28/9/11

Amores bárbaros

En septiembre de 1981, Hans, el loco Hans, se las arregló para pasar por los controles y dar con su amigo Rolf, en la otra Berlín. Entró a su oficina, sonriente, como si nada, y obligó al empleado a balbucear explicaciones que no convencieron a nadie. Cuando salieron se abrazaron, rieron a carcajadas, y como dos niños, unidos por los hombros y desafinando una vieja canción, caminaron hasta el departamento de Rolf, a unas cuadras.
– ¿Qué hacés acá? ¿Estás en pedo? –preguntó Rolf, mientras destapaba una cerveza.
– No todavía. Te vine a visitar, ¿no se puede? –contestó Hans.
Rolf rió sonoramente por unos cuantos segundos y dijo:
– ¿Te das cuenta que estás mal de la cabeza? ¿Cómo hiciste?
– Qué sé yo. Acá te ponés una estrella roja en la frente y llegás hasta el Kremlin –bromeó Hans–. La cerveza no cambió nada...
– Sí cambió –replicó el otro–, solo que estás viejo y te falla la memoria.
– Puede ser –admitió Hans.
Apuró todo el vaso, lo volvió a llenar y tomó otro trago.
– Está igual –insistió–. Te extrañaba, pedazo de mierda soviética.
Rolf volvió a inundar la sala con su risa grave, típicamente germana. Luego bebió con avidez para calmarse, respiró profundo y dijo:
– Ah, el loco Hans… Yo también te extrañé. ¿Qué contás?
– Agnes murió el año pasado.
– Lo siento.
– Lo sé –dijo Hans, y volvió a vaciar el vaso–. Era lo mejor de mi vida.
Hubo un silencio triste, pero el visitante agregó, buscando en el interior de su campera:
– Te traje una foto.
En el frente de una casa moderna, un Hans con algo de pelo miraba a su mujer, la hermosa Annemarie. Entre ambos, una chica de unos quince años, graciosa y alegre, saludaba a la cámara. Rolf sintió nostalgia y esbozó la mueca de una sonrisa.
– La pequeña Gretta ya tiene veintitrés años. Estudia arquitectura. Se está viendo con un imbécil… un americano, quiero decir.
La carcajada de Rolf volvió a esparcirse por la sala.
– ¿Y vos, rojizo?
– Bien. Lena dirige a las mujeres en el Comité del Distrito. No tuvimos hijos. Te llega a encontrar acá y te denuncia.
– Haría bien –contestó Hans, indiferente, y sirvió más cerveza–. ¿Cómo no pasaste al otro lado, idiota?
– Lena no quiso.
– Ah, si viviera el Führer… –largó Hans, de pronto, cambiando de tema.
– ¡Por favor! ¡Stalin lo aplastaría de nuevo como a una laucha! –protestó Rolf, enardecido.
– No, no esta vez –aclaró Hans con gravedad, bajando la voz.
Luego, con un golpe seco, dejó el vaso en la mesa, apuntó a la cara de su amigo con el índice y agregó:
– Te doy mi palabra que yo mismo te acomodaría las ideas al viejo estilo.
Rolf rió con más fuerza que nunca, hasta casi perder el aire. Luego le dirigió una mirada severa a Hans, y le advirtió, en un tono duro y frío:
– No creas que a mí me disgustaría enseñarte el método soviético.
– Ya sé –dijo Hans, despreocupado–. Pero hoy no hay tiempo. El turno de mis guardias termina en veinte minutos.
Rolf volvió a reír, buscó otra cerveza, y su mirada se humedeció observando la fotografía. La acercó un poco a los ojos: un ovejero reposaba en las escalinatas del frente.
– Se llama Rolf. Es un viejo idiota –comentó Hans, llevándose el vaso a la boca.
Rolf río una vez más, como hacía siempre, y por unos momentos inasibles los dos amigos revivieron algunas historias del pasado. Ya en la puerta del edificio, se despidieron con un apretón de manos.
– Hasta pronto –mintió Hans.
– Hasta pronto –consintió Rolf, y se quedó en la vereda, abstraído, viendo a su mejor amigo perderse, zigzagueante, calle abajo.

23/9/11

El mostrador. Diálogos mediados.



A Rómulo Zabala, genio.

Prólogo

            No son situaciones reales. Son escenas que me contaron.
Quienes me narraron estos sucesos los habían oído de otros eventuales narradores, que a su vez contaban a su manera lo que les habían contado otros. Lo que lleva a un origen muy remoto, lo que equivale a rastrear el alumbramiento de un mito. En última instancia, todos los relatos son el devenir de una piedra sentada al sol, quizás un poco de sangre, y el empuje de una vieja chismosa.
Quienes me refirieron estos fragmentos que ofrezco, además, aunque hubieran sido testigos del hecho, habrían sufrido la tarea corrosiva de la pícara memoria, sumada a la metamorfosis del recuerdo en relato y a los subsiguientes enderezamientos de estilo con cada nueva narración oral. En cualquier caso, la historia muda al género de anécdota y lo que queda es más un recuerdo del relato que un recuerdo del hecho. Por supuesto, si es que realmente hay un hecho y no una simple configuración de elementos azarosos ordenados por el capricho o el afán de brindar una constelación presumida.
Todo este preámbulo para disuadir a quienes se interesan por las historias verdaderas y luego se sorprenden de un verídico cachetazo. Lo que sucede es el relato.
El prólogo, en castellano: Lo que sigue es ficticio, cualquier semejanza con la realidad bla bla.

Hermanos

El cuarto iluminado se duplica borroso en el reflejo de la ventana -las sillas desbordadas de ropa, el escritorio lleno de porquerías, el piso minado de obstáculos, en los extremos las dos camas ocupadas por los dos hermanos. Remo apaga la luz de la lámpara grande del techo. La ventana ahora muestra las estrellas y una rama oscura, y contra el marco devuelve la tibia imagen de Rómulo con su guitarra bajo la luz del velador. Remo cierra la cortina y vuelve a la cama. Rómulo clarito tocando la guitarra en el rincón amarillo, Remo verdoso acostado en el rincón gris, donde la luz débil y las cuerdas fuertes.
            -Apagá la luz -lanza con imperativo de hermano mayor Remo. Rómulo deja de tocar la guitarra, exprime al máximo el silencio y apaga justo antes de obligar a su hermano a repetir la orden.
            Vuelven los rasguidos de la guitarra, desacordes en la penumbra. Remo se demora un instante, un poco para serenarse, otro poco para cerciorarse de que sí, está tocando de nuevo.
            -¿No ves que quiero dormir?
Rómulo se interrumpe, se queda pensando como si la pregunta demandara una operación mental muy compleja y finalmente:
            -Sí, dormí.
            La guitarra otra vez.
            -Pero... podés parar de tocar, por favor, así puedo dormir, que mañana me tengo que levantar temprano –tono agridulce, de amenaza y súplica.
            -No te preocupes. Cuando te quedes dormido dejo de tocar, te lo prometo.



Jerarquía

            Estas cosas no se piensan, no se pueden evaluar todos los escenarios posibles. Estas cosas no se piensan, se hacen, piensa Akaki y abandona intempestivamente la gimnasia dactilográfica. Se dirige a la oficina del jefe, llamémosle Nikolai Vasilievich, por ponerle un nombre cualquiera. El pasillo lateral  bordea los escritorios compartidos. Aprieta el paso contra los mocasines, evita deliberadamente pensar en la sorpresa que despierta en sus compañeros, pero no puede reprimirse una concesión un tanto vanidosa, deben creer que renuncio, o que me pasa algo. Se reconcentra y golpea la puerta.
El vidrio que separa la oficina de la sala está oportunamente tapado con persiana americana del lado de adentro (así Nikolai está aislado, pero los dactilógrafos nunca saben cuándo está mirando con dos dedos entre las tablillas, amén del placer de girarlas casi imperceptiblemente cuando recibe a alguien, sólo para provocar un poco de misterio). Nikolai está sentado, de modo que no sabe quién es el que golpea.
-Adelante.
-Permiso, buenos días –dice Akaki, respetuoso. Es la primera vez que entra al despacho del gerente. Justo cuando quiere confrontar la recepción real de Nikolai con aquella que había imaginado –distante y tímida, pero ahora qué importa-, ve por sobre la cabeza del jefe que la ventana exterior da contra un deprimente contrafrente lleno de viejas carcasas de aire acondicionado, y no contra la verde plaza, como siempre pensó, qué desorientado.
Después de los segundos de rigor, quizás de complaciente paciencia, quizás de orgullo porque a pesar de su cargo y ocupación es tan indulgente, Nikolai lo espabila con un gesto perplejo e impaciente. Akaki se agarra del respaldo del sillón vacío, le transmite inestabilidad.
-Ah, sí. Bueno. Yo te quería decir... -se desvía pensando en la conveniencia del vos o el usted, pero nunca lo trató de usted y ahora, ya.- Que hace unos años ya que -¡uf!– Vengo a pedir un aumento.
-Mirá, Akaki –Nikolai busca las palabras. Las tiene en la manga: –Nosotros acá en la empresa te valoramos –arrancó firme y ya se siente cómodo otra vez, en el pleno dominio de la situación.– Pero hoy por hoy el presupuesto es el que tenemos, y no estamos en condiciones de aumentarte el sueldo –dice con determinación, pero Akaki no parece satisfecho y su silencio impulsa a Nikolai a reforzar sus palabras.– Además, pensá que hay mucha gente afuera a la que le encantaría tener tu puesto.
Tal vez el comentario le da en el hígado, tal vez por eso baja la guardia y le sube el calor, aflora una mueca y sale la respuesta:
-Y para tu puesto –dice Akaki,- la cola da la vuelta a la manzana.




Nota I: El lector avezado habrá sospechado que los nombres de los personajes están levemente desplazados. Ninguno, lamentablemente, es Rómulo Zabala.

Nota II: Se advierte la desproporción entre el prólogo y el cuerpo del relato.

Moraleja: Nunca dé explicaciones, nadie las solicita y siempre fastidian, quedan mal y levantan sospechas.
Opúsculo del perro que se muerde la cola: A menos que sea lo que usted busca y-