28/12/16

Gnoseología del chiste


“Y quizás no hay nada más enigmático que un pene glorioso,
nada más espectral que una vagina puramente doxológica”
Giorgio Agamben, El cuerpo glorioso.



            De golpe, Pedro despierta. De golpe, porque en algún momento la historia comienza. Y en este punto inicial, suponemos la preexistencia de Pedro. Por lo tanto, la irrupción de Pedro es tranquila para él, que todavía duerme. Pero está a punto de despertar porque suena un grito, Peeedro. Ya nos hacemos una idea.
            Pedro despierta, intuye sin mayores complicaciones que la voz viene de Adriana en la cocina, abajo. Ni siquiera se detiene a desandar el camino del ruido por la puerta entornada, el pasillo hasta la boca de la escalera y allí en un envión hacia abajo, rebotando en la pared para volver hasta la garganta venosa de Adriana. Sin duda es Adriana. Eso lo sabe Pedro (y ahora que conocemos la casa, también nosotros), mientras recuerda que es domingo. Podemos suponer ya el contexto político y, aún así, la intimidad de esta casa.
            Otra vez el cuello de Adriana se hincha para gritar, otra vez el llamado sube como pedo caliente por el hueco de la escalera, se bifurca quizás en el pasillo (pero la historia descarta los caminos alternativos), llega reptando las paredes hasta la puerta entornada y se asoma, pero Pedro lo escucha débil porque una situación inesperada reclama su atención. Tiene una erección tremenda. Puede que sea una pierna gangrenada, pero no. Para asegurarse, se yergue, se frota los ojos, mueve las piernas, las cuenta. Es una erección. De tal magnitud, que Pedro está alborotado: puede ser la excitación, puede ser el pánico. (Abundamos un poco en el asunto para retener la atención sobre esta situación, que es el núcleo del relato). En definitiva, una erección tremenda. El grito de Adriana le llega acolchado, quizás por la sorpresa, quizás por la cefalea que le provoca el coágulo. El sentido de la historia que se fue formando se enfrenta a un quiebre: de ahora en adelante, el conflicto reclama la constatación del desenlace.
            Y Pedro hace lo que tiene que hacer, se enfrenta a su destino de género menor (sigue por el pasillo la huella del grito que ya recorrimos nosotros): se pone una camisa larga hasta los muslos, apenas disimula su empalme (sinónimo español para no repetir “erección”), sale de la habitación, palpando las paredes con las manos, todavía dormido o mareado, acercándose por la escalera al final de la historia.
            Entonces Pedro entra a la cocina sin ser visto, Adriana silbando sobre la mesada, el delantal ofreciendo la espalda descubierta, las piernas desnudas bajo la tela mínima. Pedro se acerca sin ruido porque va descalzo, caminando despacio por el mero gusto de desplazar la resolución, despacio sobre todo para generar incertidumbre, reteniendo la evacuación del final (su lentitud no es un recurso narrativo, de hecho es exasperante). Ahora la tensión sexual es explícita para nosotros: Pedro asoma su pene debajo de un botón de la camisa, se sonríe por las dimensiones de su excitación, con la vista recorre la espalda apenas transpirada, con la mano extendida sorprende un hombro, y antes que Adriana reaccione, acerca sus labios al lóbulo de la oreja de ella y le dice, muy cerquita, una frase que a Adriana le llega envuelta en la respiración caliente que le empaña el aro de plata: mirá, mirá lo que te perdés por ser mi vieja.
            Cualquier reacción inquietante corre por cuenta del lector.



NOTA: El presente es un ejercicio aplicado de Narrativa abstracta, del 28/4/2015

28/11/16

Una visita

            El hombre que me abrió la puerta fue evasivo. Mientras entraba noté que me miraba de costado, no pudiendo evitar cierta curiosidad, aunque enseguida se volvió para el otro lado. Me di vuelta en el pasillo para atraparlo mirándome, pero ya había cerrado la puerta. Me dirigí al centro de la habitación, donde ella estaba acostada. No la conocía. Acaricié su cuerpo sin decir una palabra. El primer contacto tuvo el encanto del descubrimiento. Metí una mano por debajo de la sábana, sentí su pecho, su vientre. Arrastré el revés de la mano, con suavidad, por sus hombros. Después me desnudé mirando hacia la pared, dándole la espalda. Quería cierta intimidad para ese trámite. Me metí en la cama sin mirarla. Después sí, miré de cerca su pelo, le besé el cuello al costado, al lado de un lunar que me gustó. Me subí encima, sosteniéndome con los brazos para no aplastarla con mi peso. Luego empecé la cópula, con cierta torpeza, algo levemente vergonzoso, pero poco a poco sentí cómo los cuerpos se iban acoplando, aunque no demasiado, porque me gusta algo de ese extrañamiento del otro cuerpo. Sin embargo, con la repetición de los movimientos se fue mitigando la rudeza del coito. Allanados los primeros pasos en falso, el baile sexual comenzó a desenvolverse sin contratiempos notorios. Mi transpiración ya mojaba el contacto de nuestras pieles. Me maravillaba que solamente podía sentir las partes de mi cuerpo que eran tocadas por el de ella. Estando yo boca abajo, mis rodillas sentían la rigidez de sus muslos, pero tenía que concentrarme para advertir que mi espalda existía. Eso me distrajo un poco de mi deseo y pasó algún tiempo hasta que me sorprendí pensando en estas cuestiones anodinas, sobre su cuerpo, sobre el apasionante misterio del otro, es decir, pensamientos que a veces tengo cuando me distraigo en un taxi, en una sala de espera. Volví a mi cuerpo como un despertar. Me concentré en sus rasgos y, sobre todo, en sus gestos. Otra vez el deleite de la pelea entre, por un lado, la sincronización amable y, por el otro, los movimientos tímidos, titubeantes frente a un cuerpo desconocido. El encuentro contradictorio de ambas situaciones me llevó a eyacular algo antes de lo previsto. Me quedé unos segundos abrazado a su cuerpo. Si no hubiera sido por la temperatura de su cuerpo, casi podía olvidar que estaba muerta. Me levanté, me vestí otra vez de espaldas a ella, y me fui sin decir palabra, aunque antes me detuve un segundo a ver su cara tensa, su pelo algo alborotado. Caminé por el pasillo blanco y abrí la puerta. El hombre ya no estaba.

25/11/16

La flor violácea del jacarandá

Me crucé con Lin y Chen en un vagón del subte B. En ese momento no sabía sus nombres. Me los dijeron cuando se despidieron. Todo pasó en minutos.
Volvía del trabajo, me acerqué a la puerta para bajarme en Malabia y ahí lo vi sin verlos. Lo miré a Lin, la miré a Chen, y no los reconocí. Fue su mirada, la de él, la que me marcó la pauta de que ellos eran ellos. Cuando se miraron entre sí me di cuenta de que yo era yo. No entendía cómo no los había reconocido. Todos los jueves íbamos a su restaurante a cenar. Todos los jueves se acercaba Chen a tomarnos el pedido. Lin saludaba desde la cocina cuando entrábamos y cuando salíamos. Estaban casados. Chen era la moza. Casi no hablaba español. Le señalábamos lo que queríamos del menú y ella escribía idiogramas en la comanda, siempre sonriendo. Lin era cocinero, pero también hacía las veces de administrador y encargado. Trabajaban con los padres de Lin. La especialidad eran unas empanaditas a la plancha de cerdo y akusay, tofu frito con picles chinos picantes y pollo kun pao. Lo que más se destacaba igual eran las empanaditas. Todos las pedían.
 Lin me preguntó cómo estaba y también a qué me dedicaba. Era la primera vez que intercambiábamos palabras, más que un hola, chau, gracias, o hasta luego. Mentira. Una vez les regalé un libro que había editado. El primer libro que había editado. Le estaba mostrando el libro a mi mujer y Chen se metió en el medio, miraba y miraba. Le aclancé el libro y se lo llevó a la cocina. Era la primera novela de un autor argentino que era chef en Hong Kong. Ellos nunca entendieron que yo era el editor. Traté de explicarles. Chen quería que le dedique el libro. Lo firmé. Más allá del malentendido, se dieron cuenta de que ese objeto tenía un significado especial para nosotros. Ese fue el primer y único libro que autografié.
Salimos de la boca del subte. Lin me dijo que nunca pudieron leer el libro. Que él hablaba bien, le costaba leer, pero que su mujer era un desastre. Nunca dijo desastre. Levantó una mano y negó levemente con la cabeza. Lin obligaba a Chen a ir adelante nuestro. Ella se daba vuelta y me hablaba. Yo lo miraba a Lin pidiendo que me tradujera. “Quiere que le mandes saludos a tu mujer”. Asentí sonriendo. Ella también sonreía, con los ojos, con la boca, tratando de  expresar lo que no podía decir.

