28/10/11

Fin de ciclo

Los mosquitos abrevan
en un vaso de agua.
Un olor agrio,
con mucho a gas
y aliento,
cuaja el ambiente.
– La señora dice
que se queda unos días,
no más.
Perdió la chacra
–la doméstica
explica.
A fauces abiertas, la vieja
ronca en su cama.
Como un puño
golpea la puerta.
Masculla me voy
y sale a la calle.
Más allá
apura el alba
un rebaño de obreros.
Alguien
habrá de guiarlos,
piensa,
e ignora el alcance
de sus últimos actos:
todavía no sabe
que ya es emigrante.

27/10/11

Beat sin héroe. Parte I


Homenaje a las traducciones de Bruguera y Anagrama.


I

            Venía de una separación que no tiene sentido contar aquí, pero que me había dejado sin rumbo en el mismo lugar de siempre. Había juntado algunos billetes para el verano. Un poco quedaba de viejos ahorros de cuando tenía proyectos, y algo había ganado en las últimas changas y no me había gastado en las largas noches de diciembre. Esto era a finales de 2004, ya todo se había ido a tomar por el culo y casi todos seguíamos vivos. Había desgrabado unas clases de la facultad para el centro de estudiantes que todavía tenía que cobrar. Llegaba enero y Ezequiel quería viajar al Sur en su Ford Falcon modelo 71. Lo iba a acompañar Mona, su chica, que también era amiga nuestra, y con Rolfi nos sumamos. Ya antes había fantaseado con un viaje para ver el Sur, pero siempre vagamente en charlas de borrachos.
            Tomé el bus con mi mochila en la ardiente avenida y viajé un atardecer de principios de enero una media hora hasta la casa de Mona, donde dormiríamos hasta el alba y partiríamos al amanecer. En el bus ya iba palpitando mi primer viaje al Sur, el lugar lejano de los relatos de Rolfi. Él es de Neuquén, allí había pasado sus años de infancia y algunos veranos desde que había venido a vivir a Buenos Aires. En otras ocasiones yo hubiera sufrido el calor, pero ahora no me importaba, incluso lo disfrutaba. Para mí, el viaje ya había empezado.
            Cenamos con la madre y el hermano de Mona, tal vez la última comida casera en las próximas dos semanas, y hablamos y tomamos vino. Después de comer llegó Rolfi, recién bañado, y animó un poco más la conversación, contó leyendas del Sur. Yo ya estaba sucio por el calor húmedo del bus. Todo era entusiasmo. Eze se fue a dormir temprano para estar descansado. Mona lo acompañó al rato. Con Rolfi nos quedamos un poco más, tomando café y fumando, tocando la guitarra en el suelo de la vieja sala.
            Salimos muy temprano. Antes tuvimos que hacer grandes esfuerzos para despertar a Eze, que tiene uno de los sueños más profundos que pueda alcanzarse. Se subió todavía dormido al Falcon, se calzó los lentes de sol y empezó a manejar. Yo me senté adelante, pese a las protestas de Mona y el silencio de Eze. No tuvimos problema con el equipaje, el auto era muy grande, y Mona era tan menuda que incluso pusimos unos bolsos debajo de sus piernas y se echó de costado en el asiento trasero, y todavía había lugar para que Rolfi fuera cómodo a un costado. Salir de la zona urbana de Buenos Aires llevó mucho tiempo, daba una sensación de continuidad infinita, como si todo el mundo fuera una llanura poblada por avenidas y semáforos. Por fin tomamos la autopista y nos empezamos a alejar. Íbamos callados, disfrutando de la experiencia que se abría hacia delante.
Tomamos mate. Comimos bizcochos y fumamos. El verano bonaerense en un Falcon 71 sin aire acondicionado era muy caluroso. No nos importaba. Burlábamos a Eze por lo que había costado levantarlo.
            -Joder, Roco. Vamos, coño, tú eres igual, o peor- me decía, y Rolfi reía. Todo estaba envuelto en un ánimo tranquilo y placentero.
            La autopista terminaba y continuaba la ruta. Seguíamos rodando por la llanura, las ciudades se iban espaciando cada vez más entre sí, y después la carretera iba entre campos sembrados y praderas con vacas pastando. Cada tanto zumbábamos al costado de un pueblo terroso y viejo. Paramos a comer hamburguesas en la ruta. Eze aprovechó para ver el mapa. Todo sin sacarse sus gafas negras.
-         ¿Vamos bien?
-       Sí. A las 3 llegamos a Santa Rosa y dormimos allí, en la casa de los abuelos de Mona.
-         Son mis primos.
-         Tus primos, sí, guapa.
