aquellos días -vagamente iguales y sometidos a los rituales cotidianos que impedían que los días fueran discontinuos y que sedimentaban irremisiblemente el carozo duro de la pura pulpa de sus vidas, la de Pedro y la de Martina- eludía la vieja bicicleta amurada a su acostumbrada quietud, rozaba el untuoso plástico de la bolsa contra la pared frígida y todavía se hacía paso sobre un viejo sillón azul tristeza y por fin retomaba el lubricado hilo del pasillo desierto.

            Abrió la puerta de calle y caminó unos metros hasta el contenedor y con la mano libre levantó la tapa que volcó adentro un chorro de luz blanca hospital, y movió el brazo cargado de ímpetu triste y metió la bolsa y vio que mientras cerraba otra vez crecía la sombra dentro del contenedor hasta despachar toda esa memoria arqueológica a la oscuridad con el último golpe amortiguado de la tapa. Y pensó una elegía sensiblera para los repetidos gestos predatorios, para los inermes envases condenados, para la experiencia irrecuperable, mientras respiraba agitado por el nimio brusco esfuerzo del brazo y cuando llegó la puerta se había cerrado con una ráfaga de vecino apurado. Y sin las llaves encima que lo ligaran umbilicalmente a esa puerta, el timbre roto provisionalmente hacía siete meses, el improbable sobresalto de Martina ante su ausencia antes que se hartara de la televisión, la vaga conocida incierta esperanza -esta vez de ver a la maldita predecible vieja vecina que jamás salía de noche - el viento frío le arañó la panza y le aflojó el vientre.

27/7/12

Camino al ocaso


Estaba oscuro. Todo era negro. Lo primero que vio fue el color rojizo de sus párpados. El sol comenzó a asomar y por unas ranuras de la persiana entraban sus rayos atravesando un vaso de agua a medio llenar junto a una jarra que estaba en una mesa, al lado de la silla en la que estaba sentado. Los rayos dejaban ver pelusas y micro partículas que flotaban en el aire y dentro del vaso de agua. Tenía todo el cuerpo dolorido, como si hubiera estado horas atado a la silla en la que descansaba. Trataba de ubicar esa habitación negra en algún lugar en su memoria, pero no lograba construir cimientos  sólidos para el puente que une el afuera del cuerpo con la memoria −esa máquina codificadora que da un valor y una estructura− y, así, perdía la referencia y la noción de realidad, el efecto de esta.
Cuando la vista se acostumbró un poco más vio los pliegos de las cortinas oscuras y la transparencia de unas segundas cortinas que los rayos de luz hacían traslúcidas. Había unos sillones, una mesita ratona, una lámpara de pié y una araña colgando de un techo extremadamente alto. Cerca de la mesa había otras sillas y contra la pared una mesa lateral con una fuente de porcelana con una ilustración de color celeste (cuyas líneas el ojo seguía una y otra vez, como tratando de hilvanar lana, pero sin lograr reconstruir el sentido completo).

En el piso había un cuerpo.
En el piso había un cuerpo.
En el piso había un cuerpo.