Cuando cruzamos Corrientes Lin me preguntó si había vuelto al restaurante. Le dije que dos semanas atrás, pero que no reconocí a nadie. Él agachó un poco la cabeza. En ese momento me confesó que habían vendido el fondo de comercio. Solamente su madre había quedado trabajando con los nuevos dueños. Iban a visitar a sus padres que todavía viven arriba del restaurante. Cruzamos Scalabrini Ortiz y me dijo qué lindos esos árboles, señalando los jacarandás en flor. Había varios a cada lado de Corrientes Eran realmente hermosos y delicados. Me pidió que repitiera la palabra jacarandá. El trató de pronunciarla. Se detuvo mucho en la jota y en la ce. Chen dijo el nombre en Chino. El ruido de los autos no me dejaba escuchar bien. Lin me repitió la palabra que para mí podía ser asfalto, cocodrilo o transeúnte. Me explicó cómo se componía el término: flor-azul-ciruelo. Cuando dijo “flor”, Chen le dio forma de flor a su mano. No sabía si hablábamos del mismo árbol, pero elegí creer que había jacarandás en China y que se llamaban exactamente como decían Lin y Chen. En la esquina nos despedimos. Me dijeron sus nombres y yo les dije el mío y el de mi mujer. 

28/10/16

El ángel del atardecer

                Salí del estudio jurídico. Íbamos a jugar al tenis con uno de mis socios. En el camino comentábamos el caso que le había tocado. Una señora mayor había dañado una obra de arte en un museo. Eso es lo que reclamaba el museo, por lo menos, aunque permitía otras interpretaciones menos comprometidas con el patrimonio, como aquellos que comentaban livianamente que la vieja había hecho una intervención, es decir, había producido arte. Era el primer caso en el país, por lo menos que tuviera lugar en la atención de los medios, pero ya había pasado en España, donde una anciana restauró durante meses, con un criterio muy particular y a escondidas, un fresco antiguo de Cristo en una iglesia; había pasado en Alemania, donde otra señora añosa, en una retrospectiva de arte moderno del siglo XX, frente a la exhibición de una obra en forma de crucigrama, siguió la aparente consigna y completó los casilleros vacíos.
                Mi socio, Mariano, tenía que lidiar con el seguro en favor del museo, nuestro cliente. Además, como la obra era un préstamo por convenio del exterior, tenía que resarcir a la institución propietaria, un museo norteamericano, aunque el pintor fuera noruego. Se veía obligado, por contrato con el seguro, a demandar a la vieja. Nada escapaba a las tareas con las que cualquier abogado serio se enfrenta habitualmente. Pero la particularidad del asunto y su publicidad lo hacían el tema de la semana para nosotros. Además de sentir ambos simpatía por la anciana, recordé que mi amigo, el contador Francisco Lazariaga, me había comentado, con ironía, su enfoque frente a los casos anteriores: los viejos eran la nueva vanguardia. Como Mariano ahora, yo me había reído. Como yo exponía ahora, Francisco se había explicado. Frente al arte callejero, reducido al vandalismo o a cierta decoración no distinta de los anuncios publicitarios; frente a la endogamia del arte contemporáneo de galerías y museos, cada vez más encerrado sobre sí mismo, incomprensible, cuando no risible para los demás; frente a la insipidez de la industria de la cultura, segmentada por consumidor y previsible… la tercera edad tenía algo para decir. Parecía un disparate, pero, según había dicho el contador Lazariaga, decía yo ahora, no era de extrañar que con la extensión de la esperanza de vida se formara un grupo social ocioso y demandante, es decir, un ejército de reserva de artistas. Sólo hacía falta indagar la historia y reconocer que el arte surgía en ciertos grupos emancipados del yugo del trabajo: los brujos paleolíticos, los nobles griegos, algunos hijos de banqueros alemanes, aristócratas argentinos. A Mariano le pareció interesante el planteo porque combinaba una argumentación a la vez verosímil y ridícula, según su parecer.
                -Los jóvenes no entienden nada-, cerré con las palabras de Francisco Lazariaga.
                Terminado el partido de tenis, cuyo resultado no importa, me duché y fui a esperar al auto de Mariano. Cuando él llegó, unos minutos más tarde, me dijo que si la teoría de era cierta, la presunta novedad del arte senil, en sus palabras, no tardaría en incorporarse al mercado. Por las mismas razones: la creciente población de jubilados era un apetecible segmento de consumo, el de mayor potencial de crecimiento. Además de la salud, se vislumbraban nuevas oportunidades. Era cuestión de tiempo para que alguna idea convierta el desconcierto en un negocio. Cuando estábamos llegando a casa, y yo ya pensaba que me había olvidado la raqueta nueva en el vestuario, con la que todavía no había ganado ningún partido, Mariano me dijo que tendría que ser yo el defensor de la señora. Sí, el museo estaba obligado a iniciarle acciones legales, pero no quería dar la imagen de una institución que persigue a sus visitantes más desprotegidos, eso iba en contra de cualquier criterio, sobre todo pensando en los programas de fomento del propio museo y del ministerio a nivel nacional, cuyo objetivo consistía en convocar a la ciudadanía. El mismo ministro había llamado al museo para pedir una solución. La situación podía desencadenar una reacción incontrolable, incluida la temida reducción presupuestaria, siempre al acecho. Me fui a dormir pensando en que no estaría mal, ambos a la vez en el mismo bando pero enfrentados. No tenía por qué preocuparme, Mariano no sería tan necio de ir a buscar en los bolsillos de la vieja, más allá de la formalidad de la denuncia. Era una tarea previsible y además podía seguir de cerca el asunto, que me daba curiosidad. Le mandé un mensaje a Mariano. “No se te ocurra hacerte el gracioso y pedir un embargo o algo parecido, que la cara la pongo yo”.


                Al día siguiente pasé a buscar a Florencia por el hogar de ancianos donde vivía, en la zona de Colegiales. Mientras esperaba en la puerta, no podía hacerme una idea de lo que me iba a encontrar, entonces me dejé sorprender. Las hojas amarillas caídas sobre la vereda daban una sensación de calma, por lo menos en contraste con mis días habituales por el centro. Apareció sola al lado del auto, como esperándome, y me di cuenta que la hubiera imaginado acompañada. Era una señora difícil de describir. Más allá de la edad, no encontré rasgos que pudieran distinguirla. Se desplazaba con soltura y parecía conservar la razón y el criterio de realidad. Esa señora había coloreado la Madonna de Munch con su pintalabios y su maquillaje. Un poco de color en los cachetes, para darle vigor de madre a una figura más bien pálida y mortecina. Mientras íbamos al museo, donde la haría firmar unos papeles de rutina, le comenté que esta acusación era obligatoria para exigir el seguro, que no debía preocuparse ni creer que se enfrentaba a una situación hostil. Parecía creerme, aunque no mostraba el mayor entusiasmo. Estoy acostumbrado a comunicar la situación sin involucrarme en las emociones del cliente, pero esta vez mi trabajo era mostrarme solidario con la vieja. Me hubiera gustado ver en ella una expresión de tranquilidad y agradecimiento que no aparecieron. Me tomaba por lo que en verdad era: un abogado que tenía que cumplir una misión acotada. Le aclaré que, en el peor de los casos, si querían algo de ella, su jubilación era legalmente inembargable porque era su sustento.
                En el museo no la dejaron ver la obra dañada que ella decía no recordar, aunque luego yo insistí en que debía verla en calidad de defensor. Me llevaron solo a un depósito y vi algo magnífico. Un cuadro famoso, valuado en millones, que en su versión original podía conmover. En su estado actual, la figura maquillada de un modo torpe y aniñado, como cuando las nenas juegan a ser grandes. Una tristeza muerta reclamada inútilmente a la vida. Un activo económico severamente dañado. Cuando volví a la oficina, estaba la vieja acompañada por el director del museo, a su lado Mariano, y frente a la mesa, charlando con Mariano, el abogado del seguro, Roberto Z. Un viejo conocido, un depredador. Me preocupé un poco por la vieja. No le sacarían nada, pero podían someterla a ciertas incomodidades, audiencias, embargos, un juicio interminable que quizás yo debía enfrentar sin ver un peso. No podía evitarlo alegando sensatez, cada uno debía ocuparse de su labor. Prefería liquidar el tema lo antes posible. Firmamos los papeles necesarios. Me sorprendió que el documento de identidad de Florencia tenía fecha de expedición de ese mismo año. Lo habría perdido y lo tuvo que renovar, pensé. Florencia tenía 81 años, domicilio en Colegiales. Roberto Z. me miró con una de sus sonrisas, entre cómplice y desafiante. Quizás solo quería incomodarme para después burlarse en alguna de las cenas que a veces nos reúnen.
                Cuando volví al estudio pedí que me averiguaran si Florencia, mi cliente, tenía bienes. Al otro día ya tenía la información. Ella no disponía de propiedades ni bienes, solo una cuenta bancaria vacía donde le depositaban la pensión porque era viuda de un cónsul. No era pobre, Florencia, pero no podrían sacarle mucho. También supe que había vendido a su hija –calculo que en un valor simbólico, ya que la plata no estaba en ninguna cuenta- una casa en el Bajo Belgrano y un departamento en Palermo. Las fechas de venta coincidían con la que yo había visto en su documento. No era raro. La hija la habría visto desvariar un poco, por seguridad habría desplazado la titularidad de los bienes, la habría puesto en un hogar de ancianos razonablemente alegre y cómodo. Le habría cambiado el domicilio a su nueva residencia en Colegiales.
                Ese día me llamaron del hogar “Mañanitas”. Me decían que un huésped quería hablar conmigo. No lo llamaban paciente ni cliente. Fui hasta ahí. No la vi a Florencia porque Rubén me recibió en un banco del jardín frontal, cerca de recepción. Por la puerta abierta podía ver cómo nos miraba la encargada del lugar. Rubén me dijo que Florencia lo había hecho a propósito. Ella misma se lo había confesado. En ese momento la encargada se acercó y me dijo que Rubén estaba cansado, y le pidió que fuera a dormir la siesta.
                -No está bien últimamente. El asunto de Florencia lo tiene un poco perturbado.- Me despidió amablemente.
                Fui perplejo hasta mi auto pisando las hojas secas.
               

