Género: contratapa de los viernes.
Hay una larga tradición de mitificar al destructor de
mitos pasados, es siempre tentador burlarse, arrellanado en pantuflas, de los
viejos tabúes caídos en desuso sin siquiera preguntarse por las insospechadas
normas por las que nuestros hijos se avergonzarán de nosotros. Quisiera darme
ese gusto.
La historia oficial de Ornette es más o menos conocida, o
previsible. Un trillado cuento de perseverancia con final feliz. Vemos al
venerable viejo, con su sonrisa amable, fijado en el estereotipo de quien luchó
por sus sueños contra las adversidades. No importa mucho que haya nacido en 1930
en Fort Worth, estado de Texas, ni a qué edad de la adolescencia le dio por el
saxo alto y muy pronto también el tenor. Es fácil imaginarse, con ayuda de
imágenes sacadas de películas vintage
de ciencia ficción, a un joven Ornette a principios de los años 50, recién
llegado a Los Angeles, trabajando de ascensorista, estudiando libros de teoría
musical en los tiempos muertos dentro de la cabina, bajo la calurosa luz en su
impecable uniforme, un aprendizaje incluso menos glamoroso que el de Charlie
Parker diez años antes, cuando era bachero en un club de Nueva York y sólo una
pared –real y simbólica- lo separaban de Art Tatum. De un salto –con imágenes
reiteradas de ensayos en sótanos, discusiones con otros músicos, lectura
autodidacta en el interminable tempo
del ascensor, negativas de clubes y grupos, vueltas a casa arrastrando los pies
(si es con lluvia, mejor), y en cada nueva imagen Ornette un poco más adulto- resumimos
los contratiempos que forman el arco narrativo de este cuento de hadas.
Finalmente, subrayada la dificultad para formar grupos que soportaran su
presumida originalidad, ensalzada la tenacidad, lo vemos desembarcar triunfal
en la Costa Este, sacudiendo el Five Spot neoyorquino con su Free Jazz, que
consistía en dar un paso más allá del bebop de Charlie Parker, prescindir de
las escalas en la improvisación.
Estamos llegando a la resolución, pero todavía puede
demorar. Aunque algunos yankees celebraban
la audacia, el final feliz debía esperar porque aún faltaban obstáculos. Para
empezar, no todos lo consideraban un genio, sino que algunos se inclinaban a
pensar lo contrario. Como mandan estas historias, Ornette no se rindió, y
después de grabar los discos que con el tiempo serían clásicos de la historia
del jazz, dobló la apuesta. Como intérprete, al saxo le sumó la trompeta,
incluso el violín, al que más que tocarlo lo golpeaba. Cuando se sintió despreciado
por las discográficas, creó su propio sello. Una historia inspiradora.
En Un tal Lucas,
Cortázar describe así la resaca de su protagonista: “No es inútil agregar que
Lucas regresa a su casa con la sensación de que arriba de los hombros tiene una
especie de zapallo lleno de moscardones, Boeings 707 y varios solos
superpuestos de Max Roach”. Es una humorada sobre el jazz de aquella época a la
vez liberador y víctima del imperativo de innovar, de morder los bordes del
género.
Ahora quiero darme el gusto de mitificarlo. Sacar a
Ornette del orden alfabético de leyendas del jazz. Imaginarlo joven, frustrado,
sintiéndose un genio incomprendido. Mal dormido, alterado por la extenuante
lectura de teoría bajo el zumbido de la luz del ascensor. De golpe, con el
ascensor lleno de ejecutivos blancos, un día de semana, el ascensorista
alienado subiendo y bajando por el alto edificio, deteniendo la cabina en los
entrepisos, fuera de escala, y volviendo a subir y bajar a toda velocidad, sin
detenerse en los números enteros de los pisos, sólo abriendo las puertas a la
percepción de la estructura del edificio, orillando la euforia, con los rehenes
del ascensor realmente teniendo una experiencia del derrumbe de lo establecido.
Luego, el presumible despido del ascensorista Ornette Coleman, su
incertidumbre, su búsqueda de empleo en algún oficio, podría ser cualquiera,
como la música.