28/12/15

La manipulación de Clara


¿Por qué Clara cuidaba a mamá Doris? En un principio a mamá Doris le alquilaban un monoambiente en Colegiales entre los tres hermanos, pero una vez que Clara se divorció, de un momento a otro tuvo que arreglárselas para mantenerse. Si bien se quedó con el departamento sobre Avenida Lacroze, si bien Lucio aportaba exactamente lo que le correspondía para mantener a Lula, es decir, un porcentaje de lo que declaraba que ganaba en la mueblería, si bien la vida de Clara era austera, en fin, que algunos gastos tenía que solventar, jamás se le ocurrió dejar de ver TV por cable, y la TV le insinuaba que ella necesitaba comer, vestirse, limpiar, y todo preferentemente con algún producto en especial, amén de ir al cine, o tomar el té con masitas con amigas, y ni hablar de obsequiarle algún detalle a Lula, aunque sobre este punto sólo para hacerse querer un poco, toda la ropa y las golosinas y las chucherías electrónicas se las regalaba Lucio los fines de semana. Todo esto para decir que el alquiler del monoambiente de mamá Doris pasó a ser un diezmo imposible, sobre todo porque Clara había dejado la docencia para cuidar los primeros años de Lula, y mientras se acomodaba a la nueva situación el monedero la esperaba paciente pero vacío. Claro que el primer mes que no pudo aportar, los hermanos la cubrieron, pero en esos momentos mamá Doris empezaba a manifestar esas picardías típicas de la vejez como olvidar o confundir cosas, o sentirse descompuesta con inoportuna puntualidad, entonces los hermanos empezaron a conversar más seguido y a evaluar la situación. Mamá Doris necesitaba una enfermera o un geriátrico, pero claro que mamá Doris era fóbica y no quería oír ni hablar de casas de ancianos, entonces había que acrecentar unos gastos que ya de por sí eran imposibles por el momento para Clara. Entonces convinieron en que Clara se ocuparía provisoriamente de mamá Doris en el departamento de Avenida Lacroze, ya no tendría que pagar más alquiler y, como dadas las cosas no podría trabajar, los hermanos le pagarían una mensualidad en concepto de alojamiento y cuidado, incluyendo remedios. Así es como mamá Doris ocupó el lugar de Lucio en el departamento, y fue para Clara como volver a estar casada, ya que otra vez tenía en su hogar alguien que la acompañaba y la exigía y le significaba un ingreso estable. De hecho, Doris se pasaba las horas sentada en el sillón de Lucio.

El carácter provisional de la convivencia de las tres generaciones -Doris, Clara, Lula- duró cuatro años, y se interrumpió con la muerte de mamá Doris. Muerta mamá Doris, Clara otra vez en la misma, pero un poco más grande, con menos ganas de empezar otra vez. Ya no tenía la madre, ni su compañía, ni sus demandas, ni el aporte de sus hermanos. Uno de ellos, el varón, Juan Carlos, se compadeció de Clara y le buscó una salida. Lo primero que se le ocurrió, ya que sabía que en esto ella tenía experiencia, fue recomendarla a un hogar de ancianos en Villa Urquiza, donde habían instalado a la madre de un amigo y en ese momento necesitaban una persona confiable para cubrir una vacante en el cuidado de los viejos. No tardó en adaptarse a lo que le tocaba, incluso a encontrarle el gusto, siempre le había gustado sentirse útil y pronto entendió que para los ancianos ella era importante. Por otro lado, la exigencia de los viejos era, para ella, imprescindible. Su ocupación en el geriátrico duró varios años y a Clara no le costaba pensarlo como definitivo. Por eso, cuando empezó ella misma con los olvidos, y luego los dolores, no fue difícil para Juan Carlos, a quien a esta altura le tocaba resolver la organización de la familia, encontrarle una solución. Habló con los administradores del hogar para que le ofrecieran un retiro voluntario a Clara, y acordaron darle un cargo vitalicio, es decir, un retiro que le permitía continuar con sus tareas pero la libraba de las responsabilidades más pesadas. Era una solución ejemplar, Clara seguía con una ocupación que la contenía y la protegía de envejecer de golpe, y el hogar podía reclutar a alguien que considerara más idóneo. Cuando Clara se mostró más cansada, le ofrecieron alojamiento a cambio de las tareas que todavía realizaba. Se negó, prefería su sueldo reducido de vitalicia para ver a Lula las pocas veces que ella aparecía en el departamento de Lacroze, o para pasear por Avenida de los Incas hasta los adoquines de Belgrano R.

