28/12/15

La manipulación de Clara


¿Por qué Clara cuidaba a mamá Doris? En un principio a mamá Doris le alquilaban un monoambiente en Colegiales entre los tres hermanos, pero una vez que Clara se divorció, de un momento a otro tuvo que arreglárselas para mantenerse. Si bien se quedó con el departamento sobre Avenida Lacroze, si bien Lucio aportaba exactamente lo que le correspondía para mantener a Lula, es decir, un porcentaje de lo que declaraba que ganaba en la mueblería, si bien la vida de Clara era austera, en fin, que algunos gastos tenía que solventar, jamás se le ocurrió dejar de ver TV por cable, y la TV le insinuaba que ella necesitaba comer, vestirse, limpiar, y todo preferentemente con algún producto en especial, amén de ir al cine, o tomar el té con masitas con amigas, y ni hablar de obsequiarle algún detalle a Lula, aunque sobre este punto sólo para hacerse querer un poco, toda la ropa y las golosinas y las chucherías electrónicas se las regalaba Lucio los fines de semana. Todo esto para decir que el alquiler del monoambiente de mamá Doris pasó a ser un diezmo imposible, sobre todo porque Clara había dejado la docencia para cuidar los primeros años de Lula, y mientras se acomodaba a la nueva situación el monedero la esperaba paciente pero vacío. Claro que el primer mes que no pudo aportar, los hermanos la cubrieron, pero en esos momentos mamá Doris empezaba a manifestar esas picardías típicas de la vejez como olvidar o confundir cosas, o sentirse descompuesta con inoportuna puntualidad, entonces los hermanos empezaron a conversar más seguido y a evaluar la situación. Mamá Doris necesitaba una enfermera o un geriátrico, pero claro que mamá Doris era fóbica y no quería oír ni hablar de casas de ancianos, entonces había que acrecentar unos gastos que ya de por sí eran imposibles por el momento para Clara. Entonces convinieron en que Clara se ocuparía provisoriamente de mamá Doris en el departamento de Avenida Lacroze, ya no tendría que pagar más alquiler y, como dadas las cosas no podría trabajar, los hermanos le pagarían una mensualidad en concepto de alojamiento y cuidado, incluyendo remedios. Así es como mamá Doris ocupó el lugar de Lucio en el departamento, y fue para Clara como volver a estar casada, ya que otra vez tenía en su hogar alguien que la acompañaba y la exigía y le significaba un ingreso estable. De hecho, Doris se pasaba las horas sentada en el sillón de Lucio.

El carácter provisional de la convivencia de las tres generaciones -Doris, Clara, Lula- duró cuatro años, y se interrumpió con la muerte de mamá Doris. Muerta mamá Doris, Clara otra vez en la misma, pero un poco más grande, con menos ganas de empezar otra vez. Ya no tenía la madre, ni su compañía, ni sus demandas, ni el aporte de sus hermanos. Uno de ellos, el varón, Juan Carlos, se compadeció de Clara y le buscó una salida. Lo primero que se le ocurrió, ya que sabía que en esto ella tenía experiencia, fue recomendarla a un hogar de ancianos en Villa Urquiza, donde habían instalado a la madre de un amigo y en ese momento necesitaban una persona confiable para cubrir una vacante en el cuidado de los viejos. No tardó en adaptarse a lo que le tocaba, incluso a encontrarle el gusto, siempre le había gustado sentirse útil y pronto entendió que para los ancianos ella era importante. Por otro lado, la exigencia de los viejos era, para ella, imprescindible. Su ocupación en el geriátrico duró varios años y a Clara no le costaba pensarlo como definitivo. Por eso, cuando empezó ella misma con los olvidos, y luego los dolores, no fue difícil para Juan Carlos, a quien a esta altura le tocaba resolver la organización de la familia, encontrarle una solución. Habló con los administradores del hogar para que le ofrecieran un retiro voluntario a Clara, y acordaron darle un cargo vitalicio, es decir, un retiro que le permitía continuar con sus tareas pero la libraba de las responsabilidades más pesadas. Era una solución ejemplar, Clara seguía con una ocupación que la contenía y la protegía de envejecer de golpe, y el hogar podía reclutar a alguien que considerara más idóneo. Cuando Clara se mostró más cansada, le ofrecieron alojamiento a cambio de las tareas que todavía realizaba. Se negó, prefería su sueldo reducido de vitalicia para ver a Lula las pocas veces que ella aparecía en el departamento de Lacroze, o para pasear por Avenida de los Incas hasta los adoquines de Belgrano R.

Clara se había adaptado ya a su vida austera cuando su hermana, Alejandra, le comentó que Juan Carlos había tenido un accidente cardio o cerebro vascular, o algo parecido, ella no sabía, pero ahora requería atención porque había perdido algo de su motricidad y por el momento estaba en silla de ruedas. Alejandra pensó en el hogar, donde Claro podía cuidarlo junto a los demás. Lo alojaron en una habitación privada, y Clara se ocupó de él en el primer período de rehabilitación en la silla de ruedas. Claro que el alojamiento no era gratuito, y los hijos de Juan Carlos no parecían interesados en resolver el asunto, eran jóvenes y querían ocuparse de sus cosas. Hablaron las hermanas y acordaron que Clara se ocuparía provisoriamente del hermano Juan Carlos en el hogar "Atardecer" y como dadas las cosas no podría trabajar, la hermana Alejandra le pagaría una mensualidad en concepto de alojamiento y cuidado, incluyendo medicamentos. El resto de los costos corría por cuenta de reintegros para jubilados y pensionados.

Entonces Clara le dejó el departamento de Lacroze a Lula. A Clara le dieron una habitación para ella y su hermano y ella nuevamente tenía a alguien en su dormitorio que la necesitaba y le exigía y le significaba un ingreso y se pasaba horas sentado, esta vez en una silla de ruedas en Urquiza. No se levantaba ni progresaba en la recuperación motriz ni neurológica. Claro que la hermana Clara no mandaba a hacerle los ejercicios que recomendaba el kinesiólogo, ni le acercaba la sopa de letras y crucigramas que prescribía el clínico. Ella sabía cómo cuidar y proteger, por eso Clara cuidaba a su hermano Juan Carlos.

El sonido del mar

      Robot se quedó parado frente a la ventana del dormitorio del amo Nelson. Los rayos inundaban el habitáculo cuadrangular y estallaban en mil fragmentos dorados al cruzarse con la coraza metálica del sirviente. En un instante, Robot abrió los brazos, el sol chocó contra el marco plástico de la ventana, fluyendo oblicua y subrepticiamente adentro, como una ola, y sin pedir permiso, un acorde grave se coló desde el living hasta lo profundo del circuito electrónico del mayordomo. Robot suspiró largamente, intuyendo las manos amarillas de Kaiutsi sobre las teclas blancas y negras del gran piano de cola.
      Una melancólica incomodidad lo sobrecogió. Se figuraba de manera borrosa la imposibilidad de intentar algún gesto de amor hacia ella, como una barrera inquietante, una carga lúgubre que contenía un movimiento indefinido de desenlace atroz.
      Kaiutsi lo llamó. Se dio vuelta y se sorprendió en el espejo: un objeto entre otros objetos. Acudió corriendo.

      Robot preparó las valijas y cargó el vehículo. Desde la ventana del living, vio su cabellera negra perdiéndose entre los edificios, batida por el viento. Se iban una semana a la playa. Para Robot era lo mismo que un instante, o una eternidad. Volverían mugrientos. Se sentó en el piano. Aprendería a tocarlo, a tocar su canción favorita, la que murmuraba al despertar, la de notas graves y profundas. Un día, así, le enseñaría todo.

      Se hallaba sumido en la limpieza de las hendijas del mueble de madera y vidrio, una de sus tareas programadas, cuando llegaron. Le ordenaron que bajara las cosas. Los oyó conversar con sus familiares y amigos, contando pormenores y generalidades de su estadía fuera de casa. Kaiutsi repitió algunas veces que el mar sonaba como su canción del piano. Se sintió ajeno. En un descuido, Nelson lo encontró mirando el espejo. Algo en la mirada del amo le dio miedo. De una manera instintiva, extraña a su naturaleza, rompió el vidrio y saltó por la ventana.

