29/6/17

La aventura del deseo que se muerde la cola

            Tomaba el café ya cambiado, de pie, acercándose a la puerta. No expresaba apuro, pero siempre estaba visiblemente ansioso. Su familia sabía que de todas formas, aunque terminara el último sorbo con el auto ya encendido en el garaje y cargado con su abrigo y maletín, debía volver a dejar la taza a la bacha de la cocina. Cuando eso sucedía sus hijos, ya alistados, sabían que tenían que apurar la chocolatada, mientras la madre les besaba la cabeza y les acercaba la mochila. Darío, liberado de la taza, esperaba amable con la mano en el picaporte, pero paciente con sus hijos. Cuando se presentaban a su lado para salir, abría, los dejaba pasar y besaba a su esposa, se deseaban un buen día de trabajo. Darío ubicaba a los niños en sus asientos mientras abría el portón eléctrico y subía con el motor ya listo para salir. Encendía la radio y buscaba las noticias hasta que sus hijos, sobre todo Guadalupe, la mayor, le pedía alguna música infantil. Darío hacía el simulacro de ceder, lo mismo le molestaban las noticias que la música. Dejaba que Guadalupe eligiera en la pantalla, y recorría con su elección las veinte cuadras que lo separaban de la escuela. Una vez solo, apagaba el sonido y enfilaba al trabajo. No le molestaban los semáforos,  disfrutaba con el placer de demorar la entrada a la autopista. Subía la rampa sin apuro, degustando el ingreso a la ruta, sintiendo ese cambio espacial entre calles interrumpidas por el uso del freno y la relajación del pie en el acelerador de la autopista fluida.
            Pensaba un poco en el trabajo del día, en los quehaceres domésticos a la vuelta, en la situación de sus hijos, alguna salida distendida con su esposa. Y poco a poco, con el correr del viaje, podía ir apreciando el peso de la velocidad del auto, el correr de la línea punteada sobre el gris fijo del asfalto, las velocidades desiguales de los vehículos, la oleada que iba en sentido contrario, a la izquierda, del otro lado de la valla de protección del camino. Ese gusto del viaje que era su placer permitido de cada día laboral. Por eso iba sin música ni noticias. Para experimentarlo mejor, sin distracciones.
            A la vuelta, cansado, se abandonaba a esa maravilla regular que es la hora pico, infinitas luces hacia ambos lados, compartiendo ese corredor que surcaba la ciudad, para luego perderse cada cual en una parcela de espacio distinta. La cabina fija del auto y los barrios desplazándose del parabrisas a las ventanas. Olvidaba preocupaciones, se dejaba arrullar por ese espectáculo. Renovaba su entusiasmo para volver a casa, compartir con su mujer, atender las inquietudes de Guadalupe, cuya mente de niña de siete años bullía en preguntas, descubrir que Manuel, que hacía tan poco ni hablaba, ahora a los tres años ocupaba un lugar de peso en las conversaciones. El recorrido de la vuelta del trabajo, generalmente más lento que el de la ida, ayudaba a Darío a olvidar frustraciones y a considerar que su vida estaba bien. Y mientras se demoraba más la vuelta, congestionada la bajada de la autopista, sentía que estaba más que bien, es decir, la evaluación que hacía se cargaba de emociones positivas, se embargaba recordando preguntas incisivas de Guadalupe, reía solo por los gestos del pequeño Manuel, saboreaba por adelantado el beso que le daría a su mujer. Se imaginaba, mientras manejaba, ya más cerca, los ojos despiertos de su mujer envolviendo con su mirada cálida a sus hijos, y él presente en la plácida escena junto a la mesa. Es decir, distraída la mirada en el parabrisas, veía a un hombre que veía a una familia.
            Tanto era el solaz de los viajes en auto, solo, sin música, que los esperaba con ansias. Por eso preparaba el motor, apuraba el café. No quería arruinar la placidez de los desayunos, de hecho le dejaban un grato sabor en el auto, mientras iba a la oficina. Pero no se permitía extenderlos ni abandonarse a ellos en el momento, sino que deseaba los desayunos familiares para llevárselos como recuerdo y como imagen a la soledad del auto, donde parecía que un autómata conducía el vehículo a través del dominio del parabrisas mientras la mente se perdía en una visión de vidriera hasta que un detalle del camino o un llamado de atención recompusiera el camino frente a sus ojos.
            Esperaba esos viajes. En su casa. Durante los momentos apasionados de los encuentros sexuales, que habían logrado mantener con ímpetu, al abrigo de las exigencias de padres, Darío anticipaba su próximo viaje, como el amante que anhela un cigarrillo o el comensal que codicia el postre. En las reuniones sociales, en las que se mantenía cordial pero desinteresado. En los momentos compartidos con sus hijos, que disfrutaba, pero con una sonrisa ausente, deseando la sonrisa amplia que les dedicaba a sus hijos en el auto. Entendió que los viajes pasaron a ser algo deseable, cuya espera desplazaba su presencia entera de otros momentos. Lo veían distante. Serían las responsabilidades, el cansancio, el desánimo, pensaban en su entorno.
            Incluso durante los viajes, cuando algún accidente cercano demoraba el tránsito y extendía el recorrido, en la larga espera se distraía pensando en futuros viajes. En esa postergación no podía exprimir todo el placer del viaje. Entonces, a veces, se pasaba de su bajada en la autopista y continuaba unos kilómetros, para imponerse el disfrute, y después daba la vuelta y finalmente llegaba a destino. Como una adicción, a veces dejaba de ser un momento grato y pasaba a ser un ansia. Aunque le parecía ridículo que echara a perder el placer de un viaje presente por la previsión de uno futuro, aunque le llamara la atención que sobre todo en los viajes más largos por los embotellamientos se distrajera y tuviera que extenderlos con rodeos, no modificaba sus hábitos: los extremaba.
            Pensó en multas inexplicables, kilómetros afuera del recorrido razonable. Temió remolques obligados por una falla técnica en parajes inverosímiles. Imaginó lo que imaginaría su esposa, su jefe, si se enteraran de su posición geográfica cuando ampliaba su recorrido, sin explicación aparente, por el hecho de querer cada vez más, sin disfrutarlo ya, sólo manejando compulsivamente. Viendo el resto de los vehículos de a montones que lo complacían pero también le daban asco en la inmensidad rutinaria de desplazamientos. Y pensaba que esta afición le hacía mal, que debía cambiar de vida, pero esa reflexión requería de ese espacio quieto del interior de un auto desplazándose. El malestar era el precio que debía pagar cualquier adicción. Este reproche le duraba poco, y ya retomando el camino que lo llevaba a la oficina, que lo devolvía finalmente a su casa, se regocijaba en las conjeturas a las que podría dar lugar: encuentros con amantes en barrios desconocidos, asuntos ilegales en galpones ciegos, al lado de la autopista. Pensaba en lo que podrían pensar los demás, desde su asiento del auto, y este entretenimiento le devolvía el placer y las ganas de seguir manejando.
            Y volvía a su casa, donde era feliz, pero sobre todo era feliz porque podía rememorar esa felicidad en el siguiente viaje. Y volvía al trabajo, donde se sentía a gusto, pero sobre todo porque tenía presente que a la vuelta iba a tener ese espacio demasiado largo hasta su casa, ese tiempo que se expandía.


