28/3/15

En la invasión

Miriam puso una flor marchita sobre el cuerpo de Julieta. Sobre lo que habían dejado de su diminuto cuerpo. Se besó los dedos índice y pulgar, los llevó hasta la frente hueca de la niña y escupió la tierra.
–El enjambre de mosquitos la alcanzó camino al refugio, Joe –le contó a la noche, mientras tomaba la porción de mate cocido, aguado, que le sirvieron.
–Mierda –dijo Joe, observando la nada en la madera de la mesa.
Joe le dio una palmada en el hombro y siguió hacia otra mesa. Julieta era una huérfana de la ciudad de Fuérrago. Había llegado hace pocos días y se había encariñado de una manera especial con Miriam.
–No se puede esperar nada bueno hoy en día –bromeó Horacio, borracho y triste.
Joe había viajado de Canadá, indignado por la guerra biológica lanzada sobre el sur, y era el encargado de la resistencia en el área 7. La modificación genética de los mosquitos había sido un éxito instantáneo para el ejército invasor. Los insectos se reproducían con tanta velocidad y en tal número que varias generaciones de una misma familia succionaban a la víctima en unas pocas decenas de segundos. Los países afectados no descubrieron el antídoto a tiempo y el tendal de muertos resultó contundente. Los cadáveres de las vacas parecían perros, los de los perros, pollos, y los de los pollos, ratas.
Joe hacía lo que podía, pero sabía con una certeza rotunda que en ese lugar todo, absolutamente todo, era en vano.
El muchacho acongojado que ahora le contaba la muerte de su hermano sufriría mañana el mismo final y su abuelo adoptado ayer lloraría partido en mil pedazos ese drama en la tragedia. Joe le daría unas palmadas en el hombro, pobres criaturas, y caminaría unos pocos pasos hacia la próxima historia.

Cuento de verano con espacio quebrado

"El primor arquitectónico de un corral"
Borges en el prólogo a Las ratas, de Jorge Bianco. [Quise decir José Bianco]