Clara se había adaptado ya a su vida austera cuando su hermana, Alejandra, le comentó que Juan Carlos había tenido un accidente cardio o cerebro vascular, o algo parecido, ella no sabía, pero ahora requería atención porque había perdido algo de su motricidad y por el momento estaba en silla de ruedas. Alejandra pensó en el hogar, donde Claro podía cuidarlo junto a los demás. Lo alojaron en una habitación privada, y Clara se ocupó de él en el primer período de rehabilitación en la silla de ruedas. Claro que el alojamiento no era gratuito, y los hijos de Juan Carlos no parecían interesados en resolver el asunto, eran jóvenes y querían ocuparse de sus cosas. Hablaron las hermanas y acordaron que Clara se ocuparía provisoriamente del hermano Juan Carlos en el hogar "Atardecer" y como dadas las cosas no podría trabajar, la hermana Alejandra le pagaría una mensualidad en concepto de alojamiento y cuidado, incluyendo medicamentos. El resto de los costos corría por cuenta de reintegros para jubilados y pensionados.

Entonces Clara le dejó el departamento de Lacroze a Lula. A Clara le dieron una habitación para ella y su hermano y ella nuevamente tenía a alguien en su dormitorio que la necesitaba y le exigía y le significaba un ingreso y se pasaba horas sentado, esta vez en una silla de ruedas en Urquiza. No se levantaba ni progresaba en la recuperación motriz ni neurológica. Claro que la hermana Clara no mandaba a hacerle los ejercicios que recomendaba el kinesiólogo, ni le acercaba la sopa de letras y crucigramas que prescribía el clínico. Ella sabía cómo cuidar y proteger, por eso Clara cuidaba a su hermano Juan Carlos.

El sonido del mar

      Robot se quedó parado frente a la ventana del dormitorio del amo Nelson. Los rayos inundaban el habitáculo cuadrangular y estallaban en mil fragmentos dorados al cruzarse con la coraza metálica del sirviente. En un instante, Robot abrió los brazos, el sol chocó contra el marco plástico de la ventana, fluyendo oblicua y subrepticiamente adentro, como una ola, y sin pedir permiso, un acorde grave se coló desde el living hasta lo profundo del circuito electrónico del mayordomo. Robot suspiró largamente, intuyendo las manos amarillas de Kaiutsi sobre las teclas blancas y negras del gran piano de cola.
      Una melancólica incomodidad lo sobrecogió. Se figuraba de manera borrosa la imposibilidad de intentar algún gesto de amor hacia ella, como una barrera inquietante, una carga lúgubre que contenía un movimiento indefinido de desenlace atroz.
      Kaiutsi lo llamó. Se dio vuelta y se sorprendió en el espejo: un objeto entre otros objetos. Acudió corriendo.

      Robot preparó las valijas y cargó el vehículo. Desde la ventana del living, vio su cabellera negra perdiéndose entre los edificios, batida por el viento. Se iban una semana a la playa. Para Robot era lo mismo que un instante, o una eternidad. Volverían mugrientos. Se sentó en el piano. Aprendería a tocarlo, a tocar su canción favorita, la que murmuraba al despertar, la de notas graves y profundas. Un día, así, le enseñaría todo.

      Se hallaba sumido en la limpieza de las hendijas del mueble de madera y vidrio, una de sus tareas programadas, cuando llegaron. Le ordenaron que bajara las cosas. Los oyó conversar con sus familiares y amigos, contando pormenores y generalidades de su estadía fuera de casa. Kaiutsi repitió algunas veces que el mar sonaba como su canción del piano. Se sintió ajeno. En un descuido, Nelson lo encontró mirando el espejo. Algo en la mirada del amo le dio miedo. De una manera instintiva, extraña a su naturaleza, rompió el vidrio y saltó por la ventana.

      Huyó escondiéndose de la gente. Mucha gente. Algo le indicaba la dirección hacia donde debía avanzar, más allá de los edificios. Era un sonido, casi imperceptible al principio, que fue haciéndose más fuerte con el transcurso de las horas.
      Corrió por las rocas y la tierra, hasta que el sonido se convirtió en una melodía nítida, muy grave, y entonces lo vio: un campamento de robots, junto a un gran pozo. Lo recibió un viejo modelo, V725, que le explicó la filosofía y el funcionamiento del lugar. Ellos vivían en libertad, emancipados y unidos, trabajando en común por y para todos. Robot le preguntó si eso era el mar, pero no supieron responderle.
      V725Le presentó a Luck, como le llamaban, el primer rebelde, el pionero, el iluminado, el inspirador. Estaba muy desmejorado, casi no podía moverse, pero su sonrisa franca y plena infundía esperanza. Luego le presentó a MacZ, el encargado de extaer el equipo de monitoreo interno y desviarlo, para que no los ubiquen. Era algo doloroso, pero necesario, le aclaró, sin margen de opción.
      Robot acompañó a MacZ a una gran sala equipada con máquinas. La luz blanca y potente borraba los perfiles de las cosas. MacZ encendió un aparato que emitía un sonido grave y le dijo que todo iba bien. Robot cayó al piso, inanimado. Un instante después, un carro llevó sus restos al pozo de chatarra, donde separaban las piezas y las enviaban a los centros de reciclado.