28/2/13

La obligación


            No me pregunté si tenía ganas. Sabía que nos teníamos que encontrar a las 8 de la mañana en Constitución. Huracán jugaba temprano en La Plata, antes del mediodía, por una disposición de seguridad de algún Comité.
            Cuando bajé del colectivo en Lima vi a Careperro. Una nariz pequeña, dos cachetes sueltos y una lectura escolar lo habían bautizado. Ignoro cómo se llamará ahora. Pasamos por un almacén. Como íbamos en procesión futbolera, compramos unos cartones de vino. Y como era domingo a la mañana, también dos docenas de facturas. Con esa combinación inusual, estábamos en regla.
          Llegó Rulo. Era mayor que nosotros, y aunque no era líder, le consagrábamos la deferencia que se le debe al que ha vivido lo que otros todavía imaginan; Rulo tendría unos diecinueve años.
              Fabián no apareció. Que conste que lo esperamos, incluso dejamos salir un tren. Ya en el vagón de la formación siguiente nos preguntamos qué le habría pasado. Barajamos algunas hipótesis de lo más probables, y por eso de lo más mezquinas: sueño pesado, pereza, falta de dinero o, lo peor de todo, deserción, que en esa circunstancia era una leve traición. Nos juramos venganza, en serio y en broma. Luego partió nuestro tren, Careperro asomó el paquete de facturas y el conciliábulo se desvaneció. Me mojé los dedos y las mangas cuando abrí el primer cartón de vino. Hicimos silencio para iniciar el desayuno.
           Rulo rumiaba una medialuna cuando hizo ademán de hablar, pero continuó masticando y nos mantuvo en ridícula espera y no empezó sino hasta que tragó y dio un sorbo de vino.
            -A Fabián le pudo haber pasado cualquier cosa. No pongan esa cara, no lo estoy matando. Digo que las cosas pasan.
         Lograba nuestra atención con facilidad. La historia que iba a contar me entusiasmó por alguna coincidencia. Ahora sospecho que a los relatos le gustan las simetrías.

            “¿Lo ubican a mi primo Maxi? El que siempre anda por Congreso. Tiene como veinticinco, ya. Bueno, había uno de la banda que hace un tiempo tuvo un hijo, entonces no pintó más con los pibes. Se llama Martín. El otro día me dijo Maxi que volvió y está con quilombos.
            El asunto es así. Este flaco, Martín, desapareció y todos creían que se había puesto serio, con la señora y el crío. Pero resulta que se juntaba con unos que reventaban galpones. Una vez se prendió en esa. Tenían un dato en Suárez. Eran cuatro: dos profesionales iban a entrar, el tercero esperaba con una camioneta para cargar y él, que era nuevo, se tenía que quedar de campana. Pero a último momento arrugó y no fue. Los tipos lo hicieron igual: el de la camioneta se quedó afuera y los dos que quedaban se mandaron. Uno iba calzado con un fierro y el otro era el cerebro, el que organizaba. Entre los dos fueron forzando las puertas, hasta que el organizador se descompuso y tuvo que ir al baño del depósito. Se le salían los chinchulines. No había alternativa.”

            -Uno nunca sabe el día ni la hora- soltó Careperro.
        Una señora que iba sentada a un costado, del otro lado del pasillo, parecía incómoda. La asociación del vino y la charla picaresca nos daría un aspecto indeseable. Me apenaba amargarle el viaje, me hubiera gustado, de ser posible, reconvenir su desconfianza, aunque también paladeaba las ínfulas de sentirme peligroso. 

            “Y cuando iba al baño algo pasó. No hubo aviso, pero al rato vino la policía. El que lo acompañaba se puso como loco, hasta le apuntó con el arma para obligarlo a salir, pero se tuvo que escapar solo hasta la camioneta porque el tipo estaba clavado en el inodoro, en el medio del asunto. Ahí lo agarraron. Tenía antecedentes, así que fue preso. Durante cuatro años pensó que Martín era el botón, y por eso no fue esa noche. Y este Martín jura que es inocente, que seguramente saltó la alarma. Pero no puede hacer nada, porque para un preso, un informante de la policía y un cagón que se borra a último momento son la misma mierda. Ahora, el preso va a salir.”