            Llegué a la ruta. Clavé el velocímetro en 110. Pensé que la urgencia pedía más osadía, pero cuarenta años sin multas es un hábito difícil de romper. Además, sabía que el tiempo que podía ganar era poco, ir más rápido solamente hubiera aliviado mis nervios. En esta situación, no merecía un aliciente, así que acepté viajar con dientes apretados y en regla. Sentía que el auto no avanzaba, que la repetición del paisaje anulaba el progreso, y la ansiedad se me hacía insoportable. Sin embargo, con el correr de los minutos, sin darme cuenta, me distraje de la pura impaciencia y me encontré pensando en lo que dejaba, la casita cerca de Colón que me habían prestado, donde estuve aislado quince días, donde mi agenda de preocupaciones consistía en el calor, los mosquitos, las hormigas tan grandes que uno podría acariciarles los muslos. Quince días de golpe cortados por la tonta idea de prender el celular, convencido con la endeble excusa de algo importante, algún problema impostergable en las obras que se estaban ejecutando, una nueva internación de mamá, u otro improbable acontecimiento de otro orden que me reclamara en Buenos Aires. Quince días que supe que se terminaban, aunque me hubiera quedado más tiempo, supe que se terminaban cuando vi que el teléfono empezaba a acumular llamadas perdidas, correos, mensajes. Aunque lo hubiera apagado sin revisar, ya sabía que había sucumbido. Por eso me enteré del mensaje de mi hermano: “La vecina dice que hay un olor horrible en tu departamento. Hoy a la tarde va a ir mamá con el encargado”. Quince días que se reducían ahora a una nula quincena.
            Ahora era evidente que lo que me preocupaba era la muñeca, ahora que todo se reducía a llegar a tiempo. Pero antes de estar dentro del auto, mientras estaba todavía en la galería de la casa, todavía tuve tiempo para pensar en la causa del mal olor, recordaba, pero de pronto una curva cerrada disolvía la galería y me devolvía al control del auto. Antes incluso, retomaba ahora en la recta, mientras cortaba leña a la sombra de los árboles criollos, no los pinos alineados de la entrada, me fui desprendiendo de mi agitación, de la humedad, ya estaba infectado por el espacio de mi departamento. Oscuro, tal como lo había dejado, las luces apagadas y las persianas bajas. Cuando había terminado de hachar, recordé en la ruta 11, me reincorporé en mi ambiente: el calor, la humedad, las cortezas groseras de leña que lastimaban mis manos citadinas de dibujo técnico. Pero mientras me desplazaba con la madera hasta la galería para dejar la leña, mientras a mi alrededor el parque descuidado se embrollaba con el campo abierto en una vaga delimitación que ya no ofrecía un perímetro claro hasta donde se debía cortar el pasto, mientras la luz de la mañana ya iba encarando el mediodía y se desbordaba, invadía todos los rincones, erosionaba los contornos y mantenía a raya las pocas sombras que resistían mal bajo un tronco o pegaditas al cielo raso de la galería, mientras perdía el control óptico de donde estaba, ya mi atención se dispersaba del territorio entrerriano y empezaba a delinear el interior del departamento de la calle Guido. Inútil era el plano de cuadrados y rectángulos, inútil el repaso de la estructura de caños, de la orientación de las ventanas, del sentido de apertura de las puertas. A tientas, recomponía un recorrido. Me desplacé mentalmente, como en el submundo debajo del agua conteniendo la respiración, por un departamento bien decorado, pero falto de vida, el espacio de un soltero que no siempre estaba en casa. Quizás algunos discos apilados en la mesa ratona, alguna boleta en la mesita de entrada, todo prolijamente apilado en el escritorio. Recordé los papeles que dejé a la vista. No quería que mamá viera eso. Por nada del mundo. Me sobresalté, pero era un temor insostenible, mamá jamás hubiera tocado mis cosas, menos husmeado mis papeles, y menos que menos se hubiera puesto a leer el proyecto formal de una licitación a simple vista burocrático, bajo un pliego cuanto menos aburrido.
            Todavía no llegaba el puente de Zárate y cada un minuto controlaba el reloj. Cambiaba la posición de las manos sobre el volante. Miraba el reloj. Por suerte, la capacidad de concentración en un asunto tan seco como la impaciencia cedió nuevamente. Traté de reconducir mis pensamientos. Después de dejar la leña preparé mate, recordaba ahora, y me reprochaba esos minutos perdidos. Pero en ese momento sólo había pensado en los papeles, y no en la muñeca, pensaba ahora llegando al puente, y me perdonaba. A pesar del calor, tomaba mate. Un pequeño antídoto de infusión caliente para contrarrestar el veneno del insoportable calor. Pero en la galería volví a mi departamento en un sopor húmedo. Olor a muerto, pensé en la galería, pensaba ahora en el auto. Nada vivo que pudiera morir había en mi departamento, salvo los potus, que tengo en macetas justamente porque son muy resistentes y crecen como las uñas de los muertos, aunque los abandone por días y días. Imposible que haya dejado platos sucios, ceniceros llenos. Improbable que haya olvidado la basura sin sacar, eso en mi personalidad equivaldría a una enfermedad mental para la que todavía soy joven. Además, como la empleada estaba de vacaciones, había limpiado todo yo mismo después de la fiesta con los arquitectos, había bajado montones de bolsas de basura. En ese momento me distraje para recrear alguna escena de esa fiesta en mi casa. Toda la ensoñación se terminó cuando recordé la muñeca inflable, y reaparecí en la galería calurosa y de pronto en silencio, como si los pájaros hubieran cortado sus cantos al mediodía, como los comercios de la zona, para la siesta. En ese momento agarré las llaves.
            En la ruta volví a pensar en el olor a muerto, o ahora recordaba que ya había reparado en este asunto en ese momento vago del pasado, en la galería. Pensé entonces en el olor a muerto. Mis amigos imaginarios, se me ocurrió. Como la ruta estaba desierta, me permití una risa con ruido, aunque por las dudas me cercioré por el retrovisor de estar completamente solo. La posible presencia de otros era una inquietud que no tenía hacía quince días. También pensé en un robo en el departamento, una disputa por la caja fuerte, un tiro, una huida y un tipo muerto en mi casa. Delirios, concluí, mientras con la palma de la mano imploraba sobre las rendijas que el aire acondicionado me diera algo de paz. Gloria, la vieja de enfrente, pensé. Pero ella tenía familia, no la hubieran dejado descomponerse ahí. Además, seguramente ella informó a mi hermano del olor. Había frenado en una estación de servicio.