                La semana siguiente el asunto estaba resuelto. El seguro había desistido de perseguir a Florencia. El desenlace era razonable. La rapidez, inédita. No me extrañaba que se hubiera resuelto en alguna esfera de poder cuyos engranajes escapan mi comprensión, pero capaces de destrabar situaciones. Florencia tenía que ir a firmar. Y sacarse una foto con el ministro. La fui a buscar a Colegiales. En el camino le comenté que el trámite estaba terminado. Sólo tenía firmar y saludar al ministro. Esperaba que no fuera un problema para ella. Me regaló la primera sonrisa. Después me comentó que estaba preocupada porque a Rubén lo habían llevado al ala más restrictiva del hogar, donde los horarios y el control eran rígidos, las salidas eran muy difíciles. No se explicaba por qué. Me enterneció que en medio de un conflicto millonario y comentado en todo el país y más allá sus preocupaciones siguieran restringidas al perímetro de “Mañanitas”. Llegamos al museo.
                Un funcionario de gobierno quiso sacarme a la vieja, pero Florencia lo rechazó y dijo que estaba conmigo. Amo esos triunfos. Necesitaría uno así contra Mariano. Volver a pensar en el tenis me devolvió a mi rutina de esa semana extraña en la que me sentí el ángel protector de Florencia. Un ángel en traje negro.
                Firmamos los documentos. Florencia saludó al ministro nacional, con tiempo para las fotos. Su representación de vieja inofensiva me pareció impostada. Quizás ya la veía a través de la lente de la cámara, como cualquiera que viera la noticia. Después, parecía eufórica. Le dije que un taxi la iba a llevar de vuelta al hogar, que había sido un placer conocerla. Se negó y me obligó a llevarla.
                -Tenés tiempo. No me vas a dejar irme sola.
                Mientras la acompañaba al auto hice un llamado para aplazar una reunión imaginaria. Mi secretaria estaba acostumbrada, nunca pude hacer ese número sin hablar con alguien real. En el camino le conté un poco mi vida. Cuando por fin la dejaba en la puerta, me pidió que la invitara un café en la esquina. En el hogar no la dejaban comer torta, y además quería aplazar su encuentro con Rubén.


                Mientras esperábamos en la mesa, no parecía prestarme atención. Estaba absorta como una viejita. Hice un esfuerzo por ser cortés, acoplarme a sus tiempos de residencia de ancianos, de hojas amarillas en el cordón de la vereda. Apagué mi teléfono para dedicarle mi atención completa. Cuando llegó el pedido, empezó a contarme todo. El folleto con la exhibición itinerante de Munch. La preparación de una acción radical. Los cálculos: la cesión de las propiedades y el auto a su hija, el cambio de domicilio al hogar, el ocultamiento de sus ahorros que ahora podía volver a depositar en el sistema bancario. Como si hubiera esperado para confesar que ya no hubiera tiempo de cancelar el pedido del café y la torta de chocolate con merengue italiano. Me sentí derrotado. Pero no estaba enojado, me halagaba ser el ángel de ese demonio. Le dije, ya que ella por fin establecía un vínculo de confianza, que al contárselo a Rubén había arriesgado su plan. Al contrario, dijo. Ella le tenía bronca. Entonces preparó una pequeña venganza. Rubén no era bueno con los secretos. Entonces se lo confesó para hacerlo hablar. Sus comentarios cada vez más fantasiosos lo tenían al borde de la mudanza al ala de observación de “Mañanitas”. Ya había pasado algún mes confinado. Esta vez nadie le iba a creer, y su penitencia estaba asegurada.
                Le pregunté cómo se sentía ahora que todo había salido según lo planeado. Me dijo que tenía distintas motivaciones, pero que ya no sabía si lo había hecho como una picardía resonante para llamar la atención como un artista, si lo había hecho como una estrategia para castigar a Rubén y demostrarse su poder, o si simplemente lo había hecho porque era una vieja que ya no tenía nada que hacer, como seguramente el noruego que había hecho el cuadro.
                Me pareció increíble. Se lo quería contar a mi socio Mariano, al depredador Roberto Z. Sobre todo al contador Francisco Luzuriaga para refrendar su teoría. No era el momento. Eran millones. Yo podía quedar como un inocente. Ya habría tiempo. Pero tenía que volver a casa a escribirlo. Me quise despedir otra vez de Florencia, y le dije que la acompañaba los metros que nos separaban de “Mañanitas”. Me dijo que ella no vivía ahí, que ahí vivía Rubén, su amante. Ella ocupaba el departamento de Palermo.

                -Llevame.

28/9/16

Vida imaginaria de Facundo Quiroga

 TAHÚR

                No importa el linaje de un hombre que inventó su destino, ajeno a la seguridad de un modelo en el que inspirarse. El caudillo Facundo Quiroga fue deliberadamente impredecible, forjó sus acciones bajo el sino de un tahúr. Si el coraje es un lujo, Facundo vivió en el esplendoroso derroche de la temeridad. Vestía poncho y llevaba una larga barba. No deseaba simbolizar la tradición frente a la levita ciudadana, la cara despejada de los ilustrados. Ocultaba sus brazos bajo la lana tejida, mitigaba sus expresiones en la oscura barba. Su atuendo y apariencia eran herramienta y seña del jugador. Había acumulado botines en los campos de batalla y en las partidas de baraja.
                En Oncativo, la derrota frente al general Paz le enseñó a palpar lo que la humillación enciende en los corazones. El deseo de venganza, el temor a verse nuevamente sometido. El temor lo había gustado antes, en los llanos. Un tigre lo persiguió por la tierra riojana, lo obligó a trepar un árbol a esperar la muerte. El tigre, en el bestiario decimonónico de las Provincias Unidas, consistía en la morfología feroz de un bicho que combina una cabeza de puma arenoso con un cuerpo de puma dorado. Este tigre ya se regodeaba por su vencida presa, lamía el borde húmedo de sus fauces sobre la costra seca de la tierra, centelleaban sus ojos extasiados de deseo, cuando llegaron amigos de Quiroga a caballo y lo enlazaron. Entonces Facundo bajó del árbol y vengó su pavor hundiendo su cuchillo en el tigre atado, ganando en la última mano la partida. Estas experiencias templaron su astucia.
                Una vez encontró a un oficial suyo propasándose en su autoridad, dando golpes a dos jóvenes. Como castigo, Facundo intentó atravesarlo con su lanza, pero el oficial logró empuñar la punta y retener la lanza en su poder. La devolvió con mano ensangrentada a Facundo en signo de lealtad, y éste otra vez intentó hendirla en el oficial. Se repitió el forcejeo, la victoria del oficial. Nuevamente devolvió la lanza a su verdugo. Entonces Facundo mandó a atar al oficial estirado en una ventana y mojó su lanza en la sangre caliente del oficial hasta cerciorarse del final del juego. No sació un espíritu indómito y ciego, cumplió con la obstinación simple de un jugador que no quiere perder.
                En otra ocasión, tomada la ciudad de Tucumán por las fuerzas del caudillo, unas doncellas se acercaron, a pasos crepitantes sobre las hojas secas, al lugar donde descansaba Facundo, salpicado de sol y sombra, tendido sobre su poncho, bajo los árboles. En ese paraje idílico, las beldades pidieron piedad por los oficiales prisioneros en la plaza de la ciudad. Facundo las escuchó. El temor juvenil no encendió su lujuria, el candor de los ojos suplicantes no estimuló su fantasía, las inocentes expresiones de esperanza no acariciaron su crueldad. Facundo se mostró sereno e infundió en el conjunto de jovencitas la vana ilusión. Luego de una hora de conversación sonaron las detonaciones lejanas en el bosquecillo, huyeron las aves por encima de las ramas, y un Facundo sonriente se excusó diciendo que ya no había nada que hacer, los fusilamientos estaban consumados. La ocupación de Tucumán era una exigencia de una partida más grande y no se podía arriesgar por emociones livianas como la compasión.
                En el llano porteño no entendió el juego y se sintió embotado. Odió la cultura, la modernidad, la humedad. Se propuso una contienda más grande contra Rosas. Defendió en sus últimos días la idea de una Constitución. Pensaba volver a Buenos Aires y degollar al Restaurador de las Leyes y Conquistador del Desierto. Sabía que sería su última mano. Cuando viera las ovejas en el camino, que ya empezaban a desplazar a las vacas en las estancias bonaerenses, se dispondría a ejecutar la jugada. Ordenó ir por Córdoba. Le advirtieron la traición de los Reinafé, sus amigos de las provincias del norte le ofrecieron escolta. No tenía grandes probabilidades a su favor, decidió como estrategia mostrar sus cartas. Iría indefenso y convencería con su palabra a sus asesinos. En la última posta, un joven se acercó desde el bosque para avisarle que en Barranca Yaco lo esperaba la muerte. Inútil. Facundo tenía resuelto su juego, que requería audacia y arrojo.
                 Cuando sintió detenerse a los caballos y oyó que descuartizaban a la diligencia, asomó su cabeza desde el interior del carro. Con su voz atemorizó al grupo destinado a matarlo. Santos Pérez, doble literario de Quiroga, se acercó. Estaba rendido al influjo del caudillo, parecía seguir sus previsiones. Era el momento de zanjar el azar con la última carta. Santos Pérez reaccionó con el ímpetu incalculable de un jugador: disparó al ojo de Quiroga, desde una distancia tan corta que el fogonazo quemó la barba rizada de un Facundo ya muerto.