Y llegamos a Santa Rosa. Los primos de Mona eran muy hospitalarios. Vivían en una casona en las afueras de la ciudad, donde empezaban los campos. Pasamos la tarde con ellos, entre el olor a bosta de caballo y el olor de la tila que les obsequiamos. Tres pitillos de yerba paraguaya que nos hicieron toser y reír. Después nos sirvieron un asado cojonudo y lo devoramos. Había vino y cerveza. Todos gritaban a un ritmo frenético. Estos tipos eran unos auténticos chalados. Comimos y bebimos y ya no sentíamos que el viaje estaba empezando. Parecía que andábamos viajando hacía meses, y habíamos salido esa misma mañana. Cuando nos fuimos a una casilla que nos prestaron para pasar esa noche, Eze sacó una botella de whisky del portaequipaje. Bebimos unos sorbos del pico, en la infinita llanura bajo las estrellas húmedas, sólo para demostrarnos que éramos los dueños del mundo, en el ruido pegajoso de los bichos del campo, y yo dije que si seguíamos bajando por el Este podíamos parar en las playas de Las Grutas o Puerto Madryn. Allí el agua es más cálida que en las playas bonaerenses, por alguna cuestión de las corrientes marinas. Estábamos cansados, lo decidiríamos al otro día.
            Salimos a la mañana, no tan temprano pero frescos y de buen humor. Eze dijo que pasar por el mar nos retrasaría mucho, que podíamos pasar a la vuelta, si teníamos tiempo. Estuvimos de acuero, y nos fuimos directo para las montañas del Oeste. Pero antes del mediodía Eze ya estaba cansado. Hacía burbujas con la boca y las tiraba hacia el volante. Todo con las gafas puestas. Después pedía un pitillo y abría un poco la ventana, y se iba un poco el humo y entraba mucha tierra y ruido, y hablábamas y no nos escuchábamos. Pero era necesario refrescar el interior, todavía hacía mucho calor, y además todos fumábamos. Atravesamos unos kilómetros de campos húmedos y verdes por la carretera. Eze dijo que estaba cansado, que manejara Rolfi. Mona y yo no sabíamos conducir en esa época.
            Rolfi tomó el volante y Eze se pasó al asiento trasero y abrazó a Mona. No tardó en quedarse dormido, Mona lo miraba como si fuera un niño, con una ternura que me recordó que yo estaba solo, pero también lo miraba con compasión, con lástima, y pensé que ellos también estaban solos. Llegamos a la ruta del desierto, esa larga recta interminable y monótona. Rolfi conducía con extremada precaución. Mona le reclamaba que fuera más rápido, que parecía una vieja. Era verdad, Rolfi inclinaba su cara de bibliotecario y su cuerpo de boxeador hacia delante, tieso contra el volante. Andaba muy despacio, y cada vez que teníamos que avanzar a un camión nos llevaba veinte minutos por lo menos. Tenía que asegurarse que la ruta estaba despejada en el otro carril y además temía los sacudones del viento que se embolsaba en el acoplado de los camiones y que reaparecía adelante, después de pasarlos, y nos desestabilizaba. Y además tenía que discutir con Mona, que le protestaba desde atrás. Íbamos muy lento, pero era una ruta peligrosa, tan interminablemente igual que en cualquier momento podía pasar un conductor distraído o incluso dormido. El decorado era tétrico, montones de coches retorcidos y herrumbrados a los costados del camino. Toda la situación me molestaba, porque además yo iba adelante y tenía que hacerle compañía a Rolfi, no me podía dormir, y con toda esa discusión además hubiera resultado imposible echar una siesta. Aunque no para Eze, que iba sepultado en el últmo abismo del sueño.
            Por fin Rolfi se fue relajando, vencido por la ruta que se desenrollaba sin distracciones, sin curvas, chata entre la tierra resquebrajada. Mona también perdió las ganas de discutir y se adormeció. Entonces conversamos con Rolfi nuestras fantasías de tierra y viento mientras atravesábamos ese absurdo desierto que parecía no tener fin, y yo le contaba que tenía el reverso de la sensación que había tenido al salir de Buenos Aires, donde las construcciones urbanas no terminaban nunca. Mona se incorporó y se sumó a la charla, recuperada de ánimo, y preparó mate. Hablamos unas dos horas con mucha intensidad. Parecía que podíamos mantener el interés durante semanas. Mona recordó algo acerca del vértigo horizontal que producía la llanura. Pero ya empezaban a aparecer las montañas, unas sombras borrosas en el fondo que por fin estropeaban el contorno del horizonte. Nos interrumpió el sonido de Eze cuando despertó. Había dormido con los lentes puestos. Tardó en reaccionar. Bostezó, se desperezó. Estaba ajeno a toda la excitación de la charla. Miró por la ventana sucia un rato, calculó los kilómetros que habíamos avanzado.
-¿Cuánto dormí? ¿Una hora?
- No. Tres o cuatro.
- ¿Qué pasó? ¿Pararon en algún lado?- preguntó, desconcertado. Nos reímos. Mona le acarició el pelo negro revuelto y lleno de tierra. Rolfi le dijo que habíamos bajado el promedio de velocidad.



