Evaristo levantó el cuello de la
camisa y se miró a los ojos, entregado desde el filo del espejo al gesto
oblicuo y lustroso del seductor. Dos estornudos de perfume, las llaves, los
puchos y al auto. Saberse conductor con el control de los párpados, apenas.
Circular por el saboreo del humo en la nariz, del relleno denso de la materia, bajo
el follaje purpúreo de los billetes de fondo. La risa de ella, junto al río de
lo previsible: los tacos, la vereda, el restaurante, los tragos, las piernas y
el hotel. Los gestos meticulosos: el tiempo entre pinzas, las medias bajando de
a poco, de a poco. Y esa transpiración. Palpar la vida, exprimirla,
descascararla. Como un vampiro, hasta que se lava el maquillaje y se esfuma el disfraz, hasta que cae el papel y se rompe la máscara. Hasta encontrar cara a cara, en
el cruento borde de la rutina, al perfecto extraño, a solas, mirándose a los ojos.