Sociología de los cerdos

Había una vez tres cerditos: uno pobre, uno ni rico ni pobre y uno rico. No eran hermanos ni vivían en el corazón del bosque. Su única vinculación era la especie y la lengua cerdilicia. No había entre ellos una concepción de grupo ni de comunidad. Se podría afirmar que sólo eran cerdos sociales (un poco frívolos, un poco indiferentes). Cada uno provenía de un estrato social distinto y fue educado con modales e ideas disímiles.
El primero, el más pobre, se construyó una casa de paja. No era la mejor casa: tenía sus goteras los días de lluvia, pero era lo que este cerdito podía pagar. Era visto como vago y perezoso por el segundo (que era bastante prejuicioso). Este último no entendía por qué no se construía una casa mejor. Le parecía que era lábil y de mal gusto. También le molestaban sus modales bruscos (mostrar los granos de maíz mientras come con la boca abierta), sus faltas de ortografía y que ponga la música a todo volumen. “Debe ser un chancho mestizo, salvaje”.
Una sucesión de hechos hicieron que las cosas cambien. Un anillo bañado en oro rosa de la esposa del cerdito ni rico ni pobre despareció de su casa. Las miradas cruzadas y las sospechas comenzaron a hacerse lugar. No encontraron pruebas, pero socialmente se culpó al cerdito pobre. Había estado arreglando el techo de la casa del cerdito ni rico ni pobre.
Otras cosas empezaron a desaparecer durante la noche. La sociedad de cerdos estaba preocupada. Escandalizada. Echaron al jefe de la policía. Era un cerdo. Un cerdo policía. Y decidieron contratar lobos. El oficial Wolfenmalen quedó a cargo de la comisaría 127. Era famoso por sus dientes y garras afiladas, por su mal carácter y por tener unos pulmones que podían tirar una casa abajo.
Los lobos habían rodeado la casa del cerdo pobre. Con un megáfono le insistían para que saliera, lo amenazaban. El cerdito repetía “soy inocente, hasta que se demuestre lo contrario”.  Y Wolfenmalen sopló y sopló hasta que la casa derribó. El cerdito pobre salió corriendo y se metió por la ventana de la casa del cerdito ni rico ni pobre. Este último lo quería entregar, pero el pobre trabó la puerta y se tragó la llave. “Soy inocente hasta que se demuestre lo contrario”, les repetía a Wolfenmalen y los suyos.
La casa de cerdo ni rico ni pobre era de madera. No tan precaria como la de paja, incluso algo más resistente. Pero Wolfenmalen aspiró y aspiró arrastrando ovejas, árboles, cercos inflando sus plumones al máximo. Cuando sopló un remolino salió de sus fauces y destruyó la casa.
El cerdo pobre escapó y secuestró al cerdo ni rico ni pobre bajo amenaza (un cuchillo filoso-filosísimo en la yugular). Se escondieron entre los arbustos. Corrieron y corrieron. Saltaron un paredón. Hasta que se metieron en la propiedad del cerdito rico. El mayordomo del cerdito rico, al ver que había intrusos en la propiedad, soltó a los perros. Los perros se babeaban con sólo pensar dar una probadita a esa panceta movediza.
 Finalmente los chanchos forzaron una puerta y entraron. Recorrieron la casa en busca de un escondite. Los pasillos eran interminables, llenos de cuadros, tapices y alfombras lujosas. Estaban asombrados.
Entraron en un cuarto y estaba el cerdo rico, leyendo en un sillón. Interrumpió su lectura, se acomodó el monóculo, y le dijo “¿Qué precisan los señores?”.
“eehh… queremos aprender un poco acerca de… literatura”. Uno de los cerdos espío el título del libro que estaba leyendo y mencionó al autor entre otros grandes clásicos como Honorato de Cerdac, James Joinks y Geoffrey Chanchaucer.
“Qué oportuno”.
El cerdo rico les explicó acerca de diferentes teorías y posibles lecturas que podían hacer.
Wolfenmalen amenazaba desde afuera, pero nadie escuchaba nada a través de esos gruesos muros de piedra.  Sus plumones soplaron y soplaron, aunque no pudieron derribar la casa.
Cuando el cerdo rico terminó de responder cada una de sus infinitas preguntas. Tocó la campana, para que el mayordomo los echara.
Los cerdos fueron a parar a la calle y allí Wolfenmalen los apresó. Al cerdo pobre lo arrestaron por ladrón y fugitivo, al cerdo ni rico ni pobre por encubrimiento.
Esta es la historia de los tres cerditos sociales y del autoritario lobo feroz.

Y colorado colorín, esta historia ha llegado a su fin.

28/8/16

Foto de grupo

Volvió del velorio. Había soportado todas las provocaciones a las que se expuso. La muerte de un amigo, el reencuentro con viejos conocidos, los recuerdos que se suscitaban. La aceptación del hecho parecía tan fácil que lo preocupó. Sabía que, aunque su tristeza estaba controlada y no tenía mucho ánimo, no se podría dormir con facilidad. La excepcionalidad de ese día había acumulado infinidad de impresiones que todavía burbujeaban desordenadas. Buscó fotos viejas, quizás para imponerse un duelo. Las repasó. Sabía que esa felicidad de juventud irradia más por los años acumulados que por la imagen misma. Una foto en especial: hacía 30 años, en Córdoba, en la sala de una casa de piedra, con los cinco amigos. Recordaba el momento de la captura. No estaba pasando un momento particularmente feliz, aunque ahora parecía que ese viaje había sido mágico. Pero sabía que en esas vacaciones había descubierto algo entre las piedras de la casa. La certeza, infundada para esa edad, la atemorizante e intensa premonición de la melancolía. Dejó la foto de nuevo en su álbum. Lamentó que ya no podía sentir nostalgia como antes. Se fue a dormir con los avaros movimientos de una costumbre.