Era una mujer que tenía un cuchillo clavado a la altura de la boca del estómago, aunque también mostraba otros cortes en brazos y piernas. Parecía flotar sobre un charco de sangre.
Ella debía tener casi treinta años. De pelo castaño oscuro y piel caramelo, aunque desteñida hacia un color más verdoso por la falta de sangre. Estaba semidesnuda, con los brazos no del todo extendidos, parte de su pelo sobre el cuello y las tetas que le caían levemente hacia cada uno de sus costados. Sólo una bombacha blanca escondía su cuerpo. 
Mientras veía todo este cuadro, él se acariciaba las muñecas que sentía lastimadas. Las miró un segundo para ver si tenía algún corte y se asustó al ver sus manos llenas de sangre. Siguió revisando, pero no tenía ningún tajo. El corazón se iba acelerando, mecánicamente. Su primera reacción fue pararse e ir hacia la puerta. Pero no pudo abrirla. Estaba cerrada.
Ella había muerto hace poco, todavía estaba tibia. Temía ser el responsable, pero no podía saberlo, no recordaba nada. Miraba el cuerpo, el cuchillo y sus manos, conmovido. Podría haber sido un suicidio, un tercero. ¿Pero quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? Su vida era sólo un despertar y nada más que eso. Devanándose el seso, tratando de figurarse qué fue lo que sucedió, comenzó a pensar balbucear ¿Qué te pasó? ¿Quién te mató?, dirigiéndose a ella, aunque sin una intención real de salir de su cabeza. Volvió a repetir lo mismo, en voz alta.
La muerta pareció moverse. El cuerpo de él saltó de la silla, convulsionado. Ella abrió los párpados. Incorporó el torso y acabo por quedar sentada. El pelo caía a un lado y al otro de su cara, tapando un poco las tetas. La poca grasa abdominal formaba un minúsculo pliego entre el ombligo y la bombacha. Él trató de huir, pero la puerta estaba cerrada, así que no tuvo más remedio que mirar a la muerta y dejar su espalda contra la puerta y una mano sujetando inerte el picaporte.
− Pero, pero… ¿estás viva?
La expectativa de una respuesta rápida se vistió de ansiedad y estiro el silencio y con este al tiempo.
−No, no estoy viva. Me asesinaron… o me asesiné. No lo sé, no me acuerdo de nada.
−Yo tampoco recuerdo nada. Temía ser yo quien... –y no se ánimo a decir lo que seguía.
−Puede ser, no lo había pensado… −dijo, pensativa y preguntó− ¿Fuiste vos?
−No me acuerdo nada de nada −contestó él.
−Yo tampoco. Tal vez haya sido un experimento…
−¿Un experimento? –exclamó, un tanto confundido.
−Sí, alguien que nos encerró acá, sin comida, con armas… tratando de probar algo… no sé.
−No se me había ocurrido…
−¿Sabés cómo llegaste hasta acá?
−No. Traté de salir al menos dos veces, pero está todo cerrado. Igual no hace mucho que tengo conciencia de estar acá.
−Alguien nos encerró –afirmó con seguridad ella.
−O nos encerramos nosotros o uno al otro.
−¿Y la llave?
En la desesperación revisaron, en penumbras, toda la habitación, pero no encontraron nada.
−No está por ninguna parte. ¿La habremos tragado?
Siguieron buscando por un buen rato hasta cansarse. Se sentaron: él en la silla, ella en la mecedora, pensativa, amagando a decir algo, hasta que lo suelta.
−Tenemos todo el mapa de la situación… –dijo jactándose a lo Dupin−: un cuarto cerrado… en el que no aparece la llave… un muerto… un arma homicida… y un posible sospechoso.
            −Cualquier diría que está resuelto el enigma…
−Pero no lo está…
−¿Qué relación tendríamos? ¿Desconocidos? ¿Amigos? ¿Amantes? ¿Novios?
−¿Cómo descifrarlo?

Después de horas de conversación se fueron conociendo. Aunque sólo lo poco que recordaba cada uno de sí mismo. La atracción entre el uno y el otro era grande, pero ambos se frustraron un poco al pensar que uno estaba muerto y el otro vivo. Al cabo de un rato se cansaron de estar ahí encerrados. Tomaron una varilla de metal y con esfuerzo lograron arrancar un tablón del piso. Con el tablón rompieron el vidrio de una ventana y después, tras mucho forcejeo, la persiana, que estaba tapiada. Saltaron los dos por el hueco que habían hecho. Cuando se pusieron de pie se dieron cuenta de que estaban en el medio del campo.
El sol recién comenzaba a esconderse, era un atardecer pintado de un naranja furioso, rosa fosforescente y violeta. Comenzaron a ver un montón de hombres que caminaban lentos en el ocaso, en dirección a una casa que se asomaba por el horizonte y echaba humo por la chimenea. Un impulso indescifrable dentro de ellos los obligo a unirse a esta peregrinación. Cuando se acercaron a los otros hombres que marchaban vieron que algunos estaban mutilados, sin ojos, con el seso asomándoles por el cráneo, sin un pie o una mano. Los sintieron familiares. Él se adelanto un poco en la caminata y ella reveló una herida tremenda sobre su espalda, como si alguien en otra vida, repentinamente, le hubiese clavado un hacha o una hoz.

El coito


Se reclinó contra la pared blanca y abrió las piernas como un cisne moreno que extiende sus alas. Sus párpados se cerraron suavemente. Las aletas frágiles de su nariz expandida vibraron como un fuelle, al compás de la húmeda respiración. Apoyó su cuerpo desnudo contra el otro, asimismo ostensible. Apretó el pecho. Lo acarició. Gimió u oyó un gemido. Besó el cuello, profusamente, mientras aquella cabalgadura humana montaba la suya. Lamió su oreja. Se aferró con brazos y piernas, clavó sus uñas, le mordió el labio inferior. Gritó o creyó oír un grito. Cayeron al suelo y siguió moviéndose, encima, y ahorcando la tráquea con uñas y dedos. Desgarró la boca y masticó un pómulo, y luego la pera, y se dio vuelta y frotó su sangre en esa sangre, que ya no contendía, y devoró el vientre, el bajo vientre y parte del muslo, y vomitó y lamió ese vómito, y siguió comiendo, sobándose en ese bruñido muñón que era suyo, que era propio, mío, yo.

