“Y quizás no hay nada más enigmático que un pene glorioso,
nada más espectral que una vagina puramente doxológica”
Giorgio Agamben, El
cuerpo glorioso.
De golpe, Pedro despierta. De golpe,
porque en algún momento la historia comienza. Y en este punto inicial, suponemos
la preexistencia de Pedro. Por lo tanto, la irrupción de Pedro es tranquila
para él, que todavía duerme. Pero está a punto de despertar porque suena un
grito, Peeedro. Ya nos hacemos una idea.
Pedro despierta, intuye sin mayores
complicaciones que la voz viene de Adriana en la cocina, abajo. Ni siquiera se
detiene a desandar el camino del ruido por la puerta entornada, el pasillo
hasta la boca de la escalera y allí en un envión hacia abajo, rebotando en la
pared para volver hasta la garganta venosa de Adriana. Sin duda es Adriana. Eso
lo sabe Pedro (y ahora que conocemos la casa, también nosotros), mientras recuerda
que es domingo. Podemos suponer ya el contexto político y, aún así, la
intimidad de esta casa.
Otra vez el cuello de Adriana se
hincha para gritar, otra vez el llamado sube como pedo caliente por el hueco de
la escalera, se bifurca quizás en el pasillo (pero la historia descarta los caminos
alternativos), llega reptando las paredes hasta la puerta entornada y se asoma,
pero Pedro lo escucha débil porque una situación inesperada reclama su
atención. Tiene una erección tremenda. Puede que sea una pierna gangrenada,
pero no. Para asegurarse, se yergue, se frota los ojos, mueve las piernas, las
cuenta. Es una erección. De tal magnitud, que Pedro está alborotado: puede ser
la excitación, puede ser el pánico. (Abundamos un poco en el asunto para
retener la atención sobre esta situación, que es el núcleo del relato). En
definitiva, una erección tremenda. El grito de Adriana le llega acolchado,
quizás por la sorpresa, quizás por la cefalea que le provoca el coágulo. El sentido
de la historia que se fue formando se enfrenta a un quiebre: de ahora en
adelante, el conflicto reclama la constatación del desenlace.
Y Pedro hace lo que tiene que hacer,
se enfrenta a su destino de género menor (sigue por el pasillo la huella del
grito que ya recorrimos nosotros): se pone una camisa larga hasta los muslos, apenas
disimula su empalme (sinónimo español para no repetir “erección”), sale de la
habitación, palpando las paredes con las manos, todavía dormido o mareado, acercándose
por la escalera al final de la historia.
Entonces Pedro entra a la cocina sin
ser visto, Adriana silbando sobre la mesada, el delantal ofreciendo la espalda
descubierta, las piernas desnudas bajo la tela mínima. Pedro se acerca sin
ruido porque va descalzo, caminando despacio por el mero gusto de desplazar la
resolución, despacio sobre todo para generar incertidumbre, reteniendo la
evacuación del final (su lentitud no es un recurso narrativo, de hecho es
exasperante). Ahora la tensión sexual es explícita para nosotros: Pedro asoma
su pene debajo de un botón de la camisa, se sonríe por las dimensiones de su
excitación, con la vista recorre la espalda apenas transpirada, con la mano extendida
sorprende un hombro, y antes que Adriana reaccione, acerca sus labios al lóbulo
de la oreja de ella y le dice, muy cerquita, una frase que a Adriana le llega
envuelta en la respiración caliente que le empaña el aro de plata: mirá, mirá
lo que te perdés por ser mi vieja.
Cualquier reacción inquietante corre
por cuenta del lector.
NOTA:
El presente es un ejercicio aplicado de Narrativa
abstracta, del 28/4/2015