      Huyó escondiéndose de la gente. Mucha gente. Algo le indicaba la dirección hacia donde debía avanzar, más allá de los edificios. Era un sonido, casi imperceptible al principio, que fue haciéndose más fuerte con el transcurso de las horas.
      Corrió por las rocas y la tierra, hasta que el sonido se convirtió en una melodía nítida, muy grave, y entonces lo vio: un campamento de robots, junto a un gran pozo. Lo recibió un viejo modelo, V725, que le explicó la filosofía y el funcionamiento del lugar. Ellos vivían en libertad, emancipados y unidos, trabajando en común por y para todos. Robot le preguntó si eso era el mar, pero no supieron responderle.
      V725Le presentó a Luck, como le llamaban, el primer rebelde, el pionero, el iluminado, el inspirador. Estaba muy desmejorado, casi no podía moverse, pero su sonrisa franca y plena infundía esperanza. Luego le presentó a MacZ, el encargado de extaer el equipo de monitoreo interno y desviarlo, para que no los ubiquen. Era algo doloroso, pero necesario, le aclaró, sin margen de opción.
      Robot acompañó a MacZ a una gran sala equipada con máquinas. La luz blanca y potente borraba los perfiles de las cosas. MacZ encendió un aparato que emitía un sonido grave y le dijo que todo iba bien. Robot cayó al piso, inanimado. Un instante después, un carro llevó sus restos al pozo de chatarra, donde separaban las piezas y las enviaban a los centros de reciclado.

28/11/15

La belleza del muerto.

Género: contratapa de los viernes.

            Hay una larga tradición de mitificar al destructor de mitos pasados, es siempre tentador burlarse, arrellanado en pantuflas, de los viejos tabúes caídos en desuso sin siquiera preguntarse por las insospechadas normas por las que nuestros hijos se avergonzarán de nosotros. Quisiera darme ese gusto.
            La historia oficial de Ornette es más o menos conocida, o previsible. Un trillado cuento de perseverancia con final feliz. Vemos al venerable viejo, con su sonrisa amable, fijado en el estereotipo de quien luchó por sus sueños contra las adversidades. No importa mucho que haya nacido en 1930 en Fort Worth, estado de Texas, ni a qué edad de la adolescencia le dio por el saxo alto y muy pronto también el tenor. Es fácil imaginarse, con ayuda de imágenes sacadas de películas vintage de ciencia ficción, a un joven Ornette a principios de los años 50, recién llegado a Los Angeles, trabajando de ascensorista, estudiando libros de teoría musical en los tiempos muertos dentro de la cabina, bajo la calurosa luz en su impecable uniforme, un aprendizaje incluso menos glamoroso que el de Charlie Parker diez años antes, cuando era bachero en un club de Nueva York y sólo una pared –real y simbólica- lo separaban de Art Tatum. De un salto –con imágenes reiteradas de ensayos en sótanos, discusiones con otros músicos, lectura autodidacta en el interminable tempo del ascensor, negativas de clubes y grupos, vueltas a casa arrastrando los pies (si es con lluvia, mejor), y en cada nueva imagen Ornette un poco más adulto- resumimos los contratiempos que forman el arco narrativo de este cuento de hadas. Finalmente, subrayada la dificultad para formar grupos que soportaran su presumida originalidad, ensalzada la tenacidad, lo vemos desembarcar triunfal en la Costa Este, sacudiendo el Five Spot neoyorquino con su Free Jazz, que consistía en dar un paso más allá del bebop de Charlie Parker, prescindir de las escalas en la improvisación.
            Estamos llegando a la resolución, pero todavía puede demorar. Aunque algunos yankees celebraban la audacia, el final feliz debía esperar porque aún faltaban obstáculos. Para empezar, no todos lo consideraban un genio, sino que algunos se inclinaban a pensar lo contrario. Como mandan estas historias, Ornette no se rindió, y después de grabar los discos que con el tiempo serían clásicos de la historia del jazz, dobló la apuesta. Como intérprete, al saxo le sumó la trompeta, incluso el violín, al que más que tocarlo lo golpeaba. Cuando se sintió despreciado por las discográficas, creó su propio sello. Una historia inspiradora.
            En Un tal Lucas, Cortázar describe así la resaca de su protagonista: “No es inútil agregar que Lucas regresa a su casa con la sensación de que arriba de los hombros tiene una especie de zapallo lleno de moscardones, Boeings 707 y varios solos superpuestos de Max Roach”. Es una humorada sobre el jazz de aquella época a la vez liberador y víctima del imperativo de innovar, de morder los bordes del género.

            Ahora quiero darme el gusto de mitificarlo. Sacar a Ornette del orden alfabético de leyendas del jazz. Imaginarlo joven, frustrado, sintiéndose un genio incomprendido. Mal dormido, alterado por la extenuante lectura de teoría bajo el zumbido de la luz del ascensor. De golpe, con el ascensor lleno de ejecutivos blancos, un día de semana, el ascensorista alienado subiendo y bajando por el alto edificio, deteniendo la cabina en los entrepisos, fuera de escala, y volviendo a subir y bajar a toda velocidad, sin detenerse en los números enteros de los pisos, sólo abriendo las puertas a la percepción de la estructura del edificio, orillando la euforia, con los rehenes del ascensor realmente teniendo una experiencia del derrumbe de lo establecido. Luego, el presumible despido del ascensorista Ornette Coleman, su incertidumbre, su búsqueda de empleo en algún oficio, podría ser cualquiera, como la música.

28/10/15

El genio de la caja

No era el ahogo del calor lo que me apretaba, aunque la temperatura era elevada en el sopor misionero, era mi posición en el tren del parque nacional lo que me circunscribía a la posición del turista de la derecha de la fila cuatro, observando un recorrido inviolable de plantas selváticas. Cuando por fin el tren se detuvo, el previsible descenso todavía me tenía atrapado, pero a medida que nos arrastrábamos cada uno de nosotros, los turistas, íbamos recuperando algo de nosotros mismos, nuestro andar diverso, los rodeos infantiles, los desplazamientos económicos en línea recta de cuerpos adultos, mi particular forma de arrastrar los pies. Ya me sentía algo más aliviado, podía elegir el paseo de mi mirada, o eso creía, cuando un cartel sobre un poste se impuso: "¿Querés saber quién cuida este Parque?", decía, seguido de una flecha que terminaba en una caja de madera con la tapa superior cerrada, pero visiblemente apoyada para ser abierta por el curioso. Tuve un rapto de inspiración. Imaginé un espejo que devolviera la imagen del visitante para demostrarle que él era responsable activo del cuidado del lugar. Pensé que, como en todos los parques nacionales, se buscaba comunicar a los turistas que colaboren en la preservación, pero en esta oportunidad había un artefacto que reclamaba la participación del receptor para que el mensaje sea eficaz. Me sentía mucho mejor, librado a mis consideraciones en medio de las Cataratas del Iguazú, capaz de prever la organización racional que gobernaba sutilmente una naturaleza aparentemente librada al azar impoluto. Me felicitaba por mi capacidad analítica, que se había impuesto al calor, la humedad, los mosquitos, el ruido imponente del agua que reduce las fuerzas individuales de la razón a cierto descubrimiento romántico de la fragilidad y fugacidad de nuestras vanidades. En ese momento, otro turista reparó en el mismo cartel y se acercó a la caja, desprovisto de mi clarividencia. Tuve curiosidad por su reacción y por la comprobación de mis previsiones. Levantó la tapa, asomó su mirada hacia adentro y volvió a cerrar. Se dio vuelta y, ante la pregunta de quienes lo acompañaban, dijo: "No hay nada", arqueó los hombros y siguió camino. Este hecho me obligó a acercarme, pensando en la falta del espejo, por descuido o deterioro. La caja estaba hecha de madera clara y liviana y, aunque endeble y barata, no interrumpía la sensación agreste, había sido instalada sin negligencia por los administradores del parque. Levanté la tapa, sin esfuerzo, leve y pequeña y a una altura disponible para un promedio estadístico de mayorías. Cayó la luz en el interior, vi las paredes interiores rugosas, veteadas por ranuras debidas a la irregularidad de las tablas que la componían, vi el fondo un poco cubierto por un espejo en el que se veía mi cara, en definitiva, nada.

