28/12/13

El queso y los gusanos

En el paraje Ginzburg, en Entre Ríos, hace tanto calor en diciembre que a veces los peces del Paraná muerden. Por eso en Navidad comen platos fríos y evitan el lechón, las salsas densas y los postres calóricos. En la despensa de Carlos fabrican sus propios chorizos durante el año, pero para las fiestas se dedican a los fiambres y quesos.
En el diciembre que importa aquí, Carlos estaba preocupado por la maduración de los quesos, ya que había vendido más de la cuenta y necesitaba madurar dos hormas nuevas para llevar a su casa de Ginzburg, donde recibiría a su hermano Fernando, que desde joven vivía en Rosario. Fernando estaba divorciado, pero le tocaba esta vez pasar la Navidad con su hija Candelaria.
En la despensa de Carlos trabajaba El Mencho, un chico de diecisiete años, probablemente de Formosa, aunque sin familia, que había llegado a Ginzburg primero recolectando naranjas cerca del Río Uruguay, después vendiendo lombrices a los pescadores del Paraná, y por último haciendo todo lo que Carlos no hacía en la despensa. Sus oficios habían hecho de él un empleado práctico, aunque a veces Carlos creía que era un poco bruto, o al menos supersticioso. Si bien El Mencho era hábil con la mercadería y discreto con los clientes, algunos comentarios habían sorprendido a Carlos. Solía decir, cuando Carlos se quejaba del calor:
-Sí, está quieto. Pero esos árboles del río se empiezan a mover, ahora las ramas nos tiran un vientito lindo.
Y después recibía con placer el aire en la cara.
Carlos jamás clarificaba la distinción entre causas y efectos, pero invariablemente se compadecía del saber miserable del Mencho. Se le ocurrió invitarlo a pasar la Nochebuena a su casa. El Mencho aceptó. Dijo:
-Voy a conseguir más gusanos para que toda la horma esté llena de agujeros.
-Mencho, el queso no tiene gusanos. Los agujeros se hacen por los gases de la fermentación.
El Mencho, que sabía de lombrices y gusanos, no insistió, pero se compadeció del saber rancio y senil de Carlos. Se prometió hacer todo lo que estuviera a su alcance para acelerar la maduración de los quesos.
Llegó la Nochebuena, y los quesos, sorprendentemente, estaban listos. Carlos estaba sorprendido. Su mujer Carlota no, estaba muy ocupada preparando la mesa, y arreglando la casa para cuando llegaran Fernando y Candelaria, pero la comida y la conversación no le importaban, lo mismo que cuando se habían casado, ella se casó más con su casamiento que con su marido, quien cumplía un rol importante, al nivel del vestido, la iglesia y los centros de mesa.
Cuando llegó Fernando, se quejó del calor:
-La hubiéramos pasado en Rosario, con aire acondicionado.
Carlos recordó navidades pasadas, el goce de salir a fumar al balcón y mirar las luces desquiciadas, y después volver a entrar al departamento y sentir el asco del olor frío a cigarrillo frío que se le pegaba al cuerpo.
Candelaria probó un poco de queso y le gustó mucho. Le dijeron que lo había traído el Mencho. Él, aprovechando una distracción de los adultos, se apartó a un costado de la galería calurosa de Ginzburg y le dió a Candelaria un frasco con los gusanos del queso. Ella dijo:
-Los gusanos mágicos.
El Mencho se sonrió, y pensó que lo único mágico de esos gusanos de queso (Europhobias ordinarios) era el pensamiento tierno de la niña de la gran ciudad, que veía en unos simples gusanos la magia de la Navidad.

