"Me gasté la mayor
parte de mi fortuna en mujeres, alcohol y coches deportivos.
El resto lo dilapidé"
El resto lo dilapidé"
George Best
Por la ventana entraba la luz de la
tarde y gastaba el viejo cuadro del fundador del pueblo. Como con frecuencia
sucedía los domingos de marzo, estaban allí reunidos los notables. Bebían
aperitivos ingleses, apostaban en juegos de cartas ingleses. Charlaban. No
había mucho de qué hablar en esas citas, el calor de la plaza principal se
filtraba por las ventanas de las narices, la mansedumbre dominical desbocaba a
sorbos el vermouth, el rocío del atardecer exudaba por los pómulos, las axilas.
Las moscas aprovechaban la pesadez de cuadro y se demoraban en un largo beso al
dulce canto de las bocas de las copas.
El intendente se puso de pie, llamó
discretamente la atención de los presentes y señaló el retrato de su abuelo.
-Hace noventa y nueve años, este
ilustre señor fundaba nuestro pueblo. Es un doble orgullo para mí ser un
descendiente directo y continuar su legado. Sepan que la administración pública
de nuestro pueblo es un servicio que ejercito con mucho gusto.
Los notables celebraron el contenido
y la brevedad de estas palabras. Uno de los señores sugirió pensar en los
festejos del centenario que acontecería al año siguiente. Todos convinieron en
recaudar fondos para embellecer la ciudad. Para no generar malestar entre los
pobladores vecinos y campesinos aledaños, acordaron que financiarían el gasto
extraordinario con una moderada contribución sobre la renta de la hacienda,
de modo que sólo afectaría a los productores rurales y patricios benefactores,
todos allí reunidos. Discutieron con amabilidad el monto, subieron un poco el
tono correntino para esclarecer la implementación y quedaron todos
relativamente satisfechos.
Cada mes el secretario del
intendente informaba sobre el estado de las cuentas. La caja creada para el
aniversario aumentaba con la placidez de lo previsible. Cuando vino el
invierno, la mayoría de los notables se retiraron a sus fincas y olvidaron un
poco el asunto, de modo que en primavera tuvieron que ponerse al día,
desembolsar un monto más significativo. Lo hicieron, sin chistar pero con
íntimo disgusto. Será por eso que en la reunión extraordinaria de septiembre
nadie se quedó jugando al bridge en la galería cuando el secretario se presentó
en la sala de reuniones. Será por eso que nadie alzó la voz, nadie opinó, será
por eso que el asunto del aniversario dejó de ser un juego inocente.
En el pueblo ya había corrido la
noticia del gran acontecimiento, y no faltaban los comentarios oportunamente
fantasiosos. Las habladurías tenían sin cuidado a los
notables. Salvo la sequía, ningún hecho igualaba los intereses de los
habitantes. Hasta cuando se casaba alguna dama hermosa, sea con un respetable hacendado
conocido, sea con un torpe administrador de la capital, los chismes dependían
del ámbito de resonancia: unos calculaban la dote, otros inventaban historias
de deshonra mientras esperaban ver la gran fiesta de los señores. Pero hacia
octubre surgió un brote que reunió a todos los habitantes: la competencia.
Llegaba el rumor de plazas espléndidas en un pueblo vecino, a la vera del
Uruguay. Los viajeros comentaban el desarrollo urbano que sucedía cerca de
Entre Ríos. No faltó la noticia de un artista francés que obsequió, a pocos
kilómetros, una escultura moderna de Urquiza desnudo sobre un caballo, ambos
geométricos hasta lo irreconocible. “Deconstruido”, decían los entendidos. En
el pueblo se sonrieron, entre la burla y la envidia, claro que era una audacia
ridícula para los correntinos, típico de los porteños afrancesados, pero no
faltaba el resentimiento hacia una ciudad que recibía regalos y se volvía
pretenciosa. No tardaron en rivalizar, primero en secreto, luego abiertamente
en las asambleas.