28/7/16

La velada con el señor Pedra

                 Al señor Pedra lo traté una sola vez, en la sala de espera de un aeropuerto mediano, como podría ser el de Granada.  Lo vi después algunas veces más, en los diarios, los canales de televisión, en las notificaciones de internet que me recomendaban, con virtual lógica, que probablemente querría volver a ver lo ya visto por curiosidad o azar o destino. Cuando lo traté aquella vez, todos los vuelos se habían interrumpido por un ataque terrorista en esa ciudad de meridiano tamaño. Las fuerzas estatales procedían a interrumpir las comunicaciones para evitar posibles fugas. La perplejidad y el espanto que sentí por la cercanía del hecho se fueron relajando con los interminables minutos sin novedades, como en un velorio cercano, donde el dolor agudo no puede perdurar en la plasticidad de las horas y se vuelve un fondo triste pero calmo y expandido. Por lo demás, no es ésta la historia del terror ni de mis sentimientos, sino del señor Pedra y de su persona como metáfora del cansancio.
                No pude en ese momento –lo llamo con esa vaguedad temporal porque no fue ni de mañana ni de tarde ni de noche en la ubicuidad de la luz del aeropuerto, en el interminable tiempo de la incertidumbre y de la espera- no pude, digo, comprender nada del señor Pedra. Lo vi en una fila de sillas cercana, de espaldas, con la cabeza ladeada: podía estar durmiendo, esperando resignado, pensando en los sucesos cuyas consecuencias nos retenían allí, quizás recordando algo. No le presté mayor atención, yo estaba cansado -aunque este verbo me parece ahora que está reservado a una sola persona, Pedra- y me dormí.
                Cuando desperté, fui al baño, demoré un largo rato en los controles para ingresar al cubículo, salí, y volví a verlo de espaldas en la misma posición. Por un momento pensé que estaba muerto, y que en la locura generalizada nadie lo notaba. Lo último que necesitaba era un descubrimiento de aquella naturaleza. Traté de olvidar el asunto, pero la posibilidad de tener un muerto a unos metros y no decir nada, pese a mi sopor, me resultaba inquietante, tanto que resolví aproximarme. No estaba muerto, ni dormido, ni presente. Respiraba con una frecuencia acusada. Sus ojos no eran tristes ni alegres. Cuando me vio, demostró una civilidad mesurada y por ello confiable. Ensayó una insignificante conversación de aeropuerto de la que no recuerdo ni una palabra. Parecía agotado, pero no tenía intenciones de dormir. El descanso parecía una alternativa hacía largo tiempo descartada.
                Era diplomático, o representante internacional de algún organismo profesional. Iba bien vestido, aseado. En su juventud, pero esto lo conjeturé después, había aprendido a darse una estructura para evitar desarreglos. Pronto, pero esto lo contaron las noticias, logró resultados en sus estudios, una posición de certidumbre en su carrera, una familia que se parecía tanto a las otras que podía ser cualquiera. Ese tipo de abstracciones parecía dominarlo. No distinguía que el café que tomaba debía ya estar muy frío y distinto al humeante vaso de cartón que había comprado hacía horas, quizás antes del atentado, cuando no sólo el café sino todo el lugar y quizás todas las cosas eran distintas. Le hice una observación sobre su café, a la que respondió con un gesto que todavía se desvanece en mi memoria, una indiferencia educada y ejecutada con meticulosa imprecisión. Su posición en la silla también parecía incómoda, abandonada a una indolencia protegida por unos analgésicos que sacó del bolsillo para tomar mientras conversábamos.

                La voz unánime de los parlantes anunció que se reanudarían los vuelos. Aproveché para preguntarle al señor Pedra de dónde venía, hacia dónde iba. No enumeró, sino que reunió en palabras vagas unos asuntos en apariencia abstractos que lo habían traído a la ciudad; proyectó con claridad una cargada agenda de congresos, contratos, reuniones y ponencias que lo requerían en Bruselas y luego en Zúrich. El horror que se vivía en esos momentos y su consecuente contratiempo le vedaban los compromisos más próximos. No parecía ansioso, ni preocupado: mi incertidumbre por la  reprogramación de la escala en San Pablo me pareció pequeña como una vida. Tampoco se mostraba melancólico ni aferrado al presente ni afectado por él. Una piedra no se pregunta cuáles son las fuerzas que impulsan su caída ni los planos que detienen su trayectoria. Por eso las piedras tienen ese aire ausente. Por eso el señor Pedra estaba listo para el futuro pero no lo esperaba, lo traía un pasado que se perdía detrás.
                Lo saludé y busqué mi vuelo. Ya en San Pablo, mientras esperaba mi conexión, vi las noticias de un hombre que había sido demorado en el aeropuerto europeo. Era el señor Pedra. No quedaba claro si era sospechoso de complicidad con el terrorismo o si había quedado desorientado por el ataque. Se lo consideró tanto víctima como cómplice, según cómo se dibujaba la línea de su perfil uniendo la constelación de puntos dispersos que se sabían de él. Una vez en Buenos Aires, no tuve noticias. Su caso había cobrado interés por el caos de los acontecimientos. Descubierta su irrelevancia, su historia se perdía. Pude averiguar que estuvo detenido pocas horas y luego lo dejaron salir. Este contratiempo le habrá costado perderse otra de sus actividades.
                No lo imagino indignado ni resignado. Lo mismo podía estar en una sala de interrogaciones que en una sala de espera de un aeropuerto alterado o que en una mesa navideña de la infancia, llena de regalos y padres vivos y olores a especias; todas cosas diferentes sólo para quienes recuerdan y ven los matices de la luz del sol sobre las hojas de los árboles.
                Pero el señor Pedra lo mismo podía durar un día que mil noches. Podía estar en cualquier lado porque nunca estuvo como estamos nosotros.



18/7/16

Nubes negras

Mi cerebro me dice que no
Que me calle
Yo trato de correr las nubes negras con las manos
Ser presente
Pero sólo se puede ser pasado (perfecto o imperfecto) o futuro.
El presente es ausencia, es muerte.

Igual trato de vaciar mi mente y des-ser.
Contengo la respiración
Hasta que me asfixio, entra el humo negro y toso,
y dejo de remar con los brazos.

Lo único que tenemos
Es una línea imaginaria en dirección al horizonte
El miedo es una metáfora que construyo y atraviesa el cielo.

Los otros, una ficción

28/6/16

El trabajo de la memoria

"Me gasté la mayor parte de mi fortuna en mujeres, alcohol y coches deportivos. 
El resto lo dilapidé"