26/12/13

Una palabra sobre Gutiérrez y el boletero

El tren arrancaba a las 4:15 am en Cañuelas y hacía: 4:43 Levene, 5:07 Kloosterman, 5:18 A. Petión, 5:25 Vicente Casares, 5:34 Máximo Paz, 5:53 Spegazzini, 6:04 Tristán Suárez, 6:17 Unión Ferroviaria, 6:49 Ezeiza, y seguía –Jagüel, Monte Grande, Luis Guillón, Lavallol, Turdera, Temperley…–. Sí, entre Unión Ferroviaria y Ezeiza hay un trecho menor, pero el tren se trababa, sufría un nudo, una incertidumbre, un espacio, una tensión, un interrogante, una angustia.
En concreto, se adelantaba a través del brillo seco del taconeo borceguí –advertencia que suspendía en el aire del vagón la respiración de los pasajeros, como un doble o triple cerrojo– y se hacía presente de cuerpo entero con el vozarrón desde la puerta: “Estación actual, Unión Ferroviaria. Próxima estación, Ezeiza”. Entonces los pasos se hacían lentos, saboreándose de uno en uno, midiendo todo el ancho y el largo del pasillo del tren que no arrancaba, resignado, obediente, tendido junto al andén de la mísera estación.
Todos mirábamos para abajo o para adelante. El boletero se ponía justo a la espalda, casi encima del hombro de Gutiérrez, y le pedía el boleto. Gutiérrez clavaba los ojos en el suelo, mudo, mascullando broncas. El boletero, inclinándose un poco sobre Gutiérrez, casi respirándole en la nuca a Gutiérrez, también se quedaba callado, de pie, y apretaba las mandíbulas en el interior del vagón del tren que todavía no arrancaba, expectante, tenso, paralizado junto al andén de la despreciable estación.
La gente cumple un horario, la gente pierde los premios, la gente tiene que dar explicaciones, la gente necesita la plata, la gente no llega a fin de mes, la gente tiene que hacer sobreturno, la gente sale a cualquier hora, ya casi no queda transporte, tiene que esperar una, dos, tres horas para el próximo tren, pasa frío, pasa hambre, se acuerda de la infancia de la gente, o peor, se pone a pensar en la infancia de los hijos de la gente, esa infancia tejida de frío con hambre, vestida de pudor con vergüenza, disfrazada de impotencia con bronca, tapada de falta con ausencia, y entonces la gente mira por encima del hombro, mientras espera todavía un poco más la llegada del próximo tren, y piensa en el esfuerzo de la gente, si acaso vale la pena, si Dios tiene razón, si Dios es bueno, si Dios se acuerda de la gente, si no estará haciendo las cosas mal…
De a uno, de a dos, de a tres, de a veinte, murmurándole al vecino, el interior de ese gusano impaciente se llenaba entonces de barullo, de tenues mamarrachos verbales que pululaban por el aire dibujando un rulo, una curva, un salto, una recta y un rictus, que estallaban, proliferaban, se bifurcaban, se contagiaban, se engullían, se retroalimentaban, se enfatizaban, se potenciaban y reforzaban.
Porque eso era el principio, nada más que el principio, el encendido de un motor que arranca y carbura, pero que se queda todavía ahí, regulando. Porque todavía nadie levantaba los ojos del piso o de la nuca del de enfrente. Porque la humedad y el calor también ganaban en intensidad en la exhalación del boletero contra la nuca de Gutiérrez. Porque Gutiérrez permanecía mudo, mascullando broncas, con los ojos clavados en el suelo, sentado en la butaca del tren que no arrancaba, exasperado, tembloroso, detenido junto al andén de la desolada estación.
Más hacia la punta del vagón alguien le reprochaba entonces al vecino, un poco más fuerte, que no ves Julián que llego tarde, otro se quejaba de manera audible que siempre la misma historia, uno atrás suyo explicaba para todos que qué vah´cer varón, si siempre pagan justos por pecadores, y de la otra punta alguien reclamaba a viva voz que se solucione el inconveniente de una vez por todas, que al pan pan y al vino vino, y basta de tanta vuelta.
Y entonces las miradas giraban recorriendo toda la circunferencia disponible de sus órbitas, se levantaban con furia al techo, bajaban con desesperación a las agujas de los relojes, que seguían girando, y se volvían a un costado con violencia, se gruñían las miradas, se ladraban las miradas, se mostraban los dientes, se mordían. Y de a poco, de a dos en dos, ensangrentadas, se iban volviendo hacia Gutiérrez, le tiraban desde todos los ángulos posibles a Gutiérrez, le escupían con filo rojizo desde las bocas de sus párpados.
Y no había caso. Nunca había caso. Gutiérrez se paraba recién entonces, mudo, mascullando broncas, y cruzaba las puertas abiertas de la formación, se sentaba en el banco todavía húmedo de la estación perdida y miraba hacia el interior de las ventanillas del tren humillado, avergonzado, aplacado que como si nada, desaparecía.
Entonces el boletero volvía sobre sus pasos hacia los mates, las carcajadas y los cigarrillos del chofer, y los pasajeros volvían a mirar al piso, bajito y para adentro se decían que no se podía hacer nada, que el boludo de Gutiérrez se lo había buscado, que yo no me puedo dar el lujo de perderme este tren por defender a nadie, que el hijo de puta del boletero tarde o temprano se iba a cansar, que la familia pide pan y no espera. Y a medida que se iban olvidando, iban volviendo al ensueño, al periódico, a la conversación de dos o tres sobre esto y aquello.
Y entre esto y aquello, cuando se hacía una pausa en la charla de los muchachos, Correa me pedía que arrojara luz, que aventurara una reflexión, que desenvolviera un pensamiento, que desenfundara una palabra, ya que yo era el filósofo del grupo –bueno docente, es la misma cosa para nosotros, los icnorantes–, que me expidiera, en fin, sobre el curioso caso de Gutiérrez y el boletero.
Y yo, que quizá podría haber dicho algo sobre el uniforme del boletero, sobre la empresa militar, sobre la explotación, sobre las venas anudadas de Latinoamérica, sobre Gutiérrez y su ideología republicana, de importación, me quedaba entonces mudo, como en un doble o triple cerrojo, con la mirada clavada en el suelo, mascullando broncas, sabiendo que lo único que quería Correa era que no olvidara que todos recordaban que Gutiérrez, el también docente, intelectual Gutiérrez, a la quinta o sexta vez que el boletero me había mandado en un abrir y cerrar de ojos a sentarme al banco todavía húmedo de Unión Ferroviaria, había alegado en mi defensa la obvia verdad de que no había boletería abierta a esas horas, de que ningún pasajero de todo ese perdido y miserable, despreciable y desolado tren viajaba con boleto.