«A lo cual basta yuxtaponer aquel terrible pasaje de Lucrecio, sobre la falacia del coito: “Como el sediento que en el sueño quiere beber y agota formas de agua que no lo sacian y perece abrasado por la sed en el medio de un río: así Venus engaña a los amantes con simulacros, y la vista de un cuerpo no les da hartura, y nada pueden desprender o guardar, aunque las manos indecisas y mutuas recorran todo el cuerpo. Al fin, cuando en los cuerpos hay presagio de dichas y Venus está a punto de sembrar los campos de la mujer, los amantes se aprietan con ansiedad, diente amoroso contra diente; del todo en vano, ya que no alcanzan a perderse en el otro ni a ser un mismo ser”». Jorge Luis Borges, Historia de la eternidad, Emecé, Buenos Aires, 2005, p. 35.

28/6/12

El súper soldado


El genetista avanzó entre los altos cargos militares que de pie, y conversando en voz baja, esperaban ansiosos; su blanco delantal destelló, por un momento, entre el verde de los uniformados.
– Las condiciones físicas y mentales son óptimas. Es la pieza que faltaba –informó, soberbio, el doctor Kim Ri Kyung.
Un murmullo de alegría recorrió la sala. Park Chung Ho, Almirante de la Armada de la República de Corea, se adelantó unos pasos.
– Mañana a las once nos reunimos en la Casa Azul con el equipo de industriales y de la presidencia –dijo; y en su estilo directo, agregó–: Quiero que todo salga perfecto, señores, no hay margen de error. Hasta entonces.
Devuelta en su casa, por la noche, Chung Ho cenaba con inusual excitación. Su  joven esposa lo vigiló durante un rato, desde el fondo de una apariencia distraída, hasta que ya no pudo contenerse.
– ¿Cómo van las cosas en el trabajo? –soltó como a la pasada, disimulando su inquietud.
Chung Ho tragó su bocado de kimchi, vació su copa de soju, y se volvió abarrotado de entusiasmo hacia el pequeño Hye Jin, hablándole tan de cerca que por poco no chocaron sus cabezas.
– Hijo, tu padre va a fabricar un soldado real, vivo, de este tamaño –entre las manos encuadró unos cuarenta centímetros de aire–. Se va a llamar el Súper Soldado. ¡Todos los chicos del mundo se van a morir por tenerlo, y yo te voy a conseguir el primero! –exclamó, y con la punta del dedo índice pulsó un costado de la panza del niño.
Hye Jin se abrazó a su padre como una garrapata, y este soltó una carcajada sonora que inundó el comedor. Sung Hyo Sun, rebosante de ternura, miró a sus dos amores, y su belleza resplandeció un momento como una maravilla. Después observó a su esposo con cierto recelo, desvió los ojos, como hacía siempre, hacia la vasta pintura que colgaba en la pared –desde donde un inmenso dragón amarillo, suspendido en el cielo, los contemplaba–, ofreció más comida, y no dijo más.
– ¿Me va a querer? –preguntó Hye Jin, metido en la cama, con la angustia de los niños demorados en la frontera del sueño.
– ¿Quién? –replicó la madre, desprevenida.
– ¡El Súper Soldado! –rezongó el chico, como aclarando una obviedad, con los párpados a media asta.
– Seguro… Él nos va a cuidar cuando papá esté en el trabajo –improvisó ella, acariciando el rostro de su hijo.
Hye Jin pronto comenzó a roncar. Hyo Sun lo besó en la frente, salió de la habitación, entornó la puerta, y caminó a su dormitorio. Frente al espejo del baño, se lavó los dientes, se perfumó los hombros y se pintó los labios de un púrpura sutil. Cuando se metió en la cama, Chung Ho, todavía rebosante de energía, la abrazó con fuerza. Envuelta en el conocido olor a tabaco, alcohol y piel de su marido, ella lo besó extasiada, pero lo apartó apenas, sin perder tiempo, para mirarlo a los ojos.
– ¿Qué es eso del Súper Soldado?
– El último proyecto industrial –contestó evasivo, Chung Ho.
– Sí, me imaginé, pero ¿cómo es? –insistió su esposa, inteligente y terca, lo que unos años antes había enamorado a Chung Ho, aunque ahora quizá pareciera increíble.
– Ah, si serás ansiosa, mujer… –se quejó él, y con fastidio explicó-: Vamos a hacer un hombre en miniatura con funciones vitales específicas y restringidas. Medio juguete, medio mascota. Los niños se van a volver locos. Vamos a vender millones.
– ¿Y cómo piensan hacer eso? –preguntó la mujer, preocupada.
– Con intervención genética y cruza de individuos...
– Pero ¿no es peligroso? –continuó ella, sacándose de encima las manos de su marido y esquivándole un beso.
– No, florcita. Va a ser un éxito comercial inofensivo, como una barbie. Y nuestra raza va a ser para todos los niños del mundo la imagen máxima de valentía y superioridad –concluyó, harto, el Almirante.
Pensativa, Hyo Sun se recostó boca arriba y permaneció un instante en silencio.
– Es horrible –susurró al fin. Y remató categórica, con la mirada fija en el cielo raso–: No quiero un monstruo como ese en mi casa.
Chung Ho saltó de la cama hecho una furia, agarró algo de ropa al vuelo y masculló en voz baja, para no despertar al niño:
– ¿Te das cuenta? ¡Te fascina arruinar nuestros mejores momentos!
Sollozando contra la almohada, Hyo Sun oyó el motor del auto perderse calle abajo. Luego los ronquidos de Hye Jin, que trepaban con pereza por el pasillo, se mezclaron con los primeros truenos de una tormenta que se arrastraba, sin prisa, por encima de los techos de la ciudad.