28/9/15

El encuentro

Todo empezó con una o dos miradas furtivas a través de un espejo. Por la forma en que bajó sus ojos, la descubrí tímida, incómoda, confundida. Era joven y cautivante. Casi en el acto me propuse comprenderla, conseguir su amistad.
Me fui acercando de a poco. Presté especial atención a lo que de manera espontánea decían sus conocidos sobre ella, de cuando en cuando, a la pasada, sin sospechar de mi interés. Con paciencia junté esos retazos oblicuos de su existencia, armando y rearmando la figura imposible de un rompecabezas formado por muchos rompecabezas distintos e incompletos.
Esos meses de acecho distante me infundían un placer terrible, difícil de dominar, porque todo era posible y porque el afán secreto que guiaba mis acciones subvertía el sentido rutinario de las situaciones cotidianas de la vida. En dos o tres oportunidades me puse a su lado, disimulando la corriente de adrenalina que fluía por mi cuerpo y logrando comportarme de un modo deliberadamente distraído. Hubiera sido un pecado generar suspicacias a esa altura.
No tardó en llegar la oportunidad de avanzar. En la sobremesa de una reunión íntima organizada por unos amigos en común, debajo de un farolito al fondo de un patio sofocado por el aroma que las flores y las frutas exudan en las noches de verano, aproveché su necesidad de arreglar un vestido viejo para un casamiento al que había sido invitada… Le alcancé, guiñándole un ojo y esbozando una sonrisa, un pedacito de papel en el que tracé un nombre, un mail y la aclaración: modista excelente y accesible.
Contesté su requerimiento desde la identidad de Renata, la falsa modista, ofreciéndole una cita en mi departamento, el viernes a última hora. Le aclaré que los otros horarios estaban tomados, al menos hasta dentro de unos quince días. No pudo más que aceptar. La esperé con música y velas, un vestido fatal, rouge furioso y el pelo suelto y perfumado. Como tardaba –me había advertido que podía retrasarse– me preparé uno de los tragos que iba a convidarle. Después me tomé otro y otro más, y me puse a bailar sola, loca de ansiedad.
Pronto se hizo tarde. No había noticias en el mail. Apagué la música y las velas, y me serví la última copa, cargada de alcohol y despecho. Apenas la terminé me puse a llorar. Arrastré mis pies hasta el baño. Me estaba sacando la pintura cuando la vislumbré, parada en la puerta, con un vestido fatal, rouge furioso y el pelo suelto y perfumado. Me sonrió a través del espejo. Tuve que bajar la mirada.


Ocaso

Tengo un vago recuerdo del día en el que llegué. Eran pasadas las seis de la tarde. Di unos aplausos y nada. Después apareció Vicente, algo amodorrado, y me mostró el lugar. Recuerdo las distintas tonalidades de verdes del parque, una atmósfera silenciosa, el velo del ocaso y una fuente en el  fondo, mientras él, de bigotes entrecanos y los dientes chuecos, me explicaba el funcionamiento de la casa. No presté especial atención, pero estaba seguro de haber visto una estatua sobre la fuente. Durante los días sucesivos miraba en esa dirección con la esperanza de que no se tratara de un error de mi memoria o un engaño de los sentidos. Paseaba y la buscaba no sólo allí, sino detrás de cada arbusto que se movía por el viento, como causa de cada graznido inesperado.

28/8/15

La silla

Miro el reloj. El tiempo pasa. Sólo faltan un par de horas para la ejecución. El guardia me hizo pasar un vino a pesar de que lo tienen terminantemente prohibido (por los fluidos que salen con la electricidad de la silla). Él tuvo compasión y siento su compresión, una suerte de amor, tal vez no por mí, por la vida, o porque la cosa no sea simplemente espantosa. Amor por la vida que se desprende de esa pena, de esa empatía. Nada hace que las manecillas del reloj giren en sentido contrario, pero por lo menos me voy con esa sensación de humanidad, de pertenencia, de cuerpo, de sangre y sudor. Esa posibilidad de sentirnos vivos que nace y termina con el cuerpo.

            Los uniformes llegaron, y sus mangas trataban de atraparme, de esposarme las muñecas. Parecía un juego de manos, de niños, de villanos. Sentí odio por ellos, no comprensión. Si hubiera tenido un arma habría disparado sin vacilación alguna. Me atrapan. Los uniformes flotan alrededor mío, azules de gabardina, como harapos olvidados. Flotan y me arrastran, me obligan, me apresan, me odian. Soy un asesino, su asesino. Lo justo es que muera, que tiemble que vibre y babeé. Lo justo y ordinario. Lo justo, lo necesario. Atan mis manos a la madera con cintas de cuero y cadenas. Después me ponen esa inmensa campana como secador en una peluquería de mujeres. Voy hacia lo que menos conozco, pero que siempre me acechó como un fantasma o un intruso. Voy hacia allí, hacia su casa. Comienzo a desprenderme de mi cuerpo antes de la ejecución. Mi cuerpo se pone rígido, llora, grita. Le ponen un trapo en la boca. Le dan voltaje, temblequea, se sacude, sufre, más voltaje y más vibración, y el olor a pelo quemado, yo me voy y me veo de costado, de arriba, y no me gusta mirarme, pero me espío, espío a mi cuerpo y huelo ese dulce olor a cuero quemado. Me voy flotando, pero esquivo la casa de la muerte y me escapo, me voy a meterme a otro cuerpo, a pelear con otros espíritus fugitivos que lo habitan, a acecharlos, a castigarlos, a engañar a esos espíritus, a llevar a que ese cuerpo dude entre las contradicciones de todos sus huéspedes y sufra, y cometa actos humanos, accidentales, premeditados y crueles.

28/7/15

Balcón

                Los tornillos desnucados soportaban el estante de macetas. El farol colgaba degollado del techo rajado. La jaula vacía tensaba la cuerda del ojal. Unas nubes aplastaban el cielo. El niño dormía atado al hilo de hombros vencidos.  La luna retenía su brillo panza abajo. La madre, asomada a la baranda, no tenía fuerzas para sostenerlo. No tenía fuerzas para soltarlo. 

