28/11/13

La aventura de la memoria




Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras.
Funes el memorioso


            Antes del suceso, sin dudas fascinante,  que cambiaría las cosas para siempre,  pero que antes de suceder era impensable, entonces, ese momento previo adquiere ahora en retrospectiva una importancia póstuma. Justo antes entonces Epifanio Céspedes estaba en su departamento de San Isidro, tendido con alguna negligencia en el sillón, tal como lo había depositado un desmoronamiento controlado, de modo que todo su peso se distribuía en los puntos de contacto azarosos que habían resultado de esa indolencia. Como no logró entrar en sueño, giró sobre los almohadones y vio la mesa ratona, encima sus utensilios y un gorro fez que le habían traído de Marruecos y que le recordaba a la Ardilla Atómica y a algún documental de guerra. La fatiga aplazó el armado del cigarrillo de marihuana, pero en cambio algunas inquietudes del ámbito del deseo arruinaban la armonía de la pereza y obstaculizaban la siesta. Luego de una duermevela plagada de descanso y erotismo, Epifanio comprendió que se estaba cayendo del lado de la vigilia.
            Dio unos pasos hasta el baño, se masturbó con ímpetu tranquilo, no pudo evitar durante la operación reconocer algún desorden en el armario abierto, y luego la consabida manchita de cemento que se había filtrado entre los azulejos. Eyaculó con el placer de una verdad revelada, satisfactoria y poco afecta a la duración sostenida. Usó el último tirón de papel higiénico, luego se enjuagó, apagó la luz y antes de salir sintió que algo le rozaba la cabeza en la oscuridad. Le restó importancia y fue al sillón, y cuando ya se disponía a picar la planta seca para liar su porro notó que sus manos estaban ensangrentadas. Pensó en volver al baño para verse en el espejo, pero un gusto ferroso en la boca lo impulsó a escupir al piso, y comprendió que la sangre brotaba de la garganta. El terror paralizó la vuelta al baño y pronto sintió un mareo. Quiso recomponerse, pero no entendía nada.
            En su convalecencia, tuvo una inyección afiebrada de recuerdos que se organizaron cronológicamente, su vida desde los convencionales inicios expuesta rauda y sin descanso donde emergía un puñado de momentos en toda su lentitud: el olor a garrapiñada caminando con sus padres por el Tigre, no la mediocre iniciación sexual como hubiera pensado, sino una mirada insignificante y definitiva de su vecinita antes de mudarse a capital, una humillación temprana en la adolescencia, sin personajes, metonímica hasta la abstracción del detalle puro, el temor del último examen de la universidad, la bufanda que olvidó su mujer cuando lo dejó por vago, no el viaje memorable a Río de Janeiro, sólo el placer de la rememoración en Buenos Aires, el momento en que se perdonó la distancia con su hermano, sólo años después de su muerte, el descubrimiento de la traición de su amigo que prefirió ignorar, el sabor intenso del último pan tostado con manteca, que remitía a cualquier desayuno de su vida y por eso pervirtió el tiempo de su biografía sucinta.
El resumen quiso respetar todavía cierta trayectoria y continuó con unas manos ensangrentadas y un gusto ferroso en la boca, pero enseguida una precipitación de recuerdos recomenzaba. Otra vez su vida, levemente desfasada, con sensaciones fuera de catálogo y situaciones que creía no haber atravesado pero que sin duda recordaba. Cuando nuevamente llegó a la última hora, esta vez acostado en un hospital cercano a su departamento, en ese mismo instante dentro del instante en el sillón de San Isidro, otra vez implosionó el recuerdo. Los relatos se sucedieron, uno dentro de otro, y cada nueva reminiscencia forzaba más lo que había creído su pasado. Cuanto más se cristalizaba un hecho significativo en una vida, más celeridad adquiría en la siguiente, y en cambio otros asuntos intensos pero inesperados se ralentizaban con vigor a cada nueva vida que se abría en el borde de la vida anterior. Ya no sabía si repetía sus experiencias o migraba a otras vidas pasadas o contadas. El futuro era absurdo, pero el pasado estaba aún por escribirse.

La gran cordillera blanca


               Los tres alpinistas hicieron cumbre en el pico superior del cerro más alto de la gran cordillera blanca, pero una tormenta repentina les impidió regresar a tiempo. Acostados sobre la nieve, metidos –envueltos– en la carpa ínfima, sin armar, que llevaban consigo, establecieron turnos de media hora durante los cuales uno dormía –o dormitaba, o lo intentaba– en el medio, mientras los otros dos resistían.
               La tormenta pasó y al atardecer del día siguiente llegaron al refugio, donde dieron la franca impresión de estar muertos. Los desnudaron a unos metros de la chimenea, les dieron cucharadas de sopa en la boca y los metieron en las camas angostas ubicadas junto al hogar, pero no se durmieron.
               De manera espontánea y mecánica, como un fluido hipnótico, se fueron contando –con la voz que les quedaba en el cuerpo, entre el susurro y los gruñidos– los sueños que habían tenido en la cumbre de la gran cordillera blanca: un apuñalamiento; el llanto de un sordomudo; un sol rojo, inmenso, parpadeando en el centro de un cielo rojo; las risas agudas de gaviotas borrachas; un durazno gigante rodando barranca abajo; el fuego de una vela ardiendo sobre la superficie de un lago, de noche; un niño pateando una pelota peluda; las caricias arrugadas de una anciana...
               El refugiero los iba anotando en su diario, sorprendido de la nitidez de esos recuerdos y comprendiendo –de a poco– que ya no se podía hacer nada más por esos tres alpinistas, que no habían vuelto, que ya nunca volverían.
           
               A miles de kilómetros de distancia, unas pocas personas de distintas edades soñaron borrosamente con una interminable tormenta en la cumbre del pico superior del cerro más alto de una gran cordillera blanca; con un apuñalamiento, el llanto de un sordomudo, un sol rojo, inmenso, parpadeando en el centro de un cielo rojo, las risas agudas de gaviotas borrachas, un durazno gigante rodando barranca abajo, el fuego de una vela ardiendo sobre la superficie de un lago, de noche, un niño pateando una pelota peluda, las caricias arrugadas de una anciana...

La parte por el todo

Tenía los ojos vendados y el cuerpo transpirado. Estaba de pie frente a un muro de unos cinco metros de alto. La punta metálica y fría de un fusil en la nunca le erizaba los pelos. Un soldado le gritaba en el oído cosas que no podía entender, mientras lo sacudía del uniforme. De tanto apretar las muelas sentía que la cabeza le estaba a punto de estallar. Cuando se alejo la voz, se quedó pendiente de lo que seguía, atento a los instantes sucesivos −tan próximos y trasparentes− que aplastaban su cara como un vidrio, deformándola.
Podía componer la imagen de ese pequeño universo en tan sólo un instante: las armas, las boinas, las botas, sus cordones, el polvo, y a menos de cien metros estaban ellos… de espaldas, aplastados por el sol, mientras una brisa sofocante jugaba a erosionar sus  polvorientos uniformes.
La fila de soldados apuntaba a los presos. El sol iluminaba la punta de cada uno de sus fusiles. Un poco de tierra se levanta con el viento y el graznido de un pájaro parado en la cornisa desconcentró al cabo Fernandez. Martinez, ya distraído, miraba la cantidad de tierra que habían juntado sus botas, y pensaba en el cepillo y el lustre de este domingo por la noche en su habitación. Necesitaba mostrarse triunfal e impecable en la formación del lunes siguiente, justo antes que el himno se haga escuchar. La soledad y la angustia estaban sentadas en una de las galerías laterales del cuartel, tomadas de la mano.
Los soldados buscaban una coincidencia, atrapar con la mira a esos pequeños rehenes para que luego se tumben y pasen los que siguen y se tumben, y pasen los que siguen, hasta que ellos estén contra un paredón y alguien los haga coincidir de alguna manera. La precisión lo era todo. Si no mataban de un tiro eran castigados. No podían fallar. Los superiores no querían gritos desconcertantes. Tenían que ser efectivos.

Por las noches, los sueños de la mayoría de los soldados no eran nada fuera de lo común. Algunos eran terribles, como los de Yañez. Él soñaba que miraba  una película en una sala de cine y, de golpe, una de esas caras gigantes que estaban en la pantalla lo miraba, extendía su brazo, lo atrapaba con los dedos como tomando una pizca de sal y se lo llevaba a la boca. Así despertó gritando varias noches. Así fue tomado por loco y encerrado.