La aventura de un silencio


El sol arrastra su lenta corola de lavandina, decolora el cielo de la terraza. La camisa blanca se contorsiona desesperada cuello abajo, en un paso de baile amputado, se sacude el viento de la mañana. Las botamangas patean y se desperezan hasta la bragueta, luchan por zafarse de la soga. La campera empapada tironea de las axilas, drena por las costuras. El calzón erizado  hasta el tope draga la entrepierna del broche. La bombacha, sus tejidos inflamados escurre colgada. La sábana mojada aplasta del entusiasmo pesado la mueca.

27/5/12

Punto de fuga


A veces escribir duele. A veces no escribir es lo que duele. A veces uno no sabe lo que escribe y por eso dice a veces. A veces pienso que dos veces son las veces que alcanzarían para poder ver los dos reveses. Otras pienso en ostras o cosas que no son nuestras ni tuyas ni de nadie, más que de otros. Los otros son el infierno ni son. A veces son un quizás o menos que un tal vez, pero definitivamente se muestran indecisos y corruptos. Ninguna de todas las veces pienso que a veces se puede llegar a algo, y que tener conciencia de lo que digo, hago o escribo, no es más que uno más de todos esos mases que forman tu infierno, mi infierno y el infierno de todos esos otros que son los otros. Otras me dan ganas de llorar o llover por un rato, mirar las lágrimas caer del cielo sin pañuelo que las contenga y poder desahogarme un poco, dejando los días llover, dejándolos llorar o tal vez dejándolos pasar. Quién su hubiera animado a decir que es nada lo que tengo para decir, escribir o cantar cuando eso es lo único que soy o ni. A veces miro para adentro y me doy cuenta de que mirar para adentro no se puede. A veces vuelvo a mirar para adentro y me doy cuenta de que mirar para adentro no se puede. A veces me dan ganas de mirar hacia afuera y me doy cuenta de que mirar para afuera tampoco se puede. A veces me siento un ciego detrás de esos ojos que apenas pueden ver o versear o vivir alguna sensación cercana o lejana de eso que es que los infiernos sean los otros, que los otros sean los infiernos o lo que decía en un principio.
            A veces miro por la ventana las cosas que pasan y las palabras que se dicen y las que se callan. Nunca me decido por mirarte a los ojos, por que tus ojos son lo prohibido, lo insoportable o lo sublime. Nunca creí que diría al respecto de decir nunca y no supe como era eso de escribir que me dijo un amigo escritor cuando me estaba escribiendo sobre sus escrituras en letras. A veces se hace difícil y duele escribir por que escribir duele como duelen los días, como lloran las mañanas o como agonizan las noches. Doler duele y los a veces los dejamos para otro día por que ya no puedo ni quiero ni debo pensar de la forma en que se piensa hoy, mañana, pasado o ayer. Ayer también lloraba y pensaba en como suenan las palabras que salen de mi boca. Como retumban las palabras en mi boca y cómo es que se van diciendo solas, solas. Ayer y llorar o llover no son hermanos pero perfectamente pueden ser primos, lo mismo que obrar, amar o matar, solo que estos están peleados. Esto es inevitable y los días pasan por más que yo ni quiera. No quiero que ellos pasen y se van y me van matando, como cuando se fueron todos esos soles y todas esas lunas, como cuando se fueron todas esas ropas y todas esas otras cosas que dejan de estar y desaparecen. Se van, no están más: las matan, las cantan o las sangran, y las caras se vacían de rubor y quedan pálidas, y todo parece un agujero negro del que nadie quiere hablar. Las caras vacías de todos esos que no están y tendrían que estar al lado nuestro. Las caras de todos esos cielos y esos infiernos que no están y que podrían haber estado, pero fueron consumidos por otros infiernos. 

