30/11/11

Dos Schlegel

Les dejo dos frases maravillosas de Fredrich Schlegel:

“Parecido a una pequeña obra de arte, un fragmento debe estar completamente aislado del mundo circundante y acabado en sí cual erizo”.

“Es propio de la humanidad el que tenga que elevarse por encima de la humanidad”.

28/11/11

Los sueños de la razón también producen monstruos

La noche era estrellada y la luz de la luna cubría con un velo sedoso los médanos, cada uno de los pliegues y repliegues de la arena, cada uno de sus granos. Las dunas se movían, rompían, llegaban a la orilla y se retiraban. En el piso una sombra balbuceaba una y otra vez casi una palabra. Pensó en un molino, en un salvavidas, en su bitácora de viaje, en una mecedora y en la rueca de su abuela materna. Se imaginó en un mar caudaloso e inexorable dirigiéndose a las islas Galápagos en medio de una tormenta. El capitán, un hombre barbudo, bien plantado, de unos cincuenta años, estaba encerrado en su camarote rezando. En una cámara contigua la india que secuestraron resistía a los arrebatos de violencia del ron. Éste la golpeaba incesante con mil brazos al mismo tiempo y la violaba con mil penes diferentes, eyaculándole sobre las piernas, la panza y las tetas. El semen la cubría por completo, como si fuera cera y estuvieran tratando de hacer una replica de ella. Mientras, la muerte tejía y esperaba con templanza el desenlace.
El cuerpo del médico de la tripulación se hallaba colgado de uno de los mástiles de la embarcación, sostenido por una madera a la que habían clavado sus brazos. En una suerte de ritual simbólico, el hambre –con cinismo– había decidido que no había más lugar para la ciencia. Sobre su cuerpo escribieron, con el filo de una navaja, una palabra imposible, irrepetible.
La atmosfera era densa. La sublevación, algo inminente. La tripulación pasaba hambre hace semanas. Las primeras peleas entre borrachos ya se habían desencadenado. Algunos hombres cayeron por la borda. El negro de Costa de Marfil desapareció durante la tormenta, el miércoles de ceniza. Dios les había dado la espalda, ahora pertenecían a la noche y al azar.
Todo era incierto, temible, horrible… pero húmedo, muy, pero muy húmedo.
Agonizante, toma la botella, trata de exprimir sus últimas gotas y fracasa. Enojado la arroja. Una frase que leyó hace mucho tiempo viene a su cabeza “un grano de arena también es el desierto del Sahara”.  
Levanta la vista y ve un sol despiadado, vacío, de acero. Piensa en su familia, en los nombres de sus hermanos y hermanas. Piensa en el día que nunca se disculpó con su padre o el día que golpeó a esa mendiga desconocida. Gira su cabeza y encuentra una botella en el piso sin ningún contenido en su interior. Alguien pasó hace poco por acá. Las huellas se dirigen hacia el interior del desierto. Si alguien pasó es cuestión de horas para que vuelva y me encuentre, pensó. Hay vida… La ilusión deductiva era una creencia, una realidad depurada, destilada. El mito de la razón, un tótem de dimensiones infinitas o un faro en el medio de este océano de arena. Los rayos del sol marcaban las doce sobre su cráneo. Asombrado por la luz, se había quedado sin aliento; había perdido su sombra. La noche y los lugares oscuros –en su interior− eran aún más tenebrosos. Allí todo comenzaba a desdibujarse. No podía creer lo que veía. Un payaso gordo y enorme apareció por el horizonte. Se reía de forma despiadada y no se podía discernir con claridad lo que gritaba. Detrás de éste quince camellos con provisiones y cuatro elefantes africanos –dos por delante y dos por detrás– que formaban un cuadrado, con soldados parados sobre sus lomos. Éstos tenían los brazos en alto y sostenían a un planeta Tierra lleno de agua. A medida que la caravana se acercaba se deformaba y en un mal movimiento se les cayó toda el agua del planeta. Ya nada tenía sentido, estaba todo perdido.
 Trataba de recordar su nombre, su casa, a su mujer, a su familia, y no podía. Intentaba moverse para ver sus manos, para ver mover los dedos de sus pies; quiso recordar algo divertido y reírse, pero sus cuerdas vocales estaban rígidas como el metal. Buscaba un motivo, algo propio, íntimo. Ya no le quedaba nada. Se decía un hombre, pero ya no lo era. No tenían trabajo, ni una casa, ni un auto, ni un horario de oficina de nueve a seis…  Tampoco tenía cuerpo ni energía ni pensamientos. Es más, con el correr del tiempo estaba perdiendo lo último que él creía que le quedaba: la búsqueda de sí mismo. Ya no era otra cosa más que asfixiante e irremediable sed, hasta extinguirse.