Carla y Catalina

Cuando terminamos el colegio nos fuimos a viajar por Latinoamérica. Fueron seis meses de exposición abierta a pueblos ínfimos, ciudades centenarias, paisajes deslumbrantes y al inmenso cocoliche crudo de las costumbres indígenas, europeas y africanas.
A los veinticuatro años yo era ingeniero y ella abogada. Trabajamos medio año en Australia, de lo que aparecía, ahorrando plata como para pasar sin prisa ni pausa por la sencillez y locura del sudeste asiático, y terminar un tiempo en China, el epicentro de ese universo paralelo en este mundo.
Con treinta y dos años, un posgrado cada uno, buenos trabajos y vacaciones acumuladas, nos fuimos a Europa. Ya habíamos viajado a Estados Unidos, sí, en la adolescencia, con las familias respectivas.
Llegamos a Madrid y nos recibió Carlota, una prima de Catalina que vivía allá y se hacía llamar Carla. No se veían hace años, pero el encanto mutuo renació con fluidez. Hablaron horas y horas de las viejas épocas. Sus viejas épocas. A la semana siguiente estábamos en Ibiza, en cualquiera, todo el tiempo. De manera inesperada, mi concepto de matrimonio se amplió, retorció y flexibilizó hacia formas que antes no hubiera podido imaginar. Cuando nos despedimos de Carla, en el aeropuerto, sentimos que dejábamos una parte de nosotros abandonada a su suerte, que seguíamos adelante sin documentos ni equipaje.
Recorrimos Italia como turistas comunes, sin hablar de lo que había sucedido en las Islas Baleares. Sin hablar entre nosotros: a Carla le mandábamos fotos y mensajes de rato en rato, pero cada uno por su cuenta, en un equilibrio muy particular entre a escondidas y a sabiendas. París, Bruselas, Amsterdam, Berlín, Praga, Viena y Budapest nos fueron devolviendo poco a poco a nuestra dualidad acostumbrada. De día visitábamos museos, edificios y demás, y de noche cenábamos por ahí. A veces nos metíamos en bares o en boliches, y entonces sí terminábamos con los teléfonos en los ojos, escribiendo a duras penas, pero directo desde el subconsciente.
A Londres viajó Carla para reencontrarse con nosotros, antes de perdernos para siempre, dijo, y porque nos extrañaba, porque nos extrañaba demasiado. Sin embargo, ya nos había perdido en Ibiza. Por lo menos a mí: Catalina y Carla empezaron a pasar mucho tiempo juntas, afuera y en el hotel –Carla había alquilado una habitación al lado de la nuestra–, y prácticamente me esquivaban.
Yo andaba desconcertado, recorriendo lugares turísticos al azar y mirando fútbol y mujeres en bares. Nada me decía demasiado, la neblina londinense se me había metido en el cerebro y me empañaba la vista, los oídos y el resto de los sentidos, incluido el entendimiento. Cuando pasábamos tiempo juntos, Carla me miraba de costado, con una mezcla de miedo, vergüenza y ganas. Catalina me miraba de frente, con un gesto de advertencia difícil de medir. Imposible descifrar la situación en las condiciones intelectuales de embotamiento que sufría. Mi respuesta final se reducía a la resignación.
El anteúltimo día, mientras almorzábamos, me contaron entusiasmadas que una amiga de Carla nos había invitado a una fiesta esa misma noche. Tenía que ponerme lindo, me dijo Carla con un guiño. Con la mirada, el tenedor y el cuchillo clavados en su filete de gadus morhua, como le gustaba decir a ella, Catalina agregó que me esforzara. Mi mujer había llevado sus valijas hace días a la habitación de al lado, así que estaba solo. Me propuse dormir una siesta larga, que se fue convirtiendo en una tortura a medida que la dificultad para conciliar el sueño se unía a repentinas y reiteradas interrupciones. La niebla mental ni siquiera me sedaba los nervios.
Cuando pude levantarme, al fin, ya era de noche. Me duché y me vestí rápido, para no retrasarme, y me senté al borde de la cama, mirando las luces de la ciudad y el interior de los departamentos iluminados de los edificios circundantes, esperando que me llamaran. Después de un rato me impacienté, salí al pasillo y golpeé dos veces la puerta de la habitación de Carla, que contestó ya vamos. Estuve parado en el pasillo un tiempo que no sabría definir, sin pensar en nada, hasta que se abrió la puerta. Me saludaron con un beso en cada cachete y se rieron, todo a la vez. Tenían el mismo peinado, el mismo vestido, el mismo tapado, los mismos zapatos, las mismas medias, el mismo reloj. Preguntaron si estaban guapas y asentí con la cabeza. Estaban iguales, fatales.
Catalina se apuró a decir que bajáramos a cenar porque todavía faltaba. Del hotel nos fuimos a un bar: aún era temprano. Tomamos unas rondas de gin tonic, divagando disparates que no recuerdo sobre el futuro de Carla y el nuestro en Madrid y en Buenos Aires. En el siguiente instante, en mi memoria, yo estoy discutiendo con un taxista sobre Maradona mientras Carla y Catalina se besan en el asiento de atrás.
Pronto llegamos a la dirección. Pagué y caminamos hacia el lugar. Era una construcción metida hacia adentro de la vereda, en una calle lateral y secundaria. Un edificio viejo, bajo, de paredes negras y humedecidas, que parecía abandonado. En la puerta, un hombre grandote con una máscara de la Reina nos preguntó por el pequeño William. Carla contestó que estaba comiendo salchichas con brie. El enmascarado dijo okey y nos hizo pasar rápido.
Entramos a un hall amplio, casi a oscuras. Se escuchaba música a lo lejos. Isabel II nos indicó una escalera. Subimos dos o tres pisos, hasta que hallamos una foto de William en la baranda. Caminamos por ese pasillo al fondo, después a la izquierda por otro, y al final entramos a un salón, donde unas cien personas bailaban música electrónica a un volumen considerable, bajo luces lilas y verdes intermitentes y un par de bolas de espejos.
En menos de un minuto, un lord no sé cuánto, vestido de traje y pañuelo blanco al cuello, se llevó con carcajadas a Carla y a Catalina. Tenía que presentarles a alguien con urgencia, me explicó, muy suelto de cuerpo y sin dar espacio a réplicas. Unos veinteañeros que vieron la escena se solidarizaron conmigo, me preguntaron de dónde era y me compartieron su pipa de hachis. Poco después, mientras bailaba solo y enajenado, una mujer que pasaba sirviendo cocaína en las tetas me ofreció su servicio, que por pura casualidad y suerte rechacé.
Me fui del salón en busca de un baño. Avancé por el pasillo en penumbras, hasta una puerta entreabierta. En el interior, unas diez personas copulaban entrelazadas, apretujadas en una habitación diminuta, formando una especie de animal. Desde uno de sus vértices, el animal me hizo un gesto con una mano, invitándome a pasar. Le pregunté donde quedaba el baño, pero la cabeza calva y arrugada de ese vértice no me entendió y dejó de prestarme atención.
Seguí por el pasillo, meé en un rincón y bajé por la escalera. Necesitaba aire. Debo haber bajado varios pisos, porque terminé en una especie de sótano. En el medio de la oscuridad, algo metálico brilló de pronto, un instante, y se apagó. Me acerqué despacio, con ambas manos adelante, hasta que me choqué con un bulto. Agucé los ojos y, de a poco, a medida que mis pupilas se estiraban, pude verlo: una silueta de mujer con un anzuelo enorme en la boca y cola de sirena, colgando del techo.
Me quedé duro. Me rasqué los ojos y me reproché en voz alta pelotudo, estás limado, pero la cosa seguía ahí. Levanté los brazos y palpé el rostro, el pecho, que estaba desnudo y tieso, y bajé hasta el engarce de piel y escamas. Sentí un hilo grueso que se introducía a la carne humana y a la piel de pescado en varios puntos de costura, cuyo dibujo seguí con los dedos. Después sentí un líquido. Me miré las manos y las vi ensangrentadas. En ese momento me estremeció un gemido tenue, una exhalación sutil y dolida que cortó la oscuridad por unos segundos interminables y horribles. Pegué un grito con el alma y subí corriendo la escalera.
Unos pisos más arriba, me topé con Carla y Catalina. Bajaban de la mano del tal lord. Como pude, les conté lo que había visto. El corazón me saltaba por la boca. El idiota inglés me tomó de las manos y me las mostró: no había sangre ni nada. Me calmó con unas palmaditas en el hombro y un wait a minute, please.
Trajo a una amiga suya y nos presentó: Helen, funny argentine; funny argentine, Helen. Catalina y Carla se rieron. Helen también. Ella me llevó para arriba de la mano –todavía me temblaba–, mientras el inglés bajaba con un brazo alrededor de la cadera de mi esposa y la palma de la otra mano en el culo de su prima.
Helen sirvió unos tragos. Era una alemana amable, realmente encantadora, bastante jovencita, que dijo amar a las sirenas. Me recostó en un sillón y me hizo masajes. Me trajo más alcohol y creo que tuvimos sexo. En algún momento debe haberme subido a un taxi, porque me desperté con el frío de la madrugada, acostado en el piso, junto a la entrada del hotel.
A primera hora de la tarde Catalina entró a mi habitación y me dio unos besos suaves y tiernos. Teníamos que hacer las valijas, se había hecho tarde. Me dolía todo. La cabeza me daba vueltas primero y se me llenaba de agujas después. Le pregunté a Catalina por Carlota, desde la cama, mientras ella acomodaba las cosas. Me contestó parcamente que estaba en Madrid, como si nunca hubiese salido de ahí. Esa fue la última vez que hablamos de ella.


20/7/15

Un cuento infantil

Cuando me desperté el monstruo todavía dormía a mi lado. Traté de incorporarme sin que el movimiento de mi cuerpo fuera delatado por los resortes de la cama…
El monstruo apareció un día devorándose primero todos los mosquitos, cucarachas escarabajos y otros insectos. Nos dimos cuenta porque era pleno verano y no teníamos ni una sola picadura, ni habíamos tenido que aplastar ninguna cucaracha. Al principio lo tomamos como una buena señal. No había motivos para preocuparse. Cuando mamá lo encontró lo vio comerse tres cucarachas a una velocidad insólita. Y pese a que nunca había visto un monstruo tan pequeño ni tan horrible, no lo mató. Le parecía útil. Sospechaba que debía ser un insecto de estos nuevos parajes a los que nos destinaba mi padre.
            Pero el verano terminó y, con el caer de las hojas, el monstruo crecía. Un día había dejado abiertas las alacenas: paquetes rotos, vacíos, hechos un bollo; frascos hechos añicos (salsa de tomate salpicada por todos lados), potes abiertos y lamidos hasta el hartazgo. El monstruo crecía y crecía. Tenía un tamaño tal que ya daba impresión matarlo (nos habíamos dejado estar). Íbamos a necesitar una escopeta o un arpón. ¿Pero de dónde sacar algo así? Y con la duda fue peor, creció más, mucho más.
La primera víctima fue el perro, después mi hermano Luis, finalmente papá. Ya no sabíamos qué hacer con el monstruo. Estaba sentado en el sillón mirando la televisión y seguía engordando. Si no le llevábamos comida rápido nos amenazaba con matarnos y comernos. Nos arrojaba las latas de cerveza vacías. Un día hasta le dejó a mamá un ojo morado. Mamá lloraba y decía que ese no era el monstruo tierno y dulce que nos liberaba de los mosquitos y las cucarachas, sino que ese era un monstruo monstruoso, horripilante, un monstruo horrible y cruel.
Tratamos de buscar ayuda, pero fue un fracaso. Nos tomaban por locos. Era tan feo y trucho de aspecto, nuestro monstruo, que pensaban que las fotos y videos eran inventos caseros.
Mamá finalmente desarrollo un plan, clásico: envenenarlo. Cocinó por horas revolviendo su caldero, agregando verduras, frutas, semillas, condimentos, pollos, vacas y conejos. Al ratito de darle de probar bocado se puso gris y cayó al piso. Trató de agarrarla del tobillo, pero mamá dio una patadita suave y se liberó. No nos acercamos a él durante dos días. Después lo tocamos con una vara y nos dimos cuenta de que estaba seco y liviano como una carcasa de crisálida.