Italo Calvino. Las ciudades invisibles


Varios son los textos encantadores de Las ciudades invisibles, y muchos más sus pasajes deslumbrantes. Entre otros, me gustaría transcribir “Las ciudades y los intercambios. 2” –sobre el popularmente llamado histeriqueo–, “Las ciudades y los intercambios. 3” –sobre la rutina y el deseo de vivir otras vidas–, “Las ciudades y los muertos. 2” –sobre la memoria, la confusión de una cara con otra, el paso del tiempo–, “Las ciudades y el cielo. 1” –sobre la imagen del universo (de muy buen final)–, “Las ciudades y el cielo. 2” –sobre la vanidad y las falsas y verdaderas virtudes–, “Las ciudades y el cielo. 4” –sobre los monstruos de la razón– y “Las ciudades escondidas. 5” –sobre la justicia de los injustos y la injusticia de los justos (tema que me fascina)–, pero me voy a limitar al de abajo –cortazariano, si es posible decirlo–, muy logrado a mi entender.

Lo saqué de acá, donde está todo el texto –con traducción diferente a la del libro que leí, editado por Siruela–:

Las ciudades continuas. 3

Cada año en mis viajes hago alto en Procopia y me alojo en la misma habitación de la misma posada. Desde la primera vez me he detenido a contemplar el paisaje que se ve corriendo la cortina de la ventana: un foso, un puente, una pequeña pared, un árbol de serbo, un campo de maíz, una zarzamora, un gallinero, un lomo de colina amarillo, una nube blanca, un pedazo de cielo azul en forma de trapecio. Estoy seguro de que la primera vez no se veía a nadie; fue sólo al año siguiente cuando, por un movimiento entre las hojas, pude distinguir una cara redonda y chata que mordisqueaba una mazorca. Después de un año eran tres sobre la pequeña pared, y al volver vi seis, sentados en fila, con las manos sobre las rodillas y algunas serbas en un plato. Cada año, apenas entraba en la habitación, levantaba la cortina y contaba algunas caras más: dieciséis, incluidos los de allí abajo en el foso; veintinueve, ocho de ellos acurrucados en el serbo; cuarenta y siete sin contar los del gallinero. Se asemejan, parecen amables, tienen pecas en las mejillas, sonríen, alguno con la boca sucia de moras. Pronto vi todo el puente lleno de tipos de cara redonda, en cuclillas porque ya no tenían más lugar para moverse; desgranaban las mazorcas, después roían las raspas.
Así un año tras otro he visto desaparecer el foso, el árbol, el serbo, ocultos por setos de sonrisas tranquilas, entre las mejillas redondas que se mueven masticando hojas. No se puede creer, en un espacio reducido como aquel campito de maíz, cuánta gente puede haber, sobre todo si se sientan abrazándose las rodillas, quietos. Deben de ser muchos más de lo que parece: he visto cubrirse el lomo de la colina de una multitud cada vez más densa; pero desde que los del puente tomaron la costumbre de ponerse a horcajadas uno sobre los hombros del otro, no consigo llegar tan lejos con la mirada.
Este año, por fin, al levantar la cortina, la ventana encuadra sólo una extensión de caras: de un ángulo al otro, en todos los niveles y a todas las distancias, se ven esas caras redondas, quietas, chatas, con un esbozo de sonrisa y en el medio muchas manos que se sujetan a los hombros de los que están delante. Hasta el cielo ha desaparecido. Da lo mismo que me aleje de la ventana.
No es que los movimientos me sean fáciles. En mi cuarto nos alojamos veintiséis: para mover los pies tengo que molestar a los que se acurrucan en el suelo, me abro paso entre las rodillas de los que están sentados en el arcón y los codos de los que se turnan para apoyarse en la cama: todas personas amables, por suerte.

