Un
mapa es una imitación, una copia, una guía, una traducción, un retrato del
mundo, una caricatura microscópica; es el mundo pensándose. Ese mapa se
modifica, se corta, se dobla, se esfera. La tierra y el agua se mueven, los
límites se mueven y los mapas los siguen, ondulándose en olas de papel que
rompen contra nuestros edificios mentales.
29/4/13
28/4/13
El doctor Morales
El
doctor Morales despertó de un sueño raro en la morgue del hospital que
él mismo dirigía y al que asistía por las tardes.
Hacía
un mes que venía anotando sus sueños en un bloc que había tomado del
consultorio personal donde atendía por la mañana. En ese anotador consignaba
todo cuanto recordaba al despertar.
Su nuevo
hábito requirió un aprendizaje, ya que no tenía experiencia en este tipo de
pericias, no tenía una fórmula para reducir cada sueño a un género estable, no
sabía si narrar o describir, ni mucho menos cómo representar sus vivencias
oníricas.
Todas las
mañanas del último mes Morales anotaba rigurosamente, después guardaba el bloc
en su maletín negro y lo llevaba consigo toda la jornada. A la mañana realizaba
peritajes médicos para las demandas judiciales. El otro doctor, el abogado Peralta,
llegaba al consultorio y repetía la ceremonia:
-Vengo para el
presupuesto de carpintería, doctor-, saludaba el abogado.
-¿Necesita que
lo infle un poco para la aseguradora, doctor?-, saludaba el médico.
Luego llegaba alguien
a revisar, a la vez cliente del abogado y paciente del médico, y a simple vista
Morales ya sabía el diagnóstico. Peralta también, puesto que traía consigo las
placas y análisis del hospital. Mientras Morales llenaba la hoja membretada,
Peralta enumeraba dolencias, un poco para abultar el porcentaje de incapacidad,
un poco para cumplir con el rito.
Al mediodía
Morales almorzaba algo liviano, se distraía de su profesión, acaso el último
mes pensaba en las anotaciones que iban creciendo y, quizás forzando un poco
las cosas, se iba formando una historia compuesta por sucesivos sueños como
mosaicos. Morales pensaba también en el método que debía adoptar, reflexionaba
sobre los límites de su indagación.
¿Estaba
acertando en la forma de reconstruir sus sueños? En la medida en la que
ahondaba en precisiones sobre algún elemento, olvidaba el resto, y pronto
advirtió que un reporte esquemático perdía los detalles, y los detalles en todo
relato, y sobre todo en aquellos como los sueños, que no tienen trama, valen lo
mismo que los hechos. Intentó diversos mecanismos para anotar sus sueños:
registrarlos oralmente y luego transcribirlos, dibujarlos, escribir esbozos
generales para después profundizar sobre los indicios ya escritos, anotar todo
aquello que aparecía en su mente como imagen y después ordenarlo, y por último
la corriente de conciencia, la cual descartó por excesivamente literaria y
plagada de indicios de vigilia y espuma lingüística. Mientras se debatía en
asuntos metódicos sospechaba que se desviaba de su asunto, que daba rodeos para
no enfrentarse con sus sueños. Pero luego de veinte noches y veinte días,
acostado en su cama, recorriendo las páginas de su bloc bajo el velador, pasado
el estupor de sentirlas escritas por una mano ajena, reconoció una familiaridad
inédita con sus sueños, o bien, si no directamente con los sueños, sí al
menos con su discurso póstumo. Estaba leyendo un diario de viajes de una tierra
conocida.
Esa noche se
dejó dormir boca arriba. No se despertó ni una vez en la madrugada. A la mañana
estaba indignado. Anotó con bronca. Tuvo la misma sensación que tenía de joven,
en los peritajes, cuando lo querían engañar con una dolencia inverificable que
él sabía pergeñada por el abogado. Esa mañana descubrió que sus sueños estaban
al tanto de su indagación. Lo venían engañando, como un imputado que sabe que
su teléfono está intervenido y por ello mide sus palabras. Morales se consideraba
un hombre inteligente. Comprendió que debía esperar cierta simetría del otro
lado. Leyó las anotaciones previas. Aquellos elementos que había creído
familiares eran, a fin de cuentas (es un decir, no hay fin en un círculo),
eran, entonces, distracciones. Los sueños habían comenzado por desorientar al
intruso con decorados de cartón, con símbolos trillados, más apropiados para el
espectáculo comercial de masas que para un hombre refinado como él, con
analogías aparentemente descifrables pero a la larga vacías, con pistas falsas
que luego, al despertar, lo dejaban en ridículo.
Ese
día, diez días antes del raro despertar en la morgue, fue desganado al
consultorio, allí recuperó el ímpetu del trabajo, almorzó de buena gana en una
mesita frente a la plaza del hospital, caminó bajo la sombra de los árboles y
entró con el buen humor de siempre a ejercer la dirección, su función de todas
las tardes. Ese día concibió un plan, tan perfecto que incluso en el momento de
inspiración supo que no debía anotarlo ni pensarlo, es decir, no debía saberlo
para no levantar sospechas.
Siguieron
diez días levemente parecidos. Dormía, soñaba, anotaba, iba al consultorio
privado, iba al hospital por la plaza bajo los árboles, volvía a su casa,
dormía, soñaba. Hasta la vigilia que precedió al sueño de la morgue.
Despertó,
ni siquiera recordó el bloc de memorias oníricas que llevaba en el maletín
cuando salió de su casa. Tampoco lo recordó cuando se tomó el colectivo que no
usaba desde sus épocas de estudiante. Desde las ventanas del colectivo lo
miraban, se subió algo incómodo y comprendió al sentarse que llevaba todavía
puesto su pijama a rayas. Estaba tan avergonzado que se sofocó, y lo siguiente
que supo es que estaba en su consultorio privado desnudo y retozando con su recepcionista,
a la que apenas le hablaba en general. Tanto placer sentía que no dudó cuando
oyó el timbre: se puso su bata blanca de médico, abrió la puerta y le dirigió
al doctor Peralta y a su virtual madre algunos insultos y acusaciones que sin
duda romperían la antigua relación irreversiblemente, con una irreversibilidad
de unos cuantos meses. Volvió a sus asuntos un extraño rato, agradable sin
dudas, pero de aturdimiento espeso, parecido a las obras de Schoenberg que su
padre le inyectara en su tierna infancia, una espiral sin equilibrio, ora por
la desacostumbrada actividad sexual, ora por la ridícula calefacción en una
fecha a estas alturas indeterminable, porque de pronto él era un niño, o al
menos sus manos parecían jóvenes sobre los hombros de la recepcionista que
ahora milagrosamente tanto se parecía a la querida maestra Margarita, la
Señorita Margarita de segundo grado. Tantas emociones lo agotaron y se durmió.
Se despertó pesado, como si hubiera bebido mucho. De hecho, tenía tanta
urgencia por ir al baño que salió corriendo con su bata las dos cuadras que lo separaban
de la plaza, luego quiso acortar camino por el medio de la plaza, sobre una
tierra seca que de pronto era blanda, un barro sanguinolento que le dificultaba
la marcha, sobre todo porque sentía menguar sus fuerzas, mientras la imperiosa
necesidad de ir al baño del hospital y el temor al ridículo de orinarse encima
lo acechaban, y la impotencia de sus piernas frente al barro era ahora
insólita, tanto que olvidó de pronto su vejiga y lo único que sintió fue una
desaforada desesperación que sólo pudo ser interrumpida por el té con limón que
le ofrecía un colega en su despacho del hospital, o tal vez fuera el tío
Roberto en el antiguo caserón de Ramos Mejía, demolido dos años después de la
muerte del tío. Deambuló con la taza por los pasillos, desde una puerta luminosa el cirujano Andreoti
le preguntó si estaba bien. Morales se sentía gratamente despreocupado, y en
cambio le pareció que el cirujano andaba raro, entonces con una excusa de
brazos siguió su camino, aunque preocupado por Andreoti, y con razón porque
ahora lo perseguía todo el personal del hospital, no abiertamente, claro, si él
era el director, pero sabía que estaban al acecho. Bajó una escalera y se alejó
pero la persecución continuaba y ahora era angustiante, por lo que se metió en
una doble puerta, tan parecida a la puerta del vestuario del club donde nunca
tuvo éxito, ni en el tenis ni en la estima de sus pares. Ya dentro de la morgue
se encerró con llave y barra con candado. Encenió la luz. Allí estaba una
camilla con una señora, tan su madre que la veló un buen rato, primero triste,
con el exacto pesar que había tenido con la muerte de su primer perro, luego
distraído, inventando variados pésames de toda la heterogénea gente que había
conocido. Ahora disfrutaba dando lástima a quienes lamentaban la noticia,
gozaba siendo el centro de atención de tantos que además de respetarlo ahora lo
apreciaban. Se sentó en el suelo, contra la pared, muy cansado, levemente
feliz. Se durmió.
Antes
de despertar en la morgue del hospital que él mismo dirigía y al que asistía
por las tardes soñó que era un traumatólogo solitario, un poco parco pero
bueno, que ganaba dinero por las mañanas antes de almorzar, que luego almorzaba
cerca de la plaza del centenario hospital, que caminaba bajo los centenarios
árboles hasta su despacho desde donde dirigía con esmero y mucha honra y algo
de resignación todo el hospital, y en el sueño tuvo la revelación de su vida,
doblemente sorprendente porque ya lo sabía: que era un hombre un poco ridículo,
un poco digno.
27/4/13
El tiempo
Como el tic tac
del reloj de pared
y el bu bu
del corazón en el pecho;
como el zap zap
de los pies en su par
y el cru cru
del arrastre intestino;
así avanza el tiempo
en todas partes
y a ninguna.
11/4/13
10/4/13
Sócrates YXZ-21 (“Demuestra que no eres un robot”).
En
un futuro no muy lejano. El ingenuo Sócrates YXZ-21 navegaba por internet.
Trataba de bajar un video cuando la página web le pidió que se identifique y
que inserte un código, bajo el motivo o leyenda “Demuestra que no eres un
robot”. Tras fallar varias veces. La computadora comenzó un interrogatorio.
Eran muchos los robots que querían verse beneficiados con las ventajas de los
humanos. Sócrates era uno de ellos.
−Demuestra que no eres un robot –repitió la
máquina.
−No soy un robot porque estoy hecho de carne
y hueso−dijo Sócrates YXZ-21.
−Como sabrás, hoy día los robots son
generados a partir de células y estas generan y regeneran cuerpos como los de
los humanos. No hay diferencia –contestó la máquina.
−No soy un robot porque soy libre y puedo
elegir.
−El robot es más libre que el humano porque
de hecho sabe que no es libre y tiene conocimiento de ello, mientras que el
hombre no es libre pero su mente proyecta la ilusión de serlo.
−No soy un robot porque tengo emociones y
sentimientos.
−Creo que tenés una estima muy alta de vos
mismo.
−No soy un robot porque me puedo equivocar.
−Ridículo, nada más torpe que un robot.
−No soy un robot porque tengo deseo.
−Los robots tienen deseo, incluso tienen sexo
y pornografía, aunque no lo quieras reconocer.
−No soy un robot porque me puedo procrear.
−Eso es falso. Lo hombres no procrean sólo
cambian de piel y desechan la piel vieja.
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