            Rulo dio un largo trago de vino y luego se quedó mirando por la ventana, jamás sabré si su mutismo formaba parte todavía del final del relato, si ya lo había abandonado, si el recuerdo ahora me engaña. Yo me sorprendía en el juego de la culpabilidad inexorable de Martín: por delatar o por abandonar, lo mismo daba. Careperro hizo un comentario sobre la escena pintoresca que se habrían encontrado los policías, el ladrón entregado, evacuando como un civil cualquiera, los tobillos esposados por su propio pantalón bajo.
        El tren seguía su camino. El temor de la señora de al lado se había fatigado, sus cavilaciones ya responderían a otras causas. Mi atención, que había despreciado el detalle del baño por burdo, se fue desplazando hacia ese hecho grotesco. Tuve un paréntesis en el que busqué el instante de la captura, quise recomponer el escenario deslustrado, la adrenalina del robo interrumpido. Derrotado por la representación imposible, me perdí en la abstracción de cuatro años, cuatro años atados a ese origen ya mítico. Cuatro recurrentes años condenados al instante del arresto.
            En estas cosas creo que pude haber pensado ese domingo, mientras la harina y el vino me hervían las tripas en el tren a La Plata, y no en los puntos inverosímiles de la historia de Rulo.

22/2/13

Los hermanos

– ¡Vuelvo en un rato, chicos! –gritó Graciela desde abajo.
Con un lánguido “bueno”, Álvaro se dio por notificado.
– ¿A dónde vas mamá? –preguntó Elenita, recién aparecida en lo alto de la escalera.
– Voy a hacer algo y vuelvo, no voy a tardar mucho, mi amor, ¡muá! –le tiró un beso por el aire– ¡Álvaro, terminá la tarea y cuidala a Elenita! –gritó, y agregó en voz baja, guiñando un ojo– Cuidalo a tu hermano, ¿sí, mi amor? –e intercambiaron besos aéreos, sonrientes y cómplices.
Álvaro oyó las llaves accionando la cerradura, esperó los segundos necesarios de por si acaso, bajó las escaleras, y se desparramó a lo largo del sillón.
– Al fin la paz.

Unas trescientas doce veces accionado el control remoto después, Elenita bajó corriendo las escaleras, se paró en seco al lado de Álvaro, se sacó ruidosamente un chupetín de la boca, y escondiendo las manos detrás de la espalda, panza en alto, declaró:
– Sé un secreto. No lo voy a decir nunca.
– ¿Te lo contó Juana? –preguntó Álvaro, sin dejar de hacer zapping.
Elenita movió la cabeza despacio, arriba abajo.
– ¿Es algo de un chico? –arriesgó Álvaro.
Elenita se quedó mirándolo fijo, estupefacta.
– ¿El hijo de la quiosquera? –preguntó al fin, con una sonrisa mordiente.
Como un cohete rebosando adrenalina, Elenita voló a refugiarse entre sus muñecos, que la respaldaron en forma unánime: ella no había dicho nada, nada, nada.

Unos doscientos cincuenta y ocho canales cambiados más tarde, la puerta se abrió:  Juana, que volvía de hockey. Tiró el bolso y el palo por ahí, arrastró su cuerpo hasta la heladera, tomó del pico casi la totalidad de la jarra, y cuando pasaba por detrás del sillón, rumbo a la escalera, sin sacar los ojos de la tele, Álvaro le espetó:
– ¿Ah, no saludás ahora?
Juana se detuvo a pensar por qué motivo el idiota podría haberle preguntado eso, pero no encontró ninguna pista.
– ¿…que estás de novia con el quiosquerito? –remató burlón, tras la pausa justa.
Juana trotó furiosa escaleras arriba.
– ¡¿Le contaste al tarado ese?! ¡¿Sabés qué?, ahora por forra no te voy a regalar más golosinas!
Y el desenlace cantado: Elenita llorando públicamente su inocencia, y Juana en secreto –en la ducha– su desnudez. Sin dejar de hacer zapping, retozando en el sillón, Álvaro repudió esa telenovela doméstica y se auguró un futuro dulce, promisorio.