Tres gardenias

El General convocó a su madre y a su hermano a la sala principal de la estancia de la familia por un asunto urgente, les pidió que tomaran asiento, cerró la puerta y le puso un tiro en la cabeza a cada uno. Primero a su hermano, que podía ofrecer resistencia; después a su madre, vieja y débil, que no llegó ni a emitir sonido. Se aseguró que dejaba cadáveres en los sillones, abandonó el arma en la mesa de juegos, cerró la puerta con llave, y le pidió a la empleada que telefonee a la policía. Sin detenerse, salió, subió a su automóvil y condujo hasta el Palacio de Gobierno.

Apenas entró al Salón Dorado, la puerta se cerró tras de sí. Sentado en su sillón Luis XIV, el Líder le señaló el sofá a su derecha. Sobre una mesa oval, junto a un florero con tres espléndidas gardenias, un champagne abierto y dos copas auguraban múltiples encuentros.
El primero sucedió cuando el General tomó asiento: el Líder volcó parte del líquido de la botella a las copas. El segundo, a continuación: el Supremo le alcanzó una de las copas al General. El tercero, casi de inmediato: el Máximo levantó su copa, el General hizo lo propio, para chocarlas al fin, con suavidad, por sus bordes. Y entonces, sin dilaciones, se produjo el cuarto: cada uno llevó el pequeño recipiente a sus labios, y bebieron.
– Un elixir exquisito –agradeció el General.
El Líder asintió con la cabeza.
– Está cumplido –informó el General.
– Ya sé –contestó el Superior.
El General nunca había desobedecido una orden. Las cumplía, siempre, con meticulosa perfección. Tanto, que casi podía pensarse que ejecutaba las ideas del Líder con mayor exactitud de lo que el propio Líder hubiera podido.
– Eran subversivos –adujo el Más Alto.
– Eran –confirmó el General.
– Los informes resultaron innegables –agregó el Sumo Jefe.
– Innegables –coincidió el General.
– No podemos tolerar subversivos en el país. No importa quiénes sean –sostuvo, aún, el Máximo.
– Es verdad –asintió el General.
– Tengo que confesar –siguió el Supremo, algo avergonzado– que por un momento pensé… que tal vez fueras parte del complot.
– Jamás –aseveró el General, inconmovible.
El Líder volvió a servir la copa del General y se quedó un momento en silencio, pensativo, tras el cual, con tono a la vez confidente y de sorpresa, soltó:
– Eran tu madre y tu hermano.
– Es cierto –dijo el General.
– ¿Quién puede confiar en un hombre dispuesto a matar a su propia madre? –preguntó el Superior, ahora con el rostro fruncido.
El General, desorientado, no contestó. El Líder agitó su copa en pequeños círculos, revolviendo el champagne, y retomó su pensamiento con aires filosóficos…
– ¿Qué doctrina, qué figura, qué ideal, puede justificar el matricidio?
El General, sin responder, bebió con ansia el contenido de su copa.
– ¿Y el fratricidio? –interrogó el Más Alto, y fijó su mirada en los ojos del General–. Acá hay un problema muy serio –continuó el Primerísimo, con el semblante atribulado y moviendo las manos, ahora, en forma enérgica–. Mi hombre de mayor confianza, en rigor mi único hombre de confianza, de pronto es impredecible.
El General iba a decir en su defensa que solo había cumplido una orden, pero no tenía sentido: el propio Líder había dado esa orden. Enfatizando su idea, con algo de lástima, el Superior se preguntó, todavía:
– ¿Qué no haría conmigo alguien que mata a su hermano y asesina a su madre?
El General, algo pálido, no dijo nada. Con franca tristeza, el Máximo concluyó:
– Queda una sola forma de probar la autenticidad de tu entrega –y se quedó en silencio un instante, que el General ya no pudo aguantar.
– ¿Cuál? –preguntó angustiado.
El Sumo Jefe fijó sus ojos en el rostro desencajado del General, y respondió:
– El sacrificio.
El silencio del Supremo fue terrible. El General lo conocía bien: era su última palabra. No admitía réplicas, súplicas, matices, nada. El General, temblando, agarró el arma que el Líder le ofrecía, buscó con mirada borrosa las cámaras de seguridad que filmaban desde los vértices de las paredes y el techo, lamentó que esos aparatos no captaran sonidos, intentó sin éxito calcular sus posibilidades de huir del país, pensó confusamente en su prestigio, en la versión que de los hechos daría el Líder, en su mujer y en su hijo, hizo una reverencia con la cabeza, que le explotaba de dolor, y se pegó un tiro en la boca. El Líder observó con cierta repugnancia la sangre y los sesos esparcidos por la sala, y apretó el timbre que llamaba a su secretaria. Mientras esperaba, volcó el contenido de su copa en el florero, y contempló a las gardenias retorcerse, ennegrecidas.