George Best



            Por la ventana entraba la luz de la tarde y gastaba el viejo cuadro del fundador del pueblo. Como con frecuencia sucedía los domingos de marzo, estaban allí reunidos los notables. Bebían aperitivos ingleses, apostaban en juegos de cartas ingleses. Charlaban. No había mucho de qué hablar en esas citas, el calor de la plaza principal se filtraba por las ventanas de las narices, la mansedumbre dominical desbocaba a sorbos el vermouth, el rocío del atardecer exudaba por los pómulos, las axilas. Las moscas aprovechaban la pesadez de cuadro y se demoraban en un largo beso al dulce canto de las bocas de las copas.
            El intendente se puso de pie, llamó discretamente la atención de los presentes y señaló el retrato de su abuelo.
            -Hace noventa y nueve años, este ilustre señor fundaba nuestro pueblo. Es un doble orgullo para mí ser un descendiente directo y continuar su legado. Sepan que la administración pública de nuestro pueblo es un servicio que ejercito con mucho gusto.
            Los notables celebraron el contenido y la brevedad de estas palabras. Uno de los señores sugirió pensar en los festejos del centenario que acontecería al año siguiente. Todos convinieron en recaudar fondos para embellecer la ciudad. Para no generar malestar entre los pobladores vecinos y campesinos aledaños, acordaron que financiarían el gasto extraordinario con una moderada contribución sobre la renta de la hacienda, de modo que sólo afectaría a los productores rurales y patricios benefactores, todos allí reunidos. Discutieron con amabilidad el monto, subieron un poco el tono correntino para esclarecer la implementación y quedaron todos relativamente satisfechos.
            Cada mes el secretario del intendente informaba sobre el estado de las cuentas. La caja creada para el aniversario aumentaba con la placidez de lo previsible. Cuando vino el invierno, la mayoría de los notables se retiraron a sus fincas y olvidaron un poco el asunto, de modo que en primavera tuvieron que ponerse al día, desembolsar un monto más significativo. Lo hicieron, sin chistar pero con íntimo disgusto. Será por eso que en la reunión extraordinaria de septiembre nadie se quedó jugando al bridge en la galería cuando el secretario se presentó en la sala de reuniones. Será por eso que nadie alzó la voz, nadie opinó, será por eso que el asunto del aniversario dejó de ser un juego inocente.
            En el pueblo ya había corrido la noticia del gran acontecimiento, y no faltaban los comentarios oportunamente fantasiosos. Las habladurías tenían sin cuidado a los notables. Salvo la sequía, ningún hecho igualaba los intereses de los habitantes. Hasta cuando se casaba alguna dama hermosa, sea con un respetable hacendado conocido, sea con un torpe administrador de la capital, los chismes dependían del ámbito de resonancia: unos calculaban la dote, otros inventaban historias de deshonra mientras esperaban ver la gran fiesta de los señores. Pero hacia octubre surgió un brote que reunió a todos los habitantes: la competencia. Llegaba el rumor de plazas espléndidas en un pueblo vecino, a la vera del Uruguay. Los viajeros comentaban el desarrollo urbano que sucedía cerca de Entre Ríos. No faltó la noticia de un artista francés que obsequió, a pocos kilómetros, una escultura moderna de Urquiza desnudo sobre un caballo, ambos geométricos hasta lo irreconocible. “Deconstruido”, decían los entendidos. En el pueblo se sonrieron, entre la burla y la envidia, claro que era una audacia ridícula para los correntinos, típico de los porteños afrancesados, pero no faltaba el resentimiento hacia una ciudad que recibía regalos y se volvía pretenciosa. No tardaron en rivalizar, primero en secreto, luego abiertamente en las asambleas.
            Resolvieron enviar a Buenos Aires al hijo del intendente, no sin discutir, y con alguna decepción por parte de los que se oponían. Lo enviaron con algunas directivas vagas, encomendaron destinar lo recaudado en algún ornamento distinguido y sobrio para celebrar el centenario.   
         El enviado emprendió su cometido con ambición. Esa noche en la capital no faltaron las tentaciones. Estaba prevenido de los embaucadores y facinerosos, pero no pudo evitar los palacios del juego, la solícita conversación de inverosímiles mujeres que dilataban vanas expectativas, la compañía de la larga noche y sus erogaciones. Pasar por tonto le hubiera resultado doloroso, pero pasar por amarrete era un deshonor indecible. Al otro día se despertó con el ruido de la gran ciudad. Su asistente, afectado por un grave dolor de cabeza, tardó en calcular lo que les quedaba de presupuesto. Ante el resultado, el ayudante sintió mero terror. El hijo del intendente no se permitió siquiera la perplejidad. Paseó por las calles del sur. Entró a un infame almacén de antigüedades. A precio de chatarra, quizás proveniente de la demolición de un antiguo edificio, encontró un busto inmenso, de algún acaudalado inmemorial y desconocido, que bien podía pasar por cualquier prócer del siglo diecinueve, de segunda línea o cuya figura no estuviera debidamente fijada en la imaginación del pueblo correntino. La escultura tenía una ejecución tradicional, a la usanza de cualquier monumento público. Pensó que si el pueblo vecino había logrado justificar la novedad de una escultura geométrica, bien podía él, en el viaje de vuelta, encontrar palabras que emplazaran el busto. Ubicaría el epígrafe en una placa de bronce sobre la base de mármol con la que ya contaba en algún depósito. Pensó que la incierta expresión del busto representaba al correntino en general, a todos los del pueblo, incluso a los ridículos vecinos con los que competían. Gracias a su diligencia, su pueblo se impondría. Mandó a su asistente a comprar, con lo que había sobrado, una bebida para celebrar el éxito de la empresa. Descorcharon. Bebió de a sorbos, como una mosca. Emprendió el viaje de vuelta con secreto orgullo.


29/4/16

comprobante

Son las 11.24 en ny. Esta publicación se destruirá.

Ensoñación de los mares del Sur

Te ruego, amable lector, que tengas fe en lo que digo como si lo hubiese demostrado a costa de tu paciencia y de la mía.
Thomas De Quincey.  Confesiones de un comedor de opio inglés.

Se llama enseguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible.
Domingo Sarmiento. Facundo.

PA PA PA PARARARÁ
Take the A train. Versión de Clifford Brown

Soy comerciante. Vendo ropa y recuerdos, principalmente a los turistas que vienen desde extremo Occidente, desde atrás de la puesta del sol, a la isla de Koh Samui. Vine de Israel, pero pasé por algunos puertos antes de llegar a Tailandia, antes de llegar a este lejano Oriente. Tengo templada la paciencia del que espera sin desesperar. Me gusta la última frase, voy a encargar que la graben en placas imitación madera con imán, algún detalle simple que dé sensación de sabiduría oriental, puede venderse de a cientos. Tengo delineada en mi cara la fisonomía de lo que ciertas imágenes reiteradas fosilizaron en la estampa de un persa milenario. Sé muy bien de esta economía de imágenes, por un lado debido a mi oficio, que me educa y me obliga en el ejercicio de rastrear, en los gestos concurrentes de los compradores, su interés por el intercambio, en la constitución del hábito de su semblante, el precio que desean pagar; y conozco, por otro lado, en virtud de mis inclinaciones literarias, que por otro lado me forjan un histrionismo depurado en la negociación, una dicción que cumple con las exigencias del texto recitado, conozco, decía, la vulnerabilidad de las tipologías de mi costado comerciante, descubro la maravilla del acontecimiento inesperado en la venta reiterada a oleadas de visitantes siempre iguales como granos de arena, siempre distintos como granos de arena. Yo soy un vendedor más que debe ser único para concitar la atención, el turista que es uno más debe ser único para reclamar las musas de mi esfuerzo. El comprador es una invención mía, un sudamericano que carga con la fofedad de las clases medias. Soy un vago recuerdo, una fabulación esquemática de las memorias del turista. En este juego de incertidumbre, quizás ambos seamos imaginados por un tercero, un inglés comedor de opio del siglo XIX. Pero al descubrir que somos meros fantasmas, al rastrear a nuestro creador, ya no tengo claro quién fabrica a quién en esta migración de avatares. Ya no hay diferencia entre el original y la copia, que es lo que siempre les digo a mis clientes cuando pretenden relativizar el valor de la mercadería y yo puedo ver en un gesto nimio todo el pasado, el avión, la espera para abordar el vuelo, hasta el último chucho de frío al bajar de la línea A de subterráneos en el andén ventoso.



28/3/16

El chamán

Aurelio Estivariz había hecho carrera como abogado, aunque su corazón estaba en la filosofía, la matemática y la música. Se caracterizaba por no creer en lo trascendente. No era agnóstico, mucho menos ateo. Siempre había sospechado que la reencarnación era una opción más viable que el cielo o el infierno. Su pensamiento era un poco falaz y selectivo. Por medio de la navaja de Occam descartaba de plano a Platón y a la mitología cristiana, pero no a la influencia de la filosofía trascendental proveniente de oriente.
Estivariz había conocido a un alazán que lo miraba con odio y tenía la certeza absoluta que se trataba de su profesor de matemáticas de primer año de la secundaria, el señor Larraquy. En otra oportunidad un gato abisinio lo comenzó a visitar: estaba seguro de que era su tía Alberta (la misma mirada, la misma forma arisca). Estas fueron sus primeras pistas, pero no sólo veía este tipo de manifestaciones en animales, sino también en humanos y en objetos. Karl Marx empujaba un carro cartonero y pasaba por el frente de su casa todas las tardes; Voltaire era una rata; Kant, un reloj. Por un momento, moralizó este fenómeno y jerarquizó en una tabla de correspondencias. Los seres virtuosos se convertían en seres nobles: hombres en ángeles; perros en hombres, caracoles en perros. Los seres viciosos perdían su naturaleza. Humanos se transformaban en insectos o en otros seres bajos. Esta teoría ni esta tabla eran novedosas, pero sí funcionales.  
Trató de formalizar su investigación para comprobar su descubrimiento, pero fue un fracaso. La falta de comprobación no le quitaba veracidad al asunto, aunque lo hacía incomunicable e incomprensible para otros. Sin embargo, la fe lo llevaba a creer en la razón. Estaba convencido de que las almas migraban hacia otros parajes, pero no a lugares que estén fuera del mundo.
Aurelio Estivariz murió en medio de su pesquisa. Había sido atropellado por un colectivo, cuando cruzaba mal la calle. Sintió un dolor intenso y después, y después, todo se volvió negro.
Cuando abrió los ojos se dio cuenta que estaba en el partido de Rocha, en Uruguay.
Sus manos eran más grandes, su pecho ancho y plano. Corrió a mirarse en el espejo. Tenía una nariz delicada, cejas pobladas que, sin embargo, no perdían la forma, y una suerte de península capilar sobre el centro del cráneo.
Lo llamativo es que la misma conciencia que tenía previa a su muerte como argentino, lo acompañaba. En la mayoría de los casos, la memoria quedaba tapada y en las reencarnaciones sólo quedaban vestigios de las vidas pasadas. Aurelio tenía plena conciencia. Entendió que había estado algo equivocado. Para ser precisos: la muerte funcionaba como un viaje en el tiempo. Uno moría y se trasladaba a otro cuerpo, a otro lugar, y a cualquier época. Pero la mayoría de las veces la transmigración no se producía con un nuevo nacimiento. Sino que era una invasión. Esto lo llevó a sospechar de la esquizofrenia, de la paranoia y de las posesiones demoníacas. Fue una especie de chamán cimarrón y charrúa. Cuando las personas sentían una presencia, un pensamiento opaco, caían enfermas. Él se encargaba de comunicarse con los distintos espíritus que podían habitar esos cuerpos y calmarlos. Fueron miles de casos los que “curó” con un placebo (una mezcla de vinagre, ortiga, yerba mate y miel). Después murió como uruguayo y le perdimos el rastro. Lo único que quedó fueron sus diarios y anotaciones.