Resolvieron enviar a Buenos Aires al
hijo del intendente, no sin discutir, y con alguna decepción por parte de los
que se oponían. Lo enviaron con algunas directivas vagas, encomendaron destinar
lo recaudado en algún ornamento distinguido y sobrio para celebrar el
centenario.
El enviado emprendió su cometido con ambición. Esa noche en la capital no faltaron las tentaciones. Estaba prevenido de los embaucadores y facinerosos, pero no pudo evitar los palacios del juego, la solícita conversación de inverosímiles mujeres que dilataban vanas expectativas, la compañía de la larga noche y sus erogaciones. Pasar por tonto le hubiera resultado doloroso, pero pasar por amarrete era un deshonor indecible. Al otro día se despertó con el ruido de la gran ciudad. Su asistente, afectado por un grave dolor de cabeza, tardó en calcular lo que les quedaba de presupuesto. Ante el resultado, el ayudante sintió mero terror. El hijo del intendente no se permitió siquiera la perplejidad. Paseó por las calles del sur. Entró a un infame almacén de antigüedades. A precio de chatarra, quizás proveniente de la demolición de un antiguo edificio, encontró un busto inmenso, de algún acaudalado inmemorial y desconocido, que bien podía pasar por cualquier prócer del siglo diecinueve, de segunda línea o cuya figura no estuviera debidamente fijada en la imaginación del pueblo correntino. La escultura tenía una ejecución tradicional, a la usanza de cualquier monumento público. Pensó que si el pueblo vecino había logrado justificar la novedad de una escultura geométrica, bien podía él, en el viaje de vuelta, encontrar palabras que emplazaran el busto. Ubicaría el epígrafe en una placa de bronce sobre la base de mármol con la que ya contaba en algún depósito. Pensó que la incierta expresión del busto representaba al correntino en general, a todos los del pueblo, incluso a los ridículos vecinos con los que competían. Gracias a su diligencia, su pueblo se impondría. Mandó a su asistente a comprar, con lo que había sobrado, una bebida para celebrar el éxito de la empresa. Descorcharon. Bebió de a sorbos, como una mosca. Emprendió el viaje de vuelta con secreto orgullo.
El enviado emprendió su cometido con ambición. Esa noche en la capital no faltaron las tentaciones. Estaba prevenido de los embaucadores y facinerosos, pero no pudo evitar los palacios del juego, la solícita conversación de inverosímiles mujeres que dilataban vanas expectativas, la compañía de la larga noche y sus erogaciones. Pasar por tonto le hubiera resultado doloroso, pero pasar por amarrete era un deshonor indecible. Al otro día se despertó con el ruido de la gran ciudad. Su asistente, afectado por un grave dolor de cabeza, tardó en calcular lo que les quedaba de presupuesto. Ante el resultado, el ayudante sintió mero terror. El hijo del intendente no se permitió siquiera la perplejidad. Paseó por las calles del sur. Entró a un infame almacén de antigüedades. A precio de chatarra, quizás proveniente de la demolición de un antiguo edificio, encontró un busto inmenso, de algún acaudalado inmemorial y desconocido, que bien podía pasar por cualquier prócer del siglo diecinueve, de segunda línea o cuya figura no estuviera debidamente fijada en la imaginación del pueblo correntino. La escultura tenía una ejecución tradicional, a la usanza de cualquier monumento público. Pensó que si el pueblo vecino había logrado justificar la novedad de una escultura geométrica, bien podía él, en el viaje de vuelta, encontrar palabras que emplazaran el busto. Ubicaría el epígrafe en una placa de bronce sobre la base de mármol con la que ya contaba en algún depósito. Pensó que la incierta expresión del busto representaba al correntino en general, a todos los del pueblo, incluso a los ridículos vecinos con los que competían. Gracias a su diligencia, su pueblo se impondría. Mandó a su asistente a comprar, con lo que había sobrado, una bebida para celebrar el éxito de la empresa. Descorcharon. Bebió de a sorbos, como una mosca. Emprendió el viaje de vuelta con secreto orgullo.