Otra ciudad invisible


El viajero que llega a Otilia puede ser rápidamente muerto o feliz. Al avanzar por el camino de piedra, se enfrenta de pronto a un valle verde con mujeres desnudas desperdigadas, solas o en grupo, entre los brazos sinuosos de un río que repta, calmo y constante, alrededor de árboles repartidos, también, sin un diseño aparente.
De piel blanca y pelo rubio, rojo o negro, se las ve bailar y dormir, cocinar y leer, amar y tejer, hablar y partir, en el aire, como mimos absurdos. El viajero se pregunta, entonces, –esto es inevitable– si aquello es un gran escenario donde se interpreta, para nadie, un dulce delirio; o si se trata, en cambio, de un conjunto de ninfas deleitando a dioses extraños, excéntricos. El viajero se inclina, –esto también es inevitable– por la segunda opción.
Pero a medida que se acerca, si tiene algo de suerte, comienza a ver más: esa muchacha camina con una canasta de juncos; las mujeres ríen allá junto al río, alrededor de una mesa colmada de cerveza y de vino; esta clava las agujas en una chalina carmesí; más acá una enlaza su cuerpo al de un hombre fornido; aquella lee un libro de lomo azul; la de ahí revuelve el contenido de una olla plateada; otra duerme tranquila en un camastro; cerca suyo baila una niña, agitando su pañuelo blanco bordado de oro.
El viajero advierte, además, que algunas de esas mujeres están ahora vestidas, que allá hay una puerta, acá una ventana, en otro lugar un muro, cerca una reja, a la izquierda un puente, y que por allá pasa un carro, que desaparece de nuevo. El viajero, que se aproxima con prudencia, comprenderá –en breve– que la ciudad de Otilia, bella y moderada, se descubre a través de las manos de las mujeres que la habitan.
Eso le pasa al viajero con algo de suerte. Los hay que sin llegar a ver Otilia, se largan desenfrenados a atrapar una de sus beldades, y encuentran un fuerte dolor que se les clava, de pronto, en el pecho: es el cuchillo –empuñado por el padre, el hermano, el esposo, el amante– que nunca vieron, y al que ya nunca verán.
Y le pasa también al viajero con algo de suerte. Los hay que arriban a Otilia de noche, solitarios, sin que nadie más que una hermosa noctámbula se percate de ellos, y que enfrentan de golpe una puerta, que hace un instante no estaba, pero que ahora se abre: del otro lado contemplarán, sobre el arrullo del río, la visión iluminada de la ciudad que solamente sus sílfides, de ojos brillantes y claros, en la penumbra del lecho, pueden mostrar.

13/5/12

Dupin explica al amigo


"El principio de la vis inertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos".


3/5/12

Con un fondo de perros


            Fui como para decirle que estas cosas pasan. No me sentía obligado por nuestro vínculo, quería ver si estaba bien, darle una palmada condescendiente en la espalda al viejo Basaldúa, hacer el simulacro de agacharme a levantarle el ánimo, como para que su orgullo lo olbigue a reponerse por cuenta propia y rechazar el favor. Eso es lo que necesita Basaldúa, me arengaba el sábado a la mañana. Apuré el café con leche, en la puerta abandoné el olor del pan tostado, ese arrullo. Agarré la camioneta, fui sacudiéndome los edifcios, las casas periféricas con jardín, los últimos árboles y al fin la ruta se llenaba los pulmones. Puse la radio desde que salí de Villa María, en Las Perdices bordeé los silos inmensos y después a la derecha un tirón hasta el campo, y un cigarrillo de la entrada al casco antiguo.
            No vino a recibirme el perro, se asomó la Adelia. Me dijo que Wilfredo se había ido a dar una vuelta por el gallinero, ya tenía que volver, entonces que pasara a la cocina y me sirviera una galleta recién horneada. Un bocadito de arena. Quedaba una panera llena y el perro que no venía.
Adelia le ponía voluntad, ¿cómo estuvo el camino?, el vozarrón hasta las telarañas de los rincones, le contesté que bien, por suerte la ruta tranquila, algunas cosechadoras último modelo, como recién salidas de la juguetería, y Adelia oteando la puerta, la inminente llegada de Basaldúa.
Se habrá enterado, confidente Adelia en un susurro, y yo cerré los párpados de a poquito, un asentimiento grave, para disculparnos a los dos el relato del robo, del miedo de esa noche. Pero quizás Adelia necesitaba decirlo, ponerlo en una frase para repetirla después. Son unos desgraciados, sabían que teníamos la plata de toda la cosecha. Se llevaron hasta la escopeta y las llaves de la camioneta, le salía la bronca como en granos por todo el maíz que les habían pelado.
¿Siguen sin usar el banco? La quise jugar de sorprendido, acompañar la indignación, pero mi pregunta tenía un regusto arrogante, me sonó a reproche, entonces me odié, y como penitencia comí otra galleta.
            Apareció el viejo Basaldúa adentro de la cocina, no pude ver si había venido con el perro. Me invitó a pasar a la galería, a la sombra que está lindo. Los dos sentados, yo sin saber cómo empezar, el viejo que dejaba enfriar el té que nos trajo Adelia, el ruido de las cotorras bien patente porque nos quedábamos callados, entonces le largué el formalismo, me enteré, Wilfredo, y quise venir a ver si necesitan algo. Y me estaba quedando ya sin cuerda pero Basaldúa metió su tic nervioso, se le achicharraba la cara en arrugas, y después relajó, le volvieron a salir los ojos y dijo no hace falta, ya pasó.
Estaba enfrascado, Basaldúa. Como de muy lejos me preguntó por mis asuntos, cómo andaba todo, si mi hermano Salvador seguía en el taller mecánico. Bien, bien, remando. Quería hablarle de un conocido en el banco, le podía simplificar un crédito, hasta un seguro, sobre todo una cuenta para manejar los pagos. Pero no sabía por dónde arrancar, miraba inquieto para todos lados, y le pregunté por Satanás, el perro. El alma de Basaldúa interrumpió la excursión y le volvió al cuerpo en un tic, como si hubiera probado una galleta de Adelia.
Venga, dijo y ya estaba andando.
Me llevó por el costado de la casa, abajo de los árboles, el final cerca pero velado por el sol. Caminamos esos pocos metros eludiendo los patadones de las raíces y en eso yo me felicitaba por reanimar a Basaldúa y llegamos a la entrada del gallinero. Y ahí. Una cincha colgaba del travesaño, le ajustaba el cogote al perro seco, ahí suspendido, las primeras moscas ya le merodeaban la sonrisa dura, eso que había sido Satanás. Me ablandé, no pude disimular.
Por traidor, descargó el viejo, pero mis cejas todavía me tironeaban del espanto y Basaldúa obligado a una explicación sumarísima. No ladró esa noche. Que lo vean. Ya no quedaba rencor en el viejo, elaboraba su duelo.
            No fue en ese momento, fue después, volviendo por la ruta. Fue después que no pude despegarme de Satanás en todo el camino. El viejo llevando al perro, la cola a los fustazos por la expectativa, después el extrañamiento de orejas, Basaldúa agitado, Basaldúa cinchando. Los ojos interrumpidos de Satanás. Y la última vez. El auto lo habíamos sacado a la noche del taller mecánico, tuvimos que sacarle el perrito de la repisa, bajamos los dados de peluche del espejo. Lo apagamos cerca de la entrada del campo, lejos de los oídos de la casa pero no del buen Satanás, que se apareció moviendo la cola, agachando la cabeza, me reconocía debajo del gorro, de tanta ropa. Me quedé con él un buen rato, mientras Salvador vestido de sombra se mandaba para el casco. Le rascaba atrás de la oreja a Satanás, se crispaba como su dueño, retorcía el hocico cuando Salvador volvió corriendo con la escopeta, entonces le sacudí el lomo al perro, quizás el último afecto, y encendí el auto para rajar. Pero todo esto me persiguió después, en la ruta.
En ese momento todavía estaba pasmado, y el viejo Basaldúa me dio unas palmadas en la espalda, como diciendo ánimo, estas cosas pasan.