  

24/3/16

Tres estudios

Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis.
Lönnrot. La muerte y la brújula.



                Llegó al auto y vio la ventanilla rota. Hecha un acordeón por el film del polarizado que impidió el desmembramiento del vidrio, pero no el robo. Abrió la puerta y vio, sin sorpresa pero descolocado, que faltaba el estéreo. Su mujer, Eli, seguía saludando en la entrada del edificio y él no sabía si interrumpirla para darle la noticia o dejarla reírse hasta que se acercara unos metros y viera que los habían profanado. No hizo ni una cosa ni la otra, la interrumpió a medias, con un llamado tibio primero, sin respuesta mientras ella seguía hablando, una llamada de atención posterior, más vehemente, para cortar su afectuosa despedida, molesto por el robo, por tener que comunicarlo, molesto porque no sabía qué actitud representar, si la perplejidad, el enojo o la calma de quien está siempre preparado. Sólo atinó a dar la noticia con la postura incómoda de quien mide los efectos de lo que dice, y señaló el vidrio roto para desalentar su protagonismo. Después registró el auto, los alcances del robo, limpió las astillas, pero eso era natural, obligatorio, automático, mientras repasaba la pertinencia de su reacción, la falta de reflejos para conducirse como un ciudadano al que le habían robado. Cruzó un patrullero, lo detuvieron sin esperanza para contarle el incidente.

                Empezó a sentir bronca, en primer lugar contra la estadística y el azar, por qué a él. Después, contra el abstracto ladrón, pensó en la improbable magia de encontrarlo por la cuadra, hacerle limpiar el auto de astillas, obligarlo a hacer buches con el vidrio molido de la ventanilla, romperle los huesos con ruido uno a uno, empezando por los más grandes, el fémur, cúbito, radio y demás, la mandíbula, por qué no. Se demoró un poco en el placer estático de la violencia, la venganza desmesurada, ese cenit de música clásica. Después escuchó comentarios clasistas que siempre le resultaron estúpidos, pero en su estado enfurecido lo enceguecieron de ira contra la humanidad en general, lo transportaron a la dicha del odio puro, el deseo de sangre que sabía quedaría insatisfecho. Quiso recomponer la escena para personificar la víctima de su enojo, pero más que el golpe al cristal, el gesto para bajar el vidrio y abrir la puerta del lado de adentro, la requisa rápida de los objetos de valor, más que eso no pudo dilucidar, una vaga imaginación del recorrido rápido del ladrón borroso hasta un lugar donde precariamente guardaría su botín antes de ofrecerlo por un ínfimo valor a un reducidor, pero todo esto sin asidero, una incertidumbre de los indicios que atizaba su bronca. Apareció un patrullero, Eli lo detuvo para contarle el episodio, él vacilaba entre confiar en su ayuda o dudar de su complicidad. Ante la pregunta del oficial, dijo que, además del estéreo cuyo hurto estaba a la vista, en la guantera había 7 mil dólares escondidos que habían sustraído. Quizás no lo iban a ayudar los policías, pero si eran cómplices, el ladrón iba a tener problemas en compartir ese botín imaginario. Su venganza hipotética estaría saldada en un evento incomprobable. (El ladrón perplejo ante el error del policía; el ladrón en duelo de coraje por la verdad contra el cobrador injusto; el ladrón que enfrenta estoico el malentendido como posibilidad y su absurdo abatimiento a manos del socio advenedizo. El policía incrédulo ante la denuncia inflamada; el policía que calcula su parte del pillaje; el policía calmo que comprende el juego y asume con resignación que la falsa denuncia es una sospecha contra él.)

                Comprendió al ladrón de estéreos. Evaluó una denuncia fraudulenta, se regodeaba en la posibilidad del conflicto entre el policía y el ladrón por un botín imaginario de 7 mil dólares. Un ajuste de cuentas feroz y mediocre dentro del crimen organizado. Todavía tenía la angustia de no saber más allá de un vidrio roto. Tomó distancia del asunto. No justificó al ladrón, claro, le daría una paliza, pero comprendió el movimiento involucrado. Su posición de personaje, en parte auxiliar –el tipo marginal que es víctima del robo del protagonista-, en parte principal –el tipo furioso porque se siente un bufón de un personaje auxiliar y busca saldar el asunto-, pero, sobre todo, armó su posición del narrador que todo lo miraba desde afuera, un escepticismo estético que juzgaba a la distancia, un poco por actitud, un poco porque el auto era de su mujer y el estéreo lo pagaba ella. Con aplomo, abrazó a su mujer y dijo: "Eli, nos robaron, no te preocupes, no pasa nada, yo me ocupo". Y revisó el auto y acompañó a su mujer cuando paró a un patrullero.

28/2/16

En la ruta

Ninguno de los dos habló por un buen rato. Las manos agarraban el volante con firmeza. Eran manos grandes, un poco oscuras, manchadas por el sol y con pelos negros. La prolijidad y el cuidado que tenía en las uñas saltaba a la vista. El velocímetro marcaba ciento diez kilómetros por hora. Mientras, las isocas se estrellaban contra el radiador y el parabrisas. Un chorrito de agua y el vaivén del parabrisas empeoraban la situación empastando y desparramando los insectos por todo el frente. Pronto iban a tener que parar a cargar nafta, así que aprovecharían para que el playero les limpie a fondo el vidrio. Ella dormía, tirada, con el cuello doblado y los rulos oscuros sobre la cara. El cinturón de seguridad apretaba la remera dejando entrever las copas del corpiño. El cuadro lo completaban una minifalda de jean y  unas all-stars chuecas que hacían que las rodillas se toquen una con la otra. Pasaron de largo la YPF y frenaron en una Isaura que estaba a la salida del pueblo. Él la despertó apretándole la pierna con cuidado, pero sin suavidad. “¿Qué pasa?”, “tenemos que cargar nafta. Aprovechá para ir al baño”, “Bueno”, se dio vuelta. La pollera se le levantó mínimamente. Él trató de acomodársela, y ella rápidamente metió su mano en el medio y la bajó por su cuenta, un poco brusca, pero también fastidiada. Estacionaron el Renault, cerca de los baños. Ella fue al baño y él a cargar el termo con agua. Una vez lleno, volvió al auto y lo acomodó, parado en el piso, entre la puerta y el asiento, como para que no se caiga. Después cerró el  auto y fue al baño.
Cuando salió la encontró hablando con unos chicos de su edad, tal vez un poco mayores, pero no pasaban de los diecisiete. Pegó un grito, ella saludó rápido, y caminó rígida, refunfuñando hasta el auto. “Nunca me dejás hacer nada”. “Vos no sabés cómo son. ¿Pensás que quieren ser tus amigos?”. Ella cerró de un portazo y no dijo una palabra más. “cuidado con la puerta, nena, que no es giratoria”, repuso retándola. Las horas pasaron en silencio. El sol se fue moviendo, arrastrando los rayos de luz lejos de ahí, dejando un aura gris-violácea. Los campos de soja se intercalaban con el trigo y el maíz. A veces aparecían algunas Aberdeen-angus desparramadas de forma aleatoria. En el cruce de Santa Fe a Córdoba, la policía los frenó y le pidieron los papeles del auto. Querían revisar el baúl. Uno de los oficiales lo hizo bajar y lo acompaño hasta la parte de atrás, mientras el otro se quedó en la ventana del asiento del acompañante. “Te rompe mucho tu viejo?”. Ella lo miró a los ojos. Primero circunspecta con un mechón que le atravesaba la cara. Después se lo acomodó con la mano llevándose la seriedad y dejando ver una mueca pícara. “No es mi viejo”. La cara del policía estaba esperando una aclaración para acomodarse de la forma más apropiada “Es…es…”, y ella se río, “…es mi papá”. El policía abandonó esa incomodidad pasajera, pero la incertidumbre se instaló en su pecho. Una vez que revisaron el baúl volvieron a la parte de adelante. Él se metió en la cabina, y el policía fue hacia a donde estaba el otro que lo llamaba. Ellos veían cómo conversaban de espaldas, gesticulando. Tenían un semblante grave, por un momento parecía que estuvieran discutiendo. Tardaron varios minutos. Después volvieron y pidieron los documentos: Alberto Rutman, dni 15.742.110 (Géminis, pensó el oficial); Carolina Rutman, dni 33.091.527 (Aries. Sí, parece Aries). Después de algunas cuantas preguntas los dejaron ir. Alberto no dijo ni una palabra. Ella tampoco, hasta que se alejaron un par de kilómetros. “Sos boluda, pendeja, no ves que si me agarran soy boleta” y le dio una cachetada. “Sos un hijo de puta. Te odio”. Ella lloró, hasta cansarse, y dejó la mirada posada sobre la puerta, flotando sobre el campo anochecido sin involucrarse de ninguna manera. Quería que el auto choque y que él se muriera. Quería que la sacaran de ahí de una buena vez. Se acariciaba las muñecas y los brazos. De la nada salió un perro que quedó petrificado frente a las luces del auto. Sus ojos amarillos resplandecieron, dorados, ante del impacto. Rodó por encima del capó, del parabrisas y cayó detrás de ellos. Alberto frenó de golpe, dejando la marca de las gomas sobre el asfalto. Él tampoco se esperaba eso. Estaba muerto. Los dos bajaron. Él iba adelante y creía que ella lo seguía, pero volteó y no la vio. Asumió que se quedó en el auto. Movió al perro con el pie derecho. No había chance: muerto, muerto. Volvió al auto y ella no estaba. Pensó que era un chiste. La llamaba pero no aparecía. Se vio obligado a pasar el alambrado y buscarla entre los maizales, pero nada. Volvió al auto, sin saber muy bien qué hacer. Un rato más tarde, se dio cuenta que no tenía otra opción más que esperar en la banquina. Se quedó dormido. A la mañana siguiente, Carolina abrió la puerta del auto. Él se despertó sobresaltado y dijo su nombre, “no me digas así”. Lo besó. Los dos lloraron abrazados. “Nunca más me hagas eso”. Alberto puso el auto en marcha y volvieron a la ruta.