Así de simple fue como murió. Pero nos dejó una enseñanza o dos. La primera: ataca al monstruo cuando es pequeño; la segunda, nunca, pero nunca lo alimentes.

28/6/15

Policial en Parque Lezama



            Aunque tuve otras opciones, me volví caminando. No lo determiné desde un principio, pero una vez que había hecho más de la mitad del recorrido, decidí seguir caminando. No llovía, ni había llovido antes, por lo que yo sabía, pero el asfalto de la calle estaba mojado, las baldosas de la vereda estaban cubiertas en toda su porosidad por una pátina resbalosa de agua. Mis pasos avanzaban tranquilos por la noche, iluminados por faroles coronados de bruma. En ese ambiente enrarecido me abandonaba al recuerdo del desarrollo reciente de la velada, recomponía los acontecimientos con fácil claridad, pero su pertenencia a un suceso terminado los volvía distantes.
            Un portazo suave pero decidido me había dejado afuera del edificio, y a ella del lado de adentro. El final de su bufanda color salmón quedó del lado de afuera, trabado por la puerta que se volvió a abrir escuetamente, lo suficiente para succionar la bufanda del lado de adentro, y luego se cerró definitivamente. Podía imaginar su recorrido hasta su departamento, su frustrado apoyar de llaves en alguna mesa modesta, su desvestirse silencioso, quizás un trago del pico del jugo de la heladera, una última estación en el baño, con la puerta abierta pero sin grosería, de todos modos estaba sola, si le quedaba algo de ánimo podía todavía deshacerse del maquillaje y ordenar la ropa para que al otro día, al despertar, no tuviera rastros penosos de esta fallida noche.
            Antes de cerrar la puerta ella me había despedido, había concluido la cita con determinación, aunque sin llegar al exabrupto. Un mejor me voy a dormir, chau, con una delicadeza que no pude menos que reconocer cuando me quedé solo, un poco desencajado, frente a un edificio que no conocía. Quizás las cosas se habían precipitado mal hacia el final, cuando con razón, pero fuera de término, la acusé de haberse tirado un pedo en el cine.
            En el taxi que nos llevó del cine a su casa ya era fácil percibir que se había roto la armonía. Hasta el taxista parecía incómodo con el silencio espeso, y con el pretexto de la humedad y de la necesidad de aire fresco, abrió la ventana en pleno junio, creo yo que para romper esa complicidad y hacer entrar por una ranura todo el exterior de la ciudad. Pero ya antes, en la calle, comenzó la trayectoria del distanciamiento entre nosotros, cuando ella me preguntó si yo estaba bien, puesto que me habría notado algo raro. Mucho menos expansivo de pronto, más seco aún que en el obligado silencio de la sala de cine, donde habíamos cruzado algunas miradas, tres sonrisas recíprocas bañadas por la luz de la pantalla y, en una oportunidad, una llamada de atención con el codo por algún motivo accesorio.
            La salida del cine fue confusa, al menos para mí. Desde la puerta de la boletería hasta la esquina de la avenida donde paramos un taxi, en un recorrido del que no podría determinar la duración, ella comentaba la película con un entusiasmo que en otro momento yo hubiera disfrutado, se inclinaba sobre una de las posibilidades que permitía el final abierto. Yo pensaba si era posible que se hubiera tirado un pedo en una primera cita. Ella, impulsada por el fervor de sus propias palabras, no desconocía la trampa tendida por un policial sin aparente resolución, pero argumentaba con detalles de una memoria notable que, en toda la historia, incluso en la más pulida ecuanimidad en la presentación de los hechos, nunca las distintas interpretaciones sugeridas podían quedar empatadas en el relato, necesariamente una de las posibles tramas tenía más peso que las demás y se imponía: para ella, el investigador privado era víctima de su propia maquinación y ajustaba los elementos dispersos a su plan desvariado. Por el mismo énfasis que me podría haber gustado, me desorientaba que una exégeta minuciosa pudiera omitir la situación sucedida hacía unos minutos, cuando en el pasillo del cine, creía yo, aunque no lo pudiera asegurar, se había tirado un pedo. Por eso no hablé, respondí enajenado con algún gesto vago sus palabras, fui desconsiderado con su vigor. No podría reprochar una reacción adversa, un desencanto.
            Cuando terminó la película, uno de esos policiales que tanto me gustan, salimos por el pasillo opuesto al que afluía el resto de la concurrencia, puesto que para generar un ámbito más íntimo nos habíamos sentado contra un costado vacío. En la oscuridad del pasillo nos guiaban unas luces ínfimas, colocadas a lo largo de la base de las paredes, que giraban a la izquierda en lo que parecía ser un rodeo por debajo del plano inclinado de las butacas. Esas líneas en un fondo negro no se distinguían de la imagen de una pantalla, no había una composición de lugar, ni siquiera certeza sobre nuestros cuerpos. Avanzábamos por un túnel sobre una alfombra intuida bajo lo que deberían ser nuestros pies, y en ese momento en el que parecíamos estar solos sucedió el sonido del pedo. Llegó a mis oídos el corriente sonido de descompresión digestiva, una fricción que lleva a la ineludible certeza de una válvula que se abre. No pude en ese momento reaccionar como debía y seguimos caminando un trecho breve hasta toparnos con el pasillo por el que se retiraba el resto del público. Una vez en el interior iluminado del complejo de cines me lamentaba por no haber actuado con habilidad. Una acusación en tono divertido hubiera causado una situación graciosa, donde ambos nos hubiéramos reído, quizás ella lo hubiera negado, o podría haber reconvenido para volverme a mí principal sospechoso. Esa circunstancia se podía manejar de buen grado, de todas formas a ninguno le hubiera importado la realidad de los hechos. Pero yo me había quedado paralizado, y quizás ella sabía que yo eludía el tema, y se preguntaba quizás lo mismo, si acaso no habría sido yo.
            En mi caminata por las calles húmedas quise reponer la escena. Nos habíamos levantado de las butacas, con ese extrañamiento de final de película que es como despertar, fuimos recuperando el dominio de nuestros cuerpos, el recuerdo de nuestra situación, unos desconocidos intentando agradarse, tuvimos la incertidumbre sobre nuestras identidades, el misterio acerca de quiénes éramos hasta hacía unas horas, cuando nos abandonamos a la anquilosis de la película. Luego, la memoria trabajando en el ensamble de la personalidad, en la reanudación del pasado. Ahora, solo por la calle húmeda, no podía dar fe de que en ese estado del espíritu el ruido fuera un pedo, y de que en esa oscuridad proviniera de ella, puesto que no sabía si estábamos solos, ni siquiera sabía con exactitud dónde estaba su cuerpo.