28/4/12

Cumpleaños


-¡Que bueno que viniste!
No te hubieras molestado tanto…
¿Un regalo? ¿Qué es?
Ahh… un adjetivo… qué lindo –dice con una sonrisa rígida-, es justo lo que necesitaba…
No, sí me gusta
No, no, en serio, está buenísimo.
No te pongas así de verdad me gusta.
No, no quería un par de medias este año, tía.
¿Estabas entre otro adjetivo y un adverbio? Mirá vos.
¿iInexorable o fatalmente? No lo hubiera imaginado (¿nunca un incólume o un fantástico, no?).
Gracias, lo voy a poner en la pila con el resto de los regalos, así la gente lo ve.

27/4/12

Lunes por la madrugada


Pella oscura homogénea, el limpiaparabrisas amasaba lo que quedaba de noche, estirándola con su mecánico ir y venir. Rosendo estacionó su nuevo auto viejo –este también se lo había ido comprando a la agencia, de a poco– frente a su casa, y cubrió la distancia que lo separaba de la puerta con un andar manso, resignado: mojar iba a mojarse lo mismo. Su mujer lo esperaba con el mate listo y facturas. Le reburujó la cabeza con un repasador y un olor compuesto, a húmedo y pan, lo envolvió; luego tomó sus cosas, le sonrió, lo besó. El reloj marcaba las cinco menos cinco: aunque lo hubiera intentado, no la habría logrado retener ni un minuto: hace una semana había empezado en la panadería. En el umbral, Lucrecia pensó en el desorden que encontraría a la vuelta. (Lo encontraría: Rosendo era el tipo de hombre, quizá en extinción, cuya única posibilidad de recibir al mundo en forma estructurada –sea en orden alfabético, cronológico, temático, género-especie, o el que fuera– depende de la intermediación de una mujer –sea madre, esposa, telefonista, o la que fuera–.) Solo en el pequeño living-comedor, Rosendo pensó en la ducha que aún debía darse antes de aterrizar en la cama. (Al final no se bañaría.) Miró melancólico la última medialuna –de manteca–, en su mano blanca, pálida a la luz de la lámpara de techo, pensó en el aumento de peso que –inevitablemente; irreversiblemente– sufriría su mujer, y engulló la mitad de la factura de un bocado, con una media sonrisa, y los ojos en blanco.