Coronado de espinas

    Las tipas del bosque supuraban una resina que no manchaba pero dejaba un olor persistente, inolvidable para quienes lo conocen, el olor que deja un estigma en los niños que molestaron a las tipas y sufrieron la humillación de sus escupitajos, como las estatuas son disuadidas de su pretensión de inmortalidad por la caca de las palomas que continuamente les recuerdan su frágil temporalidad.  Bosque de tipas donde jugábamos y buscábamos hongos hasta que Olegario se descompuso y casi se va del otro lado, que casi se muere, quiero decir. Y en parte vio algo, pasó por alguna puerta de ese bosque protegido por árboles babeantes, pero no por eso se quedó ahí, muerto, sino que se recuperó en el hospital, le lavaron el estómago, al menos en parte volvió de ese lugar donde estuvo, podría decir que amplió su campo de operaciones, todavía más acá pero también un poco más allá. Otros consideraron que efectivamente pasó del otro lado, pero no el salto frío al Hades sino que hizo el salto al otro lado de la luna, o sea que se volvió un lunático, pero loco a secas, sin volver jamás a este lado donde supuestamente estamos todos. En esa época se volvió algo místico y quisquilloso, hubo que sacar de su vista los crucifijos de la familia que mostraban a un Cristo ensangrentado, se tomaba más tiempo para considerar la luz que ampliaba los espacios y estallaba en las flores, en los tallos, en los pomos de las puertas, en el juego de sombras de los marcos, en la duplicación del baño en el espejo. Más allá de ganar esta particularidad, no se volvió definitivamente diferente, todos en el pueblo lo tomamos con naturalidad, un cambio de personalidad que coincidió con el reptar lento del tiempo que, visto desde ahora, pareciera que nos separa por un umbral de ese pasado, y aunque es traslúcido y no está cerrado, tiene la luz enceguecedora del mediodía y exige aislar los objetos para recordarlos en sus contornos. Es decir, que Olegario, salvo sus lentos hábitos de ensimismamiento y de una incapacidad para la charla que hacía que el resto le huyera para evitar la incomodidad, cuando no el tedio de su compañía, más allá de eso no resultó en algo extraordinario. De hecho, sabiendo las dificultades económicas familiares, consintió, como uno de los herederos, en lotear el bosque y venderlo, y aceptó con melancolía que la oferta de los chacareros para desmontar y sembrar era una oportunidad indeclinable. Asumió el hecho, incluso tuvo ánimo para ir un mes después a ver lo que habían hecho del bosque de tipas, fue a enfrentar la caída del bosque mágico de la infancia y las alucinaciones y el susto. Pero esta visita, según los que ya lo consideraban loco pero aceptaron su firma, lo volvió definitivamente loco, estaba obsesionado con visitar el aserradero para ver las manos de los trabajadores, entonces la familia se las arregló para conseguirle alojamiento en la ciudad más cercana, San Antonio de Areco, donde una enfermera lo atendía en un casco colonial que conservaba un pasado que Olegario no había tenido pero podía imaginar y disfrutar. En esa estancia, además de cuidarlo y darle de comer, le ofrecían un confitero lleno que le permitía dormir el sueño plácido de los desmemoriados, aunque a veces, y esto quizás era un efecto secundario de las pastillas que le daban o una secuela de aquellos hongos, a veces, decía, escuchaba gritos y golpes que venían del interior de la estancia, como si fuera una casa de locos, decía. Y cualquiera que supiera que era un asilo le creería que estaba rodeado de perturbados si no fuera porque luego hablaba de los troncos de las tipas, sangrantes y coronados de espinas de sierra. Y decía que había visto sangrar a las tipas, y decía que esta visión era producto de la confusión de las pastillas, que sabía que no era posible tal visión de un bosque encantado profanado, y volvía sobre su deseo implacable de visitar a los aserradores para comprobar que no habían perdido ningún dedo en la deforestación, que no habían sangrado en los cortes de los troncos, asegurarse que ellos no habían coronado de sangre ese altar del pasado que eran los troncos ladeados sobre la hierba que empezaba a crecer porque ya no tenía la resistencia de la copa de los árboles, ese altar que lo aterraba, mitad a la luz del sol, mitad a la sombra de la noche que avanzaba.

28/1/16

Fragmento de tiempo

“No sé en donde radica la cuestión de la felicidad. Creo que tiene que ver con la miopía cerebral”. Quique se quedó duró, mirándolo a su abuelo. El viejo seguía hablando con la mirada perdida, los ojos blancos por las cataratas. Mientras tanto tomaba té de una taza imaginaria y la apoyaba en el platito. Sobre su mano izquierda descansaba la porcelana y con la otra sujetaba el asa.
“El ser es en el propio movimiento del ser. En esa continuidad dinámica de transformaciones en las que el ser es y deja de ser parcialmente para acabar en otro. Es un continuum de seres y nadas… Esa es la única forma del ser”. El chico agarraba los autitos y un camión y simulaba un accidente. El camión hizo que el auto volara por los aires, girando como una pelota de rugby rumbo al in-goal. Después, el segundo auto chocó al camión y dio trompos hasta volcar. “Ser en el deceso”, dijo el viejo e hizo una pausa. “La división y transformación constante de las partículas que se atan y desatan. Nada hay como la nada”. Después apoyó la taza en la mesa de luz y gesticulaba. Quique las miraba como si fueran dos pájaros peleándose o apareándose, aunque no entendía ni sabía que era el apareo. “La semilla se abre y nace el movimiento. La irrupción. La continuidad. ¿Comprenden hacia donde estoy yendo? ¿Alguna pregunta? ¿No? Bueno, mejor así entonces. ¿Quién dijo la frase Nadie es libre de ser y no ser? lo vimos hace poco... Es el mismo que sostiene: Es imposible pensar sin creer que somos empujados por una corriente. Un viento, un aliento inicial que con sus bacterias puso en movimiento al mundo. ¿Nadie? Es importante que entiendan que somos hijos de esas bacterias. Sí, es cierto, también de la fortuna y del azar”.  El viejo le dio varios sorbos a su té. Mientras Quique jugaba con una pelota y la hacía rebotar contra el piso, hasta que se le fue debajo de la cama. Sonó el timbre de la puerta de entrada del departamento.“La naturaleza... la naturaleza es una repetición constante, inexplicable, de lo mismo. Una regularidad. ¿La cultura? También, pero más breve. Una especie de sub-naturaleza breve…".  Se escuchaba las voces de dos hombres hablando con la abuela en el palier. “Todo sigue, se arrastra o acelera y muere para morir, y renacer en algo insólito, previsible, predecible, tal vez. La infelicidad está en la abstracción, en la melancolía del ser animal. Del animal sin lengua”. Quique tenía medio cuerpo debajo de la cama, tratando de alcanzar la pelota. Mientras su abuelo lloriqueaba con un puño a medio cerrar sobre la cara, ansioso, desesperado.