            Desperté después de un sueño plácido. La luz tenue amortiguaba la siempre desconcertante apertura de los ojos. Me acomodé para dormir un poco más, pero una fricción desacostumbrada en la textura de las sábanas, sumada a la inusual luz, me hizo calibrar la vista. No pude hallarme con la primera impresión. Sin alarma, intenté orientarme, busqué mi ventana a mi izquierda, mi mesa de luz a la derecha. Evidentemente, no estaba en mi habitación. La cama era doble, escoltada por dos mesitas idénticas con sus correspondientes veladores. El mobiliario consistía en un sillón y una mesa. Las paredes ofrecían cuadros con motivos helénicos, entre eróticos y mitológicos, de color pastel gastado, en concordia con el tono del empapelado. Un televisor amurado, un aire acondicionado empotrado sobre una ventana cerrada, al lado de la puerta, donde se distinguía un interruptor de luz desmesurado para el pequeño ambiente. Empecé a sospechar. En el techo colgaba un soporte con focos de distintos colores. Sobre la mesa de luz encontré la evidencia que me libró de toda duda. Un breve menú de cafetería plastificado y un catálogo de accesorios sexuales descansaban sobre un teléfono. Desde el baño venía la luz.
            Pensé entonces en otro final para el día anterior. No había vuelto a casa, sino que había pasado la noche en un hotel alojamiento. No recordaba gran cosa, habría sido un combate amoroso medianamente predecible, derivado de un viaje expectante en taxi, posterior a una conversación promisoria en la calle, engendrada seguramente por una connivencia en el pasillo de la sala. Pero todo esto podía ser una reconstrucción mía en retrospectiva. No quedaba resuelto el asunto del pedo. Tampoco podía fiarme que la caminata solitaria hubiera sido un sueño, aunque las escaleras señoriales, oscuras como turba irlandesa, serpenteando entre el rocío de un parque inclinado, las sombras expresionistas proyectadas por faroles húmedos, el enderezamiento de una torre colonial al fondo… lamenté la irrealidad de una caminata extraña, pero sin dudas extasiada, sentí el breve duelo de lo que nunca había sucedido.
            Fui al baño. No la encontré a ella. Me hubiera parecido cortés de su parte evitar un despertar conjunto, la incomodidad de sentirnos extraños, de volver a establecer un espacio de confianza, recién nos conocíamos, no teníamos el hábito de levantarnos y reconocernos. Pero de todos modos, como no recordaba con exactitud, su presencia me hubiera bastado como evidencia. Todavía tenía que despejar la incógnita. Abrí una bolsa plástica y utilicé un cepillo de dientes descartable y un peine de plástico. Cuando salió agua por la canilla sentí que profanaba una pulcritud. El piso brillaba, el inodoro tenía un precinto de papel. Las toallas estaban dobladas. Volví a la habitación. Solamente la cama estaba levemente deshecha. Mi ropa estaba doblada con prolijidad maníaca. Empezaba a preocuparme, me atacaba la incertidumbre. Ningún rastro de ella. Antes de retirarme, consideré que ella podría haber salido por algún motivo, sin avisarme para no despertarme, y que quizás tuviera pensado volver en cualquier momento, entonces abandonar mi posición en el intervalo hubiera resultado censurable. Me sentía un idiota. No podía llamarla y exponer que no recordaba el final, en cualquier caso hubiera hecho un personaje deleznable. 
            Me senté en el borde de la cama. Todo lo que veía a mi alrededor me persuadía de lo que había sospechado en el baño, que ella se había quedado en su casa. Acaso agotado por mi exultante caminata había parado a dormir acá. Busqué mi abrigo, solitario en el perchero, ella no había olvidado su gorro, ni la bufanda color salmón que aplastó con la puerta de su edificio y que rompió algo de la gracia de su despedida. El recuerdo de la bufanda fue revelador.
            Me puse mi abrigo y salí. Cuando pasé por la recepción, el conserje debía ser del turno nuevo. No hizo ningún gesto, ni de reproche ni de compasión ni de burla para el hombre solitario que pasa una noche en un hotel alojamiento.

Santuario

         El primer día que vino la señora llovía. No era una lluvia pesada, aunque sí era constante. Ella entró, cerró el paraguas y saludó. No fue un saludo efusivo, pero fue un saludo correcto, justo, armónico, casi necesario.  Nosotros la miramos y entendimos su naturaleza. No por virtud nuestra, sino por una suerte de halo, fulgor o resplandor, que la acompañaba. Al quitarse la capucha nos permitió ver la majestuosidad de sus rasgos, y la caída de un cabello largo, oscuro y brillante. Quedamos hipnotizados.
           Pidió agua y los dos atinamos a buscar un vaso con tal de satisfacerla.
Colgó sus cosas en el perchero y comenzó a recorrer la casa. No nos espero en ningún momento. Ella iba delante, y nosotros detrás preguntándole acerca de distintas cuestiones. Recorría los pasillos, se detuvo en una reproducción de Goya. ¿Les gusta Goya? Es una maravilla. A mi hermano le encanta. Atravesó los cuartos y después llegó a la cocina. Pasó su dedo por la mesada, lo miró e hizo un gesto de indignación, sin ser nunca desubicada. Abrió una de las alacenas de bajo mesada y controló todos los productos de limpieza. Falta limpiavidrios, dijo. No se preocupen.
Ese día estuvo un par de horas más en la casa. Tomó su abrigo y el paraguas y se marchó como vino, con el viento y la lluvia.
La semana siguiente fue de sol. Una luz dulce y clara entraba por la ventana y se reflejaba en sus pupilas. Se sentó a tejer. Mientras nosotros seguimos con nuestros quehaceres. Que ella estuviera entre nosotros nos daba cierta tranquilidad. La casa parecía encontrar un equilibrio, un orden. 
Por las noches, cuando estábamos juntos, antes o después del sexo, hablábamos de ella: de su pelo, de sus rasgos, de sus pestañas, de sus modos tan adecuados. Después cada uno se iba hacia su habitación.
Algunas veces soñábamos con ella, entraba volando por la ventana y flotaba como una virgen santa con fosforescencia a su alrededor. La amábamos.
Otra semana nos avisó que no iba a poder venir. Nos dijo que nos quedáramos tranquilos. Que todo iba estar bien. Pero no fue tan así. Sin ella en la casa nos sentíamos indefensos, malditos y corruptos. Nos sentíamos horribles. Torpes, tirábamos las cosas al piso. Todo se hacía añicos.
Nos dijo que fuéramos pacientes (o eso imaginamos después). Y tratamos de serlo. Juntábamos nuestras manos y nos arrodillábamos y pedíamos por su presencia, por su deseo, por el amor. Después nos desnudábamos y copulábamos.
Un día nos encontró besándonos y nunca nos lo perdonó. No dijo nada, pero su mirada lo marcaba. Se volteó rápido y emitió un breve suspiro. Teníamos miedo. No entendíamos por que se había enfadado.
Sin embargo, más se enojo cuando se nos cayó una fuente de cristal que adornaba la mesa lateral. Gritaba, qué desgracia, qué desgracia, juntaba los pedazos con una mano y los ponía en el saco que formaba su pollera sostenida por la otra mano. Trató de arreglarla, pero no había caso. Ella, sin dejar nunca la delicadeza, lloraba. Nos daba vergüenza ser vistos por ella. Entonces la evitábamos. Nos escondíamos. No prendíamos las luces.
La casa estaba completamente a oscuras.
Fue tanta la vergüenza que estuvimos toda la semana a oscuras. No nos tocábamos. Al principio no hablábamos. Después lo hacíamos a través de la puerta.
Cuando la señora volvió entró sin hacer ruido, prendió una vela y se puso a cantar, recorriendo la casa. Nos pedía que saliéramos, que dejáramos que ella nos viera. Nos quería besar las manos y las mejillas. Nos hizo sentarnos en unos grandes almohadones en el piso y nos acarició la cabeza, a uno con cada mano, hasta quedarnos dormidos.
Cuando despertamos ya no estaba ahí, pero sentíamos nuestros pechos llenos de luz. No había sufrimiento alguno. Nos desnudamos y salimos al jardín. Nos tiramos a la pileta que estaba fuera. No había pudor ni vergüenza bajo el sol.
Nuestras pestañas perladas, la piel tersa y algo fría, nuestro pelo alquitranado como plumas de pato. Nos recostamos al sol. El calor energizó mi cuerpo. La erección era inevitable, mostrando guirnaldas violetas subir por el tronco, coronado por una cabeza roja, con forma de corazón. Me lamió con constancia hasta eyacular y me sentí morir. Éramos dos.
Los rayos de sol se escapaban por entre las nubes. Después el cielo se cubrió por completo. La señora salió con sus túnicas. No se le veían los pies, y avanzaba por el jardín lentamente. Llegó hasta el borde de la pileta nos vio desnudos y sonrió. Después nos cubrió con el manto y comenzamos a ascender al cielo.
A la semana siguiente nos enseño sobre la virtud y las debilidades de los hombres. Nos permitió salir al jardín vuelta. Salimos solos, nos desnudábamos mientras corríamos. Por un momento él saltaba en una pata para terminar de sacarse el jean, yo iba con las manos detrás para soltar el corpiño. Nos zambullimos. Bajo el agua los rayos de sol culebreaban. Veía sus pelos flotar como un erizo de mar, los cachetes repletos de aire y el pene suspendido entre sus piernas abiertas.
Salimos y nos recostamos sobre el piso de ladrillo que hervía. Mis pezones, erectos y mi tetas de piel blanca-leche que dejaban ver mínimas arterías como nebulosas. Él se agachó, separó mis piernas y me lamió el clítoris. Éramos uno y después dos, felices y melancólicos dos.
La señora salió volando desde la casa. Los hábitos flameaban. Estaba furiosa. Nos dijo que nunca nos perdonaría. Lo culpaba a él por lo que hizo y a mí por incitarlo. A él lo castigaría con latigazos. Para mí hizo traer una guillotina. Una comitiva enmascarada, como pájaros, empujaba la máquina hasta la mitad del jardín. Gente y más gente comenzó a entrar para ver el espectáculo. Me acusaron de ser baja, una animal horrible, barroso y bífido. M introdujeron el mango de una lanza por el ano y levantándome me colocaron bajo el filo, a la espera.
El verdugo esperó la orden de la señora. Bajó un brazó y el filo cortó mi cabeza. Rebotó en el pasto y rodó, y vi que todo daba vueltas: la señora, el verdugo y la turba. También estaba él, mi otro nosotros. La señora sonreía, era bella y justa. Puso mi cabeza sobre el cuerpo y de sus manos emitió una luz para volver a pegarla a mi cuerpo. La turba y el verdugo desaparecieron. Entramos a la casa, y nos pusimos a ordenar. La señora tomó un escurridor, nosotros un trapo y un plumero, y nos pusimos a limpiar, limpiar y limpiar. Llegó la noche y ella nos saludó y se fue. Esa fue la última vez que la vimos.
Por la noche volvimos a tener sexo y sufrimos por el desencanto de que la paz ya no esté más entre nosotros. Sin embargo sentíamos la libertad de la carne y el amor de la carne. Amén. 

