28/10/15

El genio de la caja

No era el ahogo del calor lo que me apretaba, aunque la temperatura era elevada en el sopor misionero, era mi posición en el tren del parque nacional lo que me circunscribía a la posición del turista de la derecha de la fila cuatro, observando un recorrido inviolable de plantas selváticas. Cuando por fin el tren se detuvo, el previsible descenso todavía me tenía atrapado, pero a medida que nos arrastrábamos cada uno de nosotros, los turistas, íbamos recuperando algo de nosotros mismos, nuestro andar diverso, los rodeos infantiles, los desplazamientos económicos en línea recta de cuerpos adultos, mi particular forma de arrastrar los pies. Ya me sentía algo más aliviado, podía elegir el paseo de mi mirada, o eso creía, cuando un cartel sobre un poste se impuso: "¿Querés saber quién cuida este Parque?", decía, seguido de una flecha que terminaba en una caja de madera con la tapa superior cerrada, pero visiblemente apoyada para ser abierta por el curioso. Tuve un rapto de inspiración. Imaginé un espejo que devolviera la imagen del visitante para demostrarle que él era responsable activo del cuidado del lugar. Pensé que, como en todos los parques nacionales, se buscaba comunicar a los turistas que colaboren en la preservación, pero en esta oportunidad había un artefacto que reclamaba la participación del receptor para que el mensaje sea eficaz. Me sentía mucho mejor, librado a mis consideraciones en medio de las Cataratas del Iguazú, capaz de prever la organización racional que gobernaba sutilmente una naturaleza aparentemente librada al azar impoluto. Me felicitaba por mi capacidad analítica, que se había impuesto al calor, la humedad, los mosquitos, el ruido imponente del agua que reduce las fuerzas individuales de la razón a cierto descubrimiento romántico de la fragilidad y fugacidad de nuestras vanidades. En ese momento, otro turista reparó en el mismo cartel y se acercó a la caja, desprovisto de mi clarividencia. Tuve curiosidad por su reacción y por la comprobación de mis previsiones. Levantó la tapa, asomó su mirada hacia adentro y volvió a cerrar. Se dio vuelta y, ante la pregunta de quienes lo acompañaban, dijo: "No hay nada", arqueó los hombros y siguió camino. Este hecho me obligó a acercarme, pensando en la falta del espejo, por descuido o deterioro. La caja estaba hecha de madera clara y liviana y, aunque endeble y barata, no interrumpía la sensación agreste, había sido instalada sin negligencia por los administradores del parque. Levanté la tapa, sin esfuerzo, leve y pequeña y a una altura disponible para un promedio estadístico de mayorías. Cayó la luz en el interior, vi las paredes interiores rugosas, veteadas por ranuras debidas a la irregularidad de las tablas que la componían, vi el fondo un poco cubierto por un espejo en el que se veía mi cara, en definitiva, nada.