II

            Eze tomó el volante y pasó zumbando los camiones petroleros de Catriel, nos quedamos sin gas y cambió el combustible a nafta para recuperar tiempo, ahora no teníamos que detenernos cada cien kilómetros y el coche además iba más rápido. Regateamos los autos en las afueras de Neuquén, después bordeamos esa ciudad de cartón como una escenografía en el valle, y disparamos por la ruta 237. Rolfi miraba su Neuquén, ridícula en el valle. Recién cuando la ciudad se perdió por la ventana de atrás pudo decir unas palabras:
            -Saben, a la vuelta nos detendremos aquí. Les presentaré al Peluca, a Boris. La hermana de Boris canta en un billar. Tuve un asunto con ella. Y tal vez vea a mi padre.- Los recuerdos de Rolfi perdían el barniz de la distancia y se volvían más dolorosos, pero él enfrentaba su pasado con emoción, sin temor, como si se tratara de su destino.
            Más al Sur, el paisaje reverdecía. La vista ya no podía posarse en la lejanía, la alfombra de la ruta se levantaba en pendientes y curvas. El horizonte ya no se escapaba tan lejos. Los pequeños arbustos desérticos habían quedado atrás. Ahora íbamos entre escarpaduras y campos de árboles frutales. Todo nos parecía rebozar de vida en el encantado valle, pero apenas habíamos dejado atrás el desierto. El cambio de paisaje y unas medialunas en una estación de servicio nos vigorizaron. Le dejé el lugar a Mona adelante, para que acompañe a Eze, y me pasé atrás con Rolfi. Tardé poco en dormirme, mientras veía a Eze concentrado en el camino, enderezando nuestros tiempos, él fue corredor de regularidad de autos clásicos en Venado Tuerto, conducir con el propósito de ganar tiempo era una misión para él. Con las rodillas sostenía el volante mientras sacaba un pitillo del atado con las manos, lo giraba sobre sus labios y finalmente lo encendía, rechazaba la ayuda de Mona y ella ahora lo miraba con algo más parecido al amor, tenía un brillo en los ojos de admiración por su hombre, de orgullo por pertenecerle al tipo que tomaba las riendas del asunto y hacía lo que tenía que hacer.
            Cuando me desperté ya era tarde, pero en el Sur los días de verano son eternos, y el sol todavía estaba alto, delante nuestro, y un poco más abajo ya se veía la cordillera brumosa en el horizonte.
            -Está cortada la ruta a San Martín, vamos directo a Bariloche antes que se vaya la luz- Eze me hablaba desde atrás de los lentes negros, por el espejo retrovisor.
            Pasamos el desvío a Villa La Angostura y yo seguía medio dormido. Apareció el Lago Nahuel Huapi a la derecha. Llegamos a Bariloche. Lástima que el día declinaba, a cada instante tenía el impulso de buscar mi vieja Polaroid en el portaequipaje para sacar unas fotografías. Ya habría tiempo otro día. Teníamos hambre otra vez, pero teníamos que buscar primero lugar en un camping para armar las carpas antes que anocheciera. El problema fue que en los alrededores de la ciudad no quedaba lugar libre a esa hora, entonces seguimos unos 15 kilómetros por la avenida Bustillo, que bordea el lago, hasta que nos aceptaron en un camping que bajaba a la orilla. Nos apuramos a desplegar nuestras iglúes, pero ya era tarde y oscureció de golpe mientras las levantábamos. Por suerte, el lugar estaba iluminado y pudimos armarlas decentemente. Habíamos ardido como brasa de tila en el desierto, pero ahora en la noche en la montaña se nos helaba el culo. Rolfi y yo fuimos caminando de vuelta a la avenida a buscar algo para tomar, mientras Eze y Mona preparaban unos fideos de las provisiones que habíamos traído. Comimos y bebimos contentos, inquietos después del largo viaje fijos en nuestros asientos, pero en silencio y cansados. Sólo dijimos que nos quedaríamos parando en ese camping tres días, mientras recorríamos Bariloche. Fuimos a dormir, Rolfi y yo en una carpa, Eze y Mona en la otra.
            Rolfi encendió una linterna potente en la carpa para leer un poco antes de dormir. La colgó de la cúpula de nuestra iglú. Al principio no me molestaba, pero a los pocos minutos estábamos llenos de bichos que buscaban la luz. Aprovechaban para entrar cuando uno de nosotros abría el cierre de la puerta, para ir al baño, para ir a fumar, para dejar las zapatillas afuera. Le iba a decir algo de su linterna, pero ya me estaba quedando dormido.