29/3/12

La aventura de la violencia


“Y la cara le rompí”
Agrupación Chihuahua

            Eduardo se desplazaba por el extenso plano general del camino de vuelta. El ritmo del motor era un ronquido regular entre las piernas. El recorrido era previsible, para la conciencia cenital de Eduardo (empañada por el sueño y la niebla), su moto una pequeñez lenta que repetía el trazo conocido en la toma fija.
            Todo el asunto era resumido por una visión de gran angular, a la espera de su cumplimiento: llegar a casa a dormir. Cuando aparecía la salida de la autopista, la moto bajaba la velocidad y doblaba por la bajada. Un bache en la calle lateral interrumpió el plano largo, acercó la perspectiva, delineó los detalles concretos del asfalto. Eduardo se recuperó del sopor y bordeó la llaga que laceraba la cinta desenrollada del camino. El aire se filtró por el cuello de la campera, le quemó los pelos de la nariz y se le humedecieron los ojos.
Volvieron las imágenes del bar, y con ellas la noche abandonada hacía cuarenta kilómetros se le hizo más reciente: las sonrisas insolentes de las chicas, carcajadas mudas en la música fuerte, bailes amputados por la luz intermitente, retratos siniestros hasta los escotes, rincones oscuros de abrazos ceniceros. El recuerdo de la secuencia del baño: la luz de morgue, las oleadas de silencio cada vez que la puerta rompía contra el marco, la cara en el espejo pidiendo velorio a cajón cerrado, los efluvios del vómito en la bacha que ahora renacían en un eructo dentro del casco.
Llegó a la avenida. La velocidad le respiraba más cerca. Ahora circulaba en videoclip, las luces fijas de los postes pasaban como ráfagas animadas, los semáforos apagados centelleaban filtros amarillos. Una intromisión en el montaje: Leticia, su cara en contrapicado, iluminada desde abajo, la risa lasciva. Luego siguió el encuadre de los celos, primerísimos primeros planos con teleobjetivo de los dientes, el brillo de la saliva, la sombra del sexo, la textura lúbrica de los hombros. Rápidamente la edición mental de Eduardo agregaba risas que envolvían la sucesión, le daban continuidad.
La casa cada vez más cerca. Todo cada vez más cerca, más entrecortado y diagonal. La sensación de la rueda calentándose con la fricción de la calle. Leticia cada vez más cerca. Fotos de juventud granuladas, instantáneas de la felicidad simple en la cocina. Todo el pasado de pronto feliz y tamizado por una pantalla amarilla y vieja. El recurso obligado para guionar lo irreversible, el daño irreparable. La moto exhalando vapor en la madrugada fría. Y la casa cada vez más cerca.

28/3/12

Pared blanca


            Estoy sentado mirando la pared. La pared es blanca, casi tan blanca como una pared blanca, aunque interrumpida por líneas. Las líneas no tienen un color definido, o acaso no recuerdo ese color. Son líneas oscuras. Cuando las vi por primera vez, ¿cuándo las vi?, esto fue hace mucho, horas, días quizás, no estoy en condiciones de determinarlo. También me distraigo y me cuesta retomar los hilos de lo que pienso, así como me resulta difícil ahora concentrarme en las líneas de la pared. Eso, las líneas. Al principio las veía bien, seguía el curso de la línea fuerte sobre la pared blanca. Ahora me es imposible decidirme en los cruces, no bien intento seguir una sola línea, ya estoy atento a las líneas que cruzan, y a las que se van cruzando más lejos, entonces ya no sé cuál de todas es mi línea en la pared y no puedo fijar la mirada. Sólo puedo ver una grilla más o menos estable en el blanco de la pared. Entonces miro en el medio de los cuadrados blancos, pero para acertar el centro exacto debo tener en cuenta sus lados, y otra vez se resbala mi atención, por más esfuerzo que haga, hasta los bordes blancos, al lado de las líneas oscuras, y otra vez ya no sé cuál es mi borde. Estoy mirando una pared cuadriculada, y me aburro.
            Entra una mujer blanca. Perdón, una mujer con guardapolvo blanco, más blanco que la pared. Tiene las manos del color de la piel. ¿Tenía un nombre ese color? Verde, marrón, es inútil, me marea. Tengo el impulso de nombrar, de asociar, de comparar, pero no recuerdo nada. Aunque si me esfuerzo... pero todo lo que sé está desnudo, se le cayeron las palabras, entonces más que desnudo está suelto, no tengo de dónde agarrarlo. Y cuando se me escapan las cosas. Me duele la cabeza.
-¿Te sentís bien?
-Sí, un poco mareado.
-Seguro que estabas mirando los azulejos otra vez. Te dije que descanses. Mañana ya te vas para tu casa.