28/2/14

Piezas sobre religión

Otro pequeño discurso apócrifo a los cirujanos plásticos
Por Giorgio Agamben *

Una ruina moderna -una obra monumental abandonada- es un futuro pasado, es decir, lo no sucedido de una esperanza, lo perimido del porvenir. Esto forma parte de los fantasmas de nuestras ciudades. Es el caso también de unos labios firmes de colágeno rodeados luego por un rostro que pierde la tersura; pierde la compostura incluso con mayor énfasis a causa de esos labios incólumes que subrayan la diferencia de tiempos, retrotraen al momento de la operación el origen, el nudo de dispersión de los futuros que contraería -y efectivamente contrajo- ese rostro. Pero ese es un problema más bien de los pacientes, o de los futuros (en plural) del paciente.
Ustedes viven otro doble tiempo. Quizás nadie como ustedes vive en ese doble tiempo del futuro pasado. Acaso las mannequins y los diseñadores sepan algo de ese regusto. Están permanentemente en la vanguardia y por eso mismo fuera de tiempo. Y cuando la época los alcanza, ya están otra vez en las orillas de la novedad, del todavía no, si retomamos las reflexiones de San Agustín. Por eso las mannequins están siempre fuera de la moda. Como el profeta antiguo, inventan un significado nuevo a lo que aún no tiene sentido. Ustedes, cirujanos plásticos, tanto como las mannequins, sufren ese fuera de tiempo, ese desdén feroz de una época que quisiera despreciarlos por decadentes, mientras no logra sostener el propio paradigma que vendría a conservar. 
 Por el contrario, la pura época está siempre absorbida a las arenas del pasado, por la voracidad del devenir histórico. Es un tópico remanido recordar que lo estrictamente actual fue criticado en el pasado. Interpretar que todo lo incomprendido de hoy será la piedra de toque para comprender mañana, inferir esto es dar un salto al vacío. Sería evadir el proceso de exégesis, el curso de las nuevas interpretaciones, la explicación sucinta que el futuro depara a los conflictos del presente para resolverlos, siempre y cuando todavía los conflictos necesiten un sentido y no se los abandone fuera de la órbita de los problemas. Por eso ustedes a veces cumplen la función de los ángeles: la creación ciega, a la espera de la salvación posterior de los exégetas, tarea esta última que el gremio delega en los lobbistas. Entonces, creación y salvación, términos de la teología tradicional que acuden a nuestro asunto contemporáneo.


Pero vean cómo el cambio en la ontología ha desplazado la belleza del objeto a la imagen, ha conquistado la ubicuidad, como decía un disertante. La edición de un perfil virtual reemplaza en algo a la coquetería. El bigote amarillo de nicotina del vecino en el almacén se vuelve glamoroso en el coloreo de múltiples fotos retocadas. Una expresión grosera e insegura se vuelve mítica en una aplicación genérica que la convierte al stencil. Para qué un mentón firme, con rasgos de acero, si el embellecimiento pasa por otro lado. Esto ha puesto a la cirugía plástica al borde de la inutilidad. O casi. Si antes la cirugía plástica luchaba contra su frivolidad, ahora se enfrenta a lo ridículo, a un caricaturesco sinsentido.
En la escatología, en particular en el asunto del cuerpo glorioso, la vida del cuerpo en el Paraíso, se piensa la separación del órgano corporal de su función vital. En el Paraíso, el cuerpo está fuera del tiempo, en nuestro caso, fuera del tiempo contemporáneo -un tiempo fracturado, pero no aislado, en la encrucijada entre lo individual y lo colectivo, un presente que recicla permanentemente sus orígenes arcaicos, un presente luminoso reclamado por las sombras del futuro, un tiempo a su vez desfasado y próximo a su risa demencial.
 En el Paraíso, las pestañas no deben limpiar impurezas, y sin embargo permanecen, puesto que la perfección del cuerpo las contempla. El noble oficio del cirujano, amén de velar por las funciones corporales de cada glándula, y es por esto oficio, se vuelve arte en la medida en la que su horizonte es el cuerpo glorioso. No moldea tetas para facilitar la motricidad, ni para amamantar, ni para ejercer tareas sexuales; por el contrario, dificulta la mecánica del cuerpo. Es el valor de uso reemplazado en este caso no por el valor de cambio, sino por el valor de exhibición. Como en la publicidad, que efectúa el simulacro de la mercancía,  o más precisamente la pornografía, que exalta los atractivos del cuerpo en la medida misma en que no pueden ser usados. El cuerpo glorioso en su inoperosidad es el monumento de la cirugía, por más que ésta siempre pareció coquetear con la procacidad, con la vanidad. Este asunto me recuerda una publicidad europea reciente, donde unas muchachas semidesnudas -o cuya desnudez oculta una pequeña parte para operar sobre el erotismo- auspician -como las aves romanas- unos servicios fúnebres, y de este modo invierten la ecuación, agregan funciones vitales a la muerte para reclamar atención. Pero este tema ya excede la intervención de hoy, forma parte del discurso a los publicistas que daré en breve en México DF.
 Como decía este año el colega Thomas Römer en el Collège de France, las religiones tradicionales emplazan el fin del mundo en el Diluvio, es decir, ubican la muerte colectiva en el pasado, pero ese relato funciona como una amenaza presente. Quisiera agregar que la cirugía opera entonces expulsando el asunto de la muerte del cuerpo, reinventando el origen, y por eso mismo señalando permanentemente al tiempo, a su relación con la juventud y la belleza, la vejez y la decrepitud, si seguimos la historia occidental de las asociaciones. 
La pregunta que desearía inscribir en el umbral de este inverosímil seminario es: "¿A quién opera el cirujano?, y sobre todo: ¿Qué significa ser operados?". Porque, más allá de las cuestiones de la contemporaneidad, no sólo se opera al cuerpo del paciente, sino a su futuro que revierte a su pasado. Y si opera al paciente, opera a quienes están involucrados en la vida del paciente, a quienes afecta siempre la sustancia inestable de la identidad, en este caso la del paciente. Y opera en toda una época, porque implica a todo un conjunto de individuos en un ámbito de operatividad, es decir, donde existe el derecho y el poder de operarse, y por esto mismo el poder, la potencia de lo que se puede dar el lujo de no hacer.

