30/7/13

Una reflexión de "El caballero que cayó al mar", de H.C. Lewis

"Standish decidió sacar provecho de su flotabilidad. Estaba el problema de la ropa, pero tendría que afrontarlo con valor. Con solo mirarlo, cualquier extraño estaría dispuesto a declarar solemnemente que Standish usaba ropa interior blanca. Pero lo cierto era que le gustaban las rayas y los colores. En ese momento tenía puesta una camiseta blanca y un short rayado, azul y amarillo. Además del natural pudor masculino, era esa otra razón por la que Standish decidió que de ninguna manera permitiría que lo rescataran en ropa interior. Bastante malo habría sido que lo volvieran a subir al Arabella en short blanco; pero azul y amarillo a la vista de todos, entre ellos el señor y la señora Brown, ya era imposible. En un hombre, el sentido de la decencia era tan importante como la vida.
En un instante se dio cuenta de la falsedad de esa noción. Empezaba a sentir un ligero dolor en los hombros de tanto bracear. En cuanto fue consciente del esfuerzo, cambió de parecer. Nunca antes se le había ocurrido que la mente fuera un juguete del ser físico; que las convicciones estaban muy bien hasta que el cuerpo tenía una necesidad; entonces el cuerpo torcía la mente para hacer valer su voluntad. Lo único que supo fue que de pronto ya no le importaba si la buena gente del Arabella veía sus shorts azules y amarillos. Standish quería flotar y vaya si lo haría".

1a ed., 1a reimpresión, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2012, trad. de Laura Wittner, pp. 56/57.

28/7/13

Imprevisto ferroviario

Qué depresión, pensó Osvaldo, parado en el andén: mitad de semana, mañana de lluvia, hora pico, medias mojadas, mochila pesada, y una larga espera por delante. En la fila, observó, lo precedían una señora alta y canosa que leía un libro, un gordo cincuentón que balbuceaba quejas contra el servicio, una chica pelirroja que apretaba las teclas de su teléfono, y un oficinista sin edad que miraba detenida y rigurosamente a la nada.
De manera instintiva se concentró en la pelirroja: sus movimientos eran ágiles, e irradiaba algo así como una energía especial. Su belleza era extraña y fascinante. En pocas y sencillas operaciones, Osvaldo calculó lo fácil que sería enamorarse de ella, si es que ya no lo estaba.
¿Cómo será?, se preguntó, dedicando los siguientes treinta minutos a divagar esporádicamente al respecto. Al fin, amenazando su statu quo, los ortoedros de hierro y acero se arrastraron lentamente hacia el interior de la terminal, y una vez inmovilizados, abrieron sus puertas y comenzaron a deglutir la multitud. Decidido a hacer por lo menos algo, Osvaldo se esforzó en terminar sentado frente a ella. Echando mano a una que otra descortesía, un trotecito corto y ridículo, y un roce algo violento con el empleado zombi, lo logró. Era una señal: tenía que hablarle.
Por lo pronto, el tren demoraba su partida, lo que le daba tiempo. Como dificultad adicional, ella solo parecía tener ojos para su teléfono. Interrumpirla y no quedar como un pesado era imposible. Mejor esperar el contacto visual. Mientras tanto, Osvaldo contempló por la ventana los faroles anaranjados de la estación, y se puso a ensayar. Hola, soy Osvaldo. No, eso no. Hola, sos muy linda, ¿cómo te llamás? Tampoco. Me parecés muy linda, te doy mi teléfono y si tenés ganas, me llamás, ¿dale? ¡Esa, campeón!
Osvaldo volvió los ojos chispeantes hacia la exótica pelirroja, pero la encontró como asustada, con la mirada fija en la pantalla del teléfono. Uh, qué pálida le habrán dado para que reaccione así, pensó Osvaldo, y a continuación lamentó su suerte: en ese contexto el rechazo era cantado. ¡La mala leche que tengo no tiene nombre!, insistió, mortificándose y exculpándose al mismo tiempo.
En eso estaba, cuando se dio cuenta de que la chica, como el tren, no se movía. Acercó su cara para verla mejor, y ella ni se inmutó. Le pasó una mano por enfrente de los ojos, y nada. Asustado, la tomó de los hombros, con delicadeza primero, y con fuerza después, zamarreándola un poco, pero nada de nada. Estaba inerte como una bolsa de papas…
(Horas más tarde, casi al atardecer, un empleado de la morgue escribiría un informe consignando que la causante, sindicada como Rosario Isabel Pérez, había fallecido entre las 07:30 y las 07:45 de muerte fisiológica instantánea, especie de muerte súbita adulta, siendo imposible determinar con precisión, en el estado actual de la ciencia, la causa del deceso.)
El gordo quejoso de la fila, que se había sentado al lado de la chica, advirtió la situación, miró a Osvaldo, desesperado, y se llevó el índice a los labios (¡silencio!), provocando, con todo, la reacción exactamente opuesta: Osvaldo pidió un médico a gritos. El galeno circunstancial tardó muy poco, pero ya no había nada que hacer.
De todas formas, tuvieron que esperar la llegada de la policía y la ambulancia. Algunos pasajeros del vagón fueron bajando al andén. La mayoría, sin embargo, permaneció en su lugar, cuidando su asiento o su espacio; muchos de ellos, con indignación multiplicada; otros, susurrando rezos melancólicos. Dos guardias se pusieron a comentar los detalles de un accidente fatal del día anterior. Un cafetero pasó discretamente ofreciendo su producto. Varios bebieron el oscuro brebaje, calmando un poco su angustia y ansiedad. Alguien dijo que solo faltaban los sangüichitos, y dos o tres personas rieron de manera contenida. Entretanto, acostado en un banco de la estación, con la nariz sangrando, Osvaldo se recuperaba del golpe producido por el súbito desmayo que poco antes lo había arrojado de boca al piso.

La pata del gato

Julio Argentino Torri estaba contra las cuerdas. Si no terminaba de escribir a tiempo no iba a poder publicar. Mientras nada se le ocurría, pensaba en Fernando Cabrera y una canción de él que decía “la calle Llupes raya al medio y encuentra a Belvedere”, pero sus ideas no encontraban a Belvedere, deambulaban como sonámbulos construyendo aporías.  Pensaba en la base rítmica de un ballenato, en la mirada de una foto de un dios cubano que colgaba de la pared de su habitación, y se regocijaba en la creencia del inminente fracaso de sus competidores. Confiaba en la pereza de Franco Gorelli y en la inoperancia cibernética de Makel Joff (el afamado emprendedor austríaco). Pensó en escribir sobre la problemática de publicar, pero le pareció que era demasiado chanta hacer eso. Se le ocurrió una idea sobre los empalados, pero prefirió guardar ese material para su exitosa página secreta. En eso su gato se subió al monitor y apoyó una pata sobre el teclado y a Julio se le prendió la bombita de luz.