Continuará

14/10/11

Piezas sobre arte


Pequeño discurso apócrifo a los cirujanos plásticos.
Por Paul Valéry*

            Permítase hablar, en este congreso de artistas de la medicina, desde esta conferencia dudosa, a este humilde profano, a este admirador del oficio de los presentes, que no podría acercar un bisturí a un cuerpo femenino sin incurrir en un crimen pasional. Concédase a este hombre de letras acercar algunas peregrinas reflexiones acerca de la labor del cirujano.
He dicho que son artistas de la medicina en el más elevado de los sentidos, puesto que también son, en la hibridación de su hacer, médicos del moldeado humano, sanadores del doloroso síntoma de la vanidad irritada.
            Pero si son moldeadores, ¿a qué azaroso molde consagran sus intervenciones punzantes?, ¿qué misterioso designio guía el pulso firme hacia un ideal de belleza, de juventud? El primer problema, el del ideal, pero acaso no el mayor.
¿Esculpen los cirujanos a pedido la nariz de tal actriz, el mentón de las modelos jóvenes, los mismos pechos exactos de la recepcionista de la clínica? No todos los cuerpos comulgan con todos los atributos, no todas las combinaciones fragmentarias son felices. La consideración del cuerpo original del que disponen es la condición de su arte. La materia con la que cuentan no es tabula rasa. No se enfrentan a los tormentos de la página en blanco, al mutismo de la sinfonía que no se deja componer. Piensen ustedes en la materia del cirujano, que está dada y entra en el juego de tensiones de los deseos y las posibilidades. Qué deliciosos desafíos, desde la primera consulta, se le presentan al cirujano celoso de su valor, qué esfuerzo del espíritu oponer mentalmente la presencia del paciente a un resultado satisfactorio, qué encrucijada del oficio elegir entre las soluciones posibles.
Un atributo comparten el cirujano plástico y el poeta que se impone a sí mismo las rigurosas leyes de la métrica. En esa íntima relación con su materia, sea la cesura quirúrgica, sea la versificación escandida, la dificultad no es un obstáculo exterior a la planificación, es parte medular del proyecto, interviene como impulso de posibilidades realizables, restringe dentro de los límites de lo operable.