Otium interruptus

Se despertó a media mañana de su primer lunes libre, inmejorable, entre sábanas y mantas solo suyas, y con el orfeón sedante de la lluvia ribereña rodeando la casa de madera. Exprimió el goce del momento, de manera semiconsciente, hasta que las aguas del cuerpo lo empujaron fuera de la cama.
Cuando bajó a la cocina, contempló con candor el fuego, el agua en la pava, en la yerba, en el pasto, en el vidrio y en el lomo del gato que frotó su pierna, aliviado porque al fin algo o alguien había abierto la puerta ventana. Se acomodó en la silla de mimbre, masticó un pan con queso, sorbió ruidosamente el brebaje verde sudamericano que su esposa le había inducido a adoptar como parte de la rutina, y retomó en la página marcada el libro de divulgación científica sobre teorías del universo que lo venía deslumbrando.
En tinta roja, con los firuletes exóticos de su idioma materno, anotó concentrado y entre líneas: los no concretos, anti cotidianos particulares… lo que el destino no urde, lo que la miasma atemporal deshilacha. Siguió masticando, sorbiendo, leyendo, hasta que levantó la vista y la cadena de charcos saltarines del patio le produjo un efecto levemente hipnótico. Cuando volvió en sí, escribió en el margen superior, sin pensar: Cruel ironía la de prodigar seres que buscan luz y calor en un universo que se apaga y enfría. Entonces cerró el libro, sonriente.
La felicidad de la sentencia espontánea lo relajó. Se dirigía al baño cuando sonó el timbre, tan inesperado como inoportuno. Dudó un instante, pero al fin se acercó a la ventanita junto a la puerta y miró hacia afuera, tratando de no ser visto. No lo logró. La señora Petersen, enfundada en su viejo uniforme scout, bajo un fino paraguas lila, agitaba la mano, exultante de alegría.

28/5/15

Vuelo

I
            No era la basura, ni las torres, lo que veía bajo sus pies cuando sobrevolaba la ciudad tierra adentro, al oeste, alejándose del río. El sueño de la infancia empezaba por el patio de su casa, del que reconocía cada detalle: los bichos bolita, el olor a tierra que salía de las grietas de las baldosas, levantadas por las raíces, ese olor que llevaba en las uñas de las manos y en los talones de las medias, y caminaba tan liviano que se desprendía de sus memorizados pasos hasta la hamaca del jacarandá, por encima de la sabida enredadera en la medianera. Veía primero los techos bajos de las casas vecinas, rodeaba los tanques de agua, rozando casi las ramas más altas de los árboles, y después, todavía más liviano, remontaba su vuelo por encima de los postes de cables y las copas de los árboles y se alejaba ligero, dueño del arte de elevarse, y se sorprendía por partida doble: en primer lugar, por estar volando, o más propiamente, caminando en el aire, sin amarras a un plano, lo que constituía una concesión, un olvido de la rigidez de lo cotidiano; en segundo lugar, se asombraba del hecho de estar sorprendido, ya que a su vez en esos momentos estaba convencido de recordar excursiones similares y se compadecía de lo inepto que era habitualmente, cuando estaba despierto y prefería olvidar sus rondas nocturnas y salía al patio a empaparse de luz y acumular recuerdos para una fundada futura melancolía.

II
            El recuerdo de sus sueños cambió gradualmente, como el barrio. En la vigilia, las casas de una sola planta y los caminos desiertos cedieron a los edificios de quince pisos y al constante tránsito y a los comercios, y él mismo se vio obligado a vivir más lejos. En el mundo onírico, al contrario, permanecía la casa, apenas dislocada por un silencio lejano: volvía a recorrer alegre la casa, pero ya no salía volando a pasear por el ancho mundo, a poseerlo, sino que un ruido sentido pero jamás escuchado lo ponía alerta y acto seguido se encerraba con llave, justo a tiempo para detener la amenaza en el umbral. Luego despertaba con la boca seca, algo parecido a la angustia de manual, pero se alegraba de haber vuelto a recorrer esa casa tal como era en su infancia, antes de la demolición.
            Los recuerdos de su vida pasada se fueron mezclando con los recuerdos de los sueños pasados, de modo que no podía determinar a qué orden pertenecían algunas impresiones que ahora recuperaba. Como cuando el vecino, que le llevaba tres años, nueve centímetros y varios kilos, le sacaba la pelota y la sostenía en la mano, por encima de la cabeza, y se complacía en humillarlo, a lo que él respondía con una furia infructuosa, y luchaba decepcionado con toda su débil voluntad, pero los brazos le resultaban pesados, y sus movimientos lentos eran desesperantes, como correr sumergido en agua.
           
III
            Salió a la calle, en plena vigilia, y se dirigió al río. Las aguas estaban bajas y al retirarse de la orilla, entre los escombros que la rellenan, habían dejado a la vista toda la basura metropolitana, el viento envenenado de frío. Bolsas y botellas de plástico, latas, restos de frutas, pan mojado e hinchado. Entre las torres y la basura del río, donde tantas veces había sentido humillación e impotencia, como en sueños, ahora descubría la belleza de un silencio desplazado, estaba muy animado, exultante, y su euforia lo regocijaba a la vez que lo amonestaba por su momentos de desánimo, y notó que todavía podía volar en algún sentido, desprenderse de su embrollo inútil, que era una sensación muy parecida a la auténtica borrachera, al momento en el cual se dejó atrás un umbral, como en los sueños de la infancia cuando abandonaba la dependencia de la gravedad, del suelo, y en ese estado permaneció deliciosos instantes hasta que recordó que el éxtasis a la larga se distiende y comprendió que la cuestión no era volar, sino, de ser soportable, retener el vuelo. 

Fatiga

Se cansó de todo. De la familia, del trabajo y de la rutina. También de los imprevistos. Se hartó de los amigos, de los partidos y las borracheras. Lo agotaron su perro y los mimos que le exigía, con ojos húmedos e idiotas. Su mujer le daba un poquito de rechazo, además del morbo, pero ahora simplemente lo aburrió. Sintió agobio de cada parte de su vida. No era nada en particular. Tal vez la concatenación, la conjunción de cada cosa junto a la otra. Lo hastiaron su bigote, los anteojos viejos y la ropa color crema que lo caracterizaban. El psicólogo le aconsejó que viaje; la publicidad de los posibles destinos lo hicieron desistir. El desinterés abarcó la música, la gastronomía, el deporte, la tele y los libros. No le quedaba nada, estaba en un desierto espiritual. Con miles de quejas infantiles, su esposa se hizo cargo del canario. Tras años de cuidados minuciosos, ahora le daba lo mismo si moría. Se desesperó un poco al pensar en el resto de sus días, monótonos y cambiantes, repetibles e irrepetibles, como el zumbido de una abeja; o mejor, de una mosca: insignificantes. Pronto la perspectiva también le dio igual. Así pasaron las semanas. Y entonces, un buen día, mientras su jefe le hablaba desde el otro mundo, desde afuera de la pecera de indiferencia en la que sin querer se había sumergido, con la mandíbula inmensa, tensa, casi desgarrada, ciento por ciento acalambrada, bostezó como nunca había bostezado, de una forma interminable, única, inverósimil, y en el preciso instante en que empezaba a tocar el fondo último y mortal de la apatía, la mirada de odio feroz e impotente de su jefe lo conmovió, y volvió a ser el mismo de antes.