Idea del despotismo

"Cuando los salvajes de Luisiana quieren obtener una fruta, cortan el árbol por el pie, y recogen la fruta. Ese es el gobierno despótico".

Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro V, capítulo XIII, ed. Losada, Buenos Aires, 2007.

23/11/11

Palimpsesto


Buenos Aires, 17 de octubre de 1950

Estimado Pierre:
            No tiene mayor importancia que le refiera en estas líneas el oprobio al que desde hace algunos años me someten las tangibles directivas del poder, y que no soy el mismo que redactó su necrológica, no desprovista de humor –usted mismo la celebró-, antes de la seriedad de la guerra. He abandonado también mi fascinación por las orillas de mi ciudad, puesto que lo que antes me resultaba mítico ahora me inspira una funesta melancolía. Pero quisiera contarle que encuentro refugio en los etéreos dominios literarios. En estos días me hallaba redactando unos textos que expresan mi gratitud a esos ídolos que me protegen, cuando en una lectura circunstancial reparé en un descubrimiento digno de la más artificiosa fantasía.
Resulta que leí unas líneas de finales del siglo XIX de Marcel Schwob que reproducían, palabra por palabra, aquello que había escrito yo la semana pasada. Vea Pierre que, a diferencia de su monumental proyecto, yo jamás me propuse imitar, mucho menos plagiar ¿Creerá usted que perdí el juicio si le digo que Monsieur Schwob me ha plagiado antes que yo naciera? En mi defensa, las mismas palabras de Schwob, o las mías, me justifican. Cito el fragmento de la copia del manuscrito que me enviaron de la Biblioteca de Nantes, idéntico al fragmento que yo mismo garabateé en mi cuaderno y al que me veo obligado a quemar:
“Cyprien se quedó así satisfecho, durante una temporada, por su singularidad. Pero a medida que leía poesía, fue encontrándose aquí y allá con algunos de sus pensamientos, de sus frases e incluso de sus excentricidades más osadas, escritos hacía tiempo. Tanto que, finalmente, consideró que escribir siempre era imitar, aun sin saberlo.”
            Le aseguro que dudé antes de molestarlo en su reclusión, pero sinceramente no tengo nadie más en quien confiar, salvo contados amigos cuya frecuentación cotidiana quizás les impida evaluar el suceso con la ecuanimidad de la distancia. Sepa comprender las molestias que le ocasiona este humilde amigo que aprovecha la ocasión para saludarlo con afecto.

JLB.