            Fueron meses intensos, previos al derrumbe que se avecinaba en su trabajo, en su familia, que acaso le quitaría el sosiego de esa estructura de viajes de ida y vuelta al trabajo de un padre de familia.

26/6/17

Cardumen

Miro las nubes, los árboles.
Los brazos me caen hacia los lados.
rayos de sol motean mis manos,
las hojas dibujan sombras en las muñecas.
Nervaduras, moradas, aparecen debajo de la epidermis, subterráneas,
alimentan mis pelos.
los pulmones se hinchan, abren las costillas, se cierran y vuelven a abrir,
una
y otra
y otra vez
(me sofoco).
Siento la humedad del piso, las rodillas que se hunden, los mosquitos zumbando.
En el cielo cardúmenes de aviones se dispersan y vuelven a juntar con la inercia de las carpas.
Sueltan bombas, flotan.
La tierra tiembla.
El calor inunda la selva marchitando las hojas, quemando las palmeras.
Me acerco al río,
Me acuesto
veo los peces anaranjados entre los juncos,
sus aletas traslúcidas.
Apoyo mi cara en las palmas de las manos,
Brota agua de mis párpados, temo que se me estén derritiendo los ojos.
Hundo la cara entre mis manos,
La sostengo como una máscara de carnaval,

para que no se caiga en el barro.

1/6/17

robe de chambre

Hace unos días murió papá,
Leía acostado sobre el sillón de terciopelo gris.
Murió en pijama, contenido por su robe de chambre
Con los pies desnudos, con las uñas crecidas, sucias, apuntando al cielo
(los dedos y los empeines cubiertos de gruesos pelos negros).
El diario quedó sobre su torso, tapándole la boca y parte  de la nariz.
La corriente hacía vibrar las hojas mínimamente,
parecía que todavía respiraba.
Después se deslizó como un pedazo de seda.
Su brazo izquierdo cayó, rígido, rozando la alfombra con los nudillos.
Barras amarillas de luz se plasmaban en el piso,
envueltas por la sombra de la enredadera,
se quebraban sobre la mesa ratona
y volvían a quebrarse sobre el otro sillón.

Mamá en la cocina,
 apretaba los párpados,
Contraía los labios
Chirriaba los dientes
Las lágrimas le dibujaban los pómulos.
Y después hundía la cara en el delantal.
Llamaba por teléfono, cortaba,
llamaba y cortaba sin decir
una palabra.

Papá no respiraba
estaba azul.
no respiraba
azul, como la bandera de Francia.
De todas formas, giró la cabeza, abrió los párpados

Y me dijo: “estoy muerto”.