29/9/12

Azul



Las noches de verano en los campos de San Miguel podían ser cálidas, claras, dulces, con una luna inmensa flotando sobre los trigales o con las estrellas asomándose entre los árboles dejándose espiar por algunos hombres que las confundían con joyas colgando de las ramas.

O bien, las noches podían ser tormentosas, ruidosas hasta el silencio, hacia el vació más absoluto. Esas noches las gotas se posan sobre los vidrios de las ventanas y las luces se apagan bien tarde, el cansancio y el sueño arropa a la vigilia, y los parpados deciden cerrarse por voluntad propia.
Y por la ventana, afuera, la noche y lo negro. Pasos imaginarios que persiguen a las sombras de la luna, y una mirada melancólica con el vicio de lo trascendente. En esa intimidad los troncos arden en el fuego y las palabras se multiplican frente a los ojos.
Afuera los árboles son sacudidos por el viento y el agua cae de sus hojas con violencia. Ráfagas de agua, otra tormenta, una segunda lluvia se mezcla con la primera, la doblega. Historias y cuentos aparecen en la memoria divagando pobremente, rotos y sin rumbo. La imagen de un camino se erige en la mente. El camino era de tierra, creado por los pasos de animales pesados y algún caballo solitario, azul, que cargaba con la luna y la tristeza de todos los hombres que lo habían visto y la de los que nunca lo vieron. El caballo recorría siempre ese mismo camino que iba de la casa al puesto y del puesto al corral grande. El camino era angosto, pero no por eso inexistente. En el trayecto, el humo de las chimeneas, los vidrios amarillos de las ventanas y una tapia de un blanco húmedo anunciaban a un pequeño grupo de casas que vivían entre la alameda. El caballo siempre andaba por allí, como si el sendero fuera un riel que lo obligaba a no doblar nunca y a repetirse hasta el infinito. Sus patas eran anchas y nunca había visto un edificio. Era manso y desgarbado, y parecía consumido por haber luchado contra el correr del tiempo. A veces parecía quedarse quieto y cerrando los ojos casi por completo parecía que por fin conciliaba el sueño. Pero no dormía, sino que continuaba, infatigable, su eterno tormento. Imposible olvidar su imagen frente a la tapia blancuzca y humedecida, imposible saber si fue real.

24/9/12

En la montaña


        Oyeron los chasquidos -hundidos en el murmullo nocturno del bosque- de ramas resquebrajadas acercándose a intervalos irregulares, luego los pasos apurados hacia la casa, a través de los vidrios oscuros, y por detrás de las paredes y las puertas de madera, la puerta de entrada que se abría, un bulto que se depositaba en el piso, un ruido metálico, un cauto deambular entre sombras, un líquido vertiéndose en un recipiente, una fuerte exhalación de sosiego y luego otras, más leves.
        Oyeron los pasos pesados remontando la escalera, la puerta de un cuarto que se abría, el roce de mantas, y un cambiante cúmulo de ajetreos y suspiros ahogados que se acallaban de pronto. Oyeron nuevos pasos, la puerta que se volvía a abrir y a cerrar, el ingreso a la habitación de al lado, otro zarandeo abrupto y silencioso, y el irse hacia el cuarto del fondo, tirarse en la cama y roncar.
        Oyeron el despertar de mañana, el bajar con la niebla del sueño, el pedido de leche tibia, de comer pan con queso, y la risa, tan sonora, tan suya, al oír a su madre gritarle a su hermana que ya se despierte, que baje, que Carl había vuelto, por fin, de su viaje.