Nîmes, 29 de febrero de 1951

Estimado Jorge:
            Le ruego disculpas por la demora en la respuesta a su siempre lúcida epístola. Sabrá comprender que la titánica empresa que me he impuesto me produce fatigas indecibles y atenta contra mis relaciones mundanas. Debo reconocerle que hubiera dilatado aún más estas líneas de no haber conocido ayer a un hombre singular. Sus cualidades morales, sus laberintos intelectuales se ajustan a la curiosidad que yo tanto le admiro a usted, y responden de alguna manera a sus inquietudes. Por este motivo tomé mi pluma sin dilación y apunto ahora estas relaciones desordenadas.
            Quisiera participarlo de la existencia de este personaje que seguramente ya estaba prefigurado en su preclara imaginación. Se trata de un editor parisino, Monsieur Edmond Teste, quien me reveló su ambicioso plan. La inmediata confidencia se debió a una afinidad electiva que selló nuestra amistad por misteriosos designios. Yo también, por mi parte, le referí mi intención de escribir el Quijote. Este Monsieur Teste tiene la peregrina idea de que lo que se conoce como un ser superior es un ser que se ha engañado. “Para que asombre hace falta verle –me dijo-; y para que se le vea hace falta que se muestre. Y lo que me muestra es que la estúpida manía de su nombre le posee”. Mientras lo escuchaba lo acompañé por su derrotero lógico, y por mi entusiasmo inflamado no pude contener una observación muy fácil: la inducción reclamaba que los grandes talentos de este mundo fueran secretos. En efecto, asintió: “He soñado entonces que las cabezas más fuertes, los inventores más sagaces, los más precisos conocedores del pensamiento debían de ser desconocidos, avaros, hombres que mueren sin confesar”. Hasta aquí, su particularidad no sobresalía de cualquier ingenioso invitado a los vendredis de la baronesa de Bacourt. Pero en un azaroso momento de la ordenada tarde de ayer me confesó la aventura editorial sin par que rumió su pensamiento durante el ostracismo al que lo obligó la ocupación alemana.
            Como editor, debía publicar, pero estaba convencido de la futilidad de su esfuerzo. Creó entonces a un poeta ficticio y lo llamó Paul Valéry y le dio muerte en 1945. Publicó poemas y ensayos con la voz de su invento. Incluso se permitió una breve composición en la que el escritor ficticio lo creaba a él. Allí publicó sus estrafalarias ideas –“la estupidez no es mi fuerte”-, como si fuera un personaje literario, ya que ni siquiera sabiéndolo un error Monsieur Teste pudo sustraerse a la voluptuosidad de sentirse único. Se dio el lujo también de engendrarle a su escritor una ascendencia literaria, y con la ayuda de un falsificador puso en circulación ficticios libros de ficticios autores del pasado. Así imprimió los improbables nombres de Mallarmé y luego Baudelaire, a quienes ligó en una incrédula filiación con un inverosímil autor norteamericano que firmaba con el escueto apellido de Poe. Sobre este americano de la costa Este, a pesar de mis fundadas sospechas, aseguró que no se trataba de una invención suya ¿No seremos nosotros mismos, en este laberinto, excedentes fantásticos de barro y tinta de este demiurgo?
            Si, tal como usted me escribe, su situación es el reverso de la mía, le ofrezco este nuevo reverso, para que encuentre usted sosiego en la multiplicación de los espejos. O al menos para que recupere su sentido del humor, y asuma un consuelo panglossiano –no crea que olvido su interés por Leibniz-: piense que peor sería este mundo potenciado en sus concavidades.
            Aprovecho la oportunidad para contarle –y esta vez le pido encarecidamente que no lo publique- que avanzo a pasos lentos pero firmes con la redacción del Quijote. He finalizado la primera parte. He imaginado y desestimado la secuela de Avellaneda. He estudiado la lengua arábiga del siglo XVII. Ahora me encuentro en plena invención del autor Benengeli, cuya traducción inventó al narrador, que inventó a los duques, que inventaron Barataria. En su agudeza habrá intuido que sobre este punto me pesan contradicciones políticas que debo resolver.
            Con el afecto de siempre.
            Suyo,

Pierre Menard.


Buenos Aires, 4 de marzo de 1951.
Pierre:
            Sus palabras me gratifican en momentos difíciles. Oigo a los niños retornar a las escuelas, pero un anónimo que se declara admirador mío me envía un nuevo libro de texto escolar que en páginas coloreadas disciplina a los alumnos en una obsecuencia lacerante. Pero no quisiera demorarme en estas nimiedades.
            Su relato ha inspirado mi redacción de “Valéry como símbolo”, un nuevo apartado en mis escritos que ya van tomando la forma de un libro al que llamaré Otras inquisiciones. En esta breve composición revelo la irrealidad del poeta francés, pero he tomado el recaudo de disfrazar esta verdad bajo la forma de una invención intelectual en la cual la figura del autor es signo de poeta ejemplar creado por su obra.
            Aunque, como a usted le debo sinceridad, le confesaré que dudo de la veracidad de su carta y sospecho la veracidad de Valéry ¿Acaso usted previó que su relato atizaría mis dudas?
            Le confieso incluso que dudo de usted, de su existencia real, si no se trata acaso de una invención mía o de otro confidente muerto que me susurra epístolas.
            A quien sea uno mismo, mi más pura conmiseración,

JLB