* Nombre con el que se presentó el conferenciante en el Congreso Hispanoamericano de Cirugía Plástica, Caracas, 2013. Omitido por pedido del autor y de la sociedad de editores europeos de las Actas Finales del Congreso.

Tierra del Fuego

Apenas terminó el bachillerato, mi tío abuelo político recorrió la Patagonia.
En la ciudad de Ushuaia, en un restaurante, conoció al que se decía era el último hijo varón de padre y madre Selk´nam.
Viejo enorme que cruzó la puerta, se le acercó rengueando y con modo seco y voz gruesa y ronca, le preguntó:
– ¿Qué leés?
– Una novela…
– ¿Cuál?
– No, no la conoce.
– ¿De quién es?
– Dostoievski.
– Ah, sí. ¿Cuál?
– Crimen y castigo.
– Ah. Yo leí Los hermanos Karamázov. ¿Me lo prestás?
Así fue como el viejo Selk´nam se llevó a la montaña el libro de mi tío abuelo político, junto a la sal y el tabaco que cada tres meses bajaba a buscar. Le dijo que vivía de la caza del guanaco y que su Dios estaba muy viejo, tan viejo que se había olvidado de él y de su pueblo, y que por eso desaparecían sin remedio.
Mi tío abuelo político –que también era alto, grandote y de voz grave, que tenía rasgos duros y un lado de la cara caído, un humor pícaro que le hacía torcer algo más la boca torcida, y una risa fuerte y voluntariosa, que arrastraba al resto, siempre repetía la anécdota, y nunca le alcanzaban las palabras para transmitir la tristeza ni la corpulencia de ese gigante triste, cuyo nombre no recuerdo.
Después hablaba de los Selk´nam: de la voz gruesa y la fortaleza de sus mujeres, que se ponían de pie con ristras de leña a la espalda, de un salto, y las cargaban por distancias considerables; de su vigor en aquellas temperaturas; de su habilidad de cazadores; de su talla y musculatura proverbiales…
Después hablaba de los cazadores de los Selk´nam: los europeos a sueldo de estancieros europeos, encargados de limpiar zonas que se habían vuelto ganaderas, desplazando al guanaco con la oveja; de los soldados ingleses, que cambiaban cuero cabelludo, orejas o manos de indio por libras esterlinas…
Y entonces rememoraba otra anécdota, anverso de la anterior, sobre uno de esos soldados ingleses, ya decrépito, que vivía en una estancia de Tierra del Fuego, en la que mi tío abuelo político pasó unas semanas. De día era tan educado e inaccesible como un inglés, y nadie más que un inglés puede serlo. La noche la pasaba entre gritos, quejas, alaridos. Y a la mañana siguiente volvía a salir de su habitación como si nada: alineado, impecable, reservado y amable. Inglés. Mi tío abuelo político terminaba la historia siempre igual:
– Nunca pude determinar si lo que le dolía era el cuerpo o la conciencia.
Y entonces sí hacía silencio, y dejaba que la conversación cambiara de rumbo.

Velador

(Trato de representar cierta confianza y confidencialidad, cierta complicidad… mientras, una luz tenue y amarilla ilumina parcialmente las páginas que leo, un límite nítido, pero móvil, en disputa entre la luz y la sombra. La mirada se posa sobre las manos, una  página sostenida entre el dedo índice y el pulgar de la mano derecha manifiesta la ansiedad de lo que estará por venir. Una luz íntima que permite leer y una sombra que también permite leer, pero no con tanta claridad. Los ojos y las garras juguetean, mientras el lomo se encorva, transparente, buscando una caricia, el calor y el calor. Mi caballo rojo espanta los reptiles cuando lo llevo a beber al río (beber, repito). Grullas, follajes intrincados son mis guardias en los días de tormenta, pues nunca duermo debajo de mi techo. Me alimento de frutas, de yerbas y raíces. Mi rostro, como los ciclos del poniente y de la luna, jamás se repite).