Me represento el consultorio límpido, la luz blanca que borra las sombras del cuerpo a intervenir, la sustancia de la cirugía. El cirujano evalúa posibilidades, dispone con una línea punteada sobre la piel su resolución final. Un corte aquí donde el paciente ve un defecto, un implante de silicona y la sutura final; allí otro corte donde se sufre un exceso, esta vez para limar un tabique pronunciado. El arte más sensual tiende al espíritu, el artista que seduce opera con un mínimo de materia para obtener un máximo de espíritu en la obra. Una nota suelta, una melodía, son las unidades de acción del músico; una ceja, una teta, todo un pómulo, las del artista médico. Imagino a un eximio cirujano que, enterado del verdadero meollo de su tarea, operara directamente la vanidad de su paciente –si fuera posible pensarlo, sin siquiera tocar el bisturí-, de tal modo que consiguiera que la propia gracia de su paciente –que no es otra cosa la dimensión temporal de la belleza- restituyera por sí misma la hermosura –que no es otra cosa que la dimensión espacial de la belleza. En todas las artes, el ideal de simpleza requiere una resistencia constante a los caminos fáciles, implica una disciplina del obstáculo, una estética de la dificultad. La cirugía plástica no se sustrae a esta ley.
Tampoco está exenta de ciertas corrientes, de alguna polémica. Todas las artes tienen distintas escuelas, programas estéticos, pruritos, modas. En la cirugía del parecer, vemos de un lado a los apóstoles de la naturalidad, quienes pregonan la mano invisible del cirujano. Para ellos el cenit del oficio consiste en recomponer en el cuerpo un gesto que el tiempo ha abandonado, enderezar cierta negligencia genética de la anatomía, infundir redondeces allí donde la Naturaleza, en su desenvolvimiento infinito, ha tenido un mal día; crear la ilusión, a fin de cuentas, de necesidad. Del otro lado, los propagandistas del artificio, quienes gustan ver en las obras la mano del cirujano, las insinuaciones de los procedimientos quirúrgicos; quienes, aunque la Naturaleza fuera ecuánime y constante con los cuerpos, desearían algo adicional, una intervención de las combinaciones posibles que resultara en algo creado, caprichoso: un rostro de simetría mecánica aquí, unas nalgas voluptuosamente disfuncionales allí.
Quisiera aventurar ciertas correspondencias entre el arte gastronómico y el arte del médico plástico. En tales relaciones de simetría y oposición me entretenía ayer en el comedor de este magnífico hotel, mientras aguardaba mi turno. ¿Las frituras saladas, grasosas, no reclaman una íntima correspondencia con las jóvenes promotoras de los autódromos, aquellas que acuden al consultorio para exigir un cuerpo proteico, voluminoso, desbalanceado quizás, pero abundante a la sazón del gusto popular? ¿Y, por el contrario, no se detuvieron ustedes en las delicias gourmet, donde el equilibrio de tenues sabores exquisitos recuerda el refinamiento, la mesura que reclama del cirujano una aristócrata madura?
Todas las corrientes son válidas. Más aún: cada cirujano trabaja con su propio programa, sus propias dificultades, y hay que alegrarse. El antagonismo entre naturaleza y artificio se nos ofrece como simplificación de los rumbos que el cirujano puede transitar. Llevadas a sus últimas consecuencias, las corrientes conducen a problemas insolubles. Unos, adeptos al principio natural, embarcados en la empresa improbable no ya de perseguir, sino siquiera de definir la Naturaleza; enfrentados en su oficio a la siguiente antinomia: si la Naturaleza es el ideal, la intromisión del artesano no puede, no debe embellecer. Otros, adictos al artificio, impotentes ante la infinidad de combinaciones que ofrece: si caminamos en un desierto que se derrama sin fin hacia todos los puntos cardinales, elegir una dirección es insignificante, o peor, es fatal; una leyenda oída en estos días ilustra de algún modo la cuestión.
El mejor cirujano de Sudamérica prestaba sus servicios a una dama de mundo, rica para afrontar sus caprichos, educada para discernir el valor tanto del conjunto como del detalle, valiente para imponerse en el cuerpo las audacias que reclamaba de este artista. Cierta vez llegó al consultorio para proponerle al cirujano un desafío sin par: realizarle una operación inédita y compleja, con motivo libre; ella no preguntaría nada hasta despertar de la anestesia y ver los resultados. Sólo reclamaba creatividad, talento y trabajo. La confianza era absoluta. El cirujano aceptó la propuesta sin dudarlo. Planeó su obra no sin cavilaciones interminables. Modeló finalmente el cuerpo de la dama. En un singular homenaje a Picasso, el alquimista del bisturí le rebatió los planos del rostro hasta lograr todos los puntos de vista posibles de la cara, desde todos los puntos de vista singulares de un observador en ciento ochenta grados. Además, revistió toda su piel con una pigmentación azul. La dama estuvo encantada con la obra, su rostro y su piel, y se mostró por los salones europeos, los palacios orientales. Pero a los pocos meses, volvió con una urgencia a la clínica, ya que se había arruinado el rostro con una plancha caliente. A la pregunta desconcertada del cirujano, la mujer magullada le respondió: “La obra era excelente, pero yo soy mujer, y debo conservar a mi discreción qué perfil deseo mostrar”.


