28/1/15

Las últimas imágenes

Compró su cuarto de kilo de chocolate y limón, pagó rápido y salió, casi sin hablar. Julián había sonreído al verlo entrar así como estaba: desprolijo, recién despierto. Ambos eran canallas exiliados. Solían hablar de fútbol, pero no esta vez. Unas semanas más tarde, otro cliente les contaría. No, pobre pibe, con razón no vino más, se lamentaron todos, conmovidos. De tanto en tanto, sin saber por qué, Julián lo evocaría.
Se quedó esperando a que llegue Héctor. Osvaldo salió de su cueva y le recordó que no debía esperar con la puerta abierta. Si, querido, tenés razón, le contestó, dándole palmaditas en el brazo. El portero lo vio subir por la escalera, incómodo. Peor se sentiría la semana entrante, declarando ante un empleado de tribunales. Como a las tres de la tarde, más o menos. No, nadie más. Sí, era la primera vez que lo citaban de un juzgado. Afortunadamente, también sería la última.
Le escribió a Héctor todo bien. Se había encontrado, de pedo, con Lucre, una prima que vivía afuera y estaba de visita en Buenos Aires. Algo de ella lo seducía desde que tenía memoria, y Héctor dudaría una y mil veces si en ese bolichito de frituras y cerveza, de calor insufrible y humedad, de cansancio por caminar Palermo, de ropa mojada saltando charcos bajo la lluvia, no había estado todo dicho, todo dado. Pero esa imagen agridulce de Lucrecia se diluía luego en la amargura estéril del si no me la cruzaba.

Lo encontraron entre el seis y el siete, desparramado boca abajo. Justo antes, en una película sepia y muda, de cuadros veloces y continuos, vio un perro corriendo una pelota en un patio de ladrillos; un brazo musculoso y peludo sobre el oleaje del mar y una mujer joven que saludaba desde la orilla; la misma mujer cubriendo el ombligo de una panza prominente con los botones de una camisa; gente fumando y riendo alrededor de una mesa; el cuerpo desnudo y frío de un niño extraño en el espejo de una habitación inmensa; el manubrio de una bicicleta; un grupo de sierras recortadas por el atardecer; un arquero que achica con arrojo; el borde de madera y las cuerdas vibrantes de una guitarra; un río que moja cuatro pies; espaldas encorvadas sobre pupitres; un trampolín demasiado alto; el pelo transpirado de un caballo; la punta de un cigarrillo que se enciende; una señora mayor tomando una mano entre las suyas, repletas de arrugas… Y así.
En tan solo unos instantes, vio cómo pasaban decenas, centenares, miles de esas imágenes. Eran sucesos insignificantes y horribles, sugestivos y hermosos, impredecibles y ambiguos. Eran tantos, y llegaban y se iban tan rápido, que no terminaba de entender, de interpretar, de descifrar su significado.
Con dolor, con angustia, se concentró, esforzándose al máximo por comprender de qué se trataba todo eso, quiénes eran esas personas, qué eran esos lugares, esos hechos, esas cosas, y estuvo a punto de lograrlo cuando vio un pote de helado que se rompía contra unos escalones rojos, bien lustrados, y una película sepia y muda, de cuadros veloces, cada vez más veloces, que pasaba mostrando un perro y una pelota, una mujer que saludaba a lo lejos, una camisa que se cerraba…