28/12/14

La grilla y el parque

Vio al hombre negro abrigado en la plaza y pensó en dos opciones: o bien el negro era un inmigrante que vendía droga o bien era un paseante negro que pensaba que el latino que era él mismo era un latino abrigado que vendía droga. Y en la larga caminata con misteriosos cruces con hombres lógicamente abrigados pero sospechosamente solitarios en las plazas pensó lo que él pensaba de ellos o lo que podían pensar de él pensando en ellos y entonces quién era el vendedor de drogas era muy incierto entre dos locos solos pensando al infinito sobre la presencia misteriosa del otro en el frío de las plazas berlinesas, el frío que se prende y aferra por adentro como un feto.

Voyeur

A lo lejos se veía que de la casa alargada se abría una ventana.  Isabel se asomó, tomó los postigos y los cerró. Casi al mismo tiempo apareció en la ventana de al lado Eduardo e hizo lo mismo. Antes de que terminara, ella volvió aparecer en la siguiente ventana, y así alternándose con cada una de los postigos. A los pocos minutos de terminar salieron por la puerta principal. Eduardo la cerró con llave, mientras ella fue hacia el auto con una bolsa. Eran dos muñecos minúsculos. Se subieron al auto y arrancaron.
Vicente espero a que el auto se perdiera en el horizonte y fue hacia la casa. Una vez ahí dio un par de vueltas alrededor de esta probando cada uno de los postigos y las puertas. Tomó una rama gruesa, hizo palanca forzando las maderas hasta vencerlas. Después envolvió su brazo con su campera y rompió el vidrio. Con la rama trató de sacar las astillas que quedaron en los bordes de la ventana y se metió. Cuando puso un pie en el interior sintió los pedacitos de cristal crujir bajo su suela. Pese a que era un día claro, azul, el interior estaba en penumbras. De repente, se halló en la cocina. La mesa estaba puesta. No habían levantado los platos después de almorzar. En la pileta se podía ver una cacerola y dos o tres vasos lleno de agua jabonosa. 
Caminó por el pasillo hasta llegar a la parte de las habitaciones. En una de ellas había dos camas deshechas y ropa tirada. Varios pares de zapatos desperdigados, también camisas, pantalones, polleras. Vio un corpiño colgando de una de las cabeceras. Después una bombacha sobre el colchón. La agarró y la olió. Cerca de la puerta, unos calzoncillos. Hizo lo mismo. Se sacó la ropa quedándose desnudo. Abrió el placar sacó una camisa y un pantalón, y se los puso. Se miraba al espejo que estaba en el costado interno de una de las puertas. Se miraba, giraba y se volvía a mirar.
La ropa le quedaba grande, un poco ridícula. Tomó un saco, metió el brazo en la primera manga. Trató hacer lo mismo con la otra, pero primero le erraba y después se le trabo la mano en el forro roto, hasta que finalmente pudo. Enlazó una corbata y comenzó a anudársela. Se colocó un cinturón de cuero marrón oscuro. Miraba al espejo con cierta complacencia sin percatarse de su apariencia huraña. Los pies peludos se asomaban por debajo de los pantalones.
Se paseo por la casa. Volvió a la cocina. Agarró una mandarina y se sentó en un sillón del living. Clavó su pulgar en el centro y tiraba de la piel hasta dejarla limpia. Después arrancaba con suavidad cada uno de los gajos y se los llevaba a la boca. Con la lengua empujaba las semillas hacia un costado y después las escupía en su mano derecha. Tenía el puño cerrado que sólo abría cuando lo acercaba a su boca y volvía a escupir. Cuando terminó puso las semillas en el bolsillo del saco.
Después fue de nuevo hasta la habitación y se acostó en la cama boca arriba. Cruzó el brazo izquierdo sobre su cabeza, tapándose los ojos.  Se quedó dormido.
El ruido del motor lo despertó. Saltó de la cama, histriónico. No sabía qué hacer. Todavía tenía el traje puesto. Atinó a sacárselo, pero no había tiempo. Agarró sus cosas y corrió por el pasillo, pasó la sala y entró a la cocina. Una vez ahí trató de saltar por la ventana, pero no pudo evitar pisar el marco y clavarse astillas en el pie derecho. Saltó y corrió hasta una línea de arbustos que le permitía llegar al monte y huir.
Rengueaba entre los eucaliptus. La corbata flameaba con el viento, sobre el hombro derecho. Entre sus manos tenía su ropa hecha un bollo: zapatillas,  camisa,  jean,  campera. Se apoyó sobre el tronco de un árbol enorme. El pie le sangraba y le dolía. Al correr por el monte descalzo se clavaba raíces, ramitas y la cáscara vieja de los eucaliptus que caía al piso. 