            Veamos el futuro. O más acá, veamos el presente. Con el desarrollo de las redes sociales, verdadera conquista de la ubicuidad, el cuerpo vivo, el rostro inmediato ya no son condición de expresión. Vemos que un cuerpo se ofrece como obra en fotografías, videos, textos, sonidos, en fin, todo el andamiaje que con acierto se ha denominado multimedia. Parecería que en este desarrollo la cirugía plástica tradicional, subyugada por los pesares de lo concreto, cedería todo el terreno a la virtualidad. Pero no es así. La política del espíritu sigue otras leyes que la de la materia. La acumulación espiritual lucha en un terreno no geométrico, o no euclidiano, al menos. ¿Cuántos médicos de la cultura, hace ya tiempo, diagnosticaron la fase terminal de las artes tradicionales? ¿No se hablaba, con cierta ingenuidad, de la migración de soportes, de la metamorfosis de la técnica, del fin de la pintura con la fotografía? Fallaron su pronóstico.


Por último, quisiera señalar la resignificación que el oficio de los cirujanos plásticos operó sobre el bisturí y su corte, sobre la herramienta –el pincel filoso- y su uso en la materia –la carne blanda. Para ilustrarlo, quisiera oponer los términos de puñalada e incisión, cicatriz y sutura; términos elocuentes consagrados por el uso. Los unos en el ámbito del daño, los otros en el de la sanación, aunque todos con esa connotación de cuerpo frágil que requiere para la acción presencia de ánimo, tanto por parte de los artistas del asesinato como de los de la cirugía plástica.
En un principio hice referencia al corte de bisturí como crimen. Antiguamente, los tangos hablaban de puñalada para referirse a un daño que ejercía un compadrito perturbado a una mujer. Quien realizaba la acción buscaba librarse de un escenario que lo mortificaba, pero sólo lograba herir o matar a la mujer, que en sintaxis ocuparía la función de paciente o, sarcásticamente para este caso, beneficiario. Existe también, en el arte y en la vida, la puñalada destinada a herir la belleza. ¿Habrán imaginado nuestros más delirantes letristas que un bisturí vendría a reparar una herida de la vanidad? Pero esas son paradojas de las letras.


* Nombre con el que se presentó el conferenciante en el Congreso Hispanoamericano de Cirugía Plástica, Miami, 2007. Omitido en la edición de Jean Hytier de las Œuvres, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard.

5/10/11

Unas líneas para Steve Jobs

¿Quién sabe si conectó su último punto o si empezó a conectar otros de distinta naturaleza? Como sea, unas palabras sobre su famoso discurso -de tecnología no sé nada, de retórica poco-. Entusiasmar a unos jóvenes que se egresan con cierto optimismo de “todo es posible” está bien, pero ¿quién se cree la de conectar puntos? Los desafío: hagan la prueba, tómense su tiempo, cuando terminan me avisan, y vemos si el resultado es Apple, Pixar, y demás.