            Mientras esperaba que se cargue el tanque de nafta, hace unos kilómetros, revisé el teléfono. “Hubo un corte de luz de diez días. La heladera” decía mi hermano. Claro, pensé en el auto en Entre Ríos, recordaba ahora en el auto en Zárate. Como investigador forense, soy un gran arquitecto, me dije con buen humor. Iba a celebrar mi ingenio con una sonrisa ancha, pero el playero me estaba mirando. Compuse una cara seria que no se me fue ni siquiera cuando dejé atrás la estación de servicio y unos kilómetros después la entrada a Colón.
            Otra vez se dispersaban los espacios dentro de la cabina del auto. Con el calor acumulado de todo el edificio sin aire acondicionado por diez días, subiendo hasta el semipiso 11, la carne y el pescado congelados estarían a la miseria en la heladera sin corriente. Ya imaginaba la heladera repleta de hongos blancos, esponjosos hasta todos los costados, si es que no habían conseguido abrirse paso entre los burletes, empujar la puerta, mandar el olor por toda la cocina, avanzando hasta la puerta de entrada y todo el palier, aprovechando la circulación de aire y luz que habíamos diseñado con el loco Silva para el proyecto del edificio.
            La muñeca inflable, la había encargado y subido al departamento en un embalaje de árbol de navidad, tal como la vendía la empresa de productos sexuales para conservar la discreción, la muñeca que fue el detalle grotesco en el cóctel con los del Colegio de Arquitectos, la que inspiró las bromas más simples pero por eso las que se podían compartir con todos, mientras pensaban en el solterón incorregible, no porque hiciera algo vedado para los demás, sino porque se daba el lujo de pensar en ese tipo de humoradas. La muñeca a la que le había cortado el flequillo y había adornado con pulseras de cuero con tachas y, para mayor aberración, zoquetes blancos y borceguíes negros, de modo tal que apuntaba tanto a la erótica del cuero como a la apariencia de un trabajador uniformado. La había colocado en línea con mi distinguido mobiliario, para acentuar el detalle sórdido, entre mis dos plantas de potus.
            Recalé en los potus, que tanto me gustan porque sobreviven a condiciones duras. Aunque les había dejado un recipiente de agua con hilos para que los rieguen por capilaridad, los potus hubieran aguantado el calor y la falta de agua. Pero ahora, bien regados y con el calor acumulado, quién sabe hasta dónde habrían crecido. Hasta la muñeca, quizás, ya que estaba a unos centímetros. Con sus raíces aéreas, los tallos bien se podrían haber prendido a las piernas y reptado alrededor de sus extremidades, enroscando todo el cuerpo, retorciendo sus articulaciones, frotando quizás sus mullidos orificios. Ahora recordaba que Silva apagaba sus cigarrillos en la boca forzosamente abierta de la muñeca, en la vagina acolchonada por la última tecnología en silicona. Los orificios que habían quedado con marcas de quemaduras, como si hubieran soportado la explosión de un petardo.
            Silencio. Silencio mental. Desaparecieron el departamento de Buenos Aires, la casa de Colón, la ruta en Campana.
            Recuperé mi atención en la ruta, la dirección de las ruedas siguiendo la línea punteada, el ruido del motor, del aire acondicionado. Recién en ese momento prendí la radio. Se mezclaba con el ruido del viaje, del avanzar a través de la banquina, las zanjas, los árboles, el guardrail en las curvas. Pero pronto lo que a la ida había sido pura morfología del camino se fue desvaneciendo y recuperé los estallidos de espacios imaginarios. El departamento oscuro, el orden geométrico, las plantas, la muñeca.
            En seguida pensé en lo que la visión de la muñeca, disfrazada de un erotismo ambiguo, constreñida por las plantas de potus, detonada en sus agujeros subrayadamente funcionales, lo que esa visión podía causar en mi madre. Me reacomodé en la butaca del auto. Pensé vagamente en la salud de mamá, en su fragilidad desde que murió papá. Intenté llamarla, una infracción de tránsito invisible en medio de la ruta, para decirle que no se preocupara, que se quedara en su casa, ya iba en camino, no sin justificarme antes con la urgencia del asunto, una jerarquización geométrica de la ética, el deber del mal menor, y demás argumentos deshonestos que, aunque los sabía falaces, los recorrí como una purga. Inútil tensión espiritual, puesto que mamá no me contestaba.
            El resto del recorrido se redujo a los confines del interior del auto, algún chispazo de la infancia, distracciones controladas en la euforia de los nervios, incluso un breve aburrimiento, cuando se ampliaron los carriles y pude mantener la velocidad estable, aburrimiento que apenas reconocido desapareció por la culpa de relajarme en una situación así.
            Cuando ya estaba cerca, entrando a la ciudad propiamente dicha, se agolparon las inquietudes y los espacios del viaje, como en un delirio luego de una noche en vela estudiando para el último final en la facultad. Llegué a casa pensando en el mediodía difuso de Entre Ríos, en el crecimiento del potus alrededor de la muñeca. Un crecimiento desbordado, lascivo. Estaba involucrado en las infinitas vueltas que darían los tallos a la pobre muñeca, pero cuando bajé sobre las conocidas baldosas de la vereda recuperé algo de mi identidad de vecino aplomado y entonces al alboroto de mi angustia arrimé el pensamiento sereno. Los potus habrían crecido, a lo sumo, un puñado de centímetros. Algo en el diálogo con mi versión ciudadana me tranquilizó, verbalizar la posibilidad esperable me aquietó, me devolvió al sentido común de arquitecto exitoso, al menos a un ordenamiento del mundo plausible y cercano. Volví a intentar un llamado a mi madre. No tenía batería.
            En la entrada no estaba el portero. Estaría con mamá arriba. Tampoco estaba el ayudante Jorge. Claro, se había ido hacía meses. Sus borceguíes abandonados ahora estaban calzados en los pies de la muñeca. El ascensor no funcionaba. El corte de luz había durado tanto que incluso el grupo electrógeno se había agotado. Mientras subía por las escaleras los once pisos me volvió el vértigo de la proximidad de la escena. Subía rápido para no pensar en mi madre ni en ninguna situación. Quería llegar. Transpiraba ya en el segundo piso. Llegué agitado, empapado de transpiración, con los nervios cansados, desorientado por el terrible olor que se olía ya desde el noveno piso, confundido por la cercanía del viaje en la ruta, su espacio quebrado.