23/12/13

La necesidad de un final

Diciembre pasa y la gente camina y roza su piel transpirada contra otros brazos, otras pieles. El asfalto hierve y la brea se ablanda. Una coca-cola se eleva haciendo un recorrido en miniatura, como una maqueta de un lanzamiento al espacio, para luego cambiar de dirección y caer de lleno en la boca de un turista. Por debajo de la Avenida Corrientes el subte B pasa lleno y la gente va cargada de estrés y gotas de transpiración en la frente que no pueden enjugar, porque les es imposible liberar sus brazos. Todos los cuerpos encimados unos contra otros. Cuellos quietos y los ojos oscilando hacia uno y otro lado. Todo húmedo. El tren frena, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! La gente, chocándose entre sí, se vuelve a reubicar con el cierre de las puertas y el tren arrancar otra vez. Ese orden, o desorden, se mantendrá estático por el próximo minuto. Cuide sus pertenencias hay amigos de lo ajeno, cuide sus pertenencias, y me dijo que me callara enfrente de todos, ya no se puede así, trabajar ahí, con el frío que hace, el aire acondicionado al palo y nadie le dice nada. Estación Pueyrredón, cuidado, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! Miradas evidentes se cruzan entre un chico y una chica, no se hablaban con palabras, se decían muchas cosas de las que no se hacían cargo, ni siquiera sabían que estaban hablando, que estaban diciendo algo, insinuándose. En el techo propagandas disfrazadas de navidad. Una señora con el ceño fruncido reprobando a un chico alto, flaco, con unos grandes aros que le ahuecaban ambos lóbulos. Estación Pasteur. El tren frena, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! La gente, chocándose entre sí, se vuelve a reubicar con el cierre de las puertas y el tren arrancar otra vez. ¿Qué querés de regalo? ¿Un Max Steal? ¿Qué es eso? Ella se fue de vacaciones en el peor momento, dejando todo por la mitad y la otra que la autoriza, no es eso, la cosa pasa por otro lado, no se puede jugar con línea de tres, pero tampoco con esos cuatro muertos, no los conoce nadie y van al mundial. Estación Callao. El tren frena, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! ¡Dejen bajar! Grita un hombre robusto, medio panzón y pelado que llevaba un carrito con unas cajas aparentemente muy frágiles. Dejate de joder pelado, le dice uno. Tomate un taxi, boludo. El pelado baja rojo como un tomate puteando a todos. Así, bajate, puto. No vuelvas. Estación Uruguay: El tren frena, permiso, permiso, bajo, permiso, cuidado, perdón, señora, ¡dejen bajar! La gente, chocándose entre sí, se vuelve a reubicar con el cierre de las puertas y el tren arrancar otra vez. Estación Carlos Pellegrini: combinación con líneas C y D. Una masa importante de gente se abalanza para salir por la puerta y ganar prioridad en la escalera mecánica. El tren ya era otro, aliviado. El problema sigue en los túneles, donde la multitud continúa su marcha para subirse a nuevos tres y nuevas peleas. Todo, un 23 de diciembre por la mañana, esperando la navidad.