Llamada perdida

            La mano blanca de Mónica se filtró entre los frunces de las sábanas, avanzó por sus nudos hacia el otro costado de la cama y manoteó ese vacío suave y resbaladizo hasta caer en la vigilia: su ocupante se había ido. Una débil esperanza la hizo girar todavía, enredarse en su larga cabellera negra y decepcionarse del todo: la mesada estaba ordenada, sin ropa revuelta. Mónica suspiró, se dio vuelta, abrazó la almohada con fastidio, se durmió otra vez.
            En el primer semáforo camino a la oficina le mandó un mensajito: ¿Cómo venís? Quería decir te extraño en otras palabras. Cuando salió a almorzar con Carlos y Malena, todavía no le había contestado. Le costó seguir la conversación sobre viajes, paquetes turísticos, descuentos. ¿Todo bien? Claudia, insistió mientras esperaban la cuenta. Lo mismo le preguntó Carlos a ella.
            A las cuatro y media fue al baño y lo llamó, al borde de la furia; un silencio así era raro en los últimos meses. Nada. Buscó su foto en el celular. ¿Qué pasa Sergio?, le preguntó al aparato en voz baja.
            Manejando de vuelta, mientras se lamentaba por sus arranques adolescentes, sonó el teléfono, miró la pantalla y reconoció su número, sin guardar. Con una sola maniobra ubicó el auto junto al borde de la calle, en la rambla.
            –¡Hola! –atendió, con tono de ¡al fin!
            –Hola –era la voz de una señora mayor, cansada–, recibí una llamada de este número.
            –Sí, quería hablar con Sergio por favor –dijo Mónica, recomponiéndose.
            –¿De parte? –preguntó la señora.
            –Claudia, una compañera de trabajo.
            Sergio le había sugerido ese nombre: Claudia realmente trabajaba con él.
            –Ah, hola –dijo la señora con la voz quebrada, pero que a Mónica le pareció también dulce y serena–. Soy la esposa de Sergio. Él falleció esta mañana. Me habló mucho de usted...
            –¿Cómo? –preguntó después de un silencio.
            –Falleció en la mañana, un accidente… Ya nos comunicamos con Alfredo y le dimos los datos, ¿no se los pasó?
            –Ah, no –contestó Mónica, ganando tiempo–. No pude hablar con él hoy, ahora lo llamo. Discúlpeme Graciela. Mis más profundas condolencias –llegó a decir, en un hilo de voz, antes de tapar el micrófono y escuchar confusamente la despedida amable de la viuda.
            Más adelante, en el recuerdo de Mónica, la palabra Sergio condensaría en primer lugar una mezcla indefinida de lágrimas, impotencia de no poder despedirse, el mar azul revuelto en rulos blancos, en pliegues y repliegues sonoros y apagados, un insulto desde un auto que pasaba, su auto avanzando lento, conducido por esos brazos y piernas que eran suyos, pero desconectados de su mente, la estimación de la probabilidad de que la viuda conversara con la verdadera Claudia, de que sospechara algo y la buscara, su decisión de cambiar de teléfono, la envidia llena de odio por la tranquilidad de esa señora y su dolor visible, compartido y formal, la certeza de poder ubicar la tumba, la duda de si querría soportar la lápida de los otros, su juramento orgulloso, aferrado a su secreto –lo único que le quedaba en ese momento–, de que no le contaría nada a nadie, nunca, a nadie, salvo a Julia, tal vez, a lo sumo a ella, únicamente a Julia.