            La puerta estaba abierta, evité llamar a mamá, para eludir su presencia, y quise llamar al portero, pero en el alboroto dije: Jorge… y pensé en el muchacho que ya no estaba, en sus borceguíes expuestos a la mala interpretación, en el corral de Entre Ríos que contenía una casa, un auto, una fuga, un departamento, y dentro del departamento otra vez la visión del corral caluroso, y sentí que me bajaba la presión y me senté en el sillón prolijo, al lado de la mesa ratona, a esperar.

27/3/15

¿Continuidad de las porques?


a un amigo que se quedó a vivir en el año pasado


Había empezado a leer el relato hace unos días. Lo dejó por cuestiones de suma urgencia, volvió a abrir el libro volviendo en tren de trabajar. De a poco se interesaba por la estructura, por los rasgos de los personajes. Esa misma tarde, después de discutir con el almacenero por cuestiones de salamines y de escribir un correo electrónico, volvió al cuento en la tranquilidad del departamento que miraba al estacionamiento del edificio, donde un gomero daba sombra y las paredes estaban oscurecidas por el tiempo. Acomodado en su sillón, de espaldas a la puerta, dejó que su mano izquierda acariciara el corderoy color mostaza y se sumergió en las últimas páginas. Su memoria era brillante, retenía sin gran esfuerzo los nombres y características de los protagonistas, incluso hasta algún párrafo completo, después de repetirlo una y otra vez a media voz. La ilusión de la ficción lo venció en seguida. Disfrutaba con perversión el ir desgajándose línea por línea de lo que lo rodeaba, y sentir al mismo tiempo que su cabeza descansaba plácida sobre el color mostaza del respaldo, que los cigarrillos estaban en su lugar, al alcance de la mano, que más allá de la ventana una suave brisa movía los ténderes con ropa al atardecer. Palabra por palabra, absorto en la mísera disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes magnéticas, fue testigo del último encuentro de ellos en el campo. Primero entraba la mujer, celosa; ahora el amante, con la cara lastimada por el golpe duro de una rama. Ella detenía la sangre con sus besos, pero él rechazaba seco las caricias, no había venido para repetir los ritos de un amorío, protegido por la hojarasca de otoño y senderos ocultos. Hasta las caricias que envolvían el cuerpo del amante buscando enredarlo y retenerlo, bosquejaban de forma siniestra la figura de otro cuerpo que era preciso destruir. Nada había quedado en el olvido: coartadas, azar, posibles y probables errores. Esa era la hora sin tiempo. A partir de allí cada instante estaba cuidadosamente pensado y ocupado. La segunda revisión de los pasos a seguir se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Comenzaba a anochecer.

Sin cruzar miradas, maniatados al destino que los esperaba, se separaron en la puerta de la casa. Ella iría para el norte. Desde el camino contrario él se dio vuelta para verla marchar con el pelo suelto. Corrió a su vez mezclándose entre árboles y arbustos, hasta distinguir en la niebla los adoquines y árboles que llevaban al edificio. Los perros no debían ladrar y no ladraron. El almacenero no estaría a esa hora, y no estaba. Subió la escalera hasta el primer piso y entró. Desde la sangre le llegaban a sus oídos galopando las instrucciones. Primero una puerta de vidrio, después una de madera, luego un corto pasillo. Así llegaría a la puerta del departamento, y entonces un cuchillo en la mano, la luz de la ventana, el respaldo del sillón mostaza, la cabeza del hombre apoyada leyendo un libro de cuentos. Estoy matado, dijo el hombre. Todavía no, le contestó el otro con una sonrisa mínima. Apoyó el cuchillo, sacó un bourbon y se pusieron a beber. Conversaron de la vida, de la literatura y de fútbol, mientras las remeras se ondeaban afuera con el viento.

1/3/15

La historia según Bobby Brown o Wilbur Narciso-11 Swain

La historia es una lista de sorpresas... Solo puede prepararnos para ser sorprendidos de nuevo.


Kurt Vonnegut (2014). Payasadas, o ¡nunca más solos! Buenos Aires: La Bestia Equilátera.