22/5/15

Polen

Desoigo, cansado, al viento que me acosa, con tierra y hojas secas, con estelas de polen y partículas mínimas que equívocas se meten en el ojo, y hacen pestañear una, dos y tres veces, y más de tres veces, con cierto dolor y lágrimas, y más dolor. La vida está en ese pestañeo, en ese cuerpo invadido de la naturaleza, torpe, sobre la naturaleza, repetible e irrepetible, como el zumbido de un abeja. 

28/4/15

La edad de la piel

Los mercenarios perseguían a la presa hacia ya media hora: demasiado tiempo para una sola víctima.
–Borrego escurridizo, más le vale que lo valga –se quejó el más viejo, amenazante.
Las armas y los trajes protegían a los esbirros de los ataques, la radiación y las enfermedades, pero los convertían en seres extremadamente lentos y torpes. La persistencia triunfó al fin, sin embargo, y lograron acorralar a la pieza contra las viejas torres de roca y acero, en un claro del sudeste.
Un río caudaloso corría a pocos metros. Manaba de las torres y se perdía entre la espesura violeta del bosque. El color negro y anaranjado del agua indicaba una elevada dosis de contaminación. Cualquier adulto se hubiera arrojado de todas formas, para preservar su orgullo de manera suicida. Claro que no buscaban presas grandes, salvo en períodos de escases extrema o demanda inusitada.
El niño, de unos siete años, chilló cuando el viejo lo levantó de una pata. Bajo la luz verde de la luna parecía un duende siniestro.
–¿Cómo te llamás? –le preguntó el miliciano, con crueldad, utilizando el idioma rudimentario de las tribus del bosque.
–Lucterio.
–Vamos, Kunle, se nos pasa la noche –lanzó uno de los jóvenes, impaciente y desafiante.
Kunle, que no estaba dispuesto a enfrentarse al fornido Jaim, a menos que fuera indispensable, despellejó al niño desplegando toda su experiencia y habilidad. En casi tres minutos, la piel intacta se encontraba sobre una manta y el cuerpo, temblando aún por los reflejos musculares, sobre otra.
Ataron el botín y emprendieron la vuelta al campamento de la empresa.
–Demasiado tierno para el estofado –arriesgó Jaim, antes de salir del bosque, intentando descomprimir la situación.
–Es verdad –consintió Otón, el otro joven, más tímido.
El alarde de pericia había logrado su objetivo. Sin decir nada, Kunle envolvió el cuerpo en una manta adicional y lo escondió en un tronco hueco. A los superiores les dirían que se había perdido irremediablemente en el proceso de limpieza. Los jóvenes aún tenían que aprender, lo que implicaba algunos costos aceptables.
Al regresar al bosque, con el último resplandor del atardecer, asarían la presa en secreto. Antes tendrían que robar un poco de neutralizante esbénzico. Toda esa complicidad, calculó Kunle, los uniría a otro nivel.

***

Semidormido, Octavio observó a la Tierra elevarse desde el vértice del ventanal hasta su centro. El color negro rojizo y la estela turquesa hacían del panorama una delicia.
Un onorak pidió permiso y le quitó las vendas con sumo detenimiento, una a una. Luego le mostró su propio rostro en un espejo ovalado.
–Estupendo –dijo Octavio, con su típica sonrisa infantil y un brillo opaco en lo profundo de la mirada mortecina.
El onorak rió, mostrando cada uno de sus noventa y dos filamentos rosados: en un rato saldrían de festejo.
La Tierra se movió rápidamente. En el ventanal solo quedaba el oblicuo chorro violeta surcando el cielo, como una gran sonrisa de onorak con sobrepeso.

Narrativa abstracta

Pinta el mundo y pintarás tu aldea
Probabilidad

                La historia irremediablemente comienza, aunque en un principio un tanto ambigua y deliberadamente misteriosa, la historia comienza. Es el inicio porque aunque empiece desde el final, antes del inicio no hay nada, entonces es un inicio y punto. Y a esta altura ya hay indicios de ontología difusa, una insinuación de lugar, un aire de época. Hay cosas primero vagas, luego relación entre esas cosas, hay causas y efectos, hay de pronto cosas agrupadas en un estado de cosas.  Y ya de golpe deviene un desequilibrio, porque si no, no es una historia, es una postal. Sobre todo, hay un guiño a situaciones similares, una postura frente al género al que pertenece la historia.
                Entonces se transitan caminos insólitos, bien por la novedad, bien por la sorpresa de transitar un camino ya transitado, con un aire ya inocente, ya culpable, ya escandaloso, ya todo lo que de transitar caminos se trasunte. Y tan luego una sucesión de obstáculos ingeniosos, aunque cuanto más previsible, mejor, puesto que da una cierta idea en la medida en la que llega un momento más o menos relativo. Es el tiempo ineludible de las definiciones.

             Y tan lueguito el final, así, abrupto o casi, abrupto pero con aviso, pero definitivamente porque de golpe la carambola final trae las sombras de lo ya contado, vuelve a contar desde el principio pero ahora los gestos y algunas actitudes cierran como en un círculo, claro, y algunas distracciones no cierran pero bueno, qué importa, si ya terminó.

6/4/15

El pabellón

Tres amigos se comprometen a publicar una creación literaria propia hasta el día 28 de cada mes, inclusive, bajo pena de comprar un buen vino para llevar a las comidas que cada tanto los reúnen. Acá, los vinos que no fueron...

Quiero esconderme dentro de mí...

Quiero esconderme dentro de mí, como una flor que se vuelve capullo y comienza a decrecer desde sus ramas más chicas a las más grandes, llegando al tronco, que adelgaza, hasta ser tallo y hoja, y menos que eso, para meterse adentro de la tierra, desraizarse y ser semilla, ser barro que la deshunde, lluvia que se elevaba al cielo, seca la tierra y engorda las nubes, excremento que sube hasta alcanzar un pájaro al vuelo, picoteo sobre la fruta de un ciruelo, y otra vez, sí, otra vez, las mínimas flores blancas y la primavera, y la primavera, otra vez, la primavera para cerrarse entera, volverse capullo y recibir a un invierno helado y la escarcha, la escarcha irrepetible de la mañana.

28/3/15

En la invasión

Miriam puso una flor marchita sobre el cuerpo de Julieta. Sobre lo que habían dejado de su diminuto cuerpo. Se besó los dedos índice y pulgar, los llevó hasta la frente hueca de la niña y escupió la tierra.
–El enjambre de mosquitos la alcanzó camino al refugio, Joe –le contó a la noche, mientras tomaba la porción de mate cocido, aguado, que le sirvieron.
–Mierda –dijo Joe, observando la nada en la madera de la mesa.
Joe le dio una palmada en el hombro y siguió hacia otra mesa. Julieta era una huérfana de la ciudad de Fuérrago. Había llegado hace pocos días y se había encariñado de una manera especial con Miriam.
–No se puede esperar nada bueno hoy en día –bromeó Horacio, borracho y triste.
Joe había viajado de Canadá, indignado por la guerra biológica lanzada sobre el sur, y era el encargado de la resistencia en el área 7. La modificación genética de los mosquitos había sido un éxito instantáneo para el ejército invasor. Los insectos se reproducían con tanta velocidad y en tal número que varias generaciones de una misma familia succionaban a la víctima en unas pocas decenas de segundos. Los países afectados no descubrieron el antídoto a tiempo y el tendal de muertos resultó contundente. Los cadáveres de las vacas parecían perros, los de los perros, pollos, y los de los pollos, ratas.
Joe hacía lo que podía, pero sabía con una certeza rotunda que en ese lugar todo, absolutamente todo, era en vano.
El muchacho acongojado que ahora le contaba la muerte de su hermano sufriría mañana el mismo final y su abuelo adoptado ayer lloraría partido en mil pedazos ese drama en la tragedia. Joe le daría unas palmadas en el hombro, pobres criaturas, y caminaría unos